Un lluvioso atardecer de septiembre, Eddie O'Hare estaba de pie, muy erguido, ante el mostrador del bar del Club Atlético de Nueva York. Tenía cuarenta y ocho años, y en el cabello antes castaño oscuro se veían muchas hebras de un gris plateado. Como trataba de leer de pie, un mechón de pelo le caía una y otra vez sobre un ojo. Se lo echaba hacia atrás, utilizando los largos dedos a modo de peine. Nunca llevaba un peine encima, y su cabello, crespo y siempre como si acabara de lavárselo, tenía un aspecto desordenado. En realidad, era el único detalle desordenado de su persona.
Eddie era alto y delgado, y tanto si estaba sentado como de pie, cuadraba los hombros de un modo nada natural y mantenía el cuerpo demasiado derecho, tenso, casi como si estuviera en posición de firmes. Padecía de dolor crónico en la zona lumbar. Acababa de perder tres juegos de squash con un hombrecillo calvo llamado Jimmy. Nunca se acordaba de su apellido. Jimmy estaba jubilado (se rumoreaba que era setentón) y pasaba todas las tardes en el Club Atlético de Nueva York, esperando la ocasión de hacer algún partido con jugadores más jóvenes cuyos contrincantes les habían dejado plantados.
Eddie tenía una Coca-Cola Light en la mano, la única bebida que tomaba, y se refrescaba tras la derrota. No era la primera vez que Jimmy le vencía y, por descontado, no eran pocas las que le habían dejado plantado. Eddie tenía unos pocos amigos íntimos en Nueva York, pero ninguno de ellos jugaba a squash. Se había hecho socio del club hacía sólo tres años, en 1987, tras la publicación de su cuarta novela, titulada Sesenta veces. Pese a las críticas favorables, aunque tibias, el tema de la novela no le gustó al único miembro del Comité de Admisiones que la leyó. Otro miembro del comité le informó de que en realidad le habían aceptado por su apellido, no por sus obras. (Había habido muchos y renombrados O'Hare en la historia del Club Atlético de Nueva York, aunque ninguno estaba emparentado con Eddie.)
No obstante, a pesar del carácter selectivo del club y de la escasa cordialidad que encontraba en él, a Eddie le gustaba contarse entre sus miembros. Era un lugar barato donde alojarse cada vez que iba a la ciudad. Desde hacía casi diez años, desde la publicación de su tercera novela, Adiós a Long Island, Eddie iba a la ciudad con bastante frecuencia, aunque sólo fuese por una o dos noches. En 1981 compró su primera y única casa, en Bridgehampton, a unos cinco minutos en coche de la casa de Ted Cole en Sagaponack. Durante los nueve años que llevaba como residente y contribuyente en el condado de Suffolk, Eddie no había pasado ni una sola vez ante la casa de Ted en Parsonage Lane.
La casa de Eddie estaba en Maple Lane, tan cerca de la estación de ferrocarril de Bridgehampton que podía ir andando a tomar el tren, cosa que hacía raras veces. Detestaba los trenes; éstos pasaban tan cerca de su casa que a veces tenía la sensación de que vivía en un tren. Y aunque la agente inmobiliaria había admitido que el emplazamiento de la casa dejaba algo que desear, el precio era aceptable y en verano Eddie siempre la alquilaba. Los Hamptons no le hacían ninguna gracia durante los meses de julio y agosto, y conseguía una cantidad de dinero exorbitante por alquilar su modestísima casa durante esos meses alocados.
Gracias a los derechos de autor y los alquileres veraniegos, Eddie sólo necesitaba enseñar un semestre del curso académico. Así, en uno u otro colegio mayor o universidad, era un perpetuo escritor visitante que permanecía allí una temporada. También estaba condenado a asistir a diversas lecturas dadas por escritores, y cada verano tenía que encontrar una vivienda de alquiler más barata que lo que cobraba por su casa en los Hamptons. Sin embargo, Eddie nunca se quejaba de sus circunstancias. En el círculo de los escritores docentes era muy estimado. Podían confiar en que no se acostaría con las alumnas, por lo menos con las más jóvenes.
Fiel a lo que le dijera a Marion treinta años atrás, Eddie O'Hare nunca se había acostado con una mujer de su edad… o más joven que él. Aunque muchas de las alumnas matriculadas en escritura creativa que asistían a las lecturas de escritores eran mujeres mayores (divorciadas y viudas que se habían dedicado a la escritura como una forma de terapia), nadie consideraba a esas mujeres inocentes o necesitadas de protección contra las inclinaciones sexuales de los profesores. Además, en el caso de Eddie, siempre eran las mujeres mayores quienes tomaban la iniciativa. Su reputación le precedía.
Habida cuenta de todas estas circunstancias, Eddie era un hombre que se creaba muy pocos enemigos. Sólo estaban en su contra las mujeres mayores que se tomaban a mal lo que había escrito acerca de ellas. Sin embargo, se equivocaban al tomarse de una manera tan personal a los personajes femeninos de Eddie, quien se había limitado a utilizar sus cuerpos, su cabello, sus gestos y sus expresiones. Y el amor imperecedero que cada uno de los jóvenes sentía hacia las mujeres maduras que aparecían en las novelas de Eddie era siempre una versión del amor que el escritor sintiera por Marion. Desde entonces no había experimentado semejante amor por ninguna de las mujeres mayores que él había conocido.
Como novelista, tan sólo había tomado prestadas las ubicaciones de los pisitos y la sensación al tacto de las prendas de aquellas mujeres. En ocasiones se servía de la tapicería de los sofás que había en sus salas de estar…, y cierta vez describió el rosal que estaba dibujado en las sábanas y fundas de almohada de una bibliotecaria solitaria, pero no a la bibliotecaria en persona. (Esto no es del todo cierto, porque había tomado prestado el lunar que tenía en el seno izquierdo.)
Y si las pocas mujeres maduras que veían remedos de sí mismas en una u otra de sus cuatro novelas se habían convertido en enemigas, también había conseguido la amistad perdurable de muchas mujeres maduras, con varias de las cuales se había acostado alguna vez. En cierta ocasión, una mujer le dijo a Eddie que sospechaba de cualquier hombre que siguiera siendo amigo de sus ex amantes, pues eso significaba que nunca había sido un gran amante, o que no era más que un buen chico. Pero hacía mucho tiempo que Eddie O'Hare se había resignado a ser «tan sólo un buen chico». Innumerables mujeres le habían dicho que no abundaban los buenos chicos, y que ser así era su mayor encanto.
Eddie volvió a apartarse el mechón del ojo derecho. Se miró en el espejo del bar, sumido en la penumbra de la tarde lluviosa, y en el semblante que vio reflejado reconoció a un hombre alto y de aspecto fatigado que en aquel momento tenía muy poca confianza en sí mismo. Volvió a fijar su atención en las páginas que estaban sobre el mostrador y tomó un sorbo de Coca-Cola Light. Era un texto de casi veinte páginas mecanografiadas que Eddie había llenado de correcciones en rojo, con una pluma a la que llamaba "la favorita del maestro". En lo alto de la primera página también había anotado las puntuaciones del partido de squash con Jimmy: 15-9, 15-5, 15-3. Cada vez que Jimmy marcaba un tanto, Eddie siempre se imaginaba que había perdido contra Ted Cole. Calculaba que ahora Ted tendría cerca de ochenta años, más o menos la edad de Jimmy
Si Eddie no había pasado nunca ante la casa de Ted en los nueve años que llevaba viviendo en Bridgehampton, no había sido por casualidad. Vivir en el Maple Lane de Bridgehampton y no girar ni una sola vez por el Parsonage Lane de Sagaponack requería una previsión constante. Pero a Eddie le sorprendía no haberse encontrado jamás con Ted en un cóctel o en el supermercado de Bridgehampton. Debería haber supuesto que Conchita Gómez, ahora también setentona, se encargaba de hacer la compra a Ted. Éste jamás iba de tiendas
Con respecto a los cócteles, Eddie y Ted eran de generaciones diferentes y asistían a distintas clases de fiestas. Además, aunque los libros infantiles de Ted Cole aún tenían muchos lectores, la fama del escritor, quien contaba ahora setenta y siete años, era cada vez menor, por lo menos en los Hamptons. A Eddie le encantaba pensar que la celebridad de Ted no era nada comparada con la de su hija
Pero si la fama de Ted Cole se estaba desvaneciendo, su destreza en el squash, sobre todo cuando jugaba con ventaja en su granero, era tanta como la de Jimmy. A pesar de sus años, en el otoño de 1990 Ted hubiera vencido tan fácilmente a Eddie como le venciera en el verano de 1958. Desde luego, Eddie era un jugador malísimo. Torpe y lento, nunca preveía la dirección del lanzamiento de su contrario. Tardaba en llegar a la pelota, eso cuando lo lograba, y por lo tanto tenía que golpearla demasiado rápido. Tampoco la volea alta de Eddie, que era su mejor saque, le hubiera servido de nada en el granero de Ted, donde el techo estaba a menos de cinco metros del suelo
Ruth, una jugadora lo bastante buena para haber quedado la tercera en los campeonatos escolares de Exeter, aún no había derrotado a su padre en aquella irritante pista doméstica. También en su caso la volea alta era su mejor servicio. En el otoño de 1990, Ruth tenía treinta y seis años, y cuando visitaba la casa de Sagaponack lo hacía con la única intención de vencer a su padre antes de que se muriese. Pero, incluso a los setenta y siete años, Ted Cole no mostraba el menor indicio de hallarse próximo a la muerte
En el exterior del Club Atlético de Nueva York, en la esquina de Central Park South y la Séptima Avenida, la lluvia azotaba la marquesina color crema del club. De haber sabido cuántos socios ya hacían cola bajo la marquesina, esperando su turno para tomar un taxi, Eddie habría salido del bar mucho antes y ocupado su lugar al final de la cola. Pero siguió releyendo y revisando su texto, demasiado largo y confuso, sin pensar que debía preocuparse menos por la preparación de su discurso que por la posibilidad cada vez mayor de llegar tarde al lugar donde debía pronunciarlo
El club, situado en la esquina de la Calle 59 con la Séptima Avenida, estaba demasiado lejos del centro de la YMHA sito en la Calle 92 (a la altura de Lexington) para ir a pie, sobre todo bajo la lluvia, pues no tenía impermeable ni paraguas. Y debería haber sabido el efecto que ejerce la lluvia sobre la disponibilidad de taxis en Nueva York, en especial cuando empieza a oscurecer. Pero Eddie estaba demasiado absorto en los defectos de su discurso. Siempre le habían afligido unas tendencias derrotistas, y ahora preferiría no haber accedido a pronunciar el dichoso discurso
"¿Quién soy yo para presentar a Ruth Cole?", se preguntó abatido
Fue el barman quien evitó que Eddie se perdiera por completo el temido acontecimiento
– ¿Otra Coca-Cola, señor O'Hare? -le preguntó
Eddie consultó su reloj. Si en aquel momento Marion hubiera estado en el bar observando la expresión de Eddie, habría percibido un atisbo de la desventura de un muchacho de dieciséis años en el rostro de su ex amante
Eran las siete y veinte, y dentro de diez minutos esperaban a
Eddie en la YMHA. El trayecto en taxi entre Lexington y la Calle 92 requeriría por lo menos diez minutos, siempre que Eddie tomara un taxi nada más salir del club. Sin embargo, tropezó con una cola de socios contrariados que aguardaban para tomar un taxi. En la marquesina color crema, del emblema rojo como la sangre del Club Atlético de Nueva York, un pie alado, se desprendían gotas de lluvia
Eddie metió los libros y el texto de su discurso en su abultada cartera marrón. Si esperaba para tomar un taxi, llegaría tarde. Iba a quedar empapado, pero incluso antes de que empezara a llover, el atuendo de Eddie tenía algo del desaliño característico de un profesor. A pesar de que el Club Atlético exigía el uso de chaqueta y corbata y a pesar de que Eddie, por su edad y sus antecedentes, debería haberse sentido cómodo con chaqueta y corbata (al fin y al cabo, era un exoniano), el portero del club siempre le miraba las ropas como si violaran las normas
Sin un plan preconcebido, Eddie corrió a lo largo de Central Park South bajo la lluvia, que había arreciado y ahora era un aguacero. Al aproximarse primero al Saint Moritz y luego al Plaza, deseó vagamente descubrir una hilera de taxis esperando en el bordillo a los clientes del hotel, pero lo que encontró fue dos hileras de decididos clientes de hotel a la espera de taxis
Eddie entró en el Plaza, se dirigió a recepción y pidió que le cambiaran un billete de diez dólares en monedas. Si disponía del importe exacto, podría tomar un autobús hasta la Avenida Madison. Pero antes de que pudiera musitar lo que quería, la recepcionista le preguntó si era cliente del hotel. A veces, de una manera espontánea, Eddie era capaz de mentir, pero casi nunca lo lograba cuando quería hacerlo
– No, no soy cliente -admitió-. Sólo necesito cambio para el autobús
La mujer sacudió la cabeza
– Si no es cliente, me llamarían al orden -le dijo
Eddie tuvo que correr por la Quinta Avenida antes de poder cruzar en la Calle 62. Siguió corriendo por Madison hasta que encontró una cafetería donde entró a comprar una Coca-Cola Light, sólo para obtener cambio. Dejó la bebida al lado de la caja registradora, junto con una propina de generosidad desproporcionada, pero la cajera la consideró insuficiente. A su modo de ver, el cliente la había cargado con una Coca-Cola Light de la que debía deshacerse, una tarea indigna de ella, irrealizable o ambas cosas
– ¡Lo último que necesito es esta molestia! -le gritó la cajera. Sin duda le irritaba tener que dar más cambio del habitual. Eddie aguardó bajo la lluvia el autobús con destino a la avenida Madison. Ya estaba empapado, y pasaban cinco minutos de la hora convenida. Eran las siete y treinta y cinco y el acto empezaría a las ocho. Los organizadores de la lectura de Ruth Cole en la YMHA habían querido que Eddie y Ruth se encontraran unos minutos antes entre bastidores, a fin de tener un poco de tiempo para relajarse, "para conocerse mutuamente". Nadie, y por supuesto ni Eddie ni Ruth, había dicho "para reanudar su trato". (¿Cómo reanuda uno su trato con una niña de cuatro años cuando ésta tiene treinta y seis?)
Las demás personas que esperaban el autobús tuvieron la precaución de apartarse del bordillo, pero Eddie no se movió. Antes de detenerse, el vehículo le salpicó de cintura para arriba con el agua sucia de la alcantarilla, llena a rebosar. Ahora no sólo estaba mojado sino también sucio, y el agua turbia incluso había empapado el fondo de la cartera
Llevaba en ella un ejemplar firmado de Sesenta veces para dárselo a Ruth, aunque se había publicado tres años antes; si Ruth se había sentido inclinada a leerlo, ya lo habría hecho. Eddie había imaginado a menudo las observaciones que haría Ted Cole a su hija sobre el tema de Sesenta veces. "Ilusiones", habría comentado, o "Pura imaginación… Tu madre apenas conocía a ese tipo". Lo que Ted había dicho realmente a su hija era más interesante, y del todo cierto con respecto a Eddie. Ted le dijo a su hija:
– Ese pobre chico nunca superó la impresión de tirarse a tu madre
– Ya no es un chico, papá -replicó Ruth-. Si yo estoy en la treintena, él tiene cuarenta y tantos, ¿no?
– Sigue siendo un chico, Ruthie -insistió Ted-. Eddie siempre será un chico
Lo cierto era que, cuando subió al autobús, la fatiga y la angustia acumuladas le daban el aspecto de un adolescente de cuarenta y ocho años. El conductor estaba molesto con él porque Eddie no sabía cuál era la tarifa exacta, y aunque tenía un bolsillo lleno de calderilla, sus pantalones estaban tan mojados que se vio obligado a sacar las monedas una a una. Los pasajeros que estaban detrás de él, la mayoría de ellos aún bajo la lluvia, también se impacientaban
Entonces, cuando intentaba extraer el agua que había entrado en la cartera, Eddie vertió el líquido amarronado sobre el zapato de un anciano que no hablaba inglés. No comprendía lo que aquel pasajero le estaba diciendo, ni siquiera sabía en qué idioma le hablaba. También era difícil oír en el interior del autobús, e imposible distinguir lo que decía el conductor de vez en cuando: ¿los nombres de las calles que cruzaban?, ¿las paradas ante las que pasaban de largo o se detenían si algún pasajero lo solicitaba?
La razón de que Eddie no pudiera oír era un joven de raza negra que ocupaba un asiento junto al pasillo y llevaba una voluminosa radiocasete portátil en el regazo. Una canción ruidosa y obscena vibraba en el autobús, y la única letra reconocible era una frase repetida, algo así como: "¡No distinguirías la verdad, hombre, aunque se te sentase en la cara!"
– Perdona -le dijo Eddie al joven-. ¿Te importaría bajar un poco el volumen? No oigo lo que dice el conductor
El joven le dirigió una sonrisa encantadora y replicó:
– ¡No oigo lo que dices, tío, esta caja hace un ruido de cojones!
Algunos pasajeros más cercanos, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron. Eddie se inclinó por encima de una corpulenta mujer negra que iba sentada, y desempañó con la mano el vidrio de la ventanilla. Tal vez podría ver los próximos cruces. Pero la abultada cartera se le deslizó del hombro (la correa estaba tan mojada como la ropa de Eddie) y cayó sobre la cara de la mujer
La cartera mojada desprendió las gafas de la pasajera, la cual tuvo la suerte de detenerlas en el regazo, pero la mujer las agarró con demasiada fuerza y uno de los cristales saltó de la montura. Miró a Eddie cegata y con una expresión demencial producto de muchos pesares y decepciones
– Por qué me molesta, ¿eh?, ¿quiere decírmelo? -le preguntó. La vibrante canción acerca de la verdad sentada sobre la cara de alguien cesó al instante. El joven sentado junto al pasillo se levantó, apretando la caja resonante y ahora silenciosa contra el pecho, como si fuese un canto rodado
– Es mi mamá -dijo el muchacho. Era de corta estatura, la cabeza sólo llegaba al nudo de la corbata de Eddie, y sus hombros tenían el doble de anchura y grosor que los de Eddie-. ¿Por qué molesta a mi mamá? -inquirió el fornido joven
Desde que Eddie había salido del Club Atlético de Nueva York, era la cuarta vez que oía quejarse a alguien de que le molestaban. Por eso nunca había querido vivir en Nueva York
– Sólo trataba de ver mi parada -dijo Eddie-, donde tengo que bajar
– Ésta es tu parada -replicó el joven de aspecto brutal, y apretó el botón de parada. El autobús frenó y Eddie perdió el equilibrio. Una vez más, la pesada cartera se le deslizó del hombro, pero esta vez no alcanzó a nadie, porque Eddie la aferró con ambas manos-. Aquí es donde te bajas -dijo el chico achaparrado. Su madre y varios pasajeros asintieron
Qué se le va a hacer, pensó Eddie mientras bajaba del autobús. Tal vez estaba casi en la Calle 92. (En realidad, era la 81.) Oyó que alguien le gritaba: "¡Vete con viento fresco!", antes de que el autobús se alejara
Poco después, Eddie corrió a lo largo de la Calle 89, cruzó al lado este de Park Avenue y allí descubrió un taxi libre. Sin caer en la cuenta de que ahora sólo estaba a tres manzanas y un cruce de su destino, llamó al taxi, subió y le dijo al conductor dónde debía ir
– ¿La esquina de la 92 con Lex? -objetó el taxista-. Hombre, debería ir a pie… ¡Ya está mojado!
– Pero llego tarde -replicó Eddie sin convicción.
– Todo el mundo llega tarde -dijo el taxista
La tarifa de la carrera era demasiado pequeña. Eddie intentó compensarle dándole todo el cambio que llevaba encima.
– ¡Jolín! -exclamó el taxista-. ¿Qué voy a hacer con todo esto?
Por lo menos no había pronunciado la palabra "molestia", pensó Eddie mientras se metía las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Todos los billetes que llevaba en la cartera estaban mojados. Al taxista tampoco le hacían ninguna gracia
– Lo que le pasa a usted es peor que llegar tarde y chorreando agua… ¡Vaya molestia de tío!
– Gracias -le dijo Eddie. (En uno de sus momentos más filosóficos, Minty O'Hare había dicho a su hijo que nunca desdeñara un cumplido, pues tal vez no recibiría tantos.)
Así pues, empapado y con los zapatos cubiertos de barro, Eddie O'Hare se acercó a una joven que recogía las entradas en el atestado vestíbulo de la YMHA, en la Calle 92
– Vengo a la lectura -le dijo Eddie-. Ya sé que llego un poco tarde…
– ¿Y su entrada? -inquirió la muchacha-. Las localidades están agotadas desde hace semanas
¡Agotadas! Pocas veces había visto Eddie que se agotaran las localidades en el Salón de Conciertos Kaufman. Allí había oído a varios autores famosos, e incluso había presentado a un par de ellos. Naturalmente, cuando él daba una lectura en aquel local, nunca lo hacía solo. Sólo escritores muy conocidos, como Ruth Cole, leían solos. La última vez que Eddie leyó allí, denominaron al acto "Velada sobre Novelas de Costumbres" (¿o tal vez fue "Velada sobre Novelas de Costumbres Cómicas"?). Lo único que Eddie recordaba era que los otros dos novelistas que leyeron con él habían sido más divertidos
– Mire… -le dijo Eddie a la chica que recogía las entradas-. No necesito entrada porque soy el presentador
Buscó en la cartera empapada en busca del ejemplar de Sesenta veces dedicado a Ruth. Quería enseñar a la chica su foto en la contraportada, para demostrarle que era realmente quien decía ser
– ¿Que es usted quién? -preguntó la joven. Entonces vio el libro mojado que le tendía
Sesenta veces Novela Ed O'Hare
(Eddie consiguió que le llamaran Ed sólo en sus libros. Su padre seguía llamándole Edward y, aparte de él, todo el mundo le llamaba Eddie. Incluso le complacía que se refiriesen a él simplemente como Ed O'Hare en las críticas no demasiado buenas que recibía.)
– Soy el presentador -repitió Eddie a la muchacha que tomaba las entradas-. Soy Ed O'Hare
– ¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿Es usted Eddie O'Hare? Le están esperando desde hace mucho rato. Llega muy tarde. -Lo siento… -empezó a decir él, pero la joven ya le hacía avanzar entre la multitud
"¡Agotadas!", pensaba Eddie. ¡Qué muchedumbre se había reunido allí, y qué jóvenes eran! La mayoría de ellos parecían estudiantes universitarios. No era el público habitual en la YMHA, aunque Eddie empezó a ver que también habían acudido representantes de ese público. Para Eddie, la "gente habitual" era una multitud, de aficiones literarias y aspecto serio, que ya antes de la lectura fruncía el ceño previendo lo que iba a escuchar. No era la clase de público que le gustaba a Eddie: faltaban aquellas viejecitas de aspecto frágil que siempre iban solas o con una amiga muy desventurada, a juzgar por su expresión, y aquellos hombres más jóvenes que siempre le parecían a Eddie demasiado guapos, con una apostura poco viril. (Así era precisamente cómo se veía a sí mismo.)
Se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. ¿Por qué había aceptado presentar a Ruth Cole? ¿Por qué se lo habían pedido? Ansiaba desesperadamente poder dar respuesta a estos interrogantes. ¿Había sido idea de Ruth?
En el espacio entre bastidores del salón de conciertos hacía tal bochorno que Eddie no distinguía entre el sudor y la humedad de sus ropas, por no mencionar los restos del agua embarrada
– Hay un lavabo frente al camerino -le decía la joven-, por si desea… asearse.
"Estoy hecho un desastre y no tengo nada interesante que decir", concluyó Eddie. Durante años había imaginado el momento en que se encontraría de nuevo con Ruth, pero la diferencia con la realidad no podía ser mayor. Imaginaba un encuentro más privado, tal vez una comida o una cena. Y Ruth, por lo menos alguna vez, también debía de haber imaginado el encuentro con él. Al fin y al cabo, Ted habría hablado a su hija de Marion y de las circunstancias de aquel verano de 1958. Era impensable que Ted no lo hubiera hecho. Por supuesto, Eddie habría sido un personaje del relato, si no el malo principal
¿Y no era justo prever que Eddie y Ruth tendrían mucho de qué hablar, aun cuando su principal interés común fuese Marion? Después de todo, ambos escribían novelas, aunque entre sus obras respectivas había una diferencia abismal. Ruth era una superestrella y Eddie era… ¿Qué diablos era?, se planteó, y llegó a la conclusión de que, comparado con Ruth Cole, no era nadie. Tal vez ésa sería la manera más apropiada de iniciar su presentación
No obstante, cuando le invitaron a presentarla, Eddie creyó fervientemente que tenía la mejor de las razones para aceptar la invitación. Durante seis años había abrigado un secreto que deseaba compartir con Ruth. Durante seis años, había conservado las pruebas. Ahora, aquella noche de perros, tenía consigo las pruebas en aquella abultada cartera. ¿Qué importaba que las pruebas se hubieran mojado un poco?
La cartera contenía un segundo libro, y Eddie creía que su importancia era mucho mayor para Ruth que el ejemplar dedicado de Sesenta veces. Seis años atrás, cuando Eddie leyó ese otro libro, sintió la tentación de decírselo a Ruth, incluso pensó en la posibilidad de hacerle llegar el volumen de manera anónima. Pero entonces vio una entrevista con la escritora por televisión, y alguna de sus manifestaciones le contuvieron
Ruth nunca hablaba en profundidad de su padre ni de si tenía intención de escribir alguna vez un libro para niños. Cuando los entrevistadores le preguntaron si su padre le había enseñado a escribir, respondió: "Me enseñó algo sobre el relato breve y a jugar al squash, pero lo de escribir…, no, la verdad es que no me enseñó nada sobre la escritura". Y cuando le preguntaron por su madre (si su madre aún estaba "desaparecida", o si el hecho de ser una niña "abandonada" había influido de alguna manera en ella, como escritora o como mujer), Ruth pareció bastante indiferente a la pregunta
– Sí, podríamos decir que mi madre sigue "desaparecida", aunque no la busco -respondió-. Si ella me buscara, me habría encontrado. Puesto que es ella quien se marchó, nunca intentaré presionarla. Si quiere encontrarme, no le será difícil dar conmigo
Y en aquella entrevista televisiva de seis años atrás, tras la cual Eddie renunció a ponerse en contacto con Ruth, el entrevistador se empeñó en buscar una interpretación personal de las novelas de Ruth Cole:
– Pero en sus libros, en todos ellos, no aparece ninguna madre
– Tampoco aparecen padres -replicó Ruth
– Sí, pero… -insistió el entrevistador -sus personajes femeninos tienen amigas y novios…, bueno, amantes, pero son personajes femeninos sin ninguna relación con sus madres. Es poco frecuente que conozcamos a sus madres. ¿No le parece que eso es muy insólito?
– No, si una no tiene madre -respondió Ruth
Eddie supuso que Ruth no quería saber nada de su madre, y por eso no le había entregado la "prueba". Pero cuando recibió la invitación para presentar a Ruth Cole en la YMHA de la Calle 92, Eddie consideró que, naturalmente, Ruth querría saber ciertas cosas de su madre, así que accedió a presentarla. Y ahora llevaba en la empapada cartera el libro que, seis años atrás, había estado a punto de enviarle
Eddie O'Hare estaba convencido de que lo había escrito Marion
Eran las ocho de la tarde pasadas. Como un animal grande e inquieto en una jaula, el numeroso e impaciente público que llenaba el salón de conciertos hacía notar su presencia, aunque Eddie ya no podía verlo. La muchacha, tomándole del brazo, le condujo por un pasillo oscuro y mohoso, y subieron una escalera de caracol, más allá de los altos telones que caían tras el escenario en penumbra. Eddie vio a un tramoyista sentado en un taburete. El joven, de aspecto siniestro, miraba fijamente un monitor de televisión. La cámara enfocaba un estrado en el escenario. Eddie se fijó en el vaso de agua y el micrófono, y tomó nota mentalmente de que no debía beber del vaso. El agua era para Ruth, no para su humilde presentador
Por fin la muchacha hizo entrar a Eddie en el camerino, deslumbrante a causa de las luces de maquillaje reflejadas en los espejos. Mucho tiempo atrás Eddie había ensayado lo que le diría a Ruth cuando se encontraran: "¡Dios mío, cómo has crecido!". Para ser un novelista cómico, no se le daban bien las bromas. Sin embargo, esas palabras danzaban en sus labios cuando preparó la mano derecha, soltando la empapada correa de la cartera que le pendía del hombro, para estrechar la mano de Ruth… Pero no fue ésta quien se le acercó, sino otra persona que no estrechó la mano tendida de Eddie: aquella mujer tan simpática que era una de las organizadoras de los actos en la YMHA y a la que Eddie había visto varias veces. Siempre amistosa y sincera, hacía cuanto estaba en su mano para que Eddie se sintiera cómodo, algo que era imposible. Melissa…, así se llamaba. Besó la húmeda mejilla de Eddie
– ¡Estábamos muy preocupados por usted! -le dijo.
– ¡Dios mío, cómo has crecido! -replicó Eddie
Melissa, que evidentemente no había crecido, se quedó un tanto desconcertada. Pero era tan amable que parecía menos ofendida que preocupada por el bienestar de su invitado, aunque Eddie sintió que estaba a punto de llorar por ella
Entonces alguien estrechó la mano tendida de Eddie. Era una mano demasiado grande y vigorosa para ser la de Ruth, y el novelista evitó exclamar de nuevo: "¡Dios mío, cómo has crecido!". Era Karl, otra de las buenas personas que dirigían las actividades en el Centro Poético Unterberg. Karl era poeta, un hombre elegante, tan alto como Eddie, hacia quien siempre había mostrado una amabilidad exquisita. (Era Karl quien tenía la amabilidad de solicitar su participación en muchos de los actos que se celebraban en el centro de la Calle 92, incluso algunos, como aquél, de los que Eddie no se consideraba merecedor.)
– Está… lloviendo -le dijo Eddie a Karl
Debía de haber media docena de personas apretujadas en el camerino y, al oír la observación de Eddie, todos se echaron a reír. Aquél era el típico humor inexpresivo que uno esperaría encontrar en una novela de Ed O'Hare. Pero a Eddie no se le había ocurrido nada más. Siguió estrechando manos y salpicando agua como un perro empapado cuando se sacude
El editor de textos que se encargaba de las obras de Ruth, una máxima autoridad en la editorial Random House, estaba presente. (La editora de sus dos primeras novelas había fallecido recientemente, y le había sucedido un hombre.) Eddie le había visto tres o cuatro veces, pero no recordaba su nombre. El editor nunca recordaba que ya conocía a Eddie, pero hasta entonces éste no se lo había tomado a pecho
De las paredes del camerino colgaban fotografías de los autores internacionales más importantes. Eddie se vio rodeado de escritores de talla y renombre mundiales. Reconoció la fotografía de Ruth antes de verla en persona. Su imagen no quedaba fuera de lugar en una pared con varios premios Nobel. (A Eddie nunca se le había ocurrido buscar allí su propia foto; era evidente que no la habría encontrado.)
El nuevo editor de Ruth fue quien prácticamente la empujó para presentarla a Eddie. El profesional de Random House era un hombre campechano, amistoso y enérgico. Puso una manaza sobre el hombro de Ruth y la hizo salir del rincón donde parecía mantenerse a distancia. Ruth no era tímida, como bien sabía Eddie por las numerosas entrevistas que le habían hecho. Pero al verla en persona, y por primera vez adulta, Eddie se percató de que había en Ruth Cole algo expresamente pequeño, como si ella misma hubiera deseado ser pequeña
En realidad, no era más baja que el agresivo chico que viajaba en el autobús de la avenida Madison. Aunque Ruth tenía la estatura de su padre, que no era precisamente corta para una mujer, no era tan alta como Marion. No obstante, su pequeñez no tenía que ver con la estatura. Al igual que Ted, tenía un cuerpo compacto, atlético. Vestía su habitual camiseta de media manga negra, que permitió a Eddie comprobar al instante que el músculo de su brazo derecho estaba muy desarrollado. Tanto el antebrazo como el bíceps eran visiblemente más voluminosos y más fuertes que los del delgado brazo izquierdo. El squash, como el tenis, producía ese desarrollo
Un solo vistazo le bastó a Eddie para saber que Ted saldría siempre perdiendo si jugaba con ella, por lo menos en cualquier pista reglamentaria. Eddie no podía haber imaginado lo mucho que Ruth deseaba vencer a su padre, como tampoco habría adivinado que el viejo seguía imponiéndose a su hija, pese a lo atlética que parecía, gracias a las ventajas injustas que le daba la pista de su granero
– Hola, Ruth, tenía muchas ganas de verte -le dijo Eddie.
– Hola… otra vez -replicó Ruth, estrechándole la mano. Tenía los dedos cortos y cuadrados de su padre
– Vaya, no sabía que os conocierais -comentó el editor de Random House
– ¿Quieres ir primero al baño? -preguntó Ruth a Eddie
Y una vez más, la manaza del campechano editor se posó sobre un hombro, el de Eddie, con un exceso de familiaridad.
– Sí, sí -dijo el nuevo editor de Ruth-, concedamos un minuto al señor O'Hare para que se arregle un poco
Cuando estuvo a solas en el baño, Eddie observó hasta qué punto necesitaba "arreglarse un poco". No sólo estaba mojado y sucio, sino que tenía enganchada a la corbata una bolsa de celofán, como la funda de un paquete de cigarrillos; y un envoltorio de chicle, que examinado de cerca reveló tener debajo un chicle bien mascado, se le había adherido a la bragueta. Tenía la chaqueta empapada. Al mirarse en el espejo, Eddie no reconoció sus pezones e intentó desprenderlos de un manotazo, como si también fuesen goma de mascar
Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era quitarse la chaqueta y la camisa y escurrirlas. También escurrió el agua de la corbata, pero cuando volvió a vestirse, vio las extraordinarias arrugas que se habían formado en la camisa y la corbata, y que la camisa, antes blanca, era ahora de un rosa jaspeado y desvaído. Se miró las manos, manchadas con la tinta roja de la pluma que usaba para hacer correcciones (la llamada favorita del maestro) e, incluso antes de mirar en el interior de la cartera, supo que las correcciones en rojo del texto de su presentación primero se habrían desleído y luego convertido en manchas rosadas sobre las páginas húmedas
En efecto, cuando examinó las páginas de su presentación, vio que todas las correcciones manuscritas habían desaparecido o vuelto borrosas hasta resultar irreconocibles, y que el texto, ahora sobre un fondo rosa, era notablemente menos claro de lo que había sido. Al fin y al cabo, antes resaltaba en una página limpia y blanca
El peso del puñado de monedas le torcía la chaqueta. En el baño no había papelera, por lo que, confiando en que aquello fuese la culminación de su insensata conducta durante aquel día, arrojó a la taza toda la calderilla. Después de que tirase de la cadena y el agua se aclarase, comprobó con su resignación habitual que las monedas de veinticinco centavos seguían en el fondo de la taza
Ruth usó el lavabo después de Eddie. Cuando él la seguía hacia el fondo del escenario, y mientras los demás iban a mezclarse con el público y buscar sus asientos, la escritora le miró por encima del hombro y le dijo:
– Un curioso sitio para convertirlo en pozo de los deseos, ¿verdad?
Eddie tardó unos instantes en comprender que se refería a las monedas que se habían quedado en la taza del water. Ignoraba, naturalmente, si ella sabía que se trataba de su dinero. Entonces Ruth le habló de una manera más directa y sin malicia.
– Espero que cuando termine esto cenemos juntos. Así tendremos ocasión de hablar
Los latidos del corazón de Eddie se aceleraron. ¿Quería decir que iban a cenar solos? Incluso él sabía que no podía esperar tal cosa. Cenarían con Karl, Melissa y, sin duda, con el campechano nuevo editor de Random House y sus manazas tan proclives a tomarse ciertas familiaridades. De todos modos, tal vez podría estar un momento a solas con ella. De lo contrario, le propondría otro encuentro más íntimo
Sonreía estúpidamente, pasmado por el atractivo -o lo que algunos considerarían la belleza- del rostro de Ruth, cuyo labio superior era idéntico al de Marion. También los senos, voluminosos y algo colgantes, eran como los de su madre. Sin embargo, sin la alargada cintura de Marion, los senos de Ruth parecían demasiado grandes en comparación con el resto del cuerpo, y tenía las piernas cortas y robustas de su padre
La camiseta negra que vestía era cara y le sentaba muy bien. Estaba confeccionada con un tejido sedoso, y Eddie supuso que era más suave que el algodón. También los tejanos, de color negro, eran de una calidad superior a los tejanos corrientes. Le había dado su chaqueta al editor, y Eddie vio que era una prenda de cachemira confeccionada a medida, que con la camiseta y los pantalones negros formaba un conjunto de vestir más que deportivo. No quería llevar la chaqueta mientras daba la lectura, y Eddie llegó a la conclusión de que sus admiradores esperaban verla con la camiseta. Y no cabía duda de que era una autora con algo más que simples lectores. Ruth Cole tenía admiradores, y a Eddie le asustaba francamente dirigirse a ellos
Cuando se dio cuenta de que en aquel momento Karl le estaba presentando, prefirió no escucharle. El tramoyista de aspecto siniestro había ofrecido a Ruth su taburete, pero ella lo rechazó y siguió en pie, balanceándose un poco, como si estuviera a punto de jugar a squash en vez de dar una lectura
– No estoy muy satisfecho de mi discurso… -le dijo Eddie a Ruth-. La tinta se ha corrido
Ella se llevó a los labios uno de los índices cortos y cuadrados. Cuando Karl terminó de hablar, Ruth se inclinó hacia Eddie y le susurró al oído:
– Gracias por no haber escrito acerca de mí. Sé que podrías haberlo hecho
Eddie no pudo articular palabra. Hasta que la oyó susurrar, no se dio cuenta de que Ruth tenía la misma voz de su madre. Entonces la escritora le empujó hacia el escenario. Como no había escuchado la presentación de Karl, Eddie no sabía que éste y el público, que era el de Ruth Cole, aguardaban su intervención
Ruth había esperado toda su vida a encontrarse con Eddie. Desde la primera vez que le hablaron de la relación entre Eddie O'Hare y su madre, deseó conocerle. Ahora no soportaba verle dirigirse al escenario, puesto que se alejaba de ella, y prefirió mirarle en el monitor de televisión. Desde la perspectiva del cámara, que era la del público, Eddie no se alejaba, sino que avanzaba hacia el público. "¡Por fin ha venido a mi encuentro!", imaginaba Ruth. "Pero ¿qué diablos pudo ver en él mi madre?", se preguntó. ¡Qué hombre tan patético y desventurado! Observó con detenimiento la imagen de Eddie en blanco y negro en la pequeña pantalla del televisor, una imagen simple, primitiva, que le daba un aspecto juvenil. Ruth comprendió que debía de haber sido un chico guapo. Pero, en un hombre, la guapura sólo tiene un atractivo temporal
Mientras Eddie O'Hare hablaba sobre ella y su escritura, Ruth se distrajo haciéndose una pregunta familiar y turbadora: ¿qué le atraía a ella permanentemente en un hombre?
Ruth pensaba que un hombre ha de tener confianza en sí mismo, pues al fin y al cabo los hombres están hechos para actuar con agresividad. No obstante, su atracción hacia hombres seguros de sí mismos y enérgicos le había llevado a entablar ciertas relaciones discutibles. Ella jamás toleraría la agresión física, y hasta entonces se había librado de cualquier clase de episodio violento, como los que habían vivido algunas de sus amigas. Dado lo poco que le gustaba su instinto con respecto a los hombres, un instinto en el que no tenía ninguna confianza, no dejaba de ser sorprendente que Ruth creyera poder detectar, en la primera cita, la capacidad de un hombre para mostrarse violento con las mujeres
Era ésa una de las pocas cosas, en el confuso mundo del sexo, de las que Ruth se sentía orgullosa, aunque Hannah Grant, su mejor amiga, le había dicho repetidas veces que simplemente había tenido suerte. ("Lo que ocurre es que no has conocido al tipo adecuado…, quiero decir inadecuado -le había dicho Hannah-. Ya verás cuando salgas con él.")
Ruth opinaba que un hombre debía respetar su independencia. Nunca ocultaba el hecho de que no estaba segura acerca del matrimonio, y más insegura aún con respecto a la maternidad. Sin embargo, los hombres que respetaban su pretendida independencia solían mostrar una falta de compromiso del todo inaceptable. Ruth no estaba dispuesta a tolerar la infidelidad, exigía de inmediato a todo hombre con el que se relacionaba que le fuese fiel. ¿Acaso era tan sólo anticuada?
A menudo Hannah se había burlado de lo que llamaba la "conducta contradictoria" de Ruth. A pesar de que ésta tenía ya treinta y seis años, nunca había vivido con un hombre, y no obstante esperaba que cualquier amigo con el que saliera en ese momento le fuese fiel aunque no vivieran juntos. "No veo nada contradictorio en eso", decía Ruth, pero Hannah pretendía que Ruth a los treinta y seis años ella era superior a Ruth en lo concerniente a las relaciones de pareja. Ruth suponía que esa pretensión de su amiga se basaba en que había tenido más relaciones que ella
Según el criterio de Ruth, e incluso según criterios más liberales que el suyo, Hannah Grant era promiscua. En aquel momento, mientras Ruth aguardaba para leer un capítulo de su nueva novela en la YMHA de la Calle 92, Hannah también llegaba tarde. Ruth esperaba encontrarse con ella en el camerino, antes del acto, y ahora le preocupaba que su amiga llegara demasiado tarde para ser admitida, aunque le habían reservado un asiento. El retraso era muy propio de Hannah, quien probablemente había conocido a un hombre y estaba hablando con él. (En realidad habría hecho algo más que hablar.)
Ruth dirigió de nuevo su atención a la pequeña pantalla en blanco y negro del monitor de televisión, e intentó concentrarse en lo que decía Eddie O'Hare. La habían presentado en muchas ocasiones, pero aquélla era la primera vez que lo hacía el antiguo amante de su madre. Si bien esta circunstancia distinguía a Eddie, su presentación, por el momento, no tenía nada de distinguida
– Hace diez años… -empezó a decir Eddie, y Ruth bajó la cabeza. Esta vez, cuando el joven tramoyista le ofreció su taburete, lo aceptó. Si Eddie iba a empezar por el principio, ella sabía que lo mejor sería que se sentara-. El mismo orfanato, la primera novela de Ruth Cole, se publicó en 1980, cuando la autora sólo tenía veintiséis años. Está ambientada en un pueblo de la Nueva Inglaterra rural, famoso porque allí, y desde siempre, los estilos de vida alternativos habían encontrado apoyo. En aquel lugar prosperó una comuna socialista y otra de lesbianas, pero al final ambas se disgregaron. Un colegio universitario con unos criterios de admisión discutibles floreció brevemente, pues se fundó sólo para procurar una prórroga a los jóvenes que no querían ir a la guerra de Vietnam. Una vez finalizada la guerra, el colegio cerró sus puertas. Y a lo largo de los años sesenta y comienzos de los setenta, antes de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso Roe contra Wade, que legalizó el aborto en 1973, en el pueblo hubo también un pequeño orfanato. En aquellos años en que la operación era todavía ilegal, se sabía, por lo menos en el pueblo y sus alrededores, que el médico del orfanato practicaba abortos
Al llegar aquí, Eddie hizo una pausa. Las luces de la sala proyectaban una luminosidad tan tenue que no veía un solo rostro del numeroso público. Sin pensarlo, tomó un sorbo de agua del vaso de Ruth
Lo cierto era que Ruth se graduó en Exeter el mismo año en que se dictó la sentencia del caso Roe contra Wade. En su novela, dos alumnas de Exeter quedan embarazadas y las expulsan de la escuela sin identificar al posible padre, pues resulta que las dos tenían el mismo novio. Cierta vez, en una entrevista, la autora de veintiséis años bromeó diciendo que "el título de trabajo" de El mismo orfanato era El mismo novio
Eddie O'Hare, que estaba condenado a ser exclusivamente autobiográfico en sus novelas, no cometió el error de dar por sentado que Ruth Cole escribía sobre sí misma. Desde la primera vez que la leyó, supo que la novelista tenía suficiente imaginación y recursos para no limitarse a su mundo personal. Pero en varias entrevistas Ruth había admitido que tuvo una amiga íntima en Exeter, una muchacha de cuyo novio también ella estuvo perdidamente enamorada. Eddie no sabía que la compañera de cuarto y mejor amiga de Ruth en Exeter fue Hannah Grant, ni tampoco que ésta asistiría a la lectura de Ruth. Hannah había oído leer a su amiga en muchas ocasiones, pero esta lectura era especial para ella porque las dos amigas habían dedicado gran parte del tiempo que pasaban juntas a hablar de Eddie O'Hare, y Hannah ardía en deseos de conocerle
En cuanto a que las dos amigas se enamoraron "perdidamente" del mismo chico en Exeter, Eddie no podía saber, pero lo suponía correctamente, que Ruth no había tenido relaciones sexuales durante la época escolar. De hecho, y ello no era un logro fácil en los años setenta, Ruth se las ingenió para prescindir del sexo durante sus estudios universitarios. (Hannah, por supuesto, no esperó. Tuvo varias relaciones sexuales en Exeter y su primer aborto antes de graduarse.)
En la novela de Ruth, las chicas de Exeter expulsadas que compartían el novio van a parar al mismo orfanato del título, adonde las lleva el padre de una de ellas. Una de las jóvenes da a luz en el orfanato, pero decide quedarse con el bebé, pues no soporta la idea de que lo adopten. La otra joven se somete a un aborto ilegal. El muchacho de Exeter, candidato a padre por partida doble y ahora graduado por el centro docente, se casa con la chica que tiene el bebé. La joven pareja hace un esfuerzo para salvar el matrimonio por el bien del niño, pero fracasan… ¡al cabo de tan sólo dieciocho años! La chica que decidió abortar, ahora una mujer soltera al borde de la cuarentena, vuelve a encontrarse con su ex novio y se casan
A lo largo de la novela se pone a prueba la amistad entre las dos mujeres de Exeter. La decisión de abortar o entregar el niño para que lo adopten, así como el cambiante clima moral de los tiempos, las perseguirán mientras se hacen mayores. Aunque Ruth retrata a ambas mujeres solidariamente, las feministas pregonaron las opiniones personales de Ruth sobre el aborto (apoyó la postura en pro de la capacidad de elegir). Y a pesar de que era una novela de tintes didácticos, El mismo orfanato recibió buenas críticas y se vertió a más de veinticinco idiomas
Cierto que un sector de lectores se mostró en desacuerdo. El hecho de que la novela concluya con la amarga disolución de la amistad de las dos mujeres no agradó a todas las feministas. Algunas partidarias de la posibilidad de elegir denunciaron la circunstancia de que la mujer que decide abortar no puede quedar embarazada de su ex novio como "mitología antiabortista", aunque Ruth nunca da a entender que la mujer no puede quedar embarazada a causa de su aborto anterior. "A lo mejor no puede quedar encinta porque ya tiene treinta y ocho años", dijo Ruth en una entrevista, lo cual irritó a varias mujeres que hablaban en defensa de todas las mujeres que rebasan los cuarenta y aún pueden tener hijos
Era esa clase de novela, y no iba a salir ilesa. La protagonista divorciada de El mismo orfanato, la que da a luz poco después de que la expulsen de Exeter, se ofrece para tener otro hijo y dárselo a su amiga. Será una madre de alquiler… ¡con el esperma de su ex marido! Pero la mujer que no puede concebir rechaza el ofrecimiento y prefiere no tener hijos. En la novela, la motivación de la ex esposa para desempeñar el papel de "madre de alquiler" es sospechosa. No obstante, sorprendentemente, varias madres de alquiler pioneras atacaron el libro porque tergiversaba su situación
Jamás, ni siquiera en plena juventud, Ruth Cole puso demasiado empeño en defenderse de las críticas. "Miren, es una novela -decía-. Son mis personajes, y hacen lo que yo quiero que hagan." También se mostraba en desacuerdo con la interpretación más habitual de El mismo orfanato, a saber, que "trataba" del aborto. "Es una novela -repetía Ruth-. No "trata" de nada. Es una buena historia, una demostración de la manera en que las decisiones que toman dos mujeres afectarán al resto de sus vidas. Nuestras decisiones nos afectan, ¿no es cierto?"
Y Ruth se distanció de no pocos de sus lectores más fanáticos al admitir que ella nunca había abortado. Para algunas lectoras que habían abortado, era insultante que Ruth sólo lo hubiera "imaginado". "Desde luego, no me opongo al aborto ni a que cualquiera lo practique -afirmó-. En mi caso, nunca me he visto en la necesidad de hacerlo."
Como bien sabía Ruth, la "necesidad" de abortar se le presentó a Hannah Grant en otras dos ocasiones. Habían solicitado su admisión en las mismas universidades, sólo las mejores. Como Hannah no fue admitida en ninguna de ellas, fueron a la de Middlebury. Lo que les importaba a ambas, o por lo menos así lo decían, era permanecer juntas, aunque ello significara pasar cuatro años en Vermont
Cuando miraba hacia atrás, a Ruth le intrigaba por qué Hannah se había empeñado tanto en que estuvieran juntas, ya que se pasaba la mayor parte del tiempo en Middlebury, con un jugador de hockey que usaba dentadura postiza. El jugador la dejó embarazada en dos ocasiones, y cuando rompieron intentó salir con Ruth. Esto provocó el comentario que Ruth le hizo a Hannah a propósito de las "reglas que rigen en las relaciones"
– ¿Qué reglas? -replicó Hannah-. Sin duda no hay reglas entre los amigos
– Las reglas entre los amigos son especialmente necesarias -le explicó Ruth-. Por ejemplo, no salgo con nadie que haya salido contigo, o que se interesó primero por ti
– ¿Y viceversa? -inquirió Hannah
– Bueno… -(Decir "bueno" era un hábito que Ruth había tomado de su padre.)-. Eso depende de ti
Que Ruth supiera, Hannah nunca había puesto a prueba la regla. Por su parte, Ruth la había seguido escrupulosamente. ¡Y ahora Hannah llegaba tarde! Mientras Ruth trataba de mirar el monitor de televisión, donde Eddie O'Hare seguía bregando con su presentación, la escritora era consciente de que el tramoyista de aspecto sigiloso no apartaba los ojos de ella. Era la clase de hombre al que Hannah habría calificado de "mono", y sin duda su amiga habría coqueteado con él, pero Ruth no solía coquetear. Además, el tramoyista no era su tipo… en el supuesto de que ella se inclinase por un tipo concreto. (Tenía un tipo, desde luego, y le preocupaba más de lo que quisiera.)
Ruth consultó su reloj. Eddie estaba hablando todavía de su primera novela. Había otras dos por delante, de modo que podrían pasarse allí toda la noche. Así pensaba mientras veía que Eddie volvía a llevarse a los labios su vaso de agua. Se dijo que si estaba resfriado, ella iba a contagiarse
Se preguntó si debería atraer la atención de Eddie, pero en vez de hacer eso miró al tramoyista, quien le estaba devorando los pechos con los ojos. Si Ruth tuviera que señalar una estupidez propia de casi todos los hombres, era que no parecían saber que una mujer se daba perfecta cuenta cuando un hombre le miraba fijamente los senos
– Yo no diría que eso es lo que más me molesta de los hombres -le había dicho Hannah, cuyos senos eran más bien pequeños, por lo menos a juicio de su poseedora-. Con unas tetas como las tuyas, ¿qué otra cosa van a mirar los hombres?
No obstante, cuando estaban juntas, los hombres solían mirar primero a Hannah. Era alta, esbelta y rubia, más atractiva que ella, creía Ruth
– Es sólo mi manera de vestir, llevo una ropa más atractiva -le había dicho Hannah-. Si intentaras vestirte como una mujer, tal vez los hombres se fijarían más en ti
– Basta con que se fijen en mis tetas -replicó Ruth
Tal vez se llevaban tan bien como compañeras de habitación, y habían viajado juntas en numerosas ocasiones -lo cual plantea incluso más problemas que ser compañeras de habitación-, porque no querían, o mejor dicho, no podían, vestir de la misma manera
Haberse criado sin madre no era la causa de que Ruth Cole prefiriese vestir prendas de estilo masculino. De niña cuidó de ella Conchita Gómez, quien la vestía de la manera más convencional y la envió a Exeter con un baúl lleno de faldas y vestiditos que Ruth detestaba
Le gustaban los tejanos, o los pantalones que se ciñen tan cómodamente como los tejanos. Le gustaban las camisetas de media manga y las camisas de vestir masculinas. Entre sus preferencias no figuraban los jerseis con cuello de cisne, porque era baja y tenía poco cuello, ni tampoco los suéteres demasiado abultados porque le hacían parecer gruesa, pero no era gruesa ni podía decirse que fuera guapa. En cualquier caso, Ruth había puesto a prueba el código indumentario de Exeter y se había decantado por el estilo masculino que, desde entonces, la caracterizaba
Ahora, por supuesto, sus chaquetas, aunque fuesen masculinas, estaban hechas a medida y se ajustaban a su figura. En las grandes ocasiones, Ruth se ponía un esmoquin femenino, también adaptado a su talle. En su guardarropa no faltaba el tradicional vestido negro, pero Ruth, salvo en los días más calurosos del verano, nunca se ponía un vestido. El sustituto más frecuente del vestido era un traje pantalón azul marino listado, que solía ponerse para ir a cócteles y restaurantes lujosos. También era su uniforme para asistir a los funerales
Ruth gastaba en ropa una considerable cantidad de dinero, pero siempre eran prendas de la misma clase. Gastaba todavía más en zapatos. Puesto que le gustaba un tacón bajo y sólido, que diera a sus tobillos casi tanta seguridad como cuando se calzaba las zapatillas de squash, también sus zapatos tendían a parecerse
Ruth permitía a Hannah que le indicara dónde debía ir a cortarse el cabello, pero desoía su consejo de que se lo dejara crecer. Y aparte del brillo de labios y el lápiz de labios incoloro, nunca se pintaba ni maquillaba. Le bastaba con una buena crema hidratante y el champú y el desodorante adecuados. También permitía que Hannah le comprara la ropa interior
– ¡Cielos, no es fácil encontrar tu puñetera talla! -se quejaba Hannah-. ¡Mis dos tetas cabrían en una sola copa de tu sujetador!
Ruth se consideraba demasiado mayor para operarse del pecho, pero de adolescente le había rogado a su padre que se lo permitiera. No era sólo el tamaño, sino el peso de los pechos lo que le molestaba. Le desesperaban sus pezones (y las aréolas que los rodeaban), demasiado bajos y grandes. Su padre se mostró del todo en contra de la intervención y dijo que era absurdo que "mutilara la buena figura que Dios le había dado". (Los senos nunca eran demasiado grandes para Ted Cole.) "¡Ah, papá, papá, papá!", se dijo Ruth, enojada, mientras la mirada del obseso tramoyista seguía fija en sus senos
Tuvo la sensación de que Eddie O'Hare la estaba alabando en exceso. Dijo algo sobre su tan conocida afirmación de que no utilizaba elementos autobiográficos en sus obras. Pero Eddie seguía atascado en la primera novela de Ruth Cole. ¡Aquélla era la presentación más larga de una obra literaria que se había hecho jamás! Cuando le tocara el turno, el público estaría profundamente dormido
Hannah Grant había aconsejado a Ruth que abandonara su actitud despectiva hacia la narración autobiográfica
– ¿Acaso yo no soy autobiográfica? -le preguntó Hannah-. ¡Siempre escribes acerca de mí!
– Puede que tome prestadas cosas de tus experiencias, Hannah -replicó Ruth-. Al fin y al cabo, has tenido más experiencias que yo. Pero te aseguro que no escribo sobre ti. Invento mis personajes y sus historias
– Me inventas una y otra vez -arguyó Hannah-. Puede que sea tu versión de mí, pero soy yo, siempre yo. Eres más autobiográfica de lo que crees, nena
Ruth detestaba el uso que su amiga hacía de la palabra "nena"
Hannah era periodista y daba por sentado que todas las novelas eran básicamente autobiográficas. Ruth era novelista, y al examinar sus libros veía lo que había inventado. En cambio, Hannah veía lo que era real, a saber, las diferentes variaciones de sí misma. (La verdad, por supuesto, radicaba en el término medio.)
En las novelas de Ruth solía aparecer una mujer aventurera, "el personaje Hannah", decía ésta, y siempre había otra mujer que se cohibía. Según Ruth, era el personaje menos audaz; según Hannah, la misma Ruth
La audacia de Hannah admiraba y, al mismo tiempo, consternaba a Ruth. Hannah, por su parte, tenía en alta estima a Ruth, lo cual no le impedía criticarla. Hannah respetaba el éxito de su amiga pero reducía su obra a una forma de escritura no creativa. Ruth era muy susceptible a las interpretaciones que hacía su amiga de los personajes novelescos de Ruth y de Hannah
En la segunda novela de Ruth, Antes de la caída de Saigón (1985), los personajes de Ruth y Hannah comparten una habitación en Middlebury durante la guerra de Vietnam. El personaje Hannah, que es la audacia personificada, hace un trato con su novio: se casará con él y tendrá un hijo, de manera que, cuando él se gradúe y expire la prórroga del servicio militar, no tendrá que incorporarse a filas, por estar casado y ser padre. La mujer insiste en que le prometa que, si el matrimonio no va bien, se divorciará de ella… de acuerdo con sus condiciones, que consisten en que ella tendrá la custodia del niño y él pagará su manutención. El problema es que no consigue quedar embarazada
– ¿Cómo te atreves a llamarla "el personaje Hannah"? -preguntaba Ruth a su amiga con frecuencia-. ¡Has pasado por la universidad procurando no quedar preñada pero sin poder evitar quedarte preñada a cada momento!
Pero Hannah decía que la "capacidad de correr riesgos" del personaje era totalmente suya
En la novela, la mujer que no puede quedarse embarazada (el personaje Hannah) hace un nuevo trato, esta vez con su compañera de habitación (el personaje Ruth). Hannah convence a Ruth para que se acueste con el novio de Hannah y se quede embarazada. El trato consiste en que la compañera de habitación (el personaje Ruth) se case con el novio de Hannah, a fin de lograr que no vaya a Vietnam. Una vez terminada la guerra (o cerrado el período de reclutamiento), la obediente compañera de habitación, que es virgen antes de esa terrible experiencia, se divorciará del muchacho, el cual se casará de inmediato con el personaje Hannah y juntos criarán al bebé de la compañera de habitación
El hecho de que Hannah se atreviera a llamar a la compañera de habitación virgen "el personaje Ruth" irritaba mucho a Ruth, quien no había perdido la virginidad durante sus estudios universitarios, ¡y mucho menos había quedado preñada del novio de Hannah! (Y Hannah Grant era la única amiga de Ruth que sabía cuándo perdió Ruth la virginidad, lo cual era otra historia.) Pero Hannah afirmaba que la "inquietud por la pérdida de su virginidad" de la compañera de habitación era sin duda alguna la de Ruth
Naturalmente, en la novela, el personaje de Ruth desprecia al novio de su compañera de habitación y está traumatizada por su único encuentro sexual. Por otro lado, el muchacho se enamora de la compañera de habitación de su novia y se niega a divorciarse de ella una vez finalizada la guerra de Vietnam
La caída de Saigón, en abril de 1975, es el telón de fondo del desenlace de la novela, cuando la compañera de habitación (quien accede a tener el bebé del novio de su amiga) se da cuenta de que no puede renunciar al niño. A pesar del odio que siente hacia el padre del bebé, acepta la custodia conjunta del niño cuando se divorcian. El personaje Hannah, que ha instigado la unión entre su novio y su amiga, pierde al novio y al bebé, por no mencionar la amistad con su ex compañera de habitación
Se trata de una farsa sexual, pero que tiene amargas consecuencias, y sus toques de comicidad están compensados por las desavenencias entre los personajes, los cuales constituyen un microcosmos que refleja cómo estaba dividido el país a causa de la guerra de Vietnam y, para los jóvenes de la generación de Ruth, por lo que debían hacer respecto al alistamiento. Un crítico dijo de la novela: "Es el peregrino punto de vista de una mujer sobre las artimañas para evitar el reclutamiento". Hannah le dijo a Ruth que se había acostado con aquel crítico en alguna que otra ocasión, y además conocía su caso particular con respecto a la escapatoria del reclutamiento. El hombre había aducido daños psicológicos por haber mantenido relaciones sexuales con su madre. Ésta confirmó la veracidad de tales relaciones. Al fin y al cabo, la idea del embuste había sido de ella. Y como resultado de haberse librado con éxito del servicio militar, y de semejante manera, el hombre acabó por tener relaciones sexuales con su madre
– Supongo que sabe distinguir un "punto de vista peregrino" cuando se tropieza con uno -comentó Ruth
A Hannah le irritaba que Ruth no despotricara contra las críticas negativas tan clamorosamente como lo hacía ella. "Las críticas son publicidad gratuita -le gustaba decir a Ruth-. Incluso las malas críticas."
Ruth había alcanzado talla y renombre internacionales. En los países europeos donde se traducían sus obras, se había creado tal expectación ante su tercera y más reciente novela que se publicaron dos traducciones simultáneamente a las ediciones británica y norteamericana
Con motivo de su lectura en la YMHA, Ruth estaba pasando el día en Nueva York. Había concedido varias entrevistas y aceptado cierta publicidad relacionada con la nueva obra. Luego pasaría un día y una noche en Sagaponack, con su padre, antes de partir hacia Alemania y la Feria del Libro de Fránkfort. (Después de Fránkfort y la promoción de la traducción alemana, viajaría a Amsterdam, donde acababa de salir a la luz la traducción holandesa.)
Ruth visitaba muy poco a su padre en Sagaponack, pero esperaba con ilusión la visita inminente. Sin duda jugarían un poco al squash en el granero y discutirían mucho de casi todo. También habría incluso un poco de descanso. Hannah había prometido acompañarla a Sagaponack. Siempre era mejor para Ruth no estar a solas con su padre. Con la presencia de algún amigo, aunque fuese uno de los infrecuentes y mal elegidos amigos de Ruth, era más fácil evitar que la discusión se desmandara
Pero Hannah coqueteaba con el padre de Ruth, y ésta se enojaba. Ruth sospechaba que Hannah lo hacía precisamente porque ella se enojaba. Y el padre de Ruth, que no conocía otra manera de comportarse con las mujeres, respondía al coqueteo
En una ocasión Hannah le hizo a Ruth la vulgar observación sobre lo atractivo que era su padre para las mujeres, y fue entonces cuando Ruth replicó: "Podías oír las bragas de las mujeres deslizándose hasta el suelo"
Cuando Hannah vio por primera vez a Ted Cole, le dijo a Ruth:
– ¿Qué es ese ruido? ¿Lo oyes?
Ruth no solía captar las bromas, y siempre tendía a creer que le hablaban completamente en serio
– ¿Qué ruido? -respondió Ruth, mirando a su alrededor-. No, no lo oigo
– Son mis bragas que se deslizan al suelo -le dijo Hannah. Esa frase se había convertido en un código secreto entre ellas. Cada vez que Hannah presentaba a su amiga uno de los muchos hombres con los que salía, si el hombre le gustaba a Ruth, ésta preguntaba a Hannah: "¿Has oído ese ruido?". Si Ruth no tenía interés por el hombre, como sucedía a menudo, decía: "No oigo nada. ¿Y tú?"
Ruth era reacia a presentar sus amigos a Hannah, porque ésta siempre decía: "¡Vaya ruido! Chico, ¿ha caído algo húmedo al suelo o sólo son imaginaciones mías?". (La humedad era un residuo en el vocabulario sexual de Hannah, que se remontaba a los tiempos de Exeter.) Y, en general, Ruth no solía estar orgullosa de los chicos con los que salía y no deseaba darlos a conocer. Tampoco se relacionaba con ellos el tiempo suficiente para que Hannah tuviera que conocerlos
Ahora, sin embargo, mientras Ruth estaba sentada en un taburete, soportando las miradas del tramoyista enamorado de sus pechos, así como la penosa presentación de su obra que realizaba Eddie (el pobre estaba atascado en su segunda novela), pensó de nuevo en lo exasperada que se sentía con Hannah porque iba a llegar tarde a la lectura, si es que llegaba a presentarse
No sólo habían hablado con entusiasmo sobre el próximo encuentro con Eddie O'Hare, sino que Ruth había mostrado un gran interés en que Hannah conociera al hombre con el que salía actualmente. Por una vez sentía la necesidad de saber qué opinaba Hannah. En muchas ocasiones había deseado que ésta se reservara su opinión. Y ahora, cuando la necesitaba, ¿dónde estaba? Sin duda jodiendo como una loca, como diría su amiga, o eso imaginaba Ruth
Exhaló un profundo suspiro. Era consciente del movimiento de ascenso y descenso de sus pechos, y de que el tramoyista idiota estaba absorto en ese detalle. De no ser porque Eddie seguía hablando monótonamente, hubiera oído el suspiro con que el joven lascivo respondió al suyo. Por puro aburrimiento, Ruth sostuvo la mirada del joven tramoyista hasta que él desvió los ojos. Tenía un atisbo de lo que llegaría a ser una perilla y un bigote que parecía una mancha de hollín. Ruth pensó que si descuidara su depilación, podría tener un bigote más espeso que el de aquel joven
Suspiró de nuevo, desafiando al lujurioso a que volviera a mirarla, pero el desaliñado joven se sentía de repente avergonzado de su actitud. Así pues, Ruth se concentró en mirarle, pero pronto perdió el interés. Los tejanos del tramoyista tenían un desgarrón en una rodilla, y probablemente eran los que prefería para presentarse en público. Algo que debía de ser restos de comida había dejado una mancha aceitosa en el pecho de su camiseta
La otra persona ante cuyo conocimiento Hannah había expresado casi idéntica emoción era el hombre con quien Ruth "salía" ahora. En realidad, pertenecía más bien a la categoría de acompañante en potencia, de "candidato a acompañante", como diría Hannah. El hombre que esperaba afianzar su relación con Ruth era el nuevo editor de la escritora, aquella misma persona tan importante de Random House que desagradaba a Eddie por su campechanía y el hecho de que nunca se acordaba de que ya le conocía
Ruth ya le había dicho a su amiga que aquél era el mejor editor de textos con el que había trabajado hasta entonces. jamás había conocido a un hombre con quien la comunicación y el entendimiento fuesen tan fluidos. Tenía la sensación de que no había nadie, con la posible excepción de Hannah, que la conociera tan bien. No sólo se distinguía por su franqueza y su vigor, sino que la estimulaba "en todos los buenos sentidos"
– ¿Cuáles son los "buenos" sentidos? -le preguntó un día Hannah
– Cuando le conozcas, lo verás -respondió Ruth-. Es también un caballero
– Es lo bastante mayor para serlo -comentó Hannah, que había visto una fotografía de aquel hombre-. Quiero decir que pertenece a la generación de la conducta caballerosa. ¿Cuántos años tiene más que tú? ¿Doce? ¿Quince?
– Dieciocho -dijo Ruth en voz baja
– Es un caballero, desde luego -afirmó Hannah-. ¿Y no tiene hijos? Señor, ¿qué edad tienen? ¡Podrían ser de tu edad!
– Su mujer no quiso tener hijos…, le asustaba tenerlos.
– Más o menos lo que te ocurre a ti, ¿no? -dijo Hannah.
– Allan quería un hijo, pero su esposa no -admitió Ruth.
– Entonces sigue queriendo un hijo -concluyó Hannah.
– Estamos hablando de ello
– Y supongo que todavía habla con la ex mujer -dijo Hannah en tono burlón-. Confiemos en que la suya sea la última generación de hombres que creen necesario seguir hablando con sus ex esposas. -La sensibilidad periodística de Hannah la llevaba a creer que todo el mundo debía responder a unas pautas de conducta acordes con la edad, la educación, el tipo. Era un razonamiento irritante, pero Ruth se mordió la lengua-. En fin -añadió en tono filosófico-, supongo que el sexo… ¿Ha ido bien?
– Todavía no nos hemos acostado -admitió Ruth
– ¿Quién está esperando?
– Los dos -mintió Ruth
Allan era paciente. Quien "esperaba" era Ruth. Temía tanto que la relación sexual con él no le gustara que andaba con dilaciones. No quería verse obligada a dejar de considerarle el hombre de su vida
– ¡Pero has dicho que te ha propuesto el matrimonio! -exclamó Hannah-. ¿Quiere casarse contigo y aún no habéis hecho el amor? Ésa no es siquiera una conducta generacional…, ¡es la conducta de su padre o incluso de su abuelo!
– Quiere que esté convencida de que no soy sólo otra de sus amiguitas
– ¡Todavía no eres una amiguita! -dijo Hannah
– Creo que es encantador. Está enamorado de mí antes de haberse acostado conmigo. Qué delicadeza, ¿no crees?
– Sí, es diferente -admitió Hannah-. Bueno, ¿y de qué tienes miedo?
– No tengo miedo de nada -mintió Ruth
– Normalmente no quieres que conozca a tus acompañantes -le recordó Hannah
– Éste es especial -dijo Ruth
– Tan especial que no te has acostado con él
– Puede vencerme en el squash -añadió Ruth débilmente.
– Lo mismo que tu padre, ¿y qué edad tiene?
– Setenta y siete, ya lo sabes
– ¿De veras? -replicó Hannah-. Dios mío, no los aparenta.
– Me refiero a mi padre, no a Allan Albright -dijo Ruth, enojada-. Allan Albright sólo tiene cincuenta y cuatro. Me quiere, desea casarse conmigo, y creo que sería feliz si viviera con él.
– ¿Has dicho que le quieres? -inquirió Hannah-. No te he oído decir eso
– No lo he dicho -admitió Ruth-. No lo sé…, no puedo saberlo -añadió
– Si no puedes saberlo, entonces no le quieres -dijo Hannah-. Y, si no recuerdo mal, tenía fama de…, bueno, era un mujeriego, ¿no?
– Sí, lo era -replicó Ruth lentamente-. Él mismo me lo dijo, pero en ese aspecto ha cambiado
– Ya -dijo Hannah-. ¿Crees de veras que los hombres cambian?
– ¿Cambiamos nosotras? -preguntó Ruth.
– Quieres cambiar, ¿no es cierto?
– Estoy cansada de los novios granujas -confesó Ruth. -Desde luego, los eliges malos -comentó Hannah-, creía que los elegías porque sabías que eran malos, porque estabas segura de que se irían. A veces incluso antes de que les pidieras que se largaran
– También tú has elegido algunos novios granujas -dijo Ruth.
– Claro, continuamente -admitió Hannah-. Pero también he elegido otros buenos. Lo que ocurre es que no me duran.
– Creo que Allan me durará
– Claro que sí -repuso Hannah-. Lo que te preocupa es si tú durarás, ¿no es así?
– Sí -confesó Ruth por fin-. Eso es
– Quiero conocerle, y te diré si durará. Te lo diré en cuanto vea
"¡Y ahora me ha dado plantón!", se dijo Ruth. Cerró bruscamente su ejemplar de la novela y lo sostuvo contra los senos. Tenía ganas de llorar, tan enojada estaba con Hannah, pero vio que su gesto repentino había sobresaltado al lujurioso tramoyista. Ruth se sintió satisfecha al ver su expresión de alarma
– El público podría oírla -le susurró el taimado joven, con una sonrisa arrogante
La respuesta de Ruth no fue espontánea. Casi nunca hablaba sin pensar primero lo que iba a decir
– Por si te intriga -susurró al tramoyista-, son de la talla treinta y cuatro
– ¿Cómo?
Ruth se dijo que era demasiado tonto para entenderla. Además, el público había prorrumpido en resonantes aplausos. Sin oír lo que Eddie había dicho, Ruth comprendió que por fin su presentador había terminado
Se detuvo en el escenario para estrecharle la mano a Eddie antes de dirigirse al estrado. Eddie, confuso, se metió entre bastidores en vez de ir a ocupar el asiento que tenía reservado en la platea. Una vez allí, se sintió demasiado azorado para dirigirse a su asiento. Miró impotente al hostil tramoyista, quien no estaba dispuesto a ofrecerle su taburete
Ruth aguardó a que remitieran los aplausos. Tomó el vaso de agua, pero estaba vacío y lo dejó enseguida sobre la mesa. "¡Dios mío, me he bebido su agua!", pensó Eddie
– Vaya par de melones, ¿eh? -susurró el tramoyista a Eddie, el cual no le respondió nada pero adoptó una expresión de culpabilidad. (No había oído al muchacho, y supuso que le había dicho algo acerca del vaso de agua.)
El tramoyista tenía un pequeño cometido en la realización del acto, pero de repente se sintió más pequeño que de ordinario. Apenas había terminado de hacer su observación sobre los "melones", cuando el frívolo joven captó el significado de lo que la novelista famosa le había susurrado. "¡Usa una talla treinta y cuatro!", comprendió tardíamente el muy necio. Pero ¿por qué se lo había dicho? ¿Acaso le estaba tirando los tejos?
– ¿Quieren aumentar un poco la iluminación de la sala, por favor? -pidió Ruth cuando los aplausos cedieron un poco
Quiero ver la cara de mi editor. Si le veo encogerse, sabré que me he saltado algo… O que se lo ha saltado él
Este preámbulo fue recibido con risas, como ella había pretendido, aunque ésa no había sido su única finalidad. No necesitaba ver el rostro de Allan Albright, cuya presencia en su mente ya le bastaba. Lo que Ruth quería ver era el asiento vacío al lado de Allan, la plaza reservada para Hannah Grant. En realidad, había dos asientos vacíos al lado de Allan, porque Eddie se había quedado atrapado entre bastidores, pero Ruth sólo reparó en la ausencia de Hannah
"¡Mal rayo te parta, Hannah!", se dijo Ruth, pero ahora estaba en el escenario, y todo lo que debía hacer era contemplar la página. Su escritura la absorbió por completo. Externamente, la impresión que daba Ruth Cole era la habitual, una impresión de serenidad. Y en cuanto empezara a leer, también se sentiría internamente serena
Tal vez no sabía qué hacer con respecto a sus novios, sobre todo con respecto al que quería casarse con ella, y tal vez no sabía tratar con su padre, sobre quien tenía unos sentimientos dolorosamente encontrados. Tal vez no sabía si era mejor odiar a su mejor amiga, Hannah, o perdonarla. Pero en lo concerniente a su escritura, Ruth Cole era la confianza y la concentración personificadas
De hecho, se estaba concentrando tanto en la lectura del primer capítulo, titulado "La colchoneta hinchable roja y azul", que se olvidó de decir al público cómo se titulaba su nueva novela, pero no importaba, porque la mayoría de ellos ya lo sabían. (Más de la mitad del público había leído la novela.)
Los orígenes del primer capítulo eran peculiares. Un periódico alemán, el Süddeutsche Zeitung, había pedido a Ruth un relato breve para un suplemento anual dedicado a la narrativa. Ruth no solía escribir relatos breves, y siempre estaba pensando en una novela, aunque no hubiera empezado a escribirla. Pero las normas establecidas por el Süddeutsche Zeitung la intrigaron: todos los cuentos publicados en el suplemento se titulaban "La colchoneta hinchable roja y azul", y por lo menos una vez a lo largo del relato debía aparecer una colchoneta hinchable de esos colores. (También sugerían que la colchoneta debía tener suficiente importancia en el relato para merecer su uso como título.)
A Ruth le gustaban las reglas. La mayoría de los escritores se ríen de ellas, pero Ruth también jugaba al squash y tenía afición a los juegos. La diversión para Ruth consistía en saber dónde y cuándo introduciría la colchoneta en el relato. Ya sabía quiénes eran los personajes: Jane Dash, viuda reciente, y la que por entonces era enemiga de la señora Dash, Eleanor Holt
– Y así -dijo Ruth al público- debo mi primer capítulo a una colchoneta hinchable
El público se echó a reír. Ahora también se trataba de un juego para ellos
Eddie O'Hare tuvo la impresión de que incluso aquel tramoyista con pinta de palurdo ardía en deseos de saber qué ocurría con la colchoneta hinchable roja y azul. Era un nuevo testimonio de lo internacional que había llegado a ser la escritora Ruth Cole: ¡el primer capítulo de su nueva novela se había publicado en alemán bajo el título Die blaurote Luftmatratze, antes de que ninguno de sus muchos lectores hubiera podido leerlo en inglés!
– Deseo dedicar esta lectura a mi mejor amiga, Hannah Grant -dijo Ruth al público
Un día Hannah se enteraría de la dedicatoria que no había oído. Sin duda alguien del público se lo diría