Marion a los setenta y seis años

Maple Lane es una calle tranquila flanqueada por docenas de viejos arces. Unos pocos ejemplares de otras especies de árboles, uno o dos robles, varios perales Bradford decorativos, se mezclan con los arces. El visitante que llega a la calle por el este se forma una primera impresión favorable. Maple Lane parece una calle agradablemente sombreada de una localidad pequeña


En los senderos de acceso a las casas hay coches aparcados (algunos residentes aparcan en la calle, bajo los árboles) y de vez en cuando una bicicleta, un triciclo o un monopatín señalan la presencia de niños. Todo denota una población de clase media que tiene una posición cómoda aunque no lujosa. Los perros, desgraciadamente, hablan por sí mismos, y con gran alboroto. Lo cierto es que los perros vigilan la zona central del barrio de Eddie O'Hare con tal afán protector que el forastero o el transeúnte pensarían que esas casas de aspecto modesto contienen más riquezas de lo que aparentan


Avanzando hacia el oeste por Maple Lane se llega a la calle Chester, la cual está orientada al sur y revela más casas agradables y sombreadas de una manera encantadora. Pero entonces, casi exactamente a medio camino, en el punto donde la avenida Corwith también se dirige al sur, hacia Main Street, el aspecto de Maple Lane cambia con brusquedad


El lado norte de la calle se vuelve totalmente comercial. Desde el porche de Eddie se ve un establecimiento de recambios para automóviles y un concesionario John Deere, los cuales comparten un largo y feo edificio que tiene la total falta de encanto de un almacén. Está también la tienda Electricidad Gregory, en un edificio de madera que, según se mire, es menos ofensivo, y Gráficas Iron Horse, que ocupa una estructura moderna de bastante buen aspecto. El pequeño edificio de ladrillo (Hierros y Bronces Battle) es ciertamente bonito, si se exceptúa el hecho de que delante, como delante de todos esos edificios, hay una amplia, continua y descuidada zona de aparcamiento, una monótona extensión de grava. Y, finalmente, detrás de esos edificios comerciales, se encuentra el rasgo que define a Maple Lane: las vías del ferrocarril de Long Island, que corren paralelas a la calle, por el norte, a un tiro de piedra de distancia


En un solar hay un montón de traviesas que parece sostenerse precariamente, y más allá de las vías hay montículos de arena, tierra y grava. Un voluminoso letrero indica que es la zona de almacenamiento de Hamptons Materials, Inc


En el lado sur de Maple Lane sólo hay unas pocas casas particulares, embutidas entre unos edificios más comerciales, entre ellos las oficinas de la Compañía de Agua y Gas de Hampton. De ahí en adelante, el lado sur de la calle se cae en pedazos. Hay unos arbustos enclenques, tierra, más grava y, sobre todo en los meses de verano o los fines de semana en época de vacaciones, una hilera de coches aparcados en batería. Aunque no es frecuente, la hilera de coches aparcados puede alcanzar una longitud de cien metros o más, pero ahora, en una noche desolada al final del fin de semana en que se celebra el Día de Acción de Gracias, sólo hay unos pocos coches aparcados. El lugar tiene el aspecto de un descuidado solar donde se venden coches usados. No obstante, cuando no hay automóviles, la zona de aparcamiento parece peor que abandonada, parece más allá de toda posibilidad de redención, y a ello contribuye sin duda su proximidad a la desdichada estructura que se encuentra en el lado norte, el extremo más pobre de la calle, la antes mencionada reliquia de la que fue estación de ferrocarril de Bridgehampton


Los cimientos están agrietados. Dos pequeños refugios prefabricados sustituyen burlonamente al edificio de la estación. Hay dos bancos. (En esta fría y húmeda noche de noviembre nadie se sienta en ellos.) Han plantado un seto de aligustres mal cuidado a fin de disimular en lo posible la degeneración de esa línea de ferrocarril en otro tiempo próspera. Los restos de la estación abandonada, un teléfono público desprotegido y un andén alquitranado que se extiende cincuenta metros a lo largo de la vía…, pues bien, para la localidad, en general próspera, de Bridgehampton, eso pasa por ser una estación ferroviaria


A lo largo de ese lastimoso tramo de Maple Lane, la superficie de la calle presenta parches de asfalto vertido sobre el cemento original. Los márgenes están cubiertos de grava y mal definidos, no hay aceras. Y en esta noche de noviembre no hay tráfico. En Maple Lane no suele haber mucho tráfico rodado, no sólo porque el número de trenes de pasajeros que paran en la población de Bridgehampton es sorprendentemente reducido, sino también porque los mismos trenes son reliquias manchadas de carbonilla. Los pasajeros deben apearse al modo antiguo, es decir, bajando por los oxidados escalones situados en el extremo de cada vagón


Ruth Cole, como la mayoría de los viajeros de su nivel adquisitivo que iban con frecuencia a Nueva York, no tomaba el tren, sino el pequeño y cómodo autobús de línea. Y Eddie, aunque sus ingresos no podían compararse con los de Ruth, también tomaba el autobús


En Bridgehampton, ni siquiera media docena de taxis aguardan la llegada de los trenes, de los que probablemente apenas uno o dos viajeros se apearán allí. Por ejemplo, el expres del viernes por la noche, llamado Bala de Cañón, que llega a las 6.07 y parte a las 4.01 de la estación de Pennsylvania. Pero, en general, el extremo oeste de Maple Lane es un lugar sucio, triste y desierto. Los coches y taxis que avanzan hacia el este por la calzada o al sur por la avenida Corwith, tras la breve aparición de un tren ante el andén de la estación, parecen tener prisa por alejarse de allí


¿Acaso es de extrañar que Eddie O'Hare también quisiera alejarse de allí?


La noche de domingo que clausura el fin de semana en que se celebra la fiesta de Acción de Gracias es probablemente la más solitaria del año en los Hamptons. Incluso Harry Hoekstra, quien tenía todos los motivos del mundo para sentirse feliz, percibía aquella soledad. A las once y cuarto de aquella noche de domingo, Harry se dedicaba a un pasatiempo recién descubierto que era ahora su preferido. El policía retirado estaba meando en el césped que había detrás de la casa de Ruth en Sagaponack. El ex sargento Hoekstra había visto a varias prostitutas callejeras y drogadictos meando en las calles del barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, hasta que probó a hacerlo en los bosques y campos de Vermont, y en los céspedes de Long Island, no supo hasta qué punto puede ser satisfactorio orinar al aire libre


– ¿Estás meando fuera otra vez, Harry? -le preguntó Ruth.


– Estoy mirando las estrellas -mintió él


No había estrellas que mirar. Aunque por fin había dejado de llover, el cielo estaba negro y el aire se había vuelto mucho más frío. La tormenta se había desplazado al mar, pero el viento del noroeste soplaba con fuerza. Fuera cual fuese el tiempo que traían las ráfagas de viento, el cielo seguía encapotado. Era una noche deprimente para cualquiera. El débil resplandor en el horizonte septentrional se debía a los faros de los coches del reducido número de neoyorquinos que aún no habían regresado a la ciudad. La autopista de Montauk, incluso en el carril en dirección oeste, presentaba una escasez de tráfico notable para cualquier noche de domingo. Debido al mal tiempo, todo el mundo había regresado pronto a casa. Harry recordó que la lluvia es el mejor policía


Y entonces el silbato del tren emitió su lastimero pitido. Era el tren con dirección este de las 23.17, el último de la noche. Harry se estremeció y entró en la casa


Ese mismo tren era el causante de que Eddie O'Hare no se hubiera acostado todavía. Esperaba levantado, porque no soportaba estar tendido en la cama y que ésta temblara cuando el tren llegaba y partía de nuevo. Eddie siempre se acostaba después de que pasara el tren con dirección este de las 23:17


Como había dejado de llover, Eddie se abrigó bien y estaba en el porche. La llegada del tren nocturno atraía la atención de los perros del barrio, que se enzarzaban en una confusión de ladridos, pero no transitaba un solo coche. ¿Quién podía tomar un tren con dirección este, hacia los Hamptons, cuando terminaba el fin de semana de Acción de Gracias? Eddie creía que nadie, aunque oyó que un coche abandonaba la zona de aparcamiento en el extremo oeste de Maple Lane. El vehículo avanzó en la dirección de Butter Lane y no pasó ante la casa de Eddie


Eddie seguía en el frío porche, escuchando el traqueteo del tren que partía. Después de que los perros hubieran dejado de ladrar y ya no se oyera el tren, intentaba disfrutar de la breve tranquilidad, el silencio desacostumbrado


El viento del noroeste traía definitivamente el invierno consigo. El aire frío soplaba sobre el agua, más cálida, de los charcos que salpicaban Maple Lane. Eddie oyó unos neumáticos de coche que rodaban en medio de la niebla resultante, pero eran como las ruedas de un camión de juguete, emitían un ruido apenas audible, aunque ese ruido ya había llamado la atención de uno o dos perros


Una mujer caminaba a través de la niebla, tirando de una de esas maletas que se ven con más frecuencia en los aeropuertos, una maleta provista de ruedecillas. Debido a las irregularidades de la calle, el pavimento agrietado, los bordes con grava, por no mencionar los charcos, la mujer tenía que esforzarse para que la maleta rodara, pues estaba mejor equipada para los aeropuertos que para el extremo en mal estado de Maple Lane


Envuelta en la oscuridad y la niebla, la mujer no parecía tener una edad concreta. Con una altura superior a la media, era muy delgada, pero no exactamente frágil. No obstante, incluso con el impermeable sin formas, que ella se ceñía para protegerse del frío, seguía teniendo una buena figura. No parecía en absoluto el cuerpo de una anciana, aunque ahora Eddie discernía que era, en efecto, una mujer ya muy entrada en años pero hermosa


Como no sabía si la mujer podía distinguirle en la oscuridad del porche, y haciendo lo posible por no sobresaltarla, Eddie le dijo:


– Perdone, ¿puedo ayudarla?


– Hola, Eddie -le dijo Marion-. Sí, puedes ayudarme, desde luego. Durante un tiempo que me parece larguísimo, he pensado en lo mucho que me gustaría que me ayudaras


¿De qué hablaron, al cabo de treinta y siete años? (Si eso le hubiera sucedido a usted, ¿de qué habría hablado primero?)


– La pena puede ser contagiosa, Eddie -le dijo Marion, mientras él tomaba su impermeable y lo colgaba en el ropero del vestíbulo


La casa sólo tenía dos dormitorios. La única habitación para invitados era pequeña y sin ventilación, y estaba en lo alto de la escalera, cerca de la habitación, no menos pequeña, que Eddie utilizaba como despacho. El dormitorio principal estaba abajo, y se veía desde la sala de estar, en cuyo sofá Marion estaba ahora sentada


Cuando empezó a subir la escalera con la maleta, Marion le detuvo, diciéndole:


– Dormiré contigo, Eddie, si no tienes inconveniente. Me cuesta bastante subir las escaleras


– Claro que no tengo inconveniente -replicó Eddie, y llevó la maleta a su dormitorio


– La pena es de veras contagiosa -repitió Marion-. No quería contagiarte mi pena, Eddie. Y tampoco quería pegársela a Ruth


¿Hubo otros hombres jóvenes en su vida? Uno no puede culpar a Eddie por preguntárselo. Los hombres jóvenes siempre se habían sentido atraídos hacia Marion. Pero ¿cuál de ellos podría haber igualado su recuerdo de los dos jóvenes a los que perdió? ¡Ni siquiera había habido un solo joven que igualara su recuerdo de Eddie! Lo que Marion empezó con Eddie había terminado con él


No se puede culpar a Eddie por que entonces le preguntara si había conocido a hombres mayores. (Al fin y al cabo, él estaba familiarizado con esa clase de atracción.) Lo cierto es que cuando Marion aceptó la compañía de hombres mayores, sobre todo viudos, pero también divorciados y solteros intrépidos, descubrió que incluso para los hombres mayores la simple "compañía" era insuficiente y, por supuesto, también querían hacer el amor. Marion no lo deseaba, después de su relación con Eddie podía afirmar con sinceridad que no lo había deseado


– No digo que sesenta veces fuese suficiente, pero tú sentaste un precedente -le dijo


Al principio Eddie pensó que la feliz noticia de la segunda boda de Ruth era lo que por fin había hecho salir a Marion de Canadá, pero aunque a la anciana le satisfizo conocer la buena suerte que había tenido su hija, cuando Eddie le habló de Harry Hoekstra ella le confesó que era la primera vez que oía hablar él


Como era lógico, Eddie preguntó entonces a su visitante por qué había ido a los Hamptons precisamente en aquellos momentos. Cuando Eddie consideró todas las ocasiones en que él y Ruth habían esperado a medias que Marion se presentara…, bien, ¿por qué ahora?


– Me enteré de que la casa estaba en venta -le dijo Marion-. La casa nunca fue el motivo de que me marchara, y tú tampoco lo fuiste, Eddie


Se quitó los zapatos, que estaban mojados. A través de las medias de color canela claro se transparentaban las uñas de los pies, pintadas con el rosa intenso de las rosas silvestres que crecían detrás de la finca de la temida señora Vaughn en Southampton


– Tu antigua casa es ahora muy cara -se atrevió a decirle Eddie, aunque no osó mencionar la cantidad exacta que Ruth pedía por ella


Como siempre, le encantaba la manera de vestir de Marion. Llevaba una falda larga, de color gris carbón oscuro, y un suéter de casimir con cuello de cisne, naranja salamandrino, un color tropical casi pastel, similar a la rebeca de casimir rosa que llevaba cuando Eddie la conoció, aquella prenda que tanto le había obsesionado hasta que su madre se la dio a la mujer de un profesor


– ¿Cuánto vale la casa? -le preguntó Marion


Cuando Eddie se lo dijo, Marion suspiró. Había estado demasiado tiempo fuera de los Hamptons y no tenía idea de cómo había florecido el mercado inmobiliario


– He ganado bastante dinero -comentó-. Las cosas me han salido mejor de lo que merecía, si tenemos en cuenta la clase de libros que he escrito. Pero mis posibilidades están muy por debajo de ese precio


– Yo no he ganado gran cosa con mis obras -admitió Eddie-, pero puedo vender esta casa en cualquier momento


Marion no había querido mirar con detenimiento el entorno más bien destartalado. Maple Lane era lo que era, y los veranos en que Eddie había alquilado la vivienda también se habían cobrado su tributo en el interior de la casa


Marion cruzaba las piernas largas y aún torneadas. Permanecía sentada casi con recato en el sofá. Su bonito pañuelo, del color gris perlino de la ostra, separaba perfectamente sus senos, y Eddie los veía todavía bien formados, aunque eso quizá se debía al sostén


Eddie aspiró hondo antes de decir lo que se proponía.


– ¿Qué te parece si nos dividimos la casa al cincuenta por ciento? Aunque, si he de serte sincero -se apresuró a añadir-, si puedes aportar los dos tercios, creo que el tercero sería más realista para mí que la mitad


– Sí, puedo permitirme los dos tercios -respondió Marion-. Y además voy a morirme y te quedarás solo, Eddie. ¡Al final te dejaré mis dos tercios!


– No irás a morirte ya, ¿verdad? -inquirió Eddie, pues le asustaba pensar que la muerte inminente de Marion era lo que le había impulsado a reunirse con él, y sólo para despedirse


– ¡No, por Dios! Estoy bien. Por lo menos no voy a morirme de nada que conozca, excepto de vejez…


Así tenía que haber transcurrido la conversación entre los dos, y Eddie la había previsto. Al fin y al cabo, la había recreado por escrito tantas veces que se sabía el diálogo de memoria. Y Marion, que había leído todos sus libros, sabía lo que el personaje del afectuoso hombre más joven le decía a la mujer mayor en todas las novelas de Eddie. Él la tranquilizaba siempre


– No eres demasiado mayor, por lo menos para mí -le dijo ahora


Durante muchos años, ¡y cinco libros!, había ensayado ese momento, pero aún estaba inquieto


– Tendrás que cuidar de mí, tal vez antes de lo que piensas -le advirtió Marion


Pero durante treinta y siete años Eddie había confiado en que Marion le permitiera cuidar de ella. Estaba asombrado, pero sólo porque comprobaba cuán acertado estuvo la primera vez… Había acertado al querer a Marion. Ahora tenía que confiar en que ella volvería a su lado lo antes posible. No importaba que para ello hubieran tenido que transcurrir treinta y siete años. Tal vez ella había necesitado un período tan largo para superar su aflicción por las muertes de Thomas y Timothy, y no digamos para hacer las paces con cualquier clase de espectro sin duda evocado por Ted tan sólo para obsesionarla


Era una mujer cabal y, fiel a su carácter, Marion le ofrecía a Eddie toda su vida para que la compartiera con ella y la amara. ¿Existía alguien tan capacitado para la tarea? ¡A sus cincuenta y tres años, el novelista llevaba muchos amándola tanto en sentido literal como en el literario!


No se puede culpar a Marion por decirle a Eddie que había momentos del día y de la semana que evitaba. Por ejemplo, cuando los niños salían de la escuela, por no mencionar los museos, los zoológicos y los parques cuando hacía buen tiempo, cuando los niños estarían en ellos con sus padres o canguros, y los partidos de béisbol y las compras navideñas…


¿De qué había prescindido? De los lugares de vacaciones, tanto veraniegos como invernales, de los primeros días cálidos de la primavera y los últimos del otoño, de la fiesta de Halloween, naturalmente. Y en la lista de cosas que ella nunca debía hacer figuraban: salir a desayunar, tomar helados… Marion era siempre la mujer elegante que entraba sola en un restaurante y pedía una mesa poco antes de que cerrasen la cocina. Pedía una copa de vino y, mientras comía, leía una novela


– Detesto comer solo -le dijo Eddie en tono lastimero


– Si lees una novela mientras comes, no estás solo, Eddie -respondió ella-. La verdad es que me avergüenzo un poco de ti


Él no pudo evitar preguntarle si alguna vez había pensado en atender al teléfono cuando sonaba


– Demasiadas veces para contarlas -replicó Marion


Le dijo que jamás había esperado vivir de sus libros, aunque fuese de una manera modesta


– Sólo han sido una terapia -le dijo


Antes de publicar los libros, había obtenido de Ted lo que su abogado había exigido, y era suficiente para vivir. Todo lo que Ted había querido a cambio era que le permitiera quedarse con Ruth


Cuando Ted murió, la tentación de telefonear había sido muy fuerte, hasta tal punto que desconectó el aparato


– Así que renuncié al teléfono -le dijo a Eddie-. Ese abandono no me costó mucho más que el de los fines de semana


Mucho antes de que prescindiera del teléfono había dejado de salir los fines de semana, porque veía demasiados adolescentes. Y cada vez que viajaba, procuraba llegar a su destino después de que hubiera oscurecido. Así lo hizo incluso cuando acudió a Maple Lane


Marion deseaba beber algo antes de acostarse, y no se refería a una Coca-Cola Light, como la lata que Eddie tenía en la mano, aunque estaba vacía. En el frigorífico había una botella de vino blanco abierta y tres botellines de cerveza (por si se presentaba alguien de improviso). En el armarito situado debajo del fregadero, Eddie guardaba también algo mejor, una botella de whisky de malta escocés, destinado a sus huéspedes preferidos y alguna compañía femenina ocasional. La primera y última vez que tomó un trago de buen licor fue en la casa de Ruth en Sagaponack, tras el funeral de Ted, y en esa ocasión le sorprendió lo mucho que gozaba del sabor. (También tenía una botella de ginebra a mano, aunque tan sólo el olor de la ginebra le provocaba arcadas.)


En cualquier caso, en una copa de vino, que era la única clase de copas que tenía, Eddie le ofreció a Marion un whisky de malta. Incluso él mismo se sirvió un poco. Entonces, mientras Marion usaba el baño primero y se preparaba para acostarse, Eddie lavó las copas con agua caliente y detergente para platos (antes de colocarlas absurdamente en el lavavajillas)


Marion, con una combinación de color marfil y el cabello suelto (le llegaba a los hombros y era de una tonalidad gris más clara que la de Eddie), le sorprendió en la cocina al rodearle la cintura y abrazarle mientras él le daba la espalda


Durante un rato, ésa fue la casta postura que mantuvieron en la cama de Eddie, antes de que Marion permitiera que su mano se desviara para tocarle el miembro erecto


– ¡Todavía eres un muchacho! -susurró, mientras le agarraba lo que Penny Pierce llamó cierta vez su "pene intrépido". Mucho tiempo atrás, Penny también se había referido a su "polla heroica". Marion jamás habría sido tan tonta o tan burda. Entonces se colocaron frente a frente en la oscuridad, y Eddie yació, como lo hiciera en el pasado, con la cabeza contra los senos de Marion. Durmieron así, hasta que les despertó el tren de la 1.26 con dirección oeste


– ¡Cielo santo! -exclamó Marion, porque el tren de primera hora de la madrugada con dirección oeste era probablemente el más ruidoso de todos


A la una y veintiséis de la madrugada, uno suele estar profundamente dormido; además, el tren con dirección oeste pasaba por delante de la casa de Eddie antes de que llegara a la estación: uno no sólo notaba el temblor de la cama y oía el estrépito del tren, sino que también oía el chirrido de los frenos


– No es más que un tren -la tranquilizó Eddie, abrazándola. ¿Qué importaba que los senos de Marion estuvieran arrugados y caídos? ¡Sólo un poco! Por lo menos aún tenía senos, y eran suaves y cálidos


– ¿Cómo esperas que te den un centavo por esta casa, Eddie? -le preguntó Marion-. ¿Estás seguro de que podrás venderla?


– Sigue estando en los Hamptons -le recordó él-. Aquí puedes vender cualquier cosa


En la profunda oscuridad, y ahora que volvían a estar totalmente despiertos, aparecieron de nuevo los temores de Marion acerca de Ruth


– Dime, Eddie, ¿sabes si Ruth me odia? Desde luego, no le faltan motivos para…


– No creo que te odie -la interrumpió él-. Yo diría que sólo está enfadada


– El enfado no es ningún problema -dijo Marion-. Se supera con mucha más facilidad que otras cosas. Pero ¿y si Ruth no quiere que nos quedemos con la casa?


– Sigue estando en los Hamptons -volvió a decir Eddie-. Al margen de quién sea ella y quién seas tú, Ruth sigue buscando un comprador


– ¿Me has oído roncar, Eddie? -quiso saber Marion, sin ninguna relación aparente con el tema del que hablaban.


– Todavía no, no he oído nada


– Si lo hago, dímelo, por favor… No, mejor dicho, sacúdeme si lo hago. No tengo a nadie que me diga si ronco o no -le recordó


Desde luego, Marion roncaba y, naturalmente, Eddie nunca se lo habría dicho ni la habría sacudido. Durmió a pierna suelta sin que le importunaran los ronquidos, hasta que el tren de las 3.22 con dirección este le despertó de nuevo


– Dios mío, si Ruth no nos vende la casa, te llevaré conmigo a Toronto -le dijo Marion-. Te llevaré a cualquier otra parte con tal de salir de aquí. Ni siquiera el amor podría retenerme en este sitio, Eddie. ¿Cómo puedes soportarlo?


– Siempre he tenido la cabeza en otra parte -confesó él-. Hasta ahora


A Eddie le asombraba que su aroma, mientras yacía con la cabeza apoyada en sus senos, fuese el mismo que recordaba, el aroma que mucho tiempo atrás se evaporó de la rebeca de casimir rosa, el mismo aroma que tenían sus prendas interiores, las que él se llevó consigo a la universidad


Volvían a estar profundamente dormidos cuando les despertó el tren de las 6.12 con dirección oeste


– Ése va hacia el oeste, ¿no? -le preguntó Marion.


– Sí. Se nota por el ruido de los frenos


Pasadas las 6.12 hicieron el amor con mucho cuidado. Habían vuelto a dormirse cuando el tren de las 10.21 con dirección este les dio los buenos días. La mañana era en verdad soleada, fresca, y el cielo estaba despejado


Aquel día era lunes. Ruth y Harry habían reservado plazas en el transbordador que zarparía el martes por la mañana desde Orient Point. La agente inmobiliaria, la mujer robusta con tendencia a lloriquear cuando fracasaba, abriría a los empleados de la empresa de mudanzas y cerraría la casa de Sagaponack cuando Ruth, Harry y Graham regresaran a Vermont


– Tiene que ser ahora o nunca -le dijo Eddie a Marion durante el desayuno-. Mañana se habrán marchado


El largo tiempo que Marion necesitaba para vestirse era una indicación de lo nerviosa que estaba


– ¿A quién se parece? -le preguntó a Eddie


Éste entendió mal la pregunta. Creía que ella se refería al aspecto que tenía Harry, pero le preguntaba por Graham. Eddie sabía que Marion temía el encuentro con Ruth, pero lo cierto era que también temía ver a Graham


Por suerte, en opinión de Eddie, Graham no había heredado el aspecto lobuno de Allan. Definitivamente, el muchacho se parecía más a Ruth


– Graham se parece a su madre -dijo Eddie, pero tampoco era eso lo que Marion había querido decir


Se refería a cuál de sus hijos se parecía Graham, o si no tenía los rasgos de ninguno de ellos. Marion no temía ver a Graham, sino a una reencarnación de Thomas o Timothy


La pesadumbre por los hijos perdidos no desaparece nunca; es una aflicción que sólo se suaviza un poco y eso sólo al cabo de mucho tiempo


– Sé más concreto, Eddie, por favor. ¿Dirías que Graham se parece más a Thomas o a Timothy? Tengo que estar preparada. A Eddie le habría gustado decirle que Graham no se parecía ni a Thomas ni a Timothy, pero recordaba mejor que Ruth las fotografías de sus hermanos muertos. En la cara redondeada de Graham, y en sus ojos oscuros y muy espaciados, había aquella expresión infantil de curiosidad y expectación que había reflejado el semblante del hijo más joven de Marion


– Graham se parece a Timothy -admitió Eddie


– Supongo que se le parece un poco -dijo Marion, pero Eddie supo que era otra pregunta


– No, mucho. Se parece mucho a Timothy


Aquella mañana Marion había elegido la misma falda gris, pero otro cuello cisne de cachemira, de color vino tinto, y en lugar de pañuelo se había puesto un sencillo collar, una delgada cadena de platino con un solo zafiro azul brillante, a juego con el color de sus ojos


Primero se recogió el cabello, pero luego lo dejó caer sobre los hombros, sujetándolo con un pasador de carey para mantenerlo apartado de la cara. (Era un día de viento, frío pero hermoso.) Finalmente, cuando consideró que estaba lista para el encuentro, se negó a ponerse el abrigo


– Estoy segura de que no estaremos mucho tiempo fuera -comentó


Eddie, para dejar de pensar en la trascendental reunión, empezó a hablar de cómo podrían remodelar la casa de Ruth.


– Puesto que no te gustan las escaleras, podríamos convertir en un dormitorio el antiguo cuarto de trabajo de Ted en la planta baja -le dijo a Marion-. Podríamos ampliar el baño en el extremo del pasillo, y si convirtiéramos la entrada de la cocina en la entrada principal de la casa, el dormitorio de la planta baja quedaría muy íntimo


Quería seguir hablando, decir cualquier cosa que impidiera a Marion imaginar hasta qué punto Graham podía parecerse a Timothy


– Entre subir las escaleras y dormir en el llamado cuarto de trabajo de Ted… En fin, tendré que pensar en ello -dijo Marion-. Es posible que, al final, se me antoje un triunfo personal eso de dormir en la misma habitación donde mi ex marido sedujo a tantas mujeres desgraciadas, por no mencionar que las dibujaba y fotografiaba. Eso podría ser muy placentero, ahora que pienso en ello. -De repente, la idea la había animado-. Que me amen en esa habitación… e incluso, más adelante, que cuiden de mí en esa habitación. Sí, ¿por qué no? Incluso me gustaría morir en esa habitación. Pero ¿qué hacemos con la maldita pista de squash?


Marion no sabía que Ruth ya había transformado el primer piso del granero, ni tampoco que Ted había muerto allí. Sólo sabía que se suicidó en el granero, envenenándose con monóxido de carbono, y por ello siempre había supuesto que cuando murió estaba dentro de su coche, no en la condenada pista de squash


Estos y otros detalles triviales tuvieron ocupados a Eddie y a Marion mientras enfilaban la Ocean Road de Bridgehampton y seguían por Sagaponack Road en dirección a Sagg Main Street. Era casi mediodía y el sol iluminaba la blanca piel de Marion, que todavía conservaba una suavidad notable. El sol la obligó a protegerse los ojos con la mano, antes de que Eddie bajara el parasol. El héxagono de incalculable luz brillaba como un faro en su ojo derecho y, bajo el sol, aquella mancha dorada hacía pasar el ojo del azul al verde. Mientras la miraba, Eddie supo que nunca volvería a separarse de ella


– Hasta que la muerte nos separe, Marion -le dijo


– Estaba pensando lo mismo -replicó ella


Puso su delgada mano izquierda sobre el muslo derecho de Eddie, y la dejó allí mientras él giraba a la derecha de Sagg Main y entraba en Parsonage Lane


– ¡Dios mío! -exclamó Marion-. ¡Mira cuántas casas nuevas!


Muchas de las casas no eran en absoluto "nuevas", pero Eddie no podía imaginar cuántas de las llamadas casas nuevas habían levantado en Parsonage Lane desde 1958. Y cuando redujo la velocidad para enfilar el sendero de acceso a la casa de Ruth, el alto seto de aligustres asombró a Marion. El seto se alzaba por detrás de la casa y rodeaba la piscina, que sin duda estaba allí, aunque ella no podía verla desde el sendero


– Aquel cabrón instaló una piscina, ¿eh? -le dijo a Eddie.


– Más bien es una especie de bonito estanque… No tiene trampolín


– Y, claro, también hay una ducha externa -conjeturó ella. La mano le temblaba sobre el muslo de Eddie


– Todo saldrá bien, ya lo verás -le aseguró él-. Te quiero, Marion


Marion permaneció sentada en el coche y esperó a que Eddie le abriera la portezuela. Como había leído todos sus libros, sabía que a él le gustaba hacer esa clase de cosas


Un hombre apuesto pero de aspecto rudo estaba partiendo leña junto a la puerta de la cocina


– ¡Vaya, desde luego parece fuerte! -dijo Marion mientras bajaba del coche y tomaba a Eddie del brazo-. ¿Es el policía de Ruth? ¿Cómo se llama?


– Harry -le recordó Eddie


– Ah, sí, Harry. No parece muy holandés, pero procuraré recordarlo. ¿Y el nombre del pequeño? ¡Es mi nieto y ni siquiera recuerdo su nombre!


– Se llama Graham-le dijo Eddie.


– Sí, Graham, claro


El rostro todavía exquisito de Marion, cincelado tan primorosamente como la cara de una estatua grecorromana, tenía una inefable expresión de pesadumbre. Eddie sabía en qué foto determinada debía de estar pensando Marion, la de Timothy a los cuatro años, sentado a la mesa el Día de Acción de Gracias, blandiendo un muslo de pavo al que miraba con una desconfianza comparable a la sospecha con que Graham había observado la presentación que hizo Harry del pavo asado sólo cuatro días atrás


En la expresión inocente de Timothy no había nada que ni remotamente hiciera prever cómo moriría el muchacho sólo once años después…, por no mencionar que, al morir, el cuerpo de Timothy quedaría separado de la pierna, algo que descubriría su madre sólo cuando intentara recuperar el zapato de su hijo muerto


– Vamos, Marion -le susurró Eddie-. Aquí fuera hace frío. Entremos y veámoslos a todos


Eddie saludó al holandés agitando la mano, y Harry le devolvió el saludo. Entonces se quedó un instante inmóvil, como si no supiera qué hacer. Por supuesto, el ex policía no reconoció a Marion, pero había oído hablar de la reputación que tenía Eddie como conquistador de ancianas… Ruth se lo había contado, y además él había leído todos los libros de Eddie. Así pues, no sin cierto titubeo, agitó la mano para saludar a la mujer que iba del brazo de Eddie


– ¡He traído una compradora de la casa! -le dijo Eddie-. ¡Una auténtica compradora!


Estas palabras llamaron enseguida la atención del ex sargento Hoekstra. Éste clavó el hacha en el tajón, a fin de que Graham no pudiera cortarse jugando con ella. Recogió la cuña de partir leña, que también era afilada y podía lesionar al niño, pero dejó el mazo en el suelo, porque era tan pesado que el pequeño de cuatro años apenas podría levantarlo


Pero Eddie y Marion entraban ya en la casa… No habían esperado a Harry


– ¡Hola, soy yo! -gritó Eddie desde el vestíbulo


Marion contemplaba el cuarto de trabajo de Ted con renovado entusiasmo o, más exactamente, con un entusiasmo que no había experimentado hasta entonces. Pero las paredes desnudas del vestíbulo también le llamaron la atención. Eddie sabía que Marion debía de recordar cada fotografía que había colgado de aquellas paredes. Ahora no había ninguna foto; no había nada, ni siquiera ganchos para colgar cuadros. Marion también vio las cajas de cartón colocadas unas encima de otras… El aspecto de la casa no era muy distinto al que debió de haber tenido cuando ella la vio por última vez, en compañía de los empleados de mudanzas que se llevaron sus cosas


– ¡Hola! -oyeron decir a Ruth desde la cocina


Entonces Graham entró corriendo en el vestíbulo para saludarles. El encuentro debió de ser duro para Marion, pero Eddie pensó que hacía gala de una notable presencia de ánimo


– Vaya, tú debes de ser Graham -le dijo al pequeño


Éste era tímido con los desconocidos, y permanecía a un lado y un poco detrás de Eddie, al que por lo menos conocía.


– Ésta es tu abuela, Graham -dijo Eddie al muchacho. Marion le tendió la mano y Graham se la estrechó con una formalidad exagerada. Eddie seguía mirando a la anciana: parecía dominar bien sus emociones


Lamentablemente, Graham no había conocido nunca a ningún abuelo. Su conocimiento de las abuelas procedía de los libros, y en éstos las abuelas eran siempre muy viejas


– ¿Eres muy vieja? -preguntó el pequeño a su abuela


– ¡Oh, sí, puedes estar seguro! -respondió Marion-. ¡Tengo setenta y seis años!


– ¿Sabes una cosa? -dijo Graham-. Yo sólo tengo cuatro, pero ya peso dieciséis kilos


– ¡Estupendo! -exclamó Marion-. Yo pesaba antes sesenta y seis kilos, pero eso fue hace mucho tiempo. He perdido un poco de peso…


La puerta principal se abrió a sus espaldas y entró Harry, sudoroso y con su querida cuña de partir leña en la mano. Eddie se disponía a presentárselo a Marion, pero de repente, en el extremo del pasillo donde se abría la cocina, apareció Ruth. Acababa de lavarse la cabeza


– ¡Hola! -le dijo a Eddie. Entonces vio a su madre. Harry se dirigió a ella desde la puerta:


– Es una compradora de la casa -le explicó-, una auténtica compradora


Pero Ruth no le oía


– Hola, querida -saludó Marion


– Mamá… -logró decir ella


Graham corrió hacia Ruth. El pequeño aún estaba en la edad en que los niños se agarran a las caderas, cosa que hizo, y Ruth se agachó instintivamente para alzarlo en brazos. Pero fue como si su cuerpo se hubiera paralizado: no tenía fuerzas para levantarlo. Apoyó una mano en el pequeño hombro de Graham y, con el dorso de la otra mano, hizo un débil esfuerzo por enjugarse las lágrimas. Entonces dejó de intentarlo y dejó que las lágrimas le surcaran las mejillas


El cauto holandés permaneció inmóvil junto a la puerta. Sabía que no debía intervenir en la escena


Eddie pensó que Hannah estaba equivocada. Hay momentos en los que el tiempo se detiene. Debemos estar lo bastante despiertos para percibirlos


– No llores, cariño -dijo Marion a su única hija-. Sólo somos Eddie y yo

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