El primer matrimonio de Ruth

Allan Albright y Ruth Cole se casaron el fin de semana de Acción de Gracias, que pasaron en la casa que Ruth tenía en Vermont. Hannah, junto con uno de sus novios detestables, pasó allí todo el fin de semana, lo mismo que Eddie O'Hare, quien fue el encargado de entregar la novia al novio. (Hannah fue la dama de honor de Ruth.) Con la ayuda de Minty, Eddie había localizado aquel pasaje de George Eliot sobre el matrimonio, pues Ruth quería que Hannah lo leyera durante la ceremonia. Por supuesto, Minty no se resistió a pronunciar un discursito sobre su éxito en la localización del pasaje


– Mira, Edward -informó Minty a su hijo-, un pasaje de esta clase, que es una recapitulación, tanto en su contenido como en su tono, ha de ser el párrafo inicial de un capítulo o, más probablemente, un pasaje final. Y como sugiere una finalidad más profunda, es más lógico que se encuentre hacia el final de un libro que cerca del principio


– Comprendo -dijo Eddie-. ¿De qué libro es la cita?


– El dejo de ironía lo revela -respondió Minty-. Eso y su carácter agridulce. Es como una pastoral, pero no sólo eso.


– ¿De qué novela se trata, papá? -preguntó Eddie a su padre.


– Hombre, Edward, es Adam Bede -informó a su hijo el viejo profesor de inglés-. Y es muy apropiado para la boda de tu amiga, que se celebra en noviembre, el mismo mes en que Adam Bede se casó con Dinah… “una mañana en que el suelo estaba cubierto de escarcha, cuando noviembre se despedía" -citó Minty de memoria-. Eso es de la primera frase del último capítulo, sin contar el epílogo -añadió el profesor


Eddie se sentía exhausto, pero había identificado el pasaje, como le pidió Ruth que hiciera


En la boda de Ruth, Hannah leyó el texto de George Eliot sin demasiada convicción, pero esas palabras estaban llenas de vida para Ruth


– "¿Existe algo más admirable para dos almas que la sensación de unirse para siempre, de fortalecerse mutuamente en toda dura tarea, de apoyarse la una en la otra en los momentos de aflicción, de auxiliarse en el sufrimiento, de entregarse como un solo ser a los silenciosos e inefables recuerdos en el momento de la última partida?"


Ruth se preguntó si, en efecto, existía algo más admirable. Pensó que tan sólo empezaba a amar a Allan, pero creía que ya le amaba más de lo que nunca había amado a nadie, excepto a su padre


La ceremonia civil, presidida por un juez de paz de la localidad, tuvo lugar en la librería predilecta de Ruth en Manchester, estado de Vermont. Los libreros, un matrimonio con el que Ruth tenía una antigua amistad, fueron tan amables de cerrar su establecimiento durante un par de horas en uno de los fines de semana más comerciales del año. Después de la boda, la tienda abrió sus puertas como de costumbre, pero el número de compradores de libros que esperaban a que les atendiesen era inferior al esperado y entre ellos había algunos curiosos. Cuando la nueva señora Albright (un apellido por el que nunca llamarían a Ruth Cole) salió de la tienda cogida del brazo de Allan, desvió la mirada de los espectadores


– Si hay periodistas, me encargaré de ellos -le susurró Hannah a Ruth


Eddie miraba a su alrededor, en busca de Marion


– ¿Está aquí? ¿La has visto? -le preguntó Ruth, pero Eddie se limitó a sacudir la cabeza


Ruth también buscaba a otra persona. Esperaba a medias que la ex esposa de Allan se presentara, aunque él se había burlado de sus temores. Las discusiones por la custodia de los hijos entre Allan y su ex mujer habían sido muy ásperas, pero el divorcio fue el resultado de una decisión conjunta. Según él, su ex esposa no tendía por naturaleza al hostigamiento


Aquel fin de semana, tan ajetreado por la celebración del Día de Acción de Gracias, tuvieron que estacionar el coche a cierta distancia de la librería. Al pasar ante una pizzería y una tienda de velas decorativas, Ruth se percató de que los seguían. A pesar de que el novio granuja de Hannah tenía pinta de guardaespaldas, alguien seguía a los novios y su pequeño séquito. Allan tomó a Ruth del brazo y apretaron el paso por la acera. Ya estaban cerca del aparcamiento. Hannah volvía la cabeza una y otra vez para mirar a la anciana que los seguía, pero la mujer no era una persona que se dejara amedrentar con la mirada


– No es periodista -dijo Hannah


– A la mierda con ella, sólo es una vieja -comentó el novio granuja de Hannah


– Yo me ocuparé de esto -se ofreció Eddie O'Hare. Pero la mujer era inmune a los encantos de Eddie


– No quiero hablar con usted, sino con ella -le dijo la anciana, señalando a Ruth


– Oiga, señora, hoy es el día más importante de su vida -intervino Hannah-. Lárguese de una vez


Allan y Ruth se detuvieron y miraron a la mujer, la cual estaba sin aliento por haberse apresurado tras ellos


– No es mi ex mujer -susurró Allan, pero Ruth sabía eso con tanta certeza como sabía que la anciana no era su madre.


– Quería verle la cara -le dijo la mujer a Ruth


A su manera, la vieja dama tenía un aspecto tan anodino como el asesino de Rooie. No era más que otra anciana que había dejado de cuidar su aspecto. Y al pensar tal cosa, incluso antes de que la mujer hablara de nuevo, Ruth supo de repente quién era. ¿Quién sino una viuda por el resto de su vida tendería a abandonarse de aquel modo?


– Bueno, ahora ya me ha visto la cara más quiere? -le dijo Ruth-.


– Quiero volver a verle la cara cuando también usted se quede viuda -dijo la anciana, enojada-. No deseo otra cosa.


– Oiga, señora, cuando ella se quede viuda usted habrá muerto -le espetó Hannah-. Por su aspecto se diría que ya está agonizando


Hannah tomó el brazo de Ruth que le sujetaba Allan y, separándola de él, la encaminó hacia el coche


– Vamos, cariño… ¡Es el día de tu boda!


Allan dirigió una mirada breve y furibunda a la mujer, y después siguió a Ruth y Hannah. El novio granuja de Hannah, aunque parecía un hombre duro, en realidad era temeroso e ineficaz. Caminaba arrastrando los pies y miraba a Eddie


Y Eddie O'Hare, quien nunca había conocido a una mujer mayor que se resistiera a su encanto, pensó que podía utilizarlo de nuevo con la viuda airada, la cual miraba fijamente a Ruth como si quisiera grabar la escena en su memoria


– ¿No le parece que las bodas son sagradas, o que deberían serlo? -le preguntó Eddie-. ¿No figuran entre esos días que recordaremos durante toda la vida?


– ¡Sí, ya lo creo! -replicó la anciana viuda con vehemencia-. Sin duda recordará este día. Cuando su marido muera, lo recordará más de lo que quisiera. ¡No pasa una sola hora sin que recuerde el día de mi boda!


– Comprendo -dijo Eddie-. ¿Me permite que la acompañe a su coche?


– No, gracias, joven -replicó la viuda


Derrotado por la intransigencia de la mujer, Eddie dio media vuelta y se apresuró a reunirse con el grupo. Todos ellos apretaban el paso, tal vez debido al desapacible tiempo de noviembre


Celebraron el acontecimiento con una cena. Asistieron los libreros y Kevin Merton, el administrador de Ruth, con su esposa. Allan y Ruth no habían previsto irse de luna de miel. En cuanto a los nuevos planes de la pareja, Ruth le había dicho a Hannah que probablemente pasarían más tiempo en la casa de Sagaponack que en Vermont. Finalmente tendrían que elegir entre Long Island y Nueva Inglaterra, y Ruth opinaba que este último estado sería el mejor lugar para vivir cuando tuvieran un hijo. (Cuando el niño alcanzara la edad escolar, ella querría que estuvieran en Vermont.)


– ¿Y cuándo sabrás si vais a tener un hijo? -le preguntó Hannah a Ruth


– Lo sabré si me quedo embarazada o no -replicó Ruth.


– ¿Pero lo estáis intentando?


– Empezaremos a intentarlo después de Año Nuevo


– ¡Tan pronto! -exclamó Hannah-. Desde luego, no perdéis el tiempo


– Tengo treinta y seis años, Hannah. Ya he perdido suficiente tiempo


El fax de la casa de Vermont estuvo en funcionamiento durante todo el día de la boda, y Ruth abandonaba la mesa una y otra vez para echar un vistazo a los mensajes, que en general eran felicitaciones de sus editores extranjeros. Uno de los mensajes, muy cariñoso, era de Maarten y Sylvia, desde Amsterdam. (¡WIM ESTARÁ DESOLADO!, había escrito Sylvia.)


Ruth había pedido a Maarten que la mantuviera informada de cualquier novedad en el caso de la prostituta asesinada. La policía no hablaba del caso


En un fax anterior que Ruth había enviado a Maarten le preguntaba si aquella pobre prostituta tenía hijos. Pero en los diarios tampoco se decía nada acerca de una hija de la mujer asesinada


Ruth había tomado un avión y sobrevolado el océano, y ahora lo sucedido en Amsterdam prácticamente se había esfumado. Sólo en la oscuridad, cuando yacía despierta, Ruth notaba el roce de un vestido colgado o el olor a cuero del top guardado en el ropero de Rooie


– Cuando estés embarazada me lo dirás, ¿de acuerdo? -le pidió Hannah a Ruth mientras fregaban los platos-. No mantendrás eso en secreto, ¿eh?


– Yo no tengo secretos, Hannah -mintió Ruth


– Eres el mayor secreto que conozco -le dijo Hannah-. Me entero de lo que te ocurre de la misma manera que el resto del mundo. Tendré que esperar hasta que lea tu próximo libro


– Pero no escribo sobre mí, Hannah -le recordó Ruth.


– Eso es lo que tú dices


– Cuando esté embarazada, te lo diré, naturalmente -dijo Ruth, cambiando de tema-. Serás la primera en saberlo, después de Allan


Aquella noche, al acostarse, Ruth no se sintió del todo en paz consigo misma. Y, además, estaba rendida de cansancio.


– ¿Estás bien? -le preguntó Allan


– Muy bien.


– Pareces cansada.


– La verdad es que lo estoy -admitió ella


– No sé, de alguna manera pareces diferente -comentó Allan


– Bueno, me he casado contigo, Allan. Eso cambia un poco las cosas, ¿no?


A principios de 1991 Ruth quedaría embarazada, y eso también cambiaría un poco las cosas


– ¡Vaya, menuda rapidez! -observaría Hannah-. Dile a Allan, de mi parte, que no todos los hombres de su edad disparan todavía con munición real


Graham Cole Albright nació en Rutland, Vermont, el 3 de octubre de 1991, con un peso de tres kilos y medio. El nacimiento del niño coincidió con el primer aniversario de la reunificación alemana. Aunque no le gustaba nada conducir, Hannah llevó a Ruth al hospital. Había pasado con ella la última semana de su embarazo, porque Allan trabajaba en Nueva York y sólo regresaba a Vermont los fines de semana


Eran las dos de la madrugada cuando Hannah salió de la casa de Ruth en dirección al hospital de Rutland, un trayecto de unos cuarenta y cinco minutos. Hannah había telefoneado a Allan antes de salir. El bebé nació pasadas las diez de la mañana, y Allan llegó con tiempo más que suficiente para estar presente en el momento del parto


En cuanto al tocayo del bebé, Graham Greene, Allan comentó que confiaba en que su pequeño Graham nunca tuviera el conocido hábito del novelista de frecuentar burdeles. Ruth, que más de una vez se había quedado atascada cerca del final del primer volumen de La vida de Graham Greene, se sentía mucho más inquieta por otro de los hábitos de Greene, su inclinación a viajar a los lugares conflictivos del planeta en busca de experiencias de primera mano. Ruth no le deseaba semejante cosa a su pequeño Graham y ella, por su parte, tampoco volvería a buscar esa clase de experiencias. Al fin y al cabo, había sido testigo del asesinato de una prostituta a manos de su cliente, y al parecer el crimen había quedado impune


La novela que Ruth tenía entre manos se interrumpiría durante todo un año. Se trasladó con el niño a Sagaponack, lo cual significaba que Conchita Gómez sería la niñera de Graham. El traslado suponía también una mayor comodidad para Allan, quien ahora no tenía que hacer un viaje tan largo cada fin de semana. Podía tomar el autobús o el tren desde Nueva York a Bridgehampton y emplear la mitad del tiempo que requería ir en coche desde la ciudad a Vermont. Además, en el tren también podía trabajar


En Sagaponack, Allan usaba como despacho el que había sido cuarto de trabajo de Ted. Ruth decía que la habitación aún olía a tinta de calamar, o a topo de hocico estrellado en descomposición, o al revestimiento de positivos Polaroid. Aunque las fotografías habían desaparecido, Ruth afirmaba que también notaba su olor


Pero ¿qué podía oler, o percibir de cualquier otra manera, en su propio estudio, que estaba en el primer piso del granero, la pista de squash remodelada que Ruth había elegido como su lugar de trabajo? La escala y la trampilla habían sido sustituidas por un tramo de escaleras y una puerta normales. La calefacción de la pieza estaba instalada a lo largo del zócalo, y donde estuvo el punto muerto en la pared frontal de la pista de squash había ahora una ventana. Cuando la novelista tecleaba en su anticuada máquina de escribir o, como hacía más a menudo, escribía a mano en blocs de largas hojas amarillas y pautadas, nunca oía la reverberación que la pelota de squash solía producir al dar en la chapa reveladora. Y la T en la antigua pista, de la que aprendió a tomar posesión como si su vida dependiera de ello, estaba ahora cubierta por la moqueta y no podía verla


De vez en cuando le llegaba el olor de los gases de escape emitidos por los coches todavía aparcados en la planta del viejo granero, pero ese olor no la molestaba


– ¡Mira que llegas a ser rara! -le decía ¡A mí me daría miedo trabajar aquí!


Pero, por lo menos hasta que Graham fuese lo bastante mayor para acudir al jardín de infancia, la casa de Sagaponack sería adecuada tanto para Ruth como para Allan y Graham. Pasarían los veranos en Vermont, época en que los veraneantes invadían los Hamptons y en que a Allan no le importaba tanto el largo recorrido desde la ciudad y el regreso. (Había cuatro horas de viaje en coche desde Nueva York a la casa de Ruth en Vermont.) Entonces a Ruth le preocuparía que Allan recorriera una distancia tan larga de noche, pues había ciervos que cruzaban la calzada y conductores bebidos, pero estaba felizmente casada y, por primera vez, amaba el tipo de vida que llevaba


Como cualquier madre, sobre todo como cualquier madre de cierta edad, Ruth se preocupaba también por el bebé. La intensidad del amor que sentía hacia él la había tomado por sorpresa. Pero Graham era un niño sano y las inquietudes de Ruth no pasaban de ser un producto de su imaginación


De noche, por ejemplo, cuando creía que la respiración de Graham era extraña o diferente, o peor aún, cuando no le oía respirar, salía corriendo de su dormitorio e iba al cuarto del niño, el mismo que ella ocupó en su infancia. A menudo se acurrucaba en la alfombra al lado de la cuna. Guardaba en el armario de Graham una almohada y un edredón para tales ocasiones. Con frecuencia, por la mañana, Allan la encontraba tendida en el suelo de la habitación, profundamente dormida al lado del pequeño, que también dormía


Y cuando Graham dejó de dormir en la cuna y había crecido lo bastante para acostarse él solo, Ruth yacía en su dormitorio y oía las pisadas del niño que iba a su encuentro, exactamente igual que ella cruzaba el baño de niña, en dirección a la cama de su madre…, no, de su padre, con más frecuencia, excepto aquella noche memorable en que sorprendió a su madre con Eddie


La novelista pensaba que se había cerrado una etapa de su vida; todo un período había trazado un círculo completo, había un final y un comienzo. (Eddie O'Hare era el padrino de Graham, y Hannah la madrina…, una madrina más responsable y digna de confianza de lo que habría cabido esperar.)


Y aquellas noches en las que yacía acurrucada en el suelo del cuarto infantil, escuchando la respiración de su hijo, Ruth Cole se sentía agradecida por su buena suerte. El asesino de Rooie, quien oyó claramente el ruido de alguien que no quería hacer ruido, no la descubrió. Ruth pensaba a menudo en él y en la posibilidad de que tuviera el hábito de matar prostitutas. Se preguntaba si habría leído su novela, pues le vio coger el ejemplar de No apto para menores que ella había regalado a Rooie. Tal vez sólo había querido el libro para proteger entre sus páginas la foto Polaroid de Rooie


Durante aquellas noches, acurrucada en la alfombra junto a la cuna de Graham (más adelante al lado de su cama), Ruth examinaba el cuarto infantil débilmente iluminado por la luz piloto. Veía la familiar separación en la cortina de la ventana y, a través de la estrecha abertura, una franja de negrura nocturna, unas veces estrellada y otras veces, no


Normalmente, un impedimento en la respiración de Graham hacía que Ruth se levantara de la cama y examinara atentamente a su hijo dormido. Entonces miraba por la abertura de la cortina para ver si el hombre topo estaba donde en parte había esperado que estuviera: acurrucado en el saledizo, con varios de los téntaculos rosados del hocico en forma de estrella pegados al vidrio


El hombre topo nunca se encontraba allí, por supuesto, pero a veces Ruth se despertaba sobresaltada porque estaba segura de que le había oído jadear. (Sólo era Graham, que exhalaba un curioso suspiro al dormir.)


Entonces Ruth volvía a conciliar el sueño, a menudo preguntándose por qué no se presentaba su madre, ahora que su padre había muerto. ¿No quería ver al niño? ¡Por no mencionarla a ella!


Estos pensamientos la enojaban tanto que hacía un esfuerzo para dejar de interrogarse con respecto a su madre


Y como a menudo estaba a solas con Graham en la casa de Sagaponack, por lo menos las noches en que Allan se quedaba en la ciudad, había momentos en que la casa producía unos ruidos peculiares. Estaba el ruido del ratón que se arrastraba entre las paredes, el ruido como el de alguien que no quería hacer ruido y toda la gama de sonidos entre esos dos, el de la puerta que se abre en el suelo y la ausencia de ruido propia del hombre topo cuando contenía el aliento


Ruth sabía que el hombre topo estaba allá fuera, en alguna parte, y que todavía la esperaba. Para él, Ruth aún era una chiquilla. Mientras trataba de conciliar el sueño, Ruth veía los ojuelos vestigiales del hombre topo, aquellas muescas peludas en su peluda cara


En cuanto a la nueva novela de Ruth, también estaba a la espera. Un día la novelista dejaría de ser la madre de un niño pequeño y volvería a escribir. Hasta entonces sólo había escrito unas cien páginas de Mi último novio granuja. Aún no había llegado a la escena en que el novio persuade a la escritora de que paguen a una prostituta para que les permita mirarla mientras está con un cliente. Ruth todavía se estaba preparando para escribirla. Esa escena también la esperaba


El sargento Harry Hoekstra, antes hoofdagent o casi sargento Hoekstra, evitaba la tarea de ordenar su escritorio. Nunca había ordenado la mesa y no iba a hacerlo ahora, y en aquellos momentos de inacción se distraía contemplando los cambios que tenían lugar en la calle. La Warmoesstraat, así como el resto de las calles del barrio chino, había sufrido algunos cambios. El sargento Hoekstra era un agente callejero que esperaba ilusionado su jubilación anticipada, y sabía que muy pocas cosas escapaban a su atención


En otro tiempo, desde aquella ventana se veía la floristería Jemi, pero la habían trasladado a la esquina del Enge Kerksteeg. La Paella y un restaurante argentino llamado Tango seguían allí, pero la floristería Jemi había sido sustituida por el bar de Sanny. Si Harry hubiera sido tan vidente como muchos de sus colegas creían que era, podría haber adivinado el futuro lo suficiente para saber que, un año después de su jubilación, el bar de Sanny sería sustituido por un café que respondería al desdichado nombre de Pimpelmée. Pero ni siquiera los poderes de un buen policía se extendían hacia el futuro con semejante detallismo. Como tantos hombres que deciden retirarse pronto, Harry Hoekstra creía que la mayoría de los cambios producidos en el entorno de su trabajo no eran cambios a mejor


El año 1966 señala el comienzo de la llegada a Amsterdam de cantidades considerables de hachís. En los años setenta llegó la heroína. Los primeros introductores fueron los chinos, pero cuando finalizó la guerra de Vietnam los chinos perdieron el mercado de la heroína, que ahora estaba en manos del Triángulo de Oro, en el sudeste asiático. Muchas prostitutas drogadictas eran mensajeras que transportaban la heroína


Ahora, el Ministerio de Sanidad holandés tenía fichados a más del sesenta por ciento de los drogadictos, y había oficiales de policía holandeses destinados en Bangkok. Pero más del setenta por ciento de las prostitutas que trabajaban en el barrio chino eran emigrantes ilegales, un colectivo del que las autoridades carecían de datos


En cuanto a la cocaína, procedía de Colombia, vía Surinam, adonde llegaba en avionetas. A fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, los surinamitas la llevaron a Holanda. Las prostitutas de Surinam no habían planteado muchos problemas, y sus chulos sólo crearon algunas dificultades. El problema estribaba en la cocaína. Ahora los propios colombianos introducían la droga, pero las prostitutas colombianas tampoco eran problemáticas, y sus chulos planteaban incluso menos dificultades que los chulos de Surinam


En sus más de treinta y nueve años de servicio en el cuerpo policial de Amsterdam, treinta y cinco de ellos pasados en De Wallen, Harry Hoekstra sólo se había visto encañonado por un arma de fuego una vez. Max Perk, un macarra surinamita, le apuntó con su pistola, y Harry se apresuró a enseñarle a Max la suya. De haber habido un tiroteo al estilo del Oeste, Harry habría perdido, porque Max había desenfundado primero. Pero en este caso se trató de una mera exhibición de fuerza y Harry salió victorioso. El arma de Harry era una Walther de nueve milímetros


– Está hecha en Austria -explicó Harry al chulo de Surinam-. Los austríacos conocen de veras sus armas. Ésta te hará un agujero más grande que el que pueda hacerme la tuya, y no sólo eso, sino que es capaz de hacerte más agujeros en un abrir y cerrar de ojos


Tanto si esto era cierto como si no, Max Perk bajó su arma. Sin embargo, a pesar de las experiencias del sargento Hoekstra con los surinamitas, creía que el futuro inmediato iba a ser ciertamente peor. Las organizaciones criminales traían mujeres jóvenes del ex bloque soviético a Europa occidental. Millares de mujeres procedentes de Europa oriental trabajaban ahora contra su voluntad en los barrios chinos de Amsterdam, Bruselas, Francfort, Zurich, París y otras ciudades del occidente europeo. Los propietarios de clubes nocturnos, garitos de striptease, espectáculos de voyeurismo y burdeles solían comerciar con esas mujeres jóvenes


En cuanto a las dominicanas, colombianas, brasileñas y tailandesas, la mayoría de esas jóvenes sabían para qué iban a Amsterdam, entendían a qué iban a dedicarse. En cambio, las jóvenes de Europa oriental a menudo tenían la impresión de que trabajarían como camareras en restaurantes respetables. En sus países, antes de aceptar esas engañosas ofertas de empleo en Occidente, habían sido estudiantes, dependientas y amas de casa


Entre las recién llegadas a Amsterdan, las prostitutas de los escaparates eran las que se encontraban en mejor posición. Pero ahora las chicas que hacían la calle competían duramente con ellas. Todas estaban más desesperadas por trabajar. Las prostitutas a las que Harry conocía desde hacía mucho tiempo, o se retiraban o amenazaban con retirarse. Cierto que esa amenaza era frecuente en todas ellas. Era el suyo un negocio en el que, como decía Harry, "se pensaba a corto plazo". Las furcias siempre le decían que iban a dejarlo "el mes que viene" o "el año próximo", o, a veces, como una de ellas le dijo: "En fin, estoy pensando en tomarme libre el invierno"


Y ahora, más que nunca, muchas prostitutas le decían que habían tenido lo que ellas llamaban un momento de duda, lo cual significaba que habían franqueado la entrada a un hombre sospechoso


Ahora andaban por ahí muchos más hombres sospechosos que antes


El sargento Hoekstra recordaba a una muchacha rusa que aceptó lo que, con no poco eufemismo, llamaban un empleo de camarera en el Cabaret Antoine. En realidad se trataba de un burdel, cuyo propietario se apoderó enseguida del pasaporte de la chica rusa. Le dijeron que incluso si un cliente no quería usar preservativo, no podía negarse a hacer el amor con él, pues de lo contrario perdería el empleo. De todos modos, el pasaporte era falso, y la joven pronto encontró un cliente que pareció solidarizarse con ella, un hombre entrado en años, el cual le procuró un nuevo pasaporte falso. Pero por entonces tenía otro nombre (en el burdel la llamaban sencillamente Vratna, porque el nombre verdadero era demasiado difícil de pronunciar) y le retuvieron los dos primeros meses de "salario", dado que sus "deudas" con el burdel debían deducirse de sus ganancias. Tales deudas, según le dijeron, consistían en tarifas de agencia, impuestos, alimentación y alquiler


Poco antes de que el burdel fuese allanado por la policía, Vratna aceptó un préstamo de su cliente solidario. El hombre le pagó su parte del alquiler de una habitación con escaparate, que ella utilizó con otras dos chicas de Europa oriental, y así se convirtió en prostituta de escaparate. En cuanto al "préstamo", que Vratna nunca podría devolverle, su aparente protector se convirtió en su cliente más privilegiado, y la visitaba con frecuencia. Naturalmente, ella no le cobraba. De hecho, el hombre se convirtió en su chulo sin que la chica se diese cuenta, y no tardó en darle la mitad de lo que sacaba de sus demás clientes. Como el sargento Hoekstra lo consideró más adelante, no era un cliente tan solidario


Se trataba de un ejecutivo jubilado que respondía al nombre de Paul de Vries y se había dedicado al proxenetismo con aquellas inmigrantes ilegales de Europa oriental como una especie de deporte y pasatiempo: tirarse a mujeres jóvenes, primero pagando pero luego gratis. Y al final, claro, ellas le pagarían… ¡y él se las seguiría tirando!


Un día de Navidad por la mañana (una de las escasas y recientes Navidades que Harry no se había tomado libres), el policía recorrió en bicicleta las calles cubiertas de nieve de De Wallen. Quería ver si alguna de las prostitutas estaba trabajando. Tenía la idea, similar a la de Ruth Cole, de que con la nieve recién caída en una mañana navideña incluso el barrio chino parecería inmaculado. Pero Harry había hecho algo impropio de él y todavía más sentimental: había comprado unos sencillos regalos para las chicas que estuvieran trabajando en sus escaparates el día de Navidad. No era nada lujoso ni caro, sólo unos bombones, un pastel de frutas y no más de media docena de adornos para el árbol navideño


Harry sabía que Vratna era religiosa, o por lo menos la chica rusa le había dicho que lo era, y para ella, por si estaba trabajando, le había comprado un regalo algo más valioso. De todos modos sólo había pagado diez guilders por él en una joyería que vendía artículos de segunda mano. Se trataba de una cruz de Lorena que, según le había dicho la vendedora, tenía mucho éxito, sobre todo entre los jóvenes de gustos poco convencionales. (La cruz tenía dos travesaños, el superior más corto que el inferior.)


Había nevado con intensidad y en De Wallen apenas se veían huellas de pisadas. Algunas huellas rodeaban el urinario -que sólo podía ser usado por un hombre a la vez-, junto a la vieja iglesia, pero en la nieve del corto callejón donde trabajaba Vratna, el Oudekennissteeg, no había ninguna huella. Harry se sintió aliviado al ver que Vratna no estaba trabajando. Su escaparate estaba a oscuras, la cortina corrida, la luz roja apagada. Se disponía a seguir adelante, con la mochila de humildes regalos navideños a la espalda, cuando observó que la puerta de acceso a la habitación de Vratna no estaba bien cerrada. Algo de nieve había penetrado en el interior y le dificultaba a Harry el cierre de la puerta


No se había propuesto mirar dentro de la habitación, pero tenía que abrir más la puerta antes de poder cerrarla. Estaba apartando con el pie la nieve acumulada en el umbral (no era el mejor tiempo para llevar zapatillas deportivas), cuando vio que la joven pendía del cable de la lámpara fijada al techo. Como la puerta de la calle estaba abierta, el viento penetraba y hacía oscilar el cadáver. Harry entró y cerró la puerta para impedir que siguiera entrando el viento cargado de nieve


Se había ahorcado aquella mañana, probablemente poco después del amanecer. Tenía veintitrés años. Llevaba puestas sus viejas ropas, las que había llevado a Occidente para su nuevo trabajo de camarera. Puesto que no estaba vestida (es decir, casi desnuda) de prostituta, al principio Harry no la reconoció. Vratna también se había puesto todas sus joyas. Habría sido superfluo que Harry le hubiera regalado otra cruz, porque llevaba media docena de cruces y casi otros tantos crucifijos colgados del cuello


Harry no tocó a la joven, ni tampoco nada de lo que había en la habitación. Se limitó a observar que, a juzgar por las marcas en la piel de la garganta, por no mencionar los desperfectos causados en el yeso del techo, no debía de haberse asfixiado enseguida, sino que se había debatido durante un rato. En el piso de encima de la habitación de Vratna vivía un músico. En otras fechas, habría oído a la chica colgada (por lo menos la caída del yeso y el supuesto chirrido de la lámpara del techo), pero el músico se marchaba cada Navidad, al igual que solía hacer Harry


Camino de la comisaría para informar del suicidio, pues ya sabía que no se trataba de un asesinato, miró atrás una sola vez. En la nieve recién caída que cubría el Oudekennissteeg, las marcas de los neumáticos de su bicicleta era la única prueba de vida en la callejuela


Frente a la vieja iglesia sólo había una mujer en activo detrás de su escaparate, una de las negras gordas de Ghana, y Harry hizo un alto y le dio todos los regalos. La mujer se puso muy contenta al recibir los bombones y el pastel de frutas, pero le dijo que los adornos navideños no le servían para nada


Durante cierto tiempo Harry conservó la cruz de Lorena. Incluso compró una cadena para colgarla, aunque la cadena le costó más que la cruz. Entonces se la dio a una mujer con la que salía por entonces, pero cometió el error de contarle toda la historia. En ese aspecto de su trato con las mujeres, siempre metía la pata. Harry había creído que la mujer aceptaría la cruz y la historia como un cumplido. Al fin y al cabo, había estado realmente encariñado de la joven rusa. Aquella cruz de Lorena tenía cierto valor sentimental para él, pero a ninguna mujer le gusta llevar un adorno de bisutería barata o que ha sido comprado para otra, y no digamos para una inmigrante ilegal, una puta rusa que se había ahorcado en su lugar de trabajo


Aquella amiga de Harry le devolvió aquel regalo que carecía por completo de valor sentimental para ella. Harry no salía con ella ni con nadie, y no imaginaba que alguna vez se sentiría inclinado a regalar su cruz de Lorena a otra mujer, si es que llegaba a haberla


Harry Hoekstra nunca había tenido escasez de novias. El problema, si así podía considerarse, era que siempre tenía una u otra novia provisional. No era un libertinonunca engañaba a las chicas y siempre se relacionaba con una a la vez. Pero tanto si le dejaban como si era él quien lo hacía, lo cierto era que no le duraban


Ahora, remoloneando ante la mesa que debía limpiar, el sargento Hoekstra, de cincuenta y siete años y decidido a retirarse en otoño (tendría entonces cincuenta y ocho), se preguntó si siempre estaría "sin compromiso". Sin duda su actitud hacia las mujeres, y de éstas hacia él, se relacionaba, por lo menos en parte, con su trabajo. Y la razón, también por lo menos parcialmente, de que hubiera optado por adelantar la jubilación estribaba en su deseo de comprobar si esa suposición era cierta


Cuando empezó a trabajar como policía callejero tenía dieciocho años. A los cincuenta y ocho tendría a sus espaldas cuarenta años de servicio. Por supuesto, al sargento Hoekstra le correspondería una pensión algo menor que si esperaba hasta los sesenta y uno, la edad normal de jubilación, pero como era un hombre soltero y sin hijos no necesitaba una pensión más sustanciosa. Además, en la familia de Harry todos los hombres habían muerto bastante jóvenes


Aunque Harry gozaba de excelente salud, le preocupaba su predisposición genética. Quería viajar, quería intentar vivir en el campo. Había leído muchos libros de viajes, pero sus viajes habían sido escasos. Y si a Harry le gustaban los libros de viajes, las novelas le gustaban todavía más


Mientras miraba su escritorio, sin el menor deseo de abrir los cajones, el sargento Hoekstra pensaba que ya era hora de leer una novela de Ruth Cole. Debían de haber transcurrido cinco años desde que leyó No apto para menores. ¿Cuánto tiempo tardaba la autora en escribir una novela?


Harry había leído todas las novelas de Ruth en inglés, una lengua que conocía muy bien. En las calles de De Walletjes, "los pequeños muros", el inglés se estaba convirtiendo cada vez más en la lengua de las prostitutas y sus clientes, un inglés incorrecto era el nuevo lenguaje de De Wallen. (Un inglés incorrecto, pensaba Harry, sería la lengua del próximo mundo.) Y como un hombre cuya próxima vida comenzaría a los cincuenta y ocho años, el sargento Hoekstra, funcionario al que le faltaba poco para jubilarse, quería que su inglés fuese correcto


Las mujeres del sargento Hoekstra solían quejarse de la inconstancia con que se afeitaba. Al principio, el que no fuera en absoluto presumido podría resultarles atractivo a las mujeres, pero éstas, al final, tomaban el descuido de sus mejillas como un signo de su indiferencia hacia ellas. Cuando el pelo que le cubría la cara empezaba a tener aspecto de barba, se afeitaba. A Harry no le gustaban las barbas. Había temporadas en que se afeitaba en días alternos, mientras que en otras sólo lo hacía una vez a la semana. En otras ocasiones se levantaba en plena noche para afeitarse, de manera que la mujer con la que estaba viera a un hombre de aspecto diferente cuando se despertara por la mañana


Harry mostraba una indiferencia similar hacia la indumentaria. Su tarea consistía en andar, y por ello calzaba unas recias y cómodas zapatillas deportivas. En cuanto a pantalones, sólo necesitaba unos vaqueros. Tenía las piernas cortas y estevadas, el vientre liso y el inexistente trasero de un muchacho. De cintura para abajo su físico era muy parecido al de Ted Cole (compacto, totalmente funcional), pero la parte superior de su cuerpo estaba más desarrollada. Iba a un gimnasio todos los días y tenía el pecho redondeado de un levantador de pesas, pero como solía llevar camisas de manga larga y holgadas, un observador fortuito nunca sabría lo musculoso que era


Aquellas camisas eran las únicas prendas de color de su guardarropa. La mayoría de sus mujeres comentaban que eran demasiado llamativas, o por lo menos demasiado abigarradas. Él solía decir que le gustaban las camisas "con mucha historia estampada en ellas". Eran la clase de camisas que no se llevan con corbata, pero de todos modos Harry Hoekstra casi nunca se ponía corbata


Tampoco solía ponerse su uniforme de policía. En De Wallen todo el mundo le conocía tanto como a las prostitutas de escaparate más veteranas y llamativas. Recorría el barrio por lo menos durante dos o tres horas cada día o cada noche en que estaba de servicio


Encima de las camisas prefería ponerse cazadoras o alguna prenda que repeliera el agua, siempre de colores sólidos y oscuros. Para el tiempo frío, tenía una vieja chaqueta de cuero forrada de franela, pero todas sus chaquetas, lo mismo que las camisas, eran holgadas. No quería que la Walther de nueve milímetros, que llevaba en una pistolera, formara un bulto visible. Sólo si llovía mucho se ponía una gorra de béisbol. No le gustaban los sombreros y nunca usaba guantes. Una de las ex novias de Harry había calificado su manera de vestir como "básicamente de matón"


Tenía el cabello castaño oscuro, pero se le estaba volviendo gris, y a Harry le preocupaba tan poco como el afeitado. Primero lo había llevado demasiado corto, y después se lo dejó crecer demasiado


En cuanto al uniforme policial, Harry lo había llevado con mucha más frecuencia en los primeros cuatro años de servicio, cuando estaba destinado en la zona oeste de Amsterdan. Todavía tenía allí su piso, no porque fuese demasiado perezoso para mudarse, sino porque le gustaba el lujo de tener dos chimeneas en funcionamiento, una de ellas en el dormitorio. Sus lujos principales eran la leña y los libros. A Harry le encantaba leer al lado del fuego, y poseía tantos libros que mudarse a cualquier otra parte le habría supuesto una tarea ímproba. Además, iba al trabajo y volvía a casa en bicicleta, pues le gustaba que hubiera cierta distancia entre su residencia y De Wallen. Por muy familiarizado que estuviera con el barrio chino y por muy reconocible que fuese su figura en las calles atestadas (De Wallen constituía su verdadero despacho, "los pequeños muros" eran los bien conocidos cajones de su auténtico escritorio), Harry Hoekstra era un solitario


Las mujeres de Harry también se quejaban de su considerable tendencia a aislarse. Prefería leer un libro a escucharlas. Y en cuanto a hablar, Harry prefería encender el fuego, acostarse y contemplar la oscilación de la luz en las paredes y el techo. También le gustaba leer en la cama


Harry se preguntaba si sólo las mujeres que salían con él estaban celosas de los libros. Creía que ésa era su principal ridiculez. ¿Cómo podían estar celosas de los libros? Esto se le antojaba aún más ridículo en los casos de las mujeres a las que había conocido en librerías, y no eran pocas. A otras, aunque últimamente con menos frecuencia, las había conocido en el gimnasio


El gimnasio de Harry era el mismo local del Rokin adonde llevó a Ruth Cole su editor, Maarten Schouten. A los cincuenta y siete años, el sargento Hoekstra era un poco viejo para la mayoría de las mujeres que acudían allí. (Que las jóvenes veinteañeras le dijeran que estaba en una forma estupenda "para un hombre de su edad" nunca le alegraba la jornada.) Pero recientemente había salido con una de las mujeres que trabajaban en el gimnasio, una monitora de aerobic. Harry detestaba el aerobic. Él era estrictamente un levantador de pesas. El sargento Hoekstra caminaba en un día más de lo que la mayoría de la gente caminaba en una semana e incluso en un mes, e iba en bicicleta a todas partes. ¿Para qué necesitaba el aerobic?


La monitora había sido una mujer atractiva, al final de la treintena, pero tendía al celo misionero. Su incapacidad de convertir a Harry para que practicara el aerobic había herido sus sentimientos, y, que Harry recordara, a ninguna de sus mujeres le había molestado tanto como a ella su afición a la lectura. La monitora de aerobic no era lectora y, al igual que les sucedía a todas las demás mujeres con las que salía Harry, se negaba a creer que nunca hubiera hecho el amor con una prostituta. Sin duda había sentido por lo menos la tentación de hacerlo


"Tentado" lo estaba siempre, aunque cada año que pasaba la tentación disminuía. En sus casi cuarenta años de servicio también se había sentido "tentado" a matar un par de veces. Pero el sargento Hoekstra ni había matado a nadie ni se había acostado con ninguna prostituta


No obstante, era innegable que todas las novias de Harry se mostraban preocupadas por sus relaciones con aquellas mujeres de los escaparates y, en número creciente, de las calles. Harry era un hombre de las calles, lo cual había contribuido en gran medida a su afición a los libros y las chimeneas. Haber sido un hombre de las calles durante casi cuarenta años contribuyó de una manera definitiva a su deseo de vivir en el campo. Harry Hoekstra estaba harto de las ciudades, de cualquier ciudad


A una de las novias que había tenido Harry le gustaba leer tanto como a él, pero leía libros inadecuados. Entre las mujeres con las que Harry se acostaba, era también la más relacionada con el mundo de la prostitución. Era una abogada que trabajaba voluntariamente para una organización de prostitutas, una feminista liberal que confesó a Harry que se "identificaba" con las putas


La organización en pro de los derechos de las prostitutas se llamaba De Rode Draad (El Hilo Rojo). En la época en que Harry conoció a la abogada, El Hilo Rojo tenía una incómoda alianza con la policía. Al fin y al cabo, tanto a la policía como a El Hilo Rojo les preocupaba la seguridad de las prostitutas. Harry siempre pensó que esa alianza debería haber tenido más éxito del que tuvo


Pero, desde el comienzo, los miembros de la junta de El Hilo Rojo le irritaron: además de las prostitutas y ex prostitutas más militantes, estaban las mujeres (como su amiga abogada) que le parecían unas feministas nada prácticas y sólo se interesaban por convertir la organización en un movimiento emancipador de las prostitutas. Desde el principio Harry creyó que El Hilo Rojo debería interesarse menos por los manifiestos y más por proteger a las prostitutas de los peligros de su profesión. No obstante, él prefería las prostitutas y las feministas a los demás miembros de la junta, los sindicalistas y los "cazasubsidios", como los llamaba Harry


La abogada se llamaba Natasja Frederiks. Dos tercios de las mujeres que trabajaban para El Hilo Rojo eran prostitutas o lo habían sido, y, en sus reuniones, las que no lo eran, como Natasja, no estaban autorizadas a hablar. El Hilo Rojo pagaba sólo dos salarios y medio a cuatro personas, mientras que el resto de los miembros eran voluntarios. Harry también lo había sido


A finales de los años ochenta hubo más interacción entre la policía y El Hilo Rojo de la que había ahora. En primer lugar, la organización no había conseguido atraer a las prostitutas extranjeras, por no mencionar a las "ilegales", y apenas quedaban prostitutas holandesas en los escaparates o en las calles


Natasja Frederiks ya no trabajaba como voluntaria en El Hilo Rojo, pues también ella se había desilusionado. (Ahora Natasja se consideraba una "ex idealista".) Ella y Harry se conocieron en una de las reuniones que tenían lugar los jueves por la tarde para tratar de las prostitutas novatas. Harry creía que esas reuniones eran una buena idea


El policía se sentaba al fondo de la sala y nunca hablaba a menos que le interpelaran directamente. Lo presentaron a las prostitutas novatas como "uno de los miembros más solidarios de la fuerza policial" y, una vez abordados los temas habituales de la reunión, las veteranas alentaron a las chicas nuevas a que hablaran con él. En cuanto a los "temas habituales", con frecuencia una veterana explicaba a las bisoñas las situaciones en las que deberían tener cuidado. Una de las veteranas era Dolores de Ruiter, o Dolores la Roja, como Harry y todo el mundo en el barrio chino la conocía. Rooie Dolores era furcia en De Wallen y posteriormente en la Bergstraat desde mucho antes que Natasja Frederiks practicara la abogacía


Lo que Rooie siempre les decía a las chicas nuevas era que se asegurasen de que el cliente la tenía empalmada. No era ninguna broma


"Si el tipo está en la habitación contigo, quiero decir, en el instante en que pone el pie en la entrada, debe tenerla tiesa. De lo contrario -advertía Rooie a las jóvenes-, lo más seguro es que no vaya allí en busca de sexo. Y nunca cerréis los ojos -les prevenía siempre-. A algunos hombres les gusta que cerréis los ojos. No se os ocurra hacerlo."


En su relación con Natasja no hubo nada desagradable, ni siquiera decepcionante, pero lo que Harry recordaba con más viveza eran sus discusiones acerca de los libros. Natasja había nacido para discutir, algo que a Harry no le hacía ninguna gracia, pero disfrutaba con una novia que leía tanto como él, aunque no fuesen los libros adecuados. Natasja leía ensayos de gentes empeñadas en cambiar el mundo, soñadores de tendencia izquierdista, obras que en su mayor parte eran auténticos panfletos. Harry no creía en la posibilidad de cambiar el mundo y la naturaleza humana. Su trabajo consistía en comprender y aceptar el mundo existente. Le gustaba pensar que tal vez contribuía a dar al mundo un poco más de seguridad


Harry leía novelas porque encontraba en ellas las mejores descripciones de la naturaleza humana. Los novelistas de su gusto nunca insinuaban que la peor conducta humana fuese alterable. Tal vez desaprobaban moralmente a tal o cual personaje, pero como novelistas no se proponían cambiar el mundo. No eran más que narradores, la calidad de cuyos relatos superaba al término medio, y los buenos contaban historias acerca de personajes creíbles. Las novelas que a Harry le encantaban eran relatos sobre personas reales, entrelazados de una forma compleja


No le gustaban las novelas policíacas ni las llamadas de suspense. (O deducía el argumento demasiado pronto, o los personajes eran poco plausibles.) Nunca habría entrado en una librería para pedir que le mostraran los autores clásicos o la producción literaria más reciente, pero acabó leyendo novelas más "clásicas" y más "literarias" que de cualquier otra clase, aunque todas ellas eran novelas con una estructura narrativa bastante convencional


Le parecía bien que un libro fuese divertido, pero si el autor era sólo cómico, o meramente satírico, se sentía defraudado. Le gustaba el realismo social, pero no si el autor carecía por completo de imaginación, o si el relato no era lo bastante complejo para tenerle en vilo acerca de lo que iba a suceder a continuación. (Una novela acerca de una mujer divorciada que pasa un fin de semana en un hotel playero, donde ve al hombre con el que imagina que tiene una aventura pero no llega a tenerla y regresa a su casa sin que le haya sucedido nada…, este tipo de argumento no bastaba para satisfacer al sargento Hoekstra.)


Natasja Frederiks calificaba el gusto literario de Harry como "escapista", ¡pero él creía obstinadamente que era Natasja quien huía del mundo al enfrascarse en aquellos estúpidos ensayos, llenos de ociosos anhelos de cambiarlo!


Entre los novelistas contemporáneos, el preferido del sargento Hoekstra era Ruth Cole. Natasja y Harry habían discutido sobre Ruth Cole más que sobre cualquier otro autor. La abogada que había ofrecido voluntariamente sus servicios a El Hilo Rojo porque, según decía, se "identificaba" con las prostitutas, afirmaba que los relatos de Ruth Cole eran "demasiado extravagantes". La abogada que defendía los derechos de las prostitutas, pero a quien no le permitían hablar en las reuniones de la organización, decía que los argumentos de las novelas de Ruth Cole eran "demasiado inverosímiles". Más aún, a Natasja no le gustaban las tramas literarias. Según ella, el mundo real, ese mundo que con tanto empeño se proponía cambiar, carecía de una trama discernible


– Ruth Cole es más realista que tú -le dijo Harry


Rompieron la relación porque Natasia consideraba a Harry carente de ambición. Ni siquiera quería ser detective, y se conformaba con ser "tan sólo" un agente que hacía la ronda. Era cierto que Harry necesitaba estar en las calles. Cuando no deambulaba por su verdadero despacho al aire libre, no se sentía como un policía


En la misma planta donde Harry tenía su despacho oficial estaba la oficina de los detectives, una sala llena de ordenadores en la que los agentes pasaban mucho tiempo. El mejor amigo de Harry entre los detectives era Nico Jansen. Nico, a quien le gustaba bromear con Harry, solía decirle que el último asesinato de una prostituta en Amsterdam, el de Dolores de Ruiter en su habitación con escaparate de la Bergstraat, lo había resuelto su ordenador de la sala de informática de los detectives, pero Harry sabía que eso no era cierto


Harry sabía que el testigo misterioso era quien realmente había resuelto el asesinato de la prostituta. El análisis que Harry había efectuado del relato de ese testigo presencial y que, a fin de cuentas, había sido dirigido a Harry, fue lo que en última instancia indicó a Nico Jansen qué debía buscar en su tan valorado ordenador


Pero la discusión de los dos hombres fue amigable. El caso se resolvió y, como decía Nico, eso era lo principal. Sin embargo, aquel testigo seguía interesando a Harry, y no le hacía ninguna gracia que se hubiera escabullido. Lo más irritante de todo era que estaba absolutamente seguro de que la había visto, porque el testigo en cuestión era una mujer… ¡La había visto y sin embargo se le había escapado!


El cajón central de la mesa del sargento Hoekstra le animó a hacer algo, pues no contenía nada que éste debiera tirar. Había en él media docena de bolígrafos viejos y algunas llaves que ya no sabía de dónde eran, pero su sustituto podría satisfacer su curiosidad especulando con su posible uso. También había un utensilio que combinaba un abridor de botellas, un sacacorchos (incluso en una comisaría nunca había tales utensilios en número suficiente) y una cucharilla (no demasiado limpia, pero uno siempre podía limpiarla si era necesario). Harry se decía que uno nunca sabe cuándo puede caer enfermo y necesitar la cucharilla para tomar la medicina


Estaba a punto de cerrar el cajón sin tocar su contenido, cuando reparó en un objeto cuya utilidad era incluso más notable: el tirador roto del cajón inferior de la mesa, y sólo Harry sabía hasta qué punto se trataba de una herramienta útil. Encajaba perfectamente en las hendiduras que tenían las suelas de las zapatillas deportivas, y Harry la usaba para raspar caca de perro en caso de que la pisara. Sin embargo, era posible que el sustituto no se percatara del valor que tenía el tirador roto


Harry tomó uno de los bolígrafos, escribió una nota y la dejó en el cajón central antes de cerrarlo. NO ARREGLES EL CAJÓN INFERIOR, CONSERVA EL TIRADOR ROTO. EXCELENTE PARA QUITAR LA MIERDA DE PERRO DE LOS ZAPATOS. HARRY HOEKSTRA


Esta actividad le proporcionó el estímulo necesario para ordenar los tres cajones laterales, empezando por el de arriba. El primero contenía un discurso que escribió pero no llegó a pronunciar ante los miembros de la organización El Hilo Rojo, y se refería a la cuestión de las prostitutas menores de edad. Harry había aceptado a regañadientes la posición tomada por la organización de las prostitutas con respecto a la edad legal para ejercer el oficio. Querían rebajarla de los dieciocho años a los dieciséis


El discurso de Harry empezaba así: "A nadie le gusta la idea de que las menores se dediquen a la prostitución, pero a mí todavía me gusta menos la idea de que trabajen en lugares peligrosos. De todos modos, hay menores que acabarán siendo prostitutas. A muchos propietarios de burdeles no les importa que sus chicas sólo tengan dieciséis años. Lo importante es que esas jóvenes puedan beneficiarse de los mismos servicios sociales y sanitarios que las prostitutas mayores sin temor a que las entreguen a la policía"


No fue cobardía lo que impidió a Harry pronunciar su discurso, pues no hubiera sido la primera vez que contradecía la postura "oficial" de la policía. En realidad detestaba la idea de permitir que chicas de dieciséis años se dedicaran a la prostitución sólo porque no era posible evitarlo. En cuanto a aceptar el mundo real y a determinar con conocimiento de causa la manera de proporcionarle un poco más de seguridad, incluso un realista social como Harry Hoekstra habría admitido que ciertos temas le deprimían


No había pronunciado el discurso porque, a la larga, no habría representado ninguna ayuda práctica para las prostitutas menores de edad, de la misma manera que las reuniones de los jueves por la tarde destinadas a las prostitutas novatas no suponían ninguna ayuda práctica a la mayoría de ellas. Unas asistían a las reuniones y otras no. Estas últimas, con toda probabilidad, desconocían la existencia de tales reuniones, y de haberla conocido no les habría importado lo más mínimo


Harry pensó que tal vez el discurso tendría alguna utilidad práctica para el próximo policía que se sentara a su mesa, por lo que dejó el manuscrito donde estaba


Abrió el segundo cajón lateral y al principio le alarmó ver que estaba vacío. Se quedó mirándolo con la consternación de alguien a quien han robado en la comisaría, pero entonces recordó que el cajón siempre había estado vacío, por lo menos hasta donde alcanzaba su memoria. ¡La misma mesa era un testimonio de lo poco que el sargento Hoekstra la había usado! En realidad, la pretendida "tarea" de vaciarla se centraba por completo en el asunto sin concluir cuyo expediente, desde hacía ya cinco años, el sargento Hoekstra había conservado fielmente en el cajón inferior. En su opinión, era el único asunto policial que se interponía entre él y su jubilación


Puesto que el tirador del cajón inferior estaba roto y se había convertido en la herramienta elegida por Harry para extraer la caca de perro de sus zapatos, tuvo que usar un cortaplumas a modo de palanca para abrirlo. El expediente sobre la testigo del asesinato de Rooie Dolores era decepcionantemente delgado, lo cual contradecía la frecuencia y la atención con que el sargento Hoekstra lo había leído y releído


Harry sabía apreciar una trama complicada, pero tenía una preferencia arraigada por los relatos cronológicos. Descubrir al asesino antes de encontrar al testigo era una manera de narrar al revés. En un relato como Dios manda, encuentras primero al testigo


Quien buscaba a Ruth no era sólo un policía. Un lector anticuado se ocupaba de su caso

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