Capítulo 11

Lunes, 16 de julio de 2007

– ¿Me pasas la sal? -preguntó Þóra, aparentando tranquilidad.

Delante de ella, en un bonito plato de porcelana, había un huevo azulado con manchas marrones abierto por la mitad. Al abrirlo había aparecido la clara transparente, aunque se suponía que el huevo estaba cocido. Þóra no era demasiado aficionada a las aventuras en lo tocante a la comida, y los huevos puestos en nidos en plena naturaleza no ocupaban una posición de honor en la lista de sus manjares preferidos. En condiciones normales lo habría rechazado de la forma más cortés posible y habría esperado al plato principal, pero en la invitación de unos anfitriones desconocidos lo único que se podía hacer era cubrirlo bien de sal, tragar y sonreír. Leifur, el hermano de Markús, le sonrió y le pasó el salero.

– No es algo que le guste a todo el mundo -dijo-. No es necesario que te lo comas si no te apetece.

Þóra devolvió la sonrisa.

– No, quiero probarlo, te lo aseguro -mintió echando una gruesa capa de sal sobre la grisácea clara del huevo. Luego le pasó el salero a Bella y la vio hacer exactamente lo mismo. Bella miró disimuladamente a Þóra, obviamente tenía los mismos problemas que ella.

María, la mujer de Leifur, estaba sentada en el otro extremo de la mesa contemplando las maniobras de Bella y Þóra. Resultaba evidente que no le divertían lo más mínimo. Apartó los ojos de las dos amigas y los volvió hacia su marido.

– No entiendo por qué tienes que endosarles siempre lo mismo a todos los que vienen a visitarnos de fuera de las islas, las pocas veces que eso ocurre -dijo con voz chillona. María levantó su copa y bebió un buen trago-. Ya no tiene ninguna gracia -la copa sonó con un ruido sordo cuando la dejó sobre la mesa, resultaba lamentablemente evidente que había bebido demasiado. Era una mujer que seguramente había sido bellísima en sus años jóvenes. En realidad estaba desagradablemente delgada, y Þóra habría apostado todo lo que tenía a que su buen aspecto era resultado de los esfuerzos de algún médico. Sus ropas estaban inmaculadas y cada prenda parecía más nueva que las demás, aunque en realidad no estaban a la ultimísima moda. De hecho, eran atemporales: una falda beige hasta las rodillas y una camisa de seda de color crema que armonizaba perfectamente con los zapatos claros de tacón, de gamuza. La tez de María era también bastante clara, de modo que armonizaba con su ropa, y Þóra tuvo la sensación de que se volvería invisible si pasara por delante de un montón de heno.

– Quizá les habrías podido ofrecer la sopa francesa de cebolla quemada que sabes hacer, cariño -respondió Leifur enviando a su mujer una mirada que dejaba ver cualquier cosa menos cariño. No iba vestido al estilo de María, llevaba camisa y pantalones de rayas. En realidad era más por su lenguaje corporal y su porte que por su forma de vestir por lo que parecía más informal que su esposa.

– ¿Habéis vivido siempre en las islas? -preguntó Þóra para apaciguar los ánimos. Había sufrido en carne propia las discusiones matrimoniales y, echando la vista atrás, estaba convencida de que desencuentros como aquel habían sido la razón de que todo el mundo empezara a excusarse de ir a cenar con ella y Hannes antes de que finalmente se pusieran de acuerdo en separarse. No era necesario poner en la mesa un huevo de un pájaro salvaje para que la gente procurase evitar sus invitaciones.

– No, por Dios -fue la chillona respuesta de María.

– María no es de aquí, como quizá hayáis podido imaginar -dijo Leifur sonriendo fríamente a su mujer-. Nos conocimos cuando yo estaba estudiando en Reikiavik y vivimos allí dos años hasta que acabé la carrera. Con excepción de mis años de estudio, yo siempre he vivido en las islas -Leifur apartó el huevo vacío y alargó la mano para coger otro-. Siempre había tenido intención de estudiar para capitán de marina mercante, pero acabé en administración de empresas -con manos expertas rompió la cascara de la parte superior del huevo de colores-. Era evidente que la pesquería de mi padre estaba creciendo y pensé que la administración de empresas sería más útil para la familia y para el negocio.

– Y la decisión resultó ser la correcta, ¿no? -preguntó Þóra. Sabía por Markús que la empresa estaba teniendo muy buenos resultados. Metió la cuchara en el huevo y se apresuró a meterse en la boca aquella gelatina dura, y a tragarla sin más demora.

– Sí, supongo que se puede decir que sí -respondió Leifur-. En realidad, dudo que lo principal sea mi formación. Hemos tenido suerte con las capturas y tenemos unos capitanes magníficos. Es verdad que yo he conseguido mejorar las condiciones operativas, pero eso no es más que una parte del conjunto. Sí que es más importante ahora que se han reducido las cuotas de pesca de bacalao, por no hablar de las fluctuaciones de la moneda islandesa.

Þóra asintió y decidió no entrar en más detalles sobre la paridad de la corona u otras cuestiones financieras. Le aburrían los asuntos financieros, y además corría el riesgo de demostrar su ignorancia en esos temas si la conversación seguía por el mismo camino.

– ¿Markús no trabaja en la empresa? -preguntó Þóra para apartar el tema de las cuestiones económicas.

– No, él ha seguido su propio camino -respondió Leifur-. Mejor así, quizá -añadió-. Nunca se puede llevar bien una empresa con dos directores. Una vez que mi padre se retiró, yo he sido el único al cargo, y la conozco bastante bien. Markús no se queja, porque no hay motivo alguno para ello. Está encantado con su parte de los beneficios.

María resopló.

– Os iría aún mejor si la vendierais. Tú eres el único experto en dirección de empresas de toda la familia, y sé perfectamente cuánto se gana con las cuotas y los barcos. Magnús dice que podríamos vivir tan ricamente solo con los dividendos. Markús incluido -tomó un trago-. Pero que Dios nos asista si nos quedamos sin cuota y sin pesquería.

Þóra no sabía a qué Magnús se refería, aunque estaba bastante segura de que no sería el padre de Leifur y Markús. Independientemente de quién fuera, Þóra creyó saber dónde radicaba el desacuerdo entre marido y mujer. María quería vender y marcharse a la capital. Allí había grandes almacenes y todas esas tiendas en las que gastar el dinero. Se instalaría en un carísimo ático en pleno centro de Reikiavik, donde podría contemplar sus lirios puestos en un jarrón y el mar azul mientras bebía un café au lait. En cambio Leifur disfrutaría mucho más viviendo en una mansión minimalista y con fundas de cojines de punto de cruz. Evidentemente, él quería conservar la empresa y vivir en Heimaey, para seguir dirigiendo la pesquería. Tal vez una obligación moral tenía también algo que ver en su deseo. Si se vendían la cuota y la pesquería, no estaba nada claro que pudiera seguir en las Vestmann. No tenía que ser una idea nada agradable la de ser responsable del trabajo de una gran cantidad de personas en una comunidad tan pequeña. Aunque Þóra no fuera especialista en la sociedad de las Vestmann, tras dos breves visitas tenía la sensación de que era semejante a la que caracterizaba a Islandia entera hasta hace no demasiado tiempo. La de la Islandia anterior a la época de los ricos, la Islandia en la que casi todo el mundo tenía una misma condición social y las personas más ricas eran los farmacéuticos. La casa de Leifur y María no era muy distinta a las demás casas del vecindario: grande y razonablemente elegante, pero nada lujosa. Era un tanto peculiar que contaran con un montonazo de dinero y no lo usaran, sobre todo en el caso de María, que tenía toda la pinta de saber hacerlo a la perfección. Þóra se dio cuenta de que era mejor cambiar de tema de conversación.

– ¿Viven aún tus padres? -preguntó a Leifur, tomando otro bocado de huevo. Parecía no acabarse nunca y no podía ni imaginarse que hubiera ninguna ave capaz de poner unos huevos tan grandes, aparte de las avestruces.

– Sí -respondió Leifur-. Viven aquí mismo, a unas pocas casas de distancia, pero no está nada claro por cuánto tiempo más podrá seguir siendo así. Mi padre está ya de lo más difícil y mi madre es tan mayor que no podrá seguir encargándose de él por mucho tiempo. María la ayuda mucho, pero va a hacer falta una asistencia más especializada, que es difícil de encontrar por aquí.

Aquello era algo que Þóra nunca hubiera esperado. Miró a la mujer y vio que, a pesar de su apariencia fría, debía de ser una mujer cariñosa. No era difícil ponerse en su lugar, con los niños ya fuera de casa y poco que hacer, mientras su marido no paraba de trabajar. El que la mujer fuese de Reikiavik hacía que su mundo estuviera realmente allí; en Heimaey no tendría muchas oportunidades para invitar a sus viejas amigas a tomar café.

– Tenéis hijos, ¿verdad? -preguntó dirigiéndose a María-. ¿Viven aquí?

– No -respondió María, bastante triste. Al instante añadió-: Quiero decir que no, que no viven aquí, pero sí tenemos hijos. Dos, exactamente. Magnús y Margrét -estiró la espalda-. Margrét está en el extranjero, haciendo un posgrado en medicina, y Magnús estudió dirección de empresas como su padre. Trabaja en uno de los grandes bancos y desde hace poco es director del departamento de gestión de activos -miró a su esposo-. No tiene sentido pensar que ninguno de los dos se vaya a hacer cargo de la empresa familiar. Magnús ya gana un sueldo que es el doble del de su padre.

– No es tan sencillo -respondió Leifur a su mujer-. Lo sabes perfectamente -se volvió hacia Þóra-. Aunque nuestros hijos hayan seguido otros derroteros en su vida, nunca se puede saber si las cosas no van a cambiar algún día. Por ejemplo, Hjalti, el hijo de Markús, está muy interesado por el mar y la empresa. Pasa con nosotros más o menos todo el verano y muchos fines de semana del invierno. No le gustaría nada que la empresa cambiara de manos.

La conversación parecía retomar el rumbo de los conflictos de la pareja que aún no se habían podido solucionar. Þóra oyó a Bella suspirar en voz baja y pensó que debía de ser por el tema de conversación, aunque también podía ser por el huevo, que seguía aún a medias en el plato delante de ella.

– ¿Recuerdas algo de la erupción? -preguntó a Leifur en un intento desesperado por relajar la tensión.

– Claro que sí, cariño -respondió Leifur apartando su plato-, es difícil olvidarla.

– ¿Fuiste tú a Reikiavik en el mismo barco que Markús cuando se evacuó la isla? -preguntó entonces Þóra-. Estoy buscando a alguien que pueda testificar que Markús y Alda tuvieron una conversación a bordo del barco.

– Yo estaba a bordo -respondió Leifur, que parecía estar haciendo memoria-. Aunque tengo que confesar que no recuerdo especialmente a Alda en el barco, lo cual no quiere decir nada especial. Alda era de la misma edad que Markús, o sea dos años más joven que yo. En esa época no hacíamos mucho caso a los pequeños -bebió un sorbito de vino blanco-. Pero sí que puedo garantizarte que si Alda estaba a bordo, Markús no podía andar muy lejos -dejó la copa en la mesa-. Creo que nunca ha llegado a superar del todo el enamoramiento que tenía con ella; ni siquiera en su edad adulta.

– Eso tengo entendido -dijo Þóra, intentando meter el huevo en el fondo de la cascara para que pareciese que ya se lo había terminado. Dejó la cuchara y se secó la boca con la servilleta para completar la ficción-. ¿Hay alguna otra persona que pudiera recordar esa circunstancia? ¿Quizá tu madre?

Leifur sacudió la cabeza.

– No, mi madre no. Sufrió un mareo espantoso y ya tenía suficiente consigo misma. Dudo incluso que supiera dónde estaba Markús -volvió a posar su copa en la mesa-. Déjame que lo piense. A lo mejor me viene a la memoria quiénes más estaban allí. Son sobre todo los amigos de infancia de Markús los que podrían haberse dado cuenta de algo. Todo el curso se derretía por esa chica y a lo mejor queda aún algo en sus recuerdos.

Þóra metió la mano en el bolso, que estaba colgado en el respaldo de la silla, y buscó la fotocopia de la lista que Bella había encontrado en el archivo.

– Tengo aquí una lista de los que fueron a tierra en ese barco. A lo mejor te suenan los nombres -pasó la lista a Leifur.

Leifur repasó la lista, que estaba manuscrita y ocupaba cuatro páginas en total. De pronto se le iluminó el rostro.

– Jóhanna, la hermana pequeña de Alda. Sigue viviendo en la isla y trabaja en el banco que lleva mis asuntos. A lo mejor ella puede ayudar, aunque tal vez no recuerde el traslado. Hablaré mañana con ella, si te parece bien.

Þóra dijo que sí. Vio que Bella se rendía ante el huevo y dejaba la servilleta encima de él, con un gesto inusualmente remilgado.

– Yo ya no puedo más, muchas gracias -dijo en voz baja apartando el plato-. Un sabor muy especial -añadió sin levantar la mirada. Se quedó mirando el mantel.

María les sonrió, aunque con una sonrisa no muy sincera. Se levantó y empezó a recoger la mesa. Luego desapareció, con un montón de cosas en las manos, por la puerta de la cocina, y la oyeron preparar el plato principal. Þóra cruzó los dedos esperando que no hubiera más aperitivos especiales, pero no consiguió evitar la horrible fantasía de que aparecería con una bandeja llena de estrellas de mar asadas.

– ¿La policía no os ha pedido que vayáis a declarar? -preguntó Þóra dirigiéndose a Leifur mientras apartaba de su mente la idea de nuevas exquisiteces-. ¿Ni a tus padres?

– Me llamaron el otro día desde Reikiavik y les dije por teléfono que no sabía nada de ese asunto, lo que es totalmente cierto -respondió Leifur-. Dudo que se quede en eso, porque la persona con quien hablé me preguntó mucho sobre mis futuros viajes y también sobre mis padres. Me anunció que volverían a contactar conmigo para una declaración formal. Le indiqué que no sería posible interrogar a mi padre, le hablé de su enfermedad. Eso fue el viernes, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas -Leifur se encogió de hombros para poner de relieve una despreocupación que Þóra fue incapaz de adivinar si era real o fingida-. Que vengan sin quieren. No tenemos nada que ocultar.

– Entonces no tienes de qué preocuparte -dijo Þóra con una sonrisa cortés-. Pero, en todo caso, ¿cuál crees que pueda ser la explicación de esos cadáveres en el sótano? -preguntó-. Debes de haber pensado en ello -añadió.

Leifur se encogió de hombros.

– Claro que lo he pensado -respondió-. Aunque, a decir verdad, no he conseguido llegar a ninguna explicación. Ni sobre quiénes podían ser ni por qué acabaron precisamente allí. Pero lo que me parece obvio es que tienen que ser extranjeros. Cuatro islandeses nunca habrían podido desaparecer en la erupción sin que se supiera.

– ¿Había extranjeros por aquí en esa época? -preguntó Þóra-. Me refiero al momento de la erupción, pero también a un poco antes de su comienzo.

– Bueno -dijo Leifur, pensativo-. Antes de la erupción siempre había extranjeros, aunque no tantos como ahora. Eran marinos y gente de las pesquerías, no turistas como es ahora lo más frecuente -sonrió a Þóra como disculpándose-. Tengo que confesar que no sé si había extranjeros aquí durante la erupción propiamente dicha. Tengo una vaga noción de que algunos echaron una mano en las labores de salvamento. Soldados de la base americana, tal vez.

Þóra no había pensado en esa posibilidad, y anotó en su memoria que tenía que informarse sobre la desaparición de militares de la base aérea de Keflavík en esa época. Esperaba que con la repatriación de las fuerzas americanas de defensa no hubieran desaparecido también los informes.

– ¿Hay alguna forma de tener una charla con tu padre? -preguntó con cautela-. A lo mejor recuerda aún aquello, aunque el momento actual esté ya fuera de su alcance.

Leifur sonrió con tristeza.

– Desgraciadamente no me parece muy probable. Aunque mi padre tiene sus altibajos, ya ha pasado la época en que se pueda tener con él una conversación con sentido. Habla, pero las palabras que pronuncia suelen carecer de cualquier contenido, y no tienen nada que ver con el tema de la conversación. En cambio, mi madre tiene la cabeza perfectamente -miró a Þóra a los ojos-. ¿Vas detrás de algo en concreto? ¿Crees que mi padre puede haber tenido alguna clase de relación con eso?

Þóra se dio por satisfecha con que Leifur no pareciese enfadado, sino simplemente lleno de curiosidad.

– No, en absoluto. Confiaba en que él pudiera explicarme algo sobre la gente que entraba en vuestra casa, o en que tuviera alguna conjetura sobre quiénes son esos hombres -respondió-. Es bastante probable que controlara lo que pasaba en su propia casa. Sin duda, otros miembros del equipo de salvamento estaban menos interesados en ella.

– Eso es cierto, sin duda -dijo Leifur-. Pero me temo que no podrá ayudarte. Por desgracia. Y con mi madre tampoco se puede contar, porque no estuvo aquí durante los trabajos de salvamento. Aunque quizá sí que podría recordar las idas y venidas de extranjeros los días anteriores a la erupción -sacudió la cabeza-. Aunque, a decir verdad, no sé qué pensar. Tal vez no recuerde absolutamente nada de aquello. Han pasado más de treinta años. Yo solo recuerdo retazos.

Un débil olor a humo les llegó a la nariz, y Bella se revolvió en su silla.

– ¿Se puede fumar aquí? -preguntó mirando a Leifur con ojos esperanzados.

– María se va a fumar a la cocina -respondió indicándole la puerta con una mano-. Si quieres, puedes fumar tú también. Estará encantada de tener compañía.

Bella no se lo hizo repetir dos veces.

– ¿Tú conocías mucho a Alda? -preguntó Þóra a Leifur cuando se quedaron solos-. Ella parece ser el personaje clave de todo esto, si es verdad la historia de tu hermano sobre el origen de la caja con la cabeza. Algo me dice que los cadáveres y la cabeza son dos ramas de la misma historia. Cualquier otra explicación sería un tanto rebuscada.

– Estoy de acuerdo con eso -respondió Leifur-. Pero por desgracia he de reconocer que en realidad no conocía a Alda. Naturalmente, sabía quién era y que había bastante relación entre sus padres y los nuestros en esa época pero, como ya te he dicho, ella era más joven que yo y por eso no le presté nunca demasiada atención. Después de que llegáramos a tierra firme, la relación entre nuestros respectivos padres se cortó casi por completo. Ella se fue con su familia al noroeste del país, a Vestfirðir, si no recuerdo mal, mientras que mi padre siguió trabajando en la pesca, en el sur.

– Pero su madre vive aquí en Heimaey, ¿no? -preguntó Þóra-. Me enteré por Kjartan, el de la administración del puerto, y también de que el padre murió hace poco -y añadió como explicación-: Fui a verle por recomendación de Markús.

Leifur asintió.

– Como ya te dije antes, Jóhanna, la hermana de Alda, sigue viviendo en la isla, pero no sé exactamente si la madre también vive aquí-dijo entonces-. Si tengo que ser sincero, nunca tuve excesivo aprecio por ese viejo amigo de mi padre. Sobre todo desde que yo me hice cargo de la empresa.

– ¿Y eso? -preguntó Þóra con extrañeza-. ¿Qué sucedió?

Leifur se encogió de hombros con indiferencia.

– Mi padre era demasiado sentimental, en mi opinión, en su relación con ellos. No quiero dar a entender que no fueran buena gente, sobre todo Geiri, el padre de Alda, aunque no todas sus relaciones fueran del todo como deberían.

– Ahora sí que no entiendo -dijo Þóra-. ¿De qué relaciones me estás hablando?

– La compra del primer barco -respondió Leifur-. Formaron una sociedad para comprarlo mi padre y Geiri, el padre de Alda. De modo que al principio la empresa era propiedad de los dos -señaló el óleo de un barco que estaba colgado en la pared detrás de Þóra-. Ese es el barco, Strokkur VE, un buque de motor de cien toneladas. Ese cuadro estaba en la oficina de mi padre. Lo quité de allí cuando tomé la dirección, porque recordaba demasiado a mi padre y quería que estuviese perfectamente claro que era una persona nueva la que estaba ahora al mando. Pero quería seguir teniéndolo a la vista. No solo en el trabajo -Leifur sonrió para sí-. Hoy día no se consideraría un barco del otro mundo, pero en su tiempo no estaba nada mal -el gesto de Leifur dejaba ver que aún se sentía unido a aquel barco, aunque el cuadro en sí no pudiera contarse entre las obras de arte maestras-. Llevaban solo un par de años con el barco cuando se produjo la erupción, y mi padre tuvo un enfrentamiento con Geiri sobre la continuidad de la empresa. Mi padre quería seguir con ella después de la erupción, pero Geiri simplemente renunció y le vendió su parte.

– Vi una noticia de esa época que trataba de un arrastrero que hundieron para cobrar el seguro -dijo Þóra-. Eso parece indicar que la pesca no enriquecía a la gente.

– Exactamente -dijo Leifur-. En esa época hubo problemas tremendos, aunque afortunadamente nunca se llegó a medidas tan desesperadas como la que acabas de decirme; pero en los peores momentos se estuvo realmente cerca.

– ¿Tu padre era rico antes de la creación de la empresa? -preguntó Þóra apartando la vista del óleo y mirando a Leifur-. No sé prácticamente nada sobre barcos, pero me imagino que costarán lo suyo.

Leifur sonrió.

– No, no era rico en realidad. Invirtió todo lo que tenía para adquirir su parte, pero no alcanzaba más que para una participación no demasiado grande del valor total del barco. Él y Geiri pidieron un crédito bastante elevado a fin de comprar el barco, hipotecando todas sus propiedades. El barco, naturalmente, también estaba completamente hipotecado. En consecuencia, mi padre solo tuvo que pagarle a Geiri lo que había puesto al principio, pero no se preveía un crecimiento de la empresa en esos primeros años y no estaba claro si podría mantenerse después de la erupción. Una parte de las cosas hipotecadas desapareció con nuestra casa, lo que complicó considerablemente la situación financiera -Leifur bebió un sorbo de vino-. Pero mi padre no se rindió pese al viento en contra, y lo cierto es que le echó aún más coraje al asunto. Logró conservar el barco y mejoró aún más la situación cuando compró, a precio de saldo, la única planta de procesamiento de pescado que había en el puerto; lo hizo antes de que terminara la erupción. El anterior propietario se había declarado en quiebra y él aprovechó la oportunidad y la puso en marcha antes incluso de que la erupción acabara del todo. Cuando se acordó la venta, nadie creía que fuera a conseguirlo, pero es que entonces todo el mundo pensaba que cualquier propiedad que hubiera en las Islas Vestmann perdería todo su valor.

– ¿Y cómo pudo tu padre hacer frente a los gastos? -preguntó Þóra-. ¿Se podía pescar a pesar de la erupción?

– La flota de las Vestmann consiguió un récord ese invierno. Mi padre pescó más que nunca, aunque no desembarcó el pescado en Heimaey hasta que adquirió la planta. Mi padre era muy trabajador, pero también un hombre afortunado. Las buenas pescas y la inflación, que fue suavizando el coste del préstamo con el paso del tiempo, hicieron que empezara a amasar mucho dinero. Cuando la planta volvió a funcionar, pudo ir comprando más barcos poco a poco, y con el tiempo añadió un arrastrero, luego otro y así sucesivamente. Los cimientos de la empresa, tal como es hoy, los edificó, claramente, durante la erupción. Su determinación en unos momentos en que parecía que la entrada al puerto iba a quedar cerrada por la lava fue la causa de su riqueza, pero su amigo, que se acobardó en los momentos difíciles, se quedó a verlas venir.

– En la oficina de Kjartan vi una foto en la que están tu padre, ese tal Geiri y unos cuantos más -dijo Þóra-. Uno de ellos era el comisario, Guðni, que tengo entendido que formaba parte del grupo de amigos de tu padre. Imagino que en algún momento esa amistad se cortó.

Leifur sacudió la cabeza.

– No, mi padre y Guðni han sido amigos siempre. En cambio Kjartan se enfadó cuando surgió un caso de tráfico ilegal de alcohol en el que se vio envuelto. Pensaba que lo más apropiado era que Guðni se olvidara de su participación en el contrabando, puesto que eran amigos. Por fortuna, mi padre no estaba involucrado en el caso. Pero no acabo de entender por qué montó tanto jaleo Kjartan con ese asunto, porque el caso se sobreseyó y él no sufrió ningún perjuicio -Leifur carraspeó y jugueteó con los botones de su camisa. Þóra tuvo la sensación de que no le estaba diciendo toda la verdad, pero tampoco estaba segura de que estuviese mintiendo. Leifur miró a Þóra con ojos interrogantes-. ¿Guðni te está causando problemas?

– No -dijo Þóra a regañadientes-. Al menos todavía no. Esperemos que la investigación termine sin que suceda tal cosa.

El rictus de la boca de Leifur se endureció y parecía estar a punto de decir algo, pero aparecieron María y Bella con un nubarrón de humo detrás de ellas y Leifur se contuvo. Para enorme alivio de Þóra, el plato principal era una pierna de cordero. Dudaba si Leifur le había mentido. Quienes no tienen mucha costumbre de decir mentiras se delatan siempre.

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