Capítulo 23

Sábado, 21 de julio de 2007

La fría mirada de la anciana recordaba, sin duda, a su hijo más joven, Markús, aunque en todo lo demás madre e hijo eran muy distintos. Ella tenía el cabello blanco pero el rostro prácticamente libre de arrugas. Aunque aquel era el único rasgo juvenil de las facciones de Klara. Llevaba un vestido multicolor, de grandes dibujos, pero el estampado tenía la función de ocultar la ausencia de estilo de la prenda. Los ojos tenían ese tono aguado de la vejez, y sin embargo no ocultaban que la mujer no estaba precisamente encantada de tener que sentarse a charlar con Þóra. Klara tendría, con toda seguridad, más de ochenta años pero llevaba su edad bastante bien, sentada como estaba, en un espléndido sofá, con la espalda bien recta. Garras de león talladas adornaban brazos y patas del sofá. Encajaban perfectamente con Klara, que encajaba, a su vez, perfectamente con el salón, adornado con innumerables jarrones de cristal. En cambio, Þóra sintió simpatía hacia el padre de Markús. Él no armonizaba mucho con aquella imagen imponente y anticuada. Ocupaba un asiento bastante más moderno que el resto del mobiliario, una butaca de cuero con reposapiés extensible. Vestía pantalones de chándal y jersey de cuello vuelto, con un chal cubriéndole los hombros. En los pies, unas zapatillas de cuero. Leifur estaba sentado al lado de su padre, aunque debía de haberse puesto allí poco después de que Þóra fuese invitada a pasar al salón. No tenía muy claro el papel del hijo en aquella reunión. Tal vez había de actuar como una especie de última línea defensiva para evitar que Þóra llegara demasiado lejos con sus preguntas, y para apoyar a su madre en lo que hiciera falta. Cuando habló con Þóra la noche anterior, no le mencionó que tuviera pensado asistir a la reunión.

– ¿De modo que no recuerdas a ningún extranjero de esa época? -preguntó Þóra a la anciana; y enseguida añadió-: Probablemente serían ingleses los cuatro -Þóra casi estaba mareada por el fuerte olor a perfume que surgía de Klara.

– No, no me acuerdo -respondió Klara-. Yo tenía bastante trabajo en casa y no bajaba mucho al puerto, que era donde solían andar los extranjeros.

– Comprendo -dijo Þóra-. ¿Tu marido no tenía negocios con extranjeros en esa época?

– Yo nunca me metía en las cosas de su trabajo, así que sencillamente no lo sé -respondió la mujer, que hizo un gesto que daba a entender claramente que las preguntas le resultaban molestas-. Magnús se ocupaba de sus asuntos él solo, sin que yo me metiera en ellos ni por asomo, como era habitual entonces -miró de reojo a su marido, que observaba silencioso la ventana.

Þóra decidió ver qué pasaba cambiando de tema, preguntándole por Valgerður y Daði. Tal vez la mujer se relajara si hablaban de cosas que no fueran cuestiones suyas personales.

– El nombre de tu antigua vecina, Valgerður Bjólfsdóttir, ha salido a relucir en relación con Alda Þorgeirsdóttin No estoy del todo segura de cómo se relacionan, pero esperaba que tú pudieras informarme mejor al respecto.

– No sé nada de eso -respondió la anciana en el mismo instante en que Þóra dejó de hablar.

– ¿De qué? -preguntó Þóra, convencida de que Klara ocultaba algo: ni siquiera había intentando evocar algún recuerdo-. ¿Sobre la relación entre ambas? -Þóra no esperó su respuesta sino que sonrió a la mujer, sin muchas ganas, comunicándole así que sabía perfectamente que no estaba todo dicho todavía-. Lo poco que he oído sobre Valgerður y su esposo Daði procede todo de la misma fuente: que los dos eran bastante fastidiosos. Sería bueno oír tu opinión sobre ellos.

– ¿Y en qué puede ayudarle eso a Markús? -preguntó Leifur extrañado, sin ocultar su enfado-. Tenía entendido que el objetivo de hablar con mis padres era recoger información que pudiera serle de utilidad.

La anciana clavó los ojos en su hijo, enfadada.

– Yo sé contestar sola -dijo con aspereza. Se volvió hacia Þóra-. Aunque estoy de acuerdo con Leifur y no comprendo bien qué relación pueda tener eso con Markús, no es ningún secreto que Valgerður y Daði eran personas especialmente desagradables. Ella era una chismosa y disfrutaba hablando de las desgracias de otras personas -dijo Klara, carraspeando-. Supongo que así compensaba sus propias penas.

– ¿Qué penas? -preguntó Þóra-. Tengo entendido que era enfermera y que él trabajaba en el mar. No creo que eso fuera peor de lo habitual.

– No tiene nada que ver con el dinero ni con el trabajo -dijo la anciana-. Se conocieron cuando Valgerður vino al hospital de la isla, nada más diplomarse como enfermera. Hasta después de intercambiar los anillos no se enteró de que Daði amaba a la botella más que a ella. Así que fue un matrimonio difícil y carente de amor. Al principio no eran realmente más desgraciados que otros del vecindario, pero todo fue de mal en peor. Todo lo que sucedía en una casa se oía en las demás. La ventana de nuestro dormitorio daba a la de ellos, y yo sobre todo la compadecía, más que nada.

– ¿Qué es lo que cambió? -preguntó Þóra, que había empezado a compadecerse de la desdichada Valgerður.

– Pues que defraudó mi confianza abriendo una herida imposible de curar -dijo Klara con los labios apretados.

– ¿Podrías explicarte un poquito más? -le rogó Þóra-. No es curiosidad, es que necesito entender lo que pasaba en la calle para poder ayudar a Markús. Es prácticamente seguro que quien metió en el sótano los cadáveres era alguna persona conocida.

Klara miró a Þóra sin decir nada, al principio. Luego frunció el ceño y dejó escapar un leve suspiro.

– No veo qué importancia puede tener hoy día ese suceso de hace tanto tiempo y de tan escasa importancia -carraspeó-. Pero tampoco veo por qué tendría que ocultártelo -se irguió-. Después de tener que oír los gritos de Daði y los llantos de Valgerður durante seis meses, decidí hablar con ella y dejar que llorase sobre mi hombro, porque se encontraba muy sola. Todos sus parientes vivían en Reikiavik, y en aquellos días la gente no llevaba teléfono móvil para poder hablar donde y cuando te apeteciera. Charlé con ella en privado y le dije que no era la única con un marido autoritario y aficionado a la bebida. Le dije que era algo demasiado habitual, por desgracia, y que podía venir a verme si necesitaba apoyo -Klara arrugó la nariz para dar más énfasis a la continuación-. Me lo agradeció aireando a los cuatro vientos la lista de maridos a los que yo había hecho referencia… ante quien quería oírla y ante los que no. Necesité meses para recuperar la confianza de las mujeres afectadas.

– ¿No podría ser que ella estuviera ya tan desesperada por tener amigos que te sacrificara a ti en el altar de otras posibles amistades? -preguntó Þóra, que intentaba ponerse en la piel de aquella forastera en una pequeña sociedad rural que no tenía a nadie cercano.

– Quizá fuera eso -repuso Klara, muy enfadada-. Pero no por ello dejó de ser algo de todo punto imperdonable. Esa mujer no podía contar con meterse en los círculos más íntimos así por las buenas, y una vez que yo expliqué lo sucedido a la gente, se quedó aún más aislada que antes. Hacer aquello no fue nada sensato por su parte -Klara se puso las manos sobre sus anchos muslos para prestar más énfasis a su propia manera irreprochable de comportarse.

Þóra no valoró en exceso su perfección.

– ¿Perdieron algún hijo Valgerður y Daði? -preguntó, aunque sabía que Bella estaba intentando averiguarlo en aquellos mismos momentos.

– No -respondió Klara-. Mientras vivieron aquí no tuvieron hijos. Lo intentaron todo lo que pudieron, pero nunca lo consiguieron. Valgerður sufrió al menos dos abortos, lo que no contribuyó a endulzar su agrio carácter. Naturalmente, en esos tiempos no existían todos esos psicólogos a los que acude ahora la gente, pero no cabe duda alguna de que su gran interés por nuestros hijos, aún pequeños, tenía que ver con el hecho de que ella no tenía ninguno. Se dedicaba a contar historias de todos los niños del barrio, también de mis chicos, porque eran muy traviesos.

– En la casa tenían una habitación para niños -dijo Þóra, confiando en que nadie preguntara de dónde había sacado esa información-. ¿Es posible que las personas que vivieran allí antes que Valgerður y Daði tuvieran hijos? -en aquellos momentos, era de esperar que Bella estuviera descubriendo en el archivo municipal la respuesta a esa misma pregunta.

– La casa la construyeron ellos, de modo que nadie vivió allí antes. El barrio era uno de los más nuevos de la ciudad, y algunas de las casas ni siquiera estaban terminadas del todo, aunque todas estaban ocupadas -dijo Klara-. Yo entré poquísimas veces en su casa, en realidad solo por obligación -movió los hombros como si le dolieran-. Nunca vi ese cuarto de niños, pero es posible que lo tuviesen. En realidad, tengo entendido que tuvieron un hijo después de la erupción, de modo que tal vez se había quedado embarazada y prefirió no decir nada en vista de las experiencias anteriores. Tal vez estaban preparando el nacimiento del niño. Pero no comprendo por qué tenían tanto interés, pues una mujer que conozco me dijo que era la comidilla de todos en el noroeste el nulo interés que mostró Valgerður por el recién nacido nada más parirlo. Aquello anunciaba problemas.

– ¿Tuviste contacto con ellos después de que se marcharan? -preguntó Þóra.

– No -dijo Klara escandalizada-. ¿Por qué iba a tenerlo? Te he estado diciendo que ni el marido ni la mujer me caían nada bien. De aquí se fue mucha buena gente que nunca regresó. Yo tenía suficiente como para mantener el contacto con ellos.

– Comprendo -dijo Þóra con cortesía-. ¿Crees que Daði y Valgerður podrían tener alguna clase de relación con los cadáveres que aparecieron en el sótano de vuestra casa?

– De eso no tengo ni idea -respondió la mujer, que seguía irritada-. Ya le he dicho a la policía que no tengo ni la menor idea de cómo pudo suceder aquello y vuelvo a decirlo una y otra vez: no tengo ni la más mínima idea.

Þóra se percató de que la anciana hablaba de «yo» y no de «nosotros», sin decir nada que pudiera incluir a su marido. También le llamó la atención, al leer el informe de la policía, que el suyo era el más breve de todo el caso y que había sido escrito por Guðni, el comisario jefe de la isla. A Klara solo le habían hecho un par de preguntas, que respondió con la mayor brevedad posible. Þóra imaginaba que Stefán y sus colegas no serían igual de respetuosos si decidían interrogar a la mujer.

– Pero ¿ellos tenían relaciones con extranjeros aquí en las islas? -preguntó Þóra por si acaso.

– Bueno, Valgerður trabajaba en el hospital, además de como enfermera de la escuela dos tardes por semana -respondió Klara-. En la escuela no había profesores extranjeros, ni nadie más que fuera extranjero, pero en el hospital ingresaban a veces marineros extranjeros heridos, y otros forasteros de los que no sé más detalles. En esos casos no se puede hablar de relaciones, en realidad, aunque ella les curase las heridas. Daði trabajaba con uno de los armadores más pequeños de las islas. Allí solamente trabajaban islandeses, por lo que yo sé. Por otra parte, lo mejor será preguntárselo al hijo sobreviviente de esa gente, quizá incluso podría decir más que yo, que nunca he tenido interés alguno por ellos.

– ¿Así que Daði ya no vive? -preguntó Þóra-. Sé que Valgerður aún respiraba hace no demasiado tiempo, pero no sabía a ciencia cierta si él seguía con vida.

– Tengo entendido que murió de cirrosis hace dos años o así -respondió Klara con un tono de dureza en la voz-. Pero creo que su hijo vive todavía.

– ¿Tienes idea de cómo se llama? -preguntó Þóra.

– No, no me acuerdo. Lo oí alguna vez, pero hace mucho que lo olvidé.

Þóra asintió, quién sabía si Bella se lo encontraría en el archivo. Había conseguido que la mujer empezase a hablar por fin, de modo que era el momento de cambiar de marcha, además de que no se le ocurrían más preguntas sobre los vecinos.

– Otra cosa -dijo entonces-. La noche del viernes 19 de enero de 1973, esto es, el fin de semana anterior a la erupción, en la escuela de Heimaey hubo un baile que se desmadró. A Markús lo fue a buscar su padre, porque él y todos sus compañeros de clase agarraron una borrachera espantosa -miró a la mujer a los ojos-. ¿Recuerdas esa noche?

Klara puso una cara como si Þóra le hubiese pedido que le dejara rebuscar en la cesta de ropa sucia de la familia.

– Creo recordarlo vagamente -respondió, aunque era evidente que recordaba perfectamente la noche en cuestión-. No fue solo Markús, sino la clase entera, si no recuerdo mal. Markús no bebía, a diferencia de los demás chicos de por aquí, de forma que a nosotros aquello nos pilló totalmente por sorpresa.

– No tengo ningún interés en si Markús bebía o no, sino en si recuerdas alguna otra cosa extraña de esa noche -dijo Þóra-. ¿Recuerdas si tu marido volvió a salir después de dejar a Markús en casa, por ejemplo en plena noche, y si quizá fue al puerto?

Klara palideció.

– Magnús no fue a ningún sitio -respondió-. Vino a casa con el chico y se quedó aquí. Magnús no tenía por costumbre andar por ahí en plena noche, y desde luego no estaba de humor después de ver el estado en que se hallaba su hijo -jugueteó con un magnífico anillo de oro que llevaba en el anular de la mano izquierda, y apartó la mirada.

Þóra no le creyó ni media palabra. Por primera vez, la anciana parecía nerviosa y, evidentemente, no era buena actriz. Parecía mentir tan mal como su hijo cuando se la presionaba.

– ¿Y tú, Leifur, recuerdas que sucediera algo esa noche? -miró a Klara y esbozó una falsa sonrisa-. Tal vez Magnús salió cuando tú estabas ya dormida.

Leifur sacudió la cabeza.

– Ese fin de semana, yo estaba en Reikiavik. El instituto había vuelto a empezar después de las vacaciones de Navidad, y yo estaba en tercero y vivía en la capital.

Þóra frunció el ceño.

– Pero la noche de la erupción estabas aquí, ¿no? -preguntó-. Y la erupción fue a mitad de semana, ¿no?

Leifur le sonrió, y parecía perfectamente sincero, a diferencia de su madre, que mostraba a todas luces que aquellas preguntas ya no le resultaban indiferentes.

– Lo de Markús y su borrachera fue toda una tragedia -dijo Leifur-. Mi madre estaba destrozada y mi padre furioso, así que decidí escaparme y venirme para acá a fin de calmar un poco el ambiente y echarle una buena bronca a Markús. Aquel lunes no había clase en el instituto, de todos modos, de forma que no me perdí mucho. Tenía intención de volver a Reikiavik el martes, aunque no esperaba que a medianoche pasara lo que pasó.

– ¿Es Sigríður? -se oyó decir de repente al anciano, que había dejado de mirar por la ventana y ahora miraba a Þóra sin comprender.

– No, papá -respondió Leifur con cariño-. Esta mujer se llama Þóra. Sigríður murió -añadió luego, cogiendo la mano de su padre-. Mira que tienes frías las manos. ¿Quieres que te tape mejor? -Leifur no esperó respuesta, pues el anciano parecía haber vuelto a perder el sentido de la orientación. Leifur miró a Þóra-: Sigríður era su hermana. Quizá piense que os parecéis, aunque yo no veo semejanza.

Þóra sonrió a padre e hijo.

– Hola, Magnús -dijo con voz desusadamente alta, aunque hubiera decidido no hablar al anciano-. Me llamo Þóra y soy abogada -el anciano no apartó la mirada de ella, pero frunció el ceño-. Estoy ayudando a tu hijo. Encontraron unos cadáveres en el sótano de vuestra casa de Suðurvegur y la policía cree que Markús está envuelto en el caso -Leifur y su madre la habían autorizado a intentar charlar con él, pero ambos se mostraron de acuerdo en que no serviría de nada. El gesto de madre e hijo indicaba, en cambio, que cuando dieron su autorización no se referían precisamente a aquel tema.

– ¿Sigríður? -repitió el anciano con tono interrogante-. ¿En el sótano? -añadió. Las palabras de Þóra se filtraron en su mente aunque ella no sabía a ciencia cierta si con ellas le llegaría también algún significado. El hombre calló y se volvió de nuevo hacia la ventana.

– No sirve de nada insistirle -dijo Klara; su voz parecía más suave que antes-. Todavía habla, pero lo que dice no es muy coherente con lo que sucede a su alrededor. Y además es él quien dirige las pocas conversaciones en las que participa. No es posible llevarlas hacia ningún sitio -apartó la vista de su marido y volvió a mirar a Þóra. Su gesto se endureció-. Te agradecería que no le insistieras más.

Þóra se mostró de acuerdo. Había esperado que el hombre fuera más capaz, aunque toda la familia asegurase que estaba total y completamente ausente.

– Klara -dijo Þóra con dulzura-, ¿crees que tu marido pueda tener alguna relación con este caso? Hasta las mejores personas pueden llegar a verse envueltas en situaciones que hacen surgir lo peor que hay dentro de ellas. Nadie sabe lo que sucedió realmente, e incluso podría existir una explicación lógica para tanta violencia, aunque no podemos hallarla por el largo tiempo transcurrido desde entonces.

La anciana se echó hacia atrás como para alejarse de Þóra todo lo posible. El olor del perfume se debilitó un poco.

– Tengo entendido que esos hombres fueron golpeados hasta la muerte -dijo Klara-. Mi marido era fuerte, muy fornido. Pero no era un hombre violento. Nunca habría podido matar a nadie.

– ¿Nunca participó en peleas en sus años mozos, que tú sepas? -preguntó Þóra.

– ¡En peleas! -dijo Klara, muy molesta-. Él era… -miró de reojo a su marido y se corrigió-: Él es un hombre. Claro que se vio metido en peleas hace muchos años, pero eso se acabó cuando nacieron los niños.

– ¿No armaba jaleo cuando se tomaba una copa, o cosas de esas? -preguntó Þóra recordando las palabras de Markús de que su padre no era demasiado divertido cuando llevaba una copa encima. También sabía que los marinos de hace años bebían muchísimo. Ella misma tenía muchos «lobos de mar» en la parte materna de su familia, y había oído historias sobre sus largas singladuras. Cuando estaban embarcados, trabajaban bajo una presión enorme y en cuanto llegaban a tierra se desenfrenaban. Ahora eran otros tiempos, y los marineros borrachos no destacaban más que cualquier otro profesional.

– Magnús no era violento cuando bebía, si es esa la pregunta -respondió Klara con sequedad-. Tampoco tenía problemas con el alcohol, como tantos de sus compañeros. Creo, en realidad, que ese es el motivo de que le fuera en la vida mejor que a ellos, y de que consiguiera levantar una empresa que ahora está entre las más fuertes de la isla.

– También tuvo su parte el que fuera tan tremendamente trabajador -se oyó decir a Leifur-. Corren historias sobre su diligencia cuando era joven, y lo cierto es que fue así durante toda su vida -puso una mano sobre el hombro de su padre-. No nació con una cucharita de plata en la boca, como tanta gente hoy día.

Þóra no pudo menos que pensar que Leifur era una de esas personas, pues había recibido la empresa de manos de su padre. Decidió asimismo no seguir insistiéndoles sobre la afición de Magnús a la bebida, porque no parecía que tuviera importancia alguna.

– ¿Podría haberse visto envuelto en este asunto por ayudar a otros? -preguntó Þóra-. A Þorgeir, el padre de Alda, por ejemplo.

– ¿Sigríður? -dijo Magnús de repente, de forma que ni la madre ni el hijo pudieron responder a su pregunta-. ¿Conoces a Alda, la de Geiri?

– Sí -dijo Þóra, por miedo a que el anciano volviera a encerrarse en su concha si decía que no.

– ¿Cómo sigue? -preguntó el anciano, cogiendo el borde de la manta-. Fue espantoso -continuó.

– ¿Qué fue espantoso? -preguntó Þóra con calma, para no destruir el momento.

– ¿Vivirá el halcón? -dijo entonces el anciano-. Eso espero.

– Seguro que sí -dijo Þóra, intentando desesperadamente encontrar la pregunta adecuada-. ¿Mató Alda a ese hombre? -preguntó entonces, pues no se le ocurrió ninguna otra cosa.

El anciano la miró y su mente pareció espesarse:

– ¿Siempre tienes que ser tan difícil, Sigríður? ¿Quién te dijo que vinieras?

– Klara -respondió Þóra sonriendo lo mejor que supo. Cuando encontró la mirada vacía y el gesto interrogante, añadió-: Klara, tu mujer.

– Pobrecito niño -dijo Magnús, y sacudió la cabeza lentamente-. Pobre niño, tener que estar con esa gente.

– ¿Alda? -preguntó Þóra desesperada, porque el hombre parecía encerrarse de nuevo en sí mismo-. ¿Alda tuvo problemas cuando era pequeña?

– Espero que viva el halcón -dijo Magnús, y cerró los ojos.

Nuevos intentos de hacerle hablar no tuvieron ningún éxito. Þóra se sentó pensativa, sin lograr ver sentido alguno en sus palabras. ¿De qué halcón estaba hablando? ¿Se refería a algún suceso de su propia vida sin relación alguna con Alda ni con los cadáveres? ¿Y a qué niño se refería?

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