La puerta en el suelo

Camino de New London, trayecto que había sido objeto de un tedioso exceso de planificación (al igual que Marion, salieron demasiado temprano hacia el embarcadero del transbordador), el padre de Eddie se extravió en las proximidades de Providence


– ¿Es un error del piloto o del copiloto? -preguntó Minty en tono jovial


Era un error de ambos. El padre de Eddie hablaba tanto que no había prestado suficiente atención a la carretera. Eddie, que era el "copiloto", había hecho tales esfuerzos por mantenerse despierto que se había olvidado de consultar el mapa. -Menos mal que hemos salido temprano -añadió su padre


Se detuvieron en una estación de servicio, donde Joe 0'Hare intentó rebajarse para trabar conversación con un miembro de la clase trabajadora


– Bueno, vaya situación difícil la nuestra, ¿no cree usted? -dijo el señor O'Hare al empleado de la gasolinera, el cual le pareció a Eddie un poco retrasado-. Aquí tiene a un par de exomanos perdidos en busca del transbordador de New London a Orient Point


Eddie se moría un poco cada vez que oía a su padre hablar con desconocidos. (¿Quién, salvo un exoniano, sabía lo que era un exoniano?) Como si sufriera un coma pasajero, el empleado de la gasolinera contemplaba una mancha aceitosa en el suelo, un poco a la derecha del zapato derecho de Minty


– Están ustedes en Rhode Island -fue todo lo que pudo decir el pobre hombre


– ¿Podría indicarnos la dirección hacia New London? -le preguntó Eddie


Cuando estuvieron de nuevo en marcha, Minty obsequió a Eddie con unas observaciones sobre la taciturnidad intrínseca, que tan a menudo era el resultado de una enseñanza media deficiente


– El entorpecimiento de la mente es una cosa terrible, Edward -le advirtió su padre


Llegaron a New London con tanta antelación que Eddie hubiera podido tomar el transbordador anterior


– ¡Pero entonces tendrás que esperar completamente solo en Orient Point! -señaló Minty


Al fin y al cabo, los Cole esperaban que Eddie llegara en el transbordador siguiente. Cuando el muchacho comprendió hasta qué punto habría preferido esperar solo en Orient Point, el transbordador anterior ya había zarpado


– Es el primer viaje en barco de mi hijo -le dijo Minty a la mujer de brazos enormes que le vendió a Eddie el pasaje-. No es el Queen Elizabeth ni el Queen Mary, no se trata de un crucero de siete días. No parte de Southampton, como en Inglaterra, o de Cherburgo, como en Francia. ¡Pero, sobre todo a los dieciséis años, una pequeña travesía marítima hasta Orient Point es suficiente!


La rolliza mujer sonreía con indulgencia. Aunque no esbozaba una amplia sonrisa, se veía que le faltaban varios dientes. Luego, en el muelle, el padre de Eddie filosofó sobre el tema de los excesos dietéticos, que a menudo son el resultado de una escolarización secundaria deficiente. Durante el breve trayecto desde Exeter, ¡se habían encontrado con muchas personas que habrían sido más felices, más delgadas, o ambas cosas a la vez, si hubieran tenido la buena suerte de asistir a su escuela


De cuando en cuando, de improviso, el padre de Eddie rompía el hilo de su discurso para darle consejos sobre el trabajo veraniego


– No tienes que ponerte nervioso sólo porque sea un hombre famoso-dijo el señor O'Hare sin que viniera a cuento-. No es precisamente una gran figura literaria. Debes aprender lo que puedas, observar sus hábitos de trabajo, ver si su locura tiene un método, esa clase de cosas


A medida que el transbordador de Eddie se aproximaba, era Minty quien de repente se mostraba inquieto por el trabajo de su hijo


Los primeros vehículos que iban a subir a bordo eran los camiones, y el primero de la fila iba cargado de almejas frescas… o vacío y de camino hacia el lugar donde lo cargarían de almejas. Sea como fuere, no olía precisamente a almejas frescas, y su conductor -que se fumaba un cigarrillo, apoyado en la rejilla del radiador sembrada de moscas muertas, mientras el transbordador atracaba- fue la siguiente víctima de la conversación espontánea de Joe O'Hare


– Mi chico va a iniciar su primer trabajo -le informó Minty, mientras Eddie se moría un poco más


– ¿Ah, sí? -replicó el conductor del camión


– Va a ser ayudante de un escritor-le dijo el padre de Eddie-. No estamos muy seguros de lo que eso puede significar, desde luego, pero sin duda será algo más exigente que afilar lápices, cambiar la cinta de la máquina de escribir y buscar en el diccionario esas palabras difíciles que ni siquiera el mismo escritor sabe cómo se escriben. Lo considero una experiencia de aprendizaje, al margen de lo que al final resulte ser


– Buena suerte, chico -le dijo el camionero, súbitamente contento con su trabajo


En el último momento, poco antes de que Eddie subiera al transbordador, su padre fue corriendo al coche y regresó también a la carrera


– ¡Casi se me olvida! -gritó, tendiendo a Eddie un grueso sobre rodeado por una goma elástica y un paquete del tamaño y la blandura de una hogaza de pan


El paquete estaba envuelto en papel de regalo, pero algo lo había aplastado en el asiento trasero del coche, y ahora el obsequio parecía abandonado, algo que nadie desearía


– Es para la nena-le dijo Minty-. Tu madre y yo hemos pensado en ella


– ¿Qué nena? -preguntó Eddie


Se puso el regalo y el sobre bajo la barbilla, apretándolos contra el pecho, porque la pesada bolsa de lona y una maleta más pequeña y ligera requerían ambas manos. Así cargado, y tambaleándose un poco, subió a bordo


– ¡Los Cole tienen una niña, creo que de cuatro años! -gritó Minty. Se oía el traqueteo de las cadenas, el resoplido de las máquinas del barco, los pitidos intermitentes de la sirena. Otras personas se despedían a gritos-. ¡Tienen una nueva hija para sustituir a los chicos que se murieron!


Esta última frase llamó la atención incluso del conductor del camión marisquero, quien ya había aparcado su vehículo a bordo y ahora estaba apoyado en la barandilla de la cubierta superior


– Ah -dijo Eddie-. ¡Adiós!


– ¡Te quiero, Edward! -gritó su padre


Entonces Minty O'Hare se echó a llorar. Eddie nunca había visto llorar a su padre, pero aquélla era la primera vez que se iba de casa. Lo más probable era que su madre también hubiera llorado, pero Eddie no se había dado cuenta


– ¡Ten cuidado! -exclamó su padre, emocionado. Ahora todos los pasajeros apoyados en la barandilla de la cubierta superior les miraban-. ¡Cuídala! -gritó Minty


– ¿A quién? -gritó Eddie a su vez.


– ¡A ella! ¡Me refiero a la señora Cole!


– ¿Por qué? -replicó Eddie. Se estaban alejando, el muelle quedaba atrás, y la sirena del transbordador era ensordecedora.


– ¡Tengo entendido que no lo ha superado! -vociferó Minty-. ¡Es una zombi!


"¡Estupendo! ¡A estas alturas se le ocurre decirme eso!", pensó Eddie, pero se limitó a agitar el brazo. Ignoraba que la llamada zombi le estaría esperando en Orient Point, pues aún no sabía que al señor Cole le habían retirado el carné de conducir. A Eddie le había enojado que su padre no le hubiera permitido conducir durante el trayecto a New London, aduciendo que el tráfico con el que se encontrarían era "diferente del de Exeter". Eddie veía aún a su padre en la orilla de Connecticut, cada vez más alejada. Minty se había dado la vuelta y tenía la cabeza entre las manos. Estaba llorando


¿Qué significaba eso de que la señora Cole era una zombi? Eddie había esperado que fuese como su madre, o como las numerosas esposas de los profesores, en absoluto memorables, en las que se compendiaba casi todo lo que sabía acerca de las mujeres. Con un poco de suerte, tal vez la señora Cole tuviera algo de lo que Dot O'Hare llamaba "carácter bohemio", aunque Eddie no se atrevía a esperar encontrarse con una mujer que, con sólo verla, causara un placer como el que la señora Havelock proporcionaba


En 1958, los sobacos peludos y los pechos oscilantes de la señora Havelock eran lo único que ocupaba la mente de Eddie O'Hare cuando pensaba en mujeres. En cuanto a las chicas de su edad, no había tenido éxito con ellas, y además le aterraban. Como era hijo de un profesor, las escasas chicas con las que había salido eran de la población de Exeter, a las que conocía de la época en que iba a la escuela media elemental. Ahora aquellas muchachas habían crecido y, en general, se mostraban cautas con los chicos del pueblo que iban al centro Phillips. Era comprensible que esperasen ser tratadas con aires de superioridad


Los fines de semana, cuando había baile en Exeter, las chicas que no eran del pueblo le parecían a Eddie inabordables. Llegaban en trenes y autobuses, a menudo de otros centros o de ciudades como Boston y Nueva York. Vestían mucho mejor y parecían más femeninas que la mayoría de las esposas de profesores, con excepción de la señora Havelock


Antes de abandonar Exeter, Eddie había hojeado las páginas del anuario de 1953 en busca de las fotos de Thomas y Timothy Cole. Aquél era el último anuario en el que aparecían. Lo que vio allí le intimidó mucho. Aquellos chicos no habían pertenecido a un solo club sino que Thomas figuraba en los equipos juveniles de fútbol y hockey, y Timothy, a poca distancia de su hermano, aparecía en las fotos de los equipos cadetes de fútbol y hockey. El hecho de que supieran dar puntapiés al balón y patinar no era lo que había intimidado a Eddie, sino la gran cantidad de instantáneas, a lo largo del anuario, en las que aparecían los muchachos: estaban en las numerosas fotografías reveladoras que contiene un anuario, en todas las fotos en que los alumnos evidencian que se están divirtiendo. Thomas y Timothy siempre daban la impresión de que se lo pasaban en grande. Eddie se dio cuenta de que habían sido felices


Luchando con un montón de chicos en el "cuarto de las colillas" de la residencia (el salón de fumadores), haciendo el payaso con unas muletas, posando con palas quitanieves o jugando a las cartas, Thomas a menudo con un cigarrillo colgando de la comisura de su bonita boca. Y en el baile de fin de semana que organizaba la escuela, los hermanos Cole aparecían al lado de las chicas más guapas. En una foto, Timothy no bailaba sino que abrazaba a su pareja; en otra, Thomas besaba a una chica: estaban al aire libre, un día frío, con nieve, ambos con abrigos de pelo de camello, y Thomas atraía hacia sí a la chica tirando de la bufanda que ella llevaba alrededor del cuello. ¡Aquellos muchachos habían sido muy populares! (Y entonces se habían muerto.)


El transbordador pasó ante lo que parecía un astillero; algunas embarcaciones estaban en un dique seco y otras flotaban en el agua. Mientras el buque se alejaba de tierra, dejó atrás uno o dos faros. Mar adentro disminuyeron los veleros. El día había sido cálido y calinoso en tierra, incluso a primera hora de la mañana, cuando Eddie salió de Exeter, pero, en el mar, el viento del nordeste era frío y las nubes dejaban ver el sol y lo ocultaban a intervalos


En la cubierta superior, todavía cargado con la pesada bolsa de lona y la maleta más pequeña y ligera, por no, mencionar el regalo para la niña ya estropeado, Eddie reorganizó el equipaje. El envoltorio del regalo se estropearía aún más cuando lo metiera en el fondo de la bolsa, pero por lo menos no tendría que llevarlo bajo el mentón. Además, debía abrigarse los pies: se había puesto los zapatos sin calcetines, y ahora tenía los pies fríos. También sacó una sudadera para ponérsela sobre la camisa. Sólo entonces, aquel primer día fuera de la escuela, se dio cuenta de que tanto la camiseta como la sudadera llevaban estampado el nombre de "Exeter". Azorado por lo que le parecía una publicidad desvergonzada de su reverenciado centro docente, Eddie se puso la sudadera del revés. Ahora comprendía por qué algunos alumnos mayores tenían la costumbre de llevar las sudaderas del revés. La comprensión recién adquirida de esa distinguida moda le indicó que estaba preparado para encontrarse con el llamado mundo real, siempre que existiera realmente un mundo real donde lo mejor que podrían hacer los exonianos sería dejar atrás sus experiencias de Exeter (o volverlas del revés)


El hecho de llevar tejanos, en vez de los pantalones caqui que su madre le había aconsejado, pues los consideraba más "apropiados", le infundía ánimos. No obstante, aunque Ted Cole había escrito a Minty diciéndole que no hacía falta que el chico llevara consigo chaqueta y corbata, pues el trabajo veraniego de Eddie no requería lo que Ted llama el "uniforme de Exeter", su padre había insistido en que llevara un par de camisas de vestir, corbatas y lo que Minty llamaba una chaqueta deportiva "para todo uso"


Al abrir la bolsa para guardar el regalo, Eddie reparó en el grueso sobre que su padre le había dado sin ninguna explicación, algo extraño de por sí, pues su padre solía explicárselo todo. El sobre tenía estampada en relieve la dirección del centro Phillips de Exeter y el apellido O'Hare escrito con la pulcra caligrafía de su padre. Contenía los nombres y direcciones de todos los exonianos que vivían en los Hamptons. Ésa era la idea que tenía el señor O'Hare de lo que significaba estar preparado para una emergencia: ¡uno siempre podía solicitar ayuda a un ex alumno de Exeter! A Eddie le bastó dar un vistazo para cerciorarse de que no conocía a ninguna de aquellas personas. Había seis nombres con direcciones de Southampton, la mayoría ex alumnos que se habían graduado en los años treinta y cuarenta. Un viejo, que se había graduado en el curso de1919, sin duda estaba jubilado y probablemente era demasiado anciano para recordar que había estudiado en Exeter. (En realidad, el hombre sólo tenía cincuenta y siete años.)


Había otros tres o cuatro exonianos en East Hampton, sólo un par en Bridgehampton y Sag Harbor, y uno o dos más en Amagansett, Water Mill y Sagaponack… Eddie sabía que los Cole vivían en esta última localidad. Estaba pasmado. ¿Acaso su padre no le conocía? A Eddie jamás se le habría ocurrido recurrir a aquellos desconocidos aunque se encontrara en el mayor apuro. ¡Exonianos!, estuvo a punto de exclamar


Eddie conocía a muchas familias de profesores en Exeter. En su mayoría, y pese a que nunca daban por sentadas las cualidades del centro, no exageraban más allá de lo razonable lo que significaba ser exoniano. Parecía muy injusto que, de improviso, su padre le provocara la sensación de que odiaba a Exeter. En realidad, el muchacho sabía que era afortunado por estudiar en aquella escuela. Dudaba de que hubiera podido cumplir con los requisitos de ingreso en el centro de no haber sido hijo de un profesor, y se sentía bastante bien adaptado entre sus compañeros…, todo lo adaptado que puede estar, en una escuela masculina, cualquier chico indiferente a los deportes. Y además, dado el terror que le inspiraban a Eddie las chicas de su edad, le satisfacía estudiar en una escuela masculina


Por ejemplo, cuando se masturbaba hacía uso cuidadoso de las toallas, que luego lavaba y colgaba en su lugar en el baño familiar. Tampoco arrugaba jamás las páginas de los catálogos de venta por correo de su madre, catálogos cuyos diversos modelos de ropa interior femenina le proporcionaban todo el estímulo visual que necesitaba. (Las imágenes que más le excitaban eran las de mujeres maduras con faja.) Sin los catálogos, también se había masturbado briosamente en la oscuridad: le parecía notar en la punta de la lengua el sabor salobre de las velludas axilas de la señora Havelock, y las mullidas y ondulantes almohadas en las que descansaba la cabeza y le inducían al sueño eran los pesados senos de la mujer, con quien soñaba a menudo. (Sin duda la señora Havelock había prestado ese valioso servicio a innumerables exonianos que pasaron por la escuela cuando ella estaba en la flor de la vida.)


Pero ¿en qué sentido era la señora Cole una zombi? Eddie miraba al conductor del camión de almejas, quien se estaba comiendo un bocadillo de frankfurt regado con cerveza. Aunque el chico tenía hambre, pues no había comido nada desde el desayuno, debido a la ligera oscilación lateral del barco y al olor del combustible no le apetecía ingerir ningún alimento o bebida. De vez en cuando, la cubierta se estremecía y todo el barco se balanceaba, y a ello se añadía la circunstancia de que Eddie estaba sentado de cara al viento que acarreaba el humo de la chimenea. Empezó a marearse un poco. Se sintió mejor al deambular por la cubierta, y la mejoría fue definitiva cuando encontró un cubo de basura y aprovechó la ocasión para arrojar allí el sobre que le había dado su padre con los nombres y direcciones de todos los exonianos que vivían en los Hamptons


Entonces Eddie hizo algo que le llevó a sentirse sólo un poco avergonzado de sí mismo. Se dirigió al conductor del camión de almejas, que estaba sentado, haciendo una digestión penosa, y con un aplomo notable le pidió excusas por el comportamiento de su padre. El camionero reprimió un eructo


– No te lo tomes a pecho, chico -le dijo el hombre-. Todos tenemos padres


– Claro -replicó Eddie


– Además, lo más probable es que esté preocupado por ti -filosofó el camionero-. Como no soy ayudante de escritor, eso no me parece nada fácil. No acabo de entender qué es lo que tienes que hacer


– Yo tampoco -le confesó Eddie


– ¿Quieres cerveza? -le ofreció el camionero, pero Eddie rehusó cortésmente. Ahora que se sentía mejor, no quería volver a marearse


Para Eddie no había ninguna mujer ni muchacha que llamara la atención en la cubierta superior, pero al parecer el camionero no compartía su opinión, pues se puso a pasear por el barco mirando a todas las mujeres y muchachas sin excepción. Dos chicas que habían subido al transbordador en coche no paraban de hablar de sus cosas, y a pesar de que sólo tenían uno o dos años más que Eddie, o quizá su misma edad, era evidente que le consideraban demasiado joven para ellas. Eddie las miró una sola vez


Una pareja europea se acercó a Eddie para pedirle en un inglés con fuerte acento extranjero que les hiciera una foto en la popa. Le dijeron que estaban en luna de miel. Eddie les complació encantado, y sólo después se le ocurrió pensar que, como la mujer era europea, tal vez no tendría los sobacos depilados. Pero llevaba una chaqueta de manga larga. El muchacho tampoco había podido discernir si llevaba sostén


Regresó al lado de la pesada bolsa de lona y la maleta más pequeña. Ésta sólo contenía las camisas de vestir, las corbatas y la chaqueta "para todo uso". Pesaba muy poco, pero su madre le había dicho que de esa manera las prendas "buenas", como ella las llamaba, llegarían a su destino sin arrugas. (Su madre le había hecho la maleta.) En la bolsa de lona estaba todo lo demás, las prendas que él quería llevar, sus cuadernos de notas y algunos libros que el señor Bennett, que era con mucho su profesor de inglés preferido, le había recomendado


Eddie no había incluido en su equipaje las obras completas de Ted Cole. Las había leído y, por lo tanto, ¿qué necesidad tenía de cargar con ellas? Las únicas excepciones eran el ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes que poseía la familia O'Hare (el padre de Eddie había insistido en que le pidiera al señor Cole que se lo firmara) y el título que, entre los libros infantiles de Ted, era su favorito. Al igual que Ruth, Eddie tenía una obra favorita que no era la del famoso ratón. La preferida de Eddie se titulaba La puerta en el suelo, un texto que le asustaba de veras. No había examinado con suficiente atención la fecha de publicación para darse cuenta de que La puerta en el suelo era el primer libro que Ted Cole había publicado tras la muerte de sus hijos. Sólo él sabía hasta qué punto le había resultado penoso escribir ese libro, y desde luego reflejaba un poco el horror que Ted vivía en aquellos días


Si el editor de Ted no se hubiera compadecido de él por lo que les había sucedido a sus hijos, es posible que hubiera rechazado el libro. La postura negativa de los críticos fue casi unánime, pero el libro se vendió tan bien como los demás libros de Ted, cuya popularidad parecía imparable. La misma Dot O'Hare había comentado que leer aquel libro en voz alta a cualquier niño sería un acto de indecencia que bordearía el maltrato, pero a Eddie le encantó La puerta en el suelo, relato hasta tal punto reprensible que llegó a convertirse en una especie de obra de culto en los campus universitarios


Durante la travesía, Eddie echó un vistazo a El ratón que se arrastra entre las paredes. Lo había leído tantas veces que no volvió a leer una sola palabra y se limitó a mirar las ilustraciones, las cuales le gustaban más que a la mayoría de los críticos. Lo mejor que éstos decían de ellas era que "realzaban" el texto o que no eran "inoportunas". Los comentarios solían ser negativos, aunque no demasiado. (Por ejemplo: "Aunque las ilustraciones no restan valor al relato, le añaden poca cosa. Uno se queda esperando que la próxima vez sean mejores".) Sin embargo, a Eddie le gustaban


El monstruo imaginario se arrastraba entre las paredes. Allí estaba, sin patas delanteras ni traseras, impulsándose con los dientes, avanzando sobre su pelaje. Mejor todavía era la ilustración del espeluznante vestido en el armario de mamá, el vestido que cobraba vida e intentaba bajar del colgador. Era un vestido por cuya parte inferior sobresalía un solo pie, descalzo, mientras que de una manga salía, contorsionándose, una mano con su muñeca. Lo más turbador de todo era que el contorno de un solo seno parecía hinchar el vestido, como si una mujer (o sólo algunos de sus miembros) se estuviera formando en el interior del vestido


No había el dibujo consolador de un ratón auténtico entre las paredes. La última ilustración mostraba al más pequeño de los dos chicos despierto en la cama y asustado por el ruido que se aproximaba. El chico golpea la pared con la manita, para que el ratón se escabulla, pero el animal no sólo no lo hace sino que es desproporcionadamente enorme, no sólo mayor que los dos chicos juntos, sino mayor que la cabecera de la cama, mayor que la cama entera, incluida la cabecera


En cuanto al libro de Ted Cole que Eddie prefería, lo sacó de la bolsa de lona y volvió a leerlo antes de que el transbordador atracara. El relato La puerta en el suelo nunca sería uno de los favoritos de Ruth. Su padre no se lo había contado, y habrían de transcurrir unos años antes de que la niña fuese lo bastante mayor para leerlo por sí misma. Y entonces lo detestaría


Había una ilustración sin ningún disimulo, pero efectuada con buen gusto, de un bebé aún no nacido en el útero de su madre. El relato empezaba así:


"Érase un niño que no sabía si deseaba nacer. Su mamá tampoco sabía si deseaba que naciera


"El motivo era que vivían en una choza, en el bosque de una isla situada en medio de un lago, y no había nadie más a su alrededor. Y, en el suelo de la choza, había una puerta


"Al niño le asustaba lo que había bajo la puerta en el suelo, y a su mamá también le asustaba. Una vez, mucho tiempo atrás, otros niños habían visitado la choza, en Navidad, pero esos niños abrieron la puerta del suelo, desaparecieron en la cavidad que había debajo de la choza y todos sus regalos desaparecieron con ellos


"En cierta ocasión, la mamá intentó buscar a los niños, pero cuando abrió la puerta que había en el suelo, oyó un ruido tan espantoso que el cabello se le volvió completamente blanco, como el de un fantasma. Y notó un olor tan terrible que la piel se le arrugó como la de una uva pasa. Tuvo que transcurrir un año entero antes de que la piel de la mamá volviera a estar suave y las canas desaparecieran. Y, al abrir la puerta del suelo, la mamá también había visto cosas horribles que no quería volver a ver jamás, como, por ejemplo, una serpiente capaz de volverse tan pequeña como para poder deslizarse por la ranura entre la puerta y el suelo, incluso cuando la puerta estaba cerrada, y después volverse de nuevo tan grande que podría llevar la choza sobre el lomo, como si la serpiente fuese un caracol gigante y la choza su concha". (Esa ilustración le había provocado una pesadilla a Eddie O'Hare, ¡no cuando era niño, sino a los dieciséis años!)


"Las demás cosas que había debajo de esa puerta eran tan horribles que uno sólo podía imaginarlas." (Había también una ilustración indescriptible de aquellas cosas horribles.)


"Y por eso la mamá se preguntaba si quería tener un hijito en una cabaña que estaba en el bosque de una isla en medio de un lago, y sin nadie más a su alrededor, pero especialmente por todo lo que podría haber bajo la puerta del suelo. Entonces se dijo: "¿Por qué no? ¡Le diré que no abra la puerta que hay en el suelo!"


"Bueno, decir eso es fácil para una mamá, pero ¿y el pequeño? Éste todavía no sabía si quería nacer en un mundo donde había una puerta en el suelo y nadie más alrededor. No obstante, también había ciertas cosas hermosas en el bosque, en la isla y en el lago." (Aquí había una ilustración de un búho y de los patos que nadaban hacia la orilla de la isla, y en las aguas tranquilas del lago un par de somorgujos se hacían carantoñas.)


"¿Por qué no aventurarse?", pensó el niño. Y entonces nació y fue muy feliz. Su mamá también volvía a ser feliz, aunque decía a su pequeño por lo menos una vez al día: "¡No se te ocurra abrir nunca, jamás de los jamases, la puerta en el suelo!". Pero él, naturalmente, sólo era un chiquillo. Si tú fueses ese niño, ¿no querrías abrir aquella puerta en el suelo?"


Y ése, se dijo Eddie O'Hare, era el fin del relato, sin darse cuenta de que, en el relato auténtico, el niño era una niñita. Se llamaba Ruth y su mamá no era feliz. Había en el suelo otra clase de puerta de la que Eddie no tenía noticia todavía


El transbordador dejó atrás Plum Gut. Ahora Orient Point estaba claramente a la vista


Eddie contempló las fotos de Ted Cole en las sobrecubiertas de sus libros. La foto del autor en La puerta en el suelo era más reciente que la de El ratón que se arrastra entre las paredes. En las dos el señor Cole le pareció a Eddie un hombre apuesto, y el muchacho de dieciséis años se dijo que, a la avanzada edad de cuarenta y cinco, un hombre aún podía conmover los corazones y las mentes de las señoras. Sin duda un hombre como aquél destacaría entre cualquier multitud en Orient Point. Eddie no sabía que debería haber esperado encontrarse con Marion


Una vez el transbordador atracó en el muelle, desde la atalaya de la cubierta Eddie examinó a las personas allí reunidas, un grupo en absoluto impresionante. No había ningún hombre identificable por las elegantes fotos de las sobrecubiertas. "¡Se ha olvidado de mí!", pensó Eddie, y por alguna razón la ausencia le hizo pensar con rencor en su padre: ¡para eso servía ser exoniense!


Sin embargo, desde cubierta, Eddie vio a una guapa mujer que saludaba agitando el brazo a alguno de los pasajeros que estaban a bordo, y supuso que el destinatario de su saludo debía de ser un hombre. La mujer era tan espléndida que a Eddie le costaba seguir buscando a Ted. Su mirada volvía constantemente a ella: con aquella agitación del brazo, era como si la mujer estuviera conjurando una tormenta. (Por el rabillo del ojo Eddie vio que un conductor se desviaba de la rampa al desembarcar y que el vehículo quedaba detenido en la arena pedregosa de la playa.)


Eddie fue uno de los últimos en desembarcar; llevaba la pesada bolsa de lona en una mano y la maleta más pequeña y ligera en la otra. Le asombraba ver que una mujer de belleza tan extraordinaria siguiera exactamente donde estaba cuando reparó en ella, y continuaba agitando el brazo. Se encontraba delante de él, y parecía saludarle. Eddie temió tropezar con ella. Estaba lo bastante cerca como para poder tocarla, percibía su olor, un olor exquisito, y de repente ella le tendió la mano y le tomó la maleta más pequeña y ligera


– Hola, Eddie -le dijo


Si él se moría un poco cada vez que su padre hablaba con desconocidos, ahora supo lo que significaba realmente morir: se había quedado sin aliento, no podía hablar


– Creía que no ibas a verme nunca -le dijo la hermosa mujer. Desde aquel instante, él no dejaría de verla jamás, la vería sin cesar en su mente, la vería cuando cerrase los ojos e intentara dormir. La mujer siempre estaría allí


– ¿La señora Cole? -logró susurrar.


– Llámame Marion-dijo ella


Eddie no pudo pronunciar su nombre. Cargado con la pesada bolsa, caminó tras ella en dirección al coche. ¿Qué más daba que llevara sujetador? De todos modos, él había reparado en sus pechos. Y el fino suéter de manga larga le impedía comprobar si se depilaba las axilas. ¿Qué importaba eso? El áspero vello de los sobacos de la señora Havelock, que tanto le había atraído, por no mencionar sus tetas caídas, habían retrocedido al pasado lejano. Sólo se sentía un tanto azorado porque una persona tan corriente como la señora Havelock hubiera estimulado su deseo


Cuando llegaron al coche, un Mercedes-Benz que tenía el color rojo polvoriento de un tomate sin lavar, Marion le ofreció las llaves


– Sabes conducir, ¿verdad? -le dijo. Eddie aún no podía hablar-. Conozco a los chicos de tu edad y sé que os gusta conducir siempre que tenéis oportunidad, ¿no es cierto?


– Sí, señora


– Marion -repitió ella


– Esperaba al señor Cole -le explicó Eddie.


– Llámale Ted


Ésas no eran las reglas de Exeter. En la escuela, y por extensión en su familia, puesto que la atmósfera de la escuela le había rodeado desde su infancia, era preciso tratar a todo el mundo de "señor" y "señora". Allí lo correcto era decir el señor Fulano y la señora Mengano. Aquí le pedían que dijera simplemente Ted y Marion. Era otro mundo, desde luego


Cuando se acomodó en el asiento del conductor, comprobó que el acelerador, el freno y el embrague se encontraban a la distancia perfecta, lo cual corroboraba que Marion y él tenían la misma estatura. Sin embargo, la emoción de este descubrimiento quedó moderada de inmediato por la conciencia de su gran erección: el pene, ostensiblemente enhiesto, rozaba la parte inferior del volante. Y entonces el conductor del camión de almejas pasó lentamente por su lado y, naturalmente, también se fijó en Marion


– ¡Buen trabajo si lo consigues, muchacho! -le gritó. Cuando Eddie hizo girar la llave de encendido, el Mercedes respondió con un ronroneo. Miró disimuladamente a Marion y vio que ella le estaba observando de una manera que le era tan desconocida como su coche


– No sé adónde vamos -le confesó


– Tú conduce -le dijo Marion-. Ya te daré todas las instrucciones que necesites

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