Así pues, resguardados junto al puente de mando en la cubierta superior azotada por el viento, el conductor de un transporte de marisco hizo una imitación impecable de la firma del autor famoso. Tras sólo media docena de intentos en el cuaderno, el camionero estuvo preparado para firmar el libro y Eddie permitió al entusiasmado hombre que autografiara el ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes que poseía la familia O'Hare. Cómodamente protegidos del viento, el hombre y el adolescente admiraron los resultados. Eddie, agradecido, ofreció al camionero la pluma estilográfica de Ted Cole.
– Debes de estar de broma -dijo el camionero.
– Quédatela, te la doy -replicó Eddie-. La verdad es que no la quiero.
No quería la pluma, en efecto, y el jubiloso camionero se la guardó en el bolsillo interior del sucio anorak. El hombre olía a salchichas de frankfurt y cerveza, pero también, sobre todo cuando no soplaba el viento, a almejas. Le ofreció a Eddie una cerveza, que el muchacho rechazó, y entonces le preguntó si «el ayudante de escritor» regresaría a Long Island el próximo verano.
Eddie no creía que lo hiciera, pero en realidad nunca abandonaría del todo Long Island, sobre todo mentalmente, y aunque pasaría el siguiente verano en su casa de Exeter, donde trabajaría para el centro docente como asesor en la oficina de admisiones -sería el guía que mostraba la escuela a los posibles exonianos y sus padres-, regresaría a Long Island el verano siguiente.
En ig6o, el año de su graduación en Exeter, Eddie se sintió impulsado a buscar un trabajo veraniego fuera de casa. Este deseo, combinado con el hecho cada vez más evidente de que le atraían las mujeres mayores que él (una atracción correspondida por ellas), le llevarían a recordar la tarjeta de visita de Penny Pierce, que había conservado. Sólo cuando estaba a punto de graduarse, cerca de año y medio después de que Penny Pierce le ofreciera trabajo en la tienda de marcos de Southampton, comprendió que la mujer tal vez le había ofrecido algo más que un empleo.
El graduado por Exeter escribiría a la divorciada de Southampton con una franqueza cautivadora. («¡Hola! Puede que no me recuerde. Fui ayudante de Ted Cole. Un día estuve en su tienda y usted me ofreció trabajo. ¿Recuerda que fui, aunque brevemente, el amante de Marion Cole?»)
Penny Pierce no se anduvo con rodeos al responderle. («¿Cómo? ¿Que si me acuerdo de ti? ¿Quién podría olvidarse de esas sesenta veces en…, cuántas fueron…, seis o siete semanas? Si lo que deseas es un trabajo durante el verano, es tuyo.»)
Además del empleo en la tienda de marcos, Eddie, naturalmente, sería el amante de la señora Pierce. A comienzos del verano de i96o, Eddie se alojaría en una habitación para invitados en casa de la señora Pierce, una finca recién adquirida en First Neck Lane, hasta que él encontrase un alojamiento adecuado. Pero se hicieron amantes antes de que encontrara ese alojamiento; en realidad, antes de que él hubiese empezado a buscarlo. A Penny Pierce le alegró tener la compañía de Eddie en la casa grande y vacía, necesitada de alguna decoración interior que la animara.
Sin embargo, haría falta algo más que nuevo papel pintado y tapicería para eliminar la atmósfera de tragedia que flotaba en la casa. No hacía mucho una viuda, una tal señora Mountsier, se había suicidado en la finca, y su hija única, todavía universitaria, de quien se decía que estaba enemistada con su madre cuando ésta murió, se apresuró a venderla.
Eddie nunca sabría que la señora Mountsier era la misma mujer a la que había confundido con Marion en el sendero de acceso a la casa de los Cole, por no mencionar el papel que Ted había desempeñado en la desdichada historia de madre e hija.
En el verano de 196o, Eddie no tendría ningún contacto con Ted ni tampoco vería a Ruth. Sin embargo, vería algunas fotografías de la niña, que Eduardo Gómez llevó a la tienda de Penny Pierce para que las enmarcaran. Penny informó a Eddie que, en los dos años transcurridos desde que Marion se llevó las fotos de los hermanos muertos de Ruth, sólo habían llevado a la tienda unas pocas fotografías para enmarcar.
Todas esas fotos eran de Ruth y, al igual que la media docena de fotos que Eddie vio en el verano de i96o, en todas aparecía en una pose poco natural. Carecían de la mágica sinceridad de aquellos centenares de fotografías de Thomas y Timothy. Ruth era una niña seria y cejijunta que miraba a la cámara con suspicacia. Cuando había sido posible arrancarle una sonrisa, le faltaba espontaneidad.
Ruth había crecido en los dos años transcurridos. A menudo llevaba recogido el cabello en trenzas, ahora más oscuro y largo. Penny Pierce le decía a Eddie que las trenzas eran obra de manos expertas y que también se notaba cierto cuidado en las cintas anudadas en el extremo de cada trenza. (Conchita Gómez era la responsable de las trenzas y las cintas.)
– Es mona -dijo de Ruth la señora Pierce-, pero me temo que nunca llegará a tener el aspecto de su madre, ni muchísimo menos.
Después de hacer el amor con Marion unas sesenta veces, según sus cálculos, en el verano de 1958, Eddie O'Hare no volvería a tener relaciones sexuales hasta casi dos años después. En el último año de Exeter asistiría a un curso de literatura inglesa, en la modalidad de escritura creativa, y sería en esa clase, bajo la dirección del señor Havelock, donde Eddie empezaría a escribir sobre la iniciación sexual de un joven en brazos de una mujer mayor que él. Anteriormente, su único esfuerzo por utilizar sus experiencias durante el verano de 1958 como material narrativo se concretó en un relato breve, que le salió demasiado largo, basado en la desastrosa entrega de los dibujos que Ted Cole había hecho de la señora Vaughn.
En el relato de Eddie, no son dibujos, sino poemas pornográficos. El personaje del ayudante de escritor se parece mucho a Eddie, es una desventurada víctima de la furibunda señora Vaughn, y ésta apenas sufre variación alguna, con excepción de su nombre, que es el de señora Wilmot (el único que Eddie recordaba de la lista de todos los exonianos vivos residentes en los Hamptons). Como es natural, la señora Wilmot tiene un simpático jardinero de origen hispano, y al noble jardinero le corresponde la tarea de recoger los fragmentos de poemas pornográficos de los setos circundantes y del pequeño surtidor en el sendero de acceso circular.
El personaje del poeta tiene pocas cosas en común con Ted. El poeta es ciego, y ésa es la razón principal de que necesite un ayudante de escritor, por no mencionar la necesidad de un chofer. En el relato de Eddie, el poeta es soltero y el fin de su relación con el personaje llamado señora Wilmot, a quien y sobre quien había escrito sus poemas escandalosos, lo causa la esposa. El poeta ciego es un personaje entrañable, cuya inquietante situación consiste en que es seducido y abandonado repetidamente por mujeres feas.
Como mensajero del poeta, cuyo amor por la malvada señora Wilmot es trágicamente inmutable, el maltratado ayudante de escritor realiza un esfuerzo heroico que le cuesta su empleo. Le dice al poeta ciego lo espantosa que es en realidad la señora Wilmot, y aunque esta descripción enfurece tanto al poeta que despide al joven, la verdad que encierra lo libera por fin de la atracción autodestructiva que siente hacia las mujeres como la señora Wilmot. (El tema de la fealdad no está bien trabajado, incluso muestra cierta torpeza, pues aunque Eddie se refería a la fealdad interior, lo que le resulta evidente e indecoroso al lector es la fealdad externa de la señora Wilmot.)
Era una narración francamente malísima, pero en tanto que muestra de lo prometedor que era Eddie como escritor, causó la suficiente impresión en el señor Havelock para admitir a Eddie en el curso de escritura creativa, y fue ahí, en esa clase de jóvenes aspirantes a escritores, donde empezó a fluir aquel tema, el más interesante de Eddie: el del joven que se relaciona con una mujer madura.
Por supuesto, Eddie era demasiado tímido para mostrar sus primeros esfuerzos a la clase. Había entregado los relatos, de una manera confidencial, al señor Havelock, quien sólo se los mostró a su esposa. Ésta era aquella mujer cuya pilosidad axilar y ausencia de sujetador fueron los elementos que utilizó Eddie en su primera fase de satisfacción masturbatoria. La señora Havelock se interesaría vivamente por la manera en que Eddie desarrollaba el tema del joven y la mujer madura.
Es comprensible que, para la señora Havelock, este tema fuese más interesante que el estilo de Eddie. Al fin y al cabo, la señora Havelock era una treintañera sin hijos que constituía el único objeto visible de deseo en una comunidad cerrada de casi ochocientos adolescentes. Aunque nunca se había sentido sexualmente tentada por ninguno de ellos, no había dejado de observar que excitaba la libido de los chicos. La mera posibilidad de semejante relación le repugnaba. Estaba felizmente casada y convencida por completo de que los chicos eran…, bueno, nada más que chicos. En consecuencia, la misma naturaleza de una relación sexual entre un muchacho de dieciséis años y una mujer de treinta y nueve, relación que describían una y otra vez los relatos de Eddie, atrajeron poderosamente la curiosidad de la señora Havelock. Ésta era alemana de nacimiento y conoció a su marido durante un intercambio de estudiantes extranjeros en Escocia (el señor Havelock era inglés). Ahora estaba atrapada en uno de los internados masculinos de elite en Estados Unidos, y se sentía continuamente perpleja y deprimida.
A pesar de la opinión que tenía la madre de Eddie sobre el carácter «bohemio» de la señora Havelock, ésta no hacía nada ex profeso para resultar sexualmente atractiva a los muchachos. Como una buena esposa, procuraba estar lo más atractiva posible para su marido. Era el señor Havelock quien prefería que ella no llevara sostén y quien rogaba a su esposa que no se depilara los sobacos: por encima de todo, le atraía la naturalidad. La señora Havelock se consideraba a sí misma poco atractiva y le consternaba su evidente efecto sobre aquellos muchachos rijosos, pues sabía que utilizaban su imagen para cascársela con abandono.
Anna Havelock, Rainer de soltera, no podía salir de su apartamento en la residencia sin que varios muchachos que se habían quedado rezagados en el vestíbulo se sonrojaran, o tropezaran con puertas o paredes, porque no podían quitarle los ojos de encima. Le era imposible servir café y pastas a los estudiantes asesorados por su marido, o a los alumnos de escritura creativa, sin que éstos se quedaran mudos, hasta tal punto les impresionaba la mujer. Ella, muy juiciosamente, detestaba esa situación y rogaba a su marido que volvieran a Gran Bretaña o a Alemania, donde sabía por experiencia que podría vivir sin sentirse el blanco de una infinidad de miradas lujuriosas. Pero a su marido, Arthur Havelock, le encantaba la vida en Exeter, donde era un profesor enérgico que gustaba mucho a los alumnos y a sus colegas del profesorado.
Tal era el matrimonio básicamente bueno, sin puntos de fricción, al que Eddie O'Hare aportó los turbadores relatos de su enredo sexual con Marion Cole. Por supuesto, Eddie había introducido los cambios necesarios para ocultar que los personajes eran él mismo y Marion. El personaje de Eddie no era el ayudante de un famoso autor e ilustrador de libros infantiles. (Puesto que Minty O'Hare había comentado e idealizado hasta hacerse insoportable el primer trabajo veraniego de su hijo, todo el mundo en el departamento de literatura inglesa de Exeter estaba al corriente de que Eddie había trabajado unos meses para Ted Cole.)
En los relatos de Eddie, el muchacho trabajaba en una tienda de marcos de Southampton y el personaje de Marion estaba inspirado en el recuerdo borroso que Eddie conservaba de Penny Pierce. Puesto que Eddie no recordaba el aspecto que tenía la mujer, su descripción física era una combinación imprecisa del hermoso rostro de Marion y el cuerpo maduro y algo corpulento de Penny Pierce, que no tenía punto de comparación con el de Marion.
Al igual que la señora Pierce, el personaje de Marion en los relatos de Eddie estaba cómodamente divorciada. Por su parte, el personaje de Eddie gozaba de los frutos silvestres de su iniciación sexual. Sesenta veces en menos de un verano era una cifra sorprendente para los señores Havelock. El personaje de Eddie también se beneficiaba de la generosa pensión alimentaria acordada en el proceso de divorcio de Penny Pierce, pues, en los relatos de Eddie, el muchacho de dieciséis años vivía en la espléndida casa que la propietaria de la tienda de marcos poseía en Southampton, una lujosa finca que tenía un asombroso parecido con la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane.
Mientras que la señora Havelock estaba fascinada y muy desconcertada por la autenticidad de las escenas sexuales en los relatos de Eddie, a su marido, como buen profesor que era, le interesaba más la calidad de la escritura de Eddie, y le comentó algo que el muchacho ya sabía: que ciertos aspectos de sus relatos parecían más auténticos que otros. El detallismo sexual, la sombría presciencia que tenía el joven protagonista de que el verano llegaría a su final y al mismo tiempo terminaría su aventura amorosa con una mujer que lo significaba todo para él (mientras cree que él significa mucho menos para la mujer), y la expectativa implacable del sexo, que es casi tan emocionante como el mismo acto…, bien, esos elementos parecían auténticos en los relatos de Eddie. (El muchacho sabía no sólo que lo parecían, sino que lo eran.)
Pero otros detalles eran menos convincentes. En la descripción del poeta ciego, por ejemplo, el personaje no estaba desarrollado por completo; los poemas pornográficos no eran ni creíbles como poemas ni lo bastante gráficos como pornografía, mientras que la descripción de la cólera del personaje basado en la señora Vaughn, de su reacción contra la pornografía y contra el desventurado ayudante de escritor que le entrega los poemas…, sí, ése era un buen material, y tenía un timbre de veracidad (porque, como Eddie sabía, era verídico).
Eddie había inventado al poeta ciego y los poemas pornográficos, había inventado la descripción física del personaje de Marion, que era aquella mezcla poco convincente del personaje de Marion y Penny Pierce. Tanto el señor como la señora Havelock decían que el personaje de Marion era confuso, que no podían «verla».
Cuando la fuente de su escritura era autobiográfica, Eddie podía escribir con autoridad y verosimilitud, pero cuando trataba de imaginar (inventar, crear) no lo lograba tan bien como cuando se inspiraba en sus recuerdos. ¡Grave limitación para un literato! (En aquel entonces, cuando era todavía un estudiante de Exeter, Eddie no sabía hasta qué punto era eso grave.)
Finalmente, Eddie sólo alcanzaría una pequeña reputación literaria y se convertiría en un escritor poco conocido pero respetado. Nunca provocaría el impacto sobre la psique norteamericana que llegaría a producir Ruth Cole, nunca poseería el dominio del lenguaje de Ruth ni se acercaría a la magnitud y complejidad de los personajes y argumentos de ésta, por no mencionar su fuerza narrativa.
Pero, de todos modos, Eddie se ganaría la vida como novelista. No se le puede negar su existencia como escritor tan sólo porque nunca sería, como Chesterton escribió de Dickens, «una llama de puro genio que brota en un hombre sin cultura, sin tradición, sin la ayuda de las religiones y filosofías históricas o de las grandes escuelas extranjeras».
No, eso no podría decirse de Eddie O'Hare (como también sería excesivamente generoso hacer extensiva a Ruth Cole la alabanza de Chesterton), pero por lo menos las obras de Eddie se publicarían.
La cuestión es que Eddie escribió unas anodinas novelas autobiográficas, todas ellas variaciones de un tema trillado; y a pesar del cuidado con que escribía, a pesar del lúcido estilo de su prosa, de la exactitud con que reflejaba la época y el lugar, de lo creíbles que eran sus personajes, los cuales mantenían sus características a lo largo de la obra, sus novelas carecían de imaginación o, cuando se esforzaba por dar rienda suelta a su imaginación, carecían de credibilidad.
Aunque su primera novela obtuvo críticas en general favorables, no se libraba de esos escollos ocultos que el buen profesor de Eddie, el señor Havelock, le había indicado en la primera oportunidad que tuvo. La novela, titulada Un trabajo de verano, era básicamente otra versión de los relatos que Eddie escribía en Exeter. (Su publicación, en 1973, tuvo lugar casi al mismo tiempo que la graduación de Ruth Cole en el centro que antes era sólo para varones.)
En Un trabajo de verano, el poeta es sordo en vez de ciego, y su necesidad de un ayudante se aproxima más a la situación de Ted cuando necesitó contratar a Eddie, porque el poeta sordo es bebedor. Pero si bien la relación entre el muchacho y el hombre maduro es convincente, los poemas no son creíbles (Eddie nunca supo escribir poesía) y su contenido supuestamente pornográfico no es lo bastante crudo y agresivo como para calificarlo de pornografía. La colérica amante del poeta sordo y borracho, el personaje de la señora Vaughn, que sigue llamándose señora Wilmot, es un hábil retrato de una fealdad intensificada, pero la sufrida esposa del poeta, el personaje de Marion, no es convincente. No tiene los rasgos de Marion ni los de Penny Pierce.
Eddie intentó presentarla como una mujer mayor que él, muy etérea pero prototípica, y resulta demasiado vaga para ser creíble como la amante del ayudante de escritor. La motivación de la mujer tampoco está bien planteada, y el lector no comprende qué ve en el chico de dieciséis años. Eddie dejó fuera de Un trabajo de verano a los hijos perdidos. No menciona en ningún momento a los chicos muertos, y tampoco aparece un personaje inspirado en Ruth.
A Ted Cole le divirtió la lectura de Un trabajo de verano. El célebre cuentista pagado de sí mismo la consideró una obra menor, pero también agradeció a Eddie, que por entonces tenía treinta y un años, que hubiera alterado la realidad al escribir su primera novela. Ruth ya tenía suficiente edad y su padre le había contado los amores de su madre y Eddie O'Hare. También ella se sintió agradecida a Eddie por no haberla incluido en su narración. Ruth tampoco reparó en que el personaje de Marion no se parecía a su madre, ni siquiera remotamente. Sólo sabía que su madre continuaba en paradero desconocido.
Aquel día de agosto de 1958, cuando cruzó el canal de Long Island con el conductor del camión de marisco, Eddie O'Hare no tenía ningún telescopio con el que pudiera contemplar el futuro. No preveía que se convertiría en un novelista escasamente alabado y poco conocido. No obstante, Eddie siempre contaría con un núcleo de lectores reducido pero fiel. A veces le deprimiría que sus admiradores fuesen sobre todo mujeres maduras y, aunque con menor frecuencia, hombres más jóvenes. Sin embargo, sus escritos revelaban un esfuerzo literario, y Eddie nunca se encontraría sin trabajo. Se ganaría modestamente la vida enseñando en una universidad, tarea que desempeñó de una manera honorable aunque no tenía una aptitud especial ni demasiada distinción. Sus alumnos y sus colegas de facultad le respetarían, pero jamás sería uno de esos profesores idolatrados.
Cuando el conductor del camión le preguntó: «Si no vas a ser ayudante de escritor, ¿a qué vas a dedicarte?», Eddie no vaciló en responder a aquel hombre tan franco y que despedía un olor a pescado tan poco grato: «Voy a ser escritor».
Sin duda el muchacho no podría haber imaginado la aflicción que causaría en ocasiones. Iba a herir a los Havelock sin proponérselo, por no mencionar a Penny Pierce, a quien sólo había querido herir un poco. ¡Y los Havelock habían sido tan amables con él!… A la señora Havelock le gustaba Eddie, en parte porque percibía que el muchacho había superado la lujuria que en otro tiempo ella le provocaba. Se daba cuenta de que estaba encaprichado de otra, y no pasó mucho tiempo antes de que se lo preguntara directamente. Los Havelock sabían que Eddie no era un escritor lo bastante bueno como para haber imaginado aquellas escenas sexuales tan explícitas entre un joven y una mujer madura. Demasiados detalles eran exactos.
Y así los señores Havelock fueron las personas a quien Eddie confesó su aventura amorosa con Marion, que se prolongó durante seis o siete semanas. También les contó los aspectos terribles, las partes sobre las que no se había atrevido a escribir. Al principio, la señora Havelock reaccionó diciendo que Marion prácticamente le había violado, que era culpable de un delito, el de haberse aprovechado de un menor de edad. Pero Eddie persuadió a la mujer de que las cosas no habían sido así.
Como solía sucederle con las mujeres mayores que él, a Eddie le resultaba fácil y consolador llorar delante de la señora Havelock, cuyas velludas axilas y senos libres de sujetador todavía le recordaban la excitación que le producían en el pasado. Como si se tratara de una ex novia, la señora Havelock sólo le excitaba de vez en cuando y no en demasía. Pero era evidente que, en su presencia cálida y maternal, aún podía experimentar un ramalazo de lujuria.
Así pues, era una lástima que escribiera sobre ella como lo hizo. Si a veces la segunda novela es como una inflamación, en el caso de Eddie su «segundanovelitis» fue más intensa de lo habitual. La segunda novela de Eddie fue la peor de las que escribió y, tras el éxito relativo de Un trabajo de verano, esa segunda obra señalaría el punto más bajo en la carrera del novelista. Después, su reputación literaria mejoraría ligeramente y mantendría un rumbo constante y poco distinguido.
Parece seguro que Eddie tuvo demasiado presente la obra teatral de Robert Anderson Té y simpatía, de la que más tarde se hizo una película, con Deborah Kerr en el papel de la mujer madura, y que indudablemente causó en Eddie O'Hare una impresión duradera. En la comunidad de Exeter conocían especialmente bien Té y simpatía porque Robert Anderson era un exoniano, graduado en 1935. Todo esto contribuyó a poner a la señora Havelock en un brete cuando Eddie publicó su segunda novela, Café y bollos.
En esa segunda novela, un alumno de Exeter sufre frecuentes desvanecimientos en presencia de la esposa de su profesor favorito de inglés. La esposa, cuyos senos colgantes, sin sujetador, y sus axilas siempre sin depilar la identifican inequívocamente como la señora Havelock, ruega a su marido que se la lleve de la escuela. Se siente humillada por ser el objeto de deseo de tantos chicos, y además siente lástima de ese alumno a quien su involuntario atractivo sexual ha destrozado por completo.
Esto era demasiado explícito, como más adelante Minty O'Hare le diría a su hijo. Incluso Dot O'Hare se apiadaría al ver el semblante afligido de Anna Havelock tras la publicación de Café y bollos. Eddie, en su ingenuidad, había pensado que el libro sería una especie de homenaje a Té y simpatía… y a los Havelock, que tanto le habían ayudado. Pero, en la novela, el personaje de la señora Havelock se acuesta con el adolescente prendado de ella, pues éste es el único medio de que dispone para convencer a su insensible marido y lograr que la aparte de la atmósfera masturbatoria de la escuela. (Que Eddie considerase su libro nada menos que un homenaje a los Havelock resulta francamente desconcertante.)
En cuanto a la señora Havelock, la publicación de Café y bollos tuvo un efecto largamente deseado: su marido decidió regresar a Gran Bretaña, tal como ella le había pedido que hiciera. Arthur Havelock acabó enseñando en una localidad de Escocia, el país donde conoció a Anna. Pero si el resultado de la segunda novela de Eddie tuvo, sin habérselo propuesto, un final feliz para los Havelock, lo cierto es que éstos nunca le dieron las gracias por haber escrito aquel libro comprometedor. No sólo no le dieron las gracias, sino que no volvieron a dirigirle la palabra.
Quizá la única persona a la que gustó Café y bollos fue alguien que se hizo pasar por Robert Anderson, graduado en 193 5. El pretendido autor de Té y simpatía envió a Eddie una elegante carta en la que le decía que había comprendido el homenaje y la comedia que el joven escritor se había propuesto escribir. (En los paréntesis que seguían al nombre de Robert Anderson, el impostor había escrito: «¡Sólo es una broma!», cosa que hundió a Eddie.)
Aquel sábado, cuando se hallaba en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal en compañía del camionero, Eddie estaba taciturno. Era como si pudiera prever no sólo su aventura veraniega con Penny Pierce, sino también la carta rencorosa que le escribió tras haber leído Un trabajo de verano. A Penny no le gustó el personaje de Marion en esa novela…, porque, naturalmente, ella lo veía como el personaje de Penny.
A decir verdad, Eddie O'Hare decepcionaría a la señora Pierce mucho antes de que ésta leyera la novela. En el verano de ig6o, se acostaría con Eddie durante tres meses. Dispondría casi del doble de tiempo que Marion para dormir con él, y sin embargo el muchacho no haría sesenta veces, ni mucho menos, el amor con la señora Pierce.
– ¿Sabes de qué me acuerdo, muchacho? -le decía el camionero. Para asegurarse de que su interlocutor le escuchaba, extendió la mano con la botella de cerveza más allá de la pared protectora del puente. El viento hizo que la botella sonara como una bocina.
– No, ¿de qué te acuerdas?
– De aquella mujer que estaba contigo, la del suéter rosa. Te recogió en aquel bonito y pequeño Mercedes. No eras su ayudante, ¿verdad?
Eddie tardó un poco en responder.
– No, trabajé para su marido. El escritor era él.
– ¡Vaya, ése sí que es un tipo con suerte! -exclamó el camionero-. Pero, compréndeme, yo sólo miro a las mujeres, no me meto en líos. Hace casi treinta y cinco años que me casé… con mi novia del instituto. Supongo que somos felices. No es una gran belleza, pero es mi mujer. Es como las almejas.
– ¿Perdona?
– La mujer, las almejas…, quiero decir que quizá no sea la elección más emocionante, pero funciona -le explicó el camionero-. Quería tener mi negocio de transporte, por lo menos mi propio camión. No quería trabajar para otros. Antes transportaba cosas muy diversas, pero era complicado. Cuando vi que podía arreglármelas sólo con las almejas, resultó más fácil. Podríamos decir que acabé cayendo en las almejas.
– Comprendo -dijo Eddie.
La esposa, las almejas…, el futuro novelista pensó que era una analogía retorcida, al margen de cómo se expresara. Y sería injusto afirmar que el escritor Eddie O'Hare vendría a ser el equivalente literario del camionero. No era tan malo como para decir que «acabó cayendo en las almejas».
El camionero volvió a extender la botella más allá de la pared del puente. La botella, ya vacía, emitió un sonido más grave que el de antes. El transbordador aminoró la velocidad mientras se aproximaba al embarcadero.
Eddie y el camionero recorrieron la cubierta superior en dirección a proa, de cara al viento. En el muelle, los padres del muchacho agitaban los brazos como locos. Su obediente hijo les devolvió el saludo. Tanto Minty como Dot tenían lágrimas en los ojos, se abrazaban y enjugaban mutuamente los rostros humedecidos, como si Eddie regresara sano y salvo de la guerra. En vez de experimentar su turbación habitual, o incluso de sentirse un tanto avergonzado por la conducta histérica de sus padres, Eddie comprendió cuánto los quería y lo afortunado que era al tener la clase de padres que Ruth Cole jamás conocería.
Entonces comenzó el habitual estrépito de las cadenas que bajaban la pasarela de desembarco. Los estibadores se hablaban a gritos por encima del jaleo.
Eddie contempló el puerto y las aguas agitadas del canal de Long Island con la seguridad de que los veía por última vez. No podía imaginar que, un día, cruzar el canal en el transbordador le sería tan familiar como cruzar el umbral del edificio principal del centro docente, bajo aquella inscripción latina que le invitaba a ir allá y convertirse en hombre.
– ¡Edward! -exclamaba su padre-. ¡Cariño!
La madre de Eddie lloraba tanto que era incapaz de hablar. Al muchacho le bastó con mirarles para saber que jamás podría contarles lo que le había sucedido. Si hubiera tenido un poder de premonición mayor del que poseía, tal vez en aquel mismo momento habría reconocido sus limitaciones como literato: jamás sería un buen mentiroso. No sólo no podría contar a sus padres la verdad de su relación con Ted, Marion y Ruth, sino que tampoco podría inventarse una mentira satisfactoria.
Eddie mentiría sobre todo por omisión, limitándose a decir que había pasado un verano triste porque el señor Cole y su mujer estaban embarcados en los preliminares del divorcio. Luego Marion había dejado a Ted con la niñita, y eso era todo. Una oportunidad de mentir más estimulante se presentó cuando la madre de Eddie descubrió la rebeca rosa de Marion colgada en el armario de su hijo.
La mentira de Eddie era más espontánea y convincente que la mayor parte de lo que imaginaba imperfectamente en sus novelas. Le dijo a su madre que cierta vez, yendo de compras con la señora Cole, ésta señaló el suéter en una boutique de East Hampton y le dijo que siempre había deseado aquella prenda y había confiado en que su marido se la comprara. Con estas palabras, y puesto que ella y su marido estaban en trámites de divorcio, la señora Cole le dio a entender que había una buena razón para que su marido se ahorrara el dinero.
Eddie regresó a la tienda y compró la cara prenda, ¡pero la señora Cole se marchó (abandonando el matrimonio, la casa, a su hija, todo) antes de que Eddie hubiera tenido ocasión de dársela! El muchacho dijo a su madre que quería quedarse con la rebeca por si un día se encontraba de nuevo con Marion.
Dot O'Hare se sintió orgullosa del amable gesto de su hijo. De vez en cuando azoraba a Eddie al mostrar la rebeca rosa a sus amigos del profesorado, pues a Dot le parecía perfecto utilizar lo considerado que había sido Eddie con la desdichada señora Cole como tema de conversación durante una cena. Más adelante, la mentira de Eddie sería como un tiro salido por la culata. En el verano de 196o, mientras Eddie mantenía relaciones con Penny Pierce y no cumplía con el requisito de las sesenta veces, Dot O'Hare conoció a la esposa de un profesor de Exeter a quien la rebeca de Marion le sentaba de maravilla. Cuando Eddie regresó a casa desde Long Island por segunda vez, su madre había regalado la rebeca de cachemira rosa.
Fue una suerte para él que su madre no encontrara nunca la camisola lila y las bragas a juego, que Eddie tenía escondidas en un cajón junto con los suspensorios para practicar atletismo y los pantalones cortos con los que jugaba al squash. Es dudoso que Dot O'Hare hubiera felicitado a su hijo por ser tan «considerado» al comprarle a la señora Cole unas prendas interiores tan insinuantes.
Aquel sábado de agosto de 1958, en el muelle de New London, Minty percibió en la firmeza del abrazo de Eddie algo que le persuadió de que podía darle las llaves del coche. No hubo ninguna mención de que el tráfico que les esperaba era «distinto del tráfico de Exeter». Minty carecía de motivos de preocupación, pues veía que Eddie había madurado. («¡Cómo ha crecido, Joe!», susurró Dot a su marido.)
Minty había aparcado el coche a cierta distancia del muelle, cerca de la estación de ferrocarril. Tras una pequeña discusión entre Minty y Dot, sobre cuál de ellos se sentaría al lado del muchacho como «copiloto» durante el largo trayecto hasta su casa, los padres de Eddie se acomodaron en el vehículo con tanta confianza como si fuesen niños. Era indudable que Eddie manejaba el timón.
Sólo cuando abandonaban el aparcamiento de la estación de ferrocarril, Eddie reparó en el Mercedes rojo tomate de Marion, estacionado a escasa distancia del andén. Probablemente ya había enviado las llaves por correo a su abogado, quien repetiría a Ted la lista de exigencias de Marion.
Así pues, quizá no se había ido a Nueva York. Esta posibilidad no supuso para Eddie más que una ligera sorpresa. Y si Marion había dejado su coche en la estación de ferrocarril de New London, ello no significaba necesariamente que hubiese regresado a Nueva Inglaterra, sino que podría haberse encaminado al norte. (Tal vez a Montreal. Eddie sabía que Marion hablaba francés.)
Pero ¿en qué pensaba ahora aquella mujer?, se preguntó Eddie a propósito de Marion; y lo mismo se preguntaría durante treinta y siete años. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde había ido?