Capítulo 21

Viernes, 20 de julio de 2007

– Mira, Markús, a veces las cosas son así -dijo Þóra con el mejor tono de consuelo que era capaz-. Esto no tiene por qué significar que los jueces te consideren culpable en absoluto. Me pareció muy claro que dudaban de los argumentos de la policía, y prestaron mucha atención cuando señalé todas las cosas que no encajan y todo lo que hay a tu favor. Estoy totalmente convencida de que si hubieran tenido que decidir entre culpabilidad y absolución, no estarías aquí. La decisión no se tomó única y exclusivamente porque la policía consiguiera demostrar que necesitaban que siguieras en prisión preventiva en beneficio de la investigación. Tiene también su importancia que el caso sea muy serio, no todos los días aparecen cinco personas asesinadas. Que cuatro de ellas parezcan ser ciudadanos extranjeros tampoco nos ayudó demasiado.

Þóra no exageraba. Había tenido muy buenas sensaciones en relación con el caso durante un buen rato, y llegó a estar casi segura de triunfar, sobre todo cuando uno de los jueces se quedó atónito ante la foto del hombre de aspecto femenino y preguntó si era habitual que en los grupos de fotos para identificar sospechosos se incluyeran personas de ambos sexos.

– Oír esas cosas me hace sentirme mucho mejor -dijo Markús con sequedad. Miró a Þóra, se notaba la furia borboteando en su interior-. Estoy aquí a pesar de ser inocente, y no tengo más remedio que preguntarme si no sería mejor elegir otro abogado. Cuando te contraté no esperaba que poco después acabaría en prisión provisional como sospechoso de asesinato. Por no hablar de un asesinato en serie.

Þóra no intentó esquivar el ataque, sino que respondió directamente:

– Si quieres buscarte otro abogado, no tengo ningún inconveniente. Incluso te puedo dar los nombres de algunos colegas míos con más experiencia que yo en casos penales. Es tu vida y tú decides -prefirió no añadir que aquello no habría tenido influencia alguna en la decisión del tribunal de segunda instancia.

Markús asintió pensativo y se pasó las manos por el rostro repetidas veces. Evidentemente, había confiado en que lo pondrían en libertad.

– No son tantos días -dijo con desgana-. No dudo de que tú sabrás sacar adelante todo este asunto. Es solo que estoy hecho polvo y no sé qué va a pasar ni entiendo lo que ha pasado. No quiero cambiar de abogado -volvió a pasarse las manos por la barbilla-. ¿Qué ha dicho mi hijo? -preguntó entonces, nervioso.

– Como es lógico, se llevó un disgusto terrible, pero parece un chico inteligente, de forma que no hay que preocuparse demasiado por él. Comprende el procedimiento judicial y le puse especialmente de relieve que se trataba única y exclusivamente de un mecanismo de la investigación, y que no era en absoluto lo mismo que un juicio -dijo Þóra -. No te preocupes por él.

– Quizá podrías llamarle otra vez de mi parte -dijo Markús, y Þóra asintió-. ¿Por qué no dieron validez a la llamada telefónica? -preguntó luego Markús, hablando muy deprisa-. Pensaba que eso sería suficiente para demostrar que yo estaba lejos de la casa de Alda cuando ocurrió todo. Tú dijiste que era evidente que el teléfono se encontraba al este, al otro lado de las montañas.

– La policía sigue pensando que el teléfono no estaba en tu poder en esos momentos -dijo-. Piensan que tienes un cómplice. Sería él quien llevaría el teléfono, a fin de proporcionarte una coartada.

El rostro de Markús se puso de color escarlata.

– ¿Cómo pueden decir tal cosa?

– Es demasiado rebuscado por su parte -dijo Þóra-. Poco antes de que te telefoneara Alda, te llamó también una persona desconocida. Por desgracia tiene número oculto, de forma que hará falta cierto tiempo para localizarlo, si es que se consigue -prosiguió-. Stefán dijo que no te acordabas de quién era. ¿Te has podido acordar?

– No -dijo Markús-. No sé cómo voy a acordarme. ¿No es suficiente con que me llamara Alda?

– Sería definitivo -dijo Þóra-. Siempre que pudiéramos demostrar que fuiste tú quien contestó al teléfono, porque entonces sería evidente que tú lo llevabas encima cuando estabas viajando a tu casa de campo, y no ese cómplice imaginario.

– Comprendo -dijo Markús pasándose las manos alrededor de los ojos-. No -cerró los ojos-, no consigo acordarme. Maldita sea…, hace tanto tiempo…

– Inténtalo por todos los medios -dijo Þóra-. En el peor de los casos podrías darme los nombres de las personas con las que sueles hablar por teléfono y yo me pondré en contacto con ellos a ver qué sale. Eso conseguiría desarmar a la policía -calló por un momento-. Y tampoco vendría mal que pudieras recordar quién es la persona en cuestión mientras estás aquí. Así no despertarías sospechas de haber podido influir sobre un testigo.

– Lo intentaré -dijo Markús-. Puede ser que me llamara mi hermano Leifur, pero, que yo sepa, no utiliza número oculto. Sé que hablé con él en algún momento ese mismo día. Recuerdo que quería que fuera a verle, porque pensaba ir a Heimaey.

– Desde luego, sería estupendo que se tratara de él -dijo Þóra-. Pero sería mejor aún que fuera alguien menos directamente relacionado contigo -no necesitaba explicarlo con más detalle-. Mira, Markús -siguió con tranquilidad-, ¿te das cuenta de la gravedad del asunto? -no esperó su respuesta, sino que continuó-: Me parece de lo más probable que los cuatro hombres del sótano tuvieran algo que ver con tu padre, de una u otra forma. No estoy afirmando que los matara él, sino que tiene alguna relación con el caso. Cualquier otra cosa resulta demasiado inverosímil -vio que Markús iba a contradecirla, pero le pidió que esperase un momento-. Imagínate, los cadáveres llegaron a tu casa mientras tu padre estaba intentando salvar las pertenencias de la familia. Si tu padre no tuviera nada que ver, seguramente habría algún escondite mejor en Heimaey. Se me ocurrió que tal vez los podía haber ocultado allí para hacerle un favor a algún amigo. Al padre de Alda, a Daði o incluso a Kjartan. Aunque también pienso que Alda tuvo relación con este asunto de una u otra forma; en realidad queda excluido que fuera ella quien mató a esos hombres.

– Mi padre no lo hizo -dijo Markús, aunque sin la convicción que solía acompañar a sus afirmaciones-. No puedo creerlo.

– Quizá no -dijo Þóra-. Pero conocía el asunto. Cualquier otra cosa es inverosímil -respiró hondo y señaló con el dedo lo que les rodeaba en la reducida estancia de la prisión de Litla-Hraun en la que los internos recibían las visitas de sus abogados-. No puedes dejar que la preocupación por tu padre se convierta en una cadena que te aprisione como sucede ahora. Te aconsejo que me dejes hablar con tus padres. A lo mejor tu padre dice algo, nunca se sabe. Los recuerdos más antiguos son los que perduran más tiempo en las personas con Alzheimer. Aunque dentro de unos días estés ya fuera de aquí, este caso seguirá planeando sobre tu cabeza como el nubarrón de una tormenta hasta que todo haya quedado explicado. Si no encuentran al criminal, habrá quienes sigan considerándote a ti el culpable -le dejó un momento para que digiriera sus palabras-. Piénsatelo, te llamaré esta tarde.

Markús levantó los ojos y sonrió.

– Ya solo quedan sesenta y ocho horas aquí.

– ¿Sabías que Alda estaba obsesionada por el sexo? -preguntó Þóra, nada segura de si era muy adecuado expresar así la pregunta-. Su ordenador está repleto de pornografía.

Markús se quedó boquiabierto.

– No, no lo sabía-contestó-. Siempre fue muy moralista. ¿No podía ser por algo relacionado con el trabajo?

– Puede ser -dijo Þóra, aunque no conseguía ver la utilidad que podrían tener aquellas páginas para su trabajo en la clínica de cirugía estética o en el servicio de urgencias. Sacó las fotos que le había proporcionado Dís y se las enseñó a Markús-. ¿Te suena de algo este tatuaje? -preguntó mientras le entregaba la fotocopia.

Markús echó un vistazo a la foto y dijo:

– No. No lo he visto nunca. ¿Quién lleva encima esta atrocidad? -pregunto al devolverle la foto a Þóra.

– A decir verdad, no tengo ni idea -dijo Þóra entregándole a continuación la foto del joven que había aparecido también en la mesa de Alda-. ¿Y a este hombre lo conoces? -no le pasó desapercibida la sorpresa de Markús al ver la foto. Pero no dijo nada, se limitó a negar con la cabeza y devolverle el papel-. ¿No lo has visto nunca? -preguntó Þóra.

– No, a primera vista me recordó a un chico de los viejos tiempos, pero me parece que esta fotografía fue tomada hace poco -dijo Markús-. ¿De quién se trata?

– No tengo ni idea -dijo Þóra-. Esperaba que tú pudieras decírmelo -dejó las fotocopias en su lugar original-. ¿Cuándo volviste a ver a Alda después de la erupción? -preguntó-. Me dijeron que pasó un tiempo en el instituto de Ísafjörður, pero allí nadie sabe de su existencia. ¿Puede ser una confusión?

– No, en absoluto -respondió Markús-. Alda se fue a Ísafjörður y estuvo en el instituto hasta principios de año. Luego cambió de colegio y se trasladó a Reikiavik con el año nuevo. Allí retomamos el contacto, porque yo estaba ya en el instituto de Reikiavik cuando ella llegó -miró al infinito, como si intentara recordar algo-. Eso fue a principios de 1974. Era mi primer año allí, o sea que estaba en el tercer curso.

– ¿En qué curso estaba ella? -preguntó Þóra.

– En el mismo que yo. Teníamos la misma edad y ella había hecho la primera parte del curso en Ísafjörður.

– A mí me contaron que Alda se matriculó en el instituto justo después de la erupción -dijo Þóra-. Que empezó a mediados de invierno y luego subió de curso. Me parece bastante extraño, pero ¿realmente es así?

– Lo que yo oí fue lo siguiente -respondió Markús-: era la mejor alumna de todo el curso, de modo que pudo pasar fácilmente al curso superior.

– Pero ¿no tendría que haber estado entonces en un curso más alto que el tuyo en el instituto de Reikiavik? -preguntó Þóra.

– Hombre, a lo mejor es que no pudo estar allí la primavera posterior a la erupción y no consiguió seguir sus estudios el semestre de otoño -dijo Markús; saltaba a la vista que hablar de aquel tema le parecía una pérdida de tiempo.

– Pasemos a otro asunto -dijo Þóra-. Tengo entendido que la noche del viernes anterior a la erupción hubo un baile en el colegio, y que todos los chicos de tu curso se emborracharon a la vez. ¿Lo recuerdas?

Markús asintió con cara de tonto y respondió:

– Aquella fue la primera vez que bebía, aunque parezca difícil de creer. La mayoría de mis compañeros empezaron con el alcohol ya hacia los trece años -se le veía incómodo, pero continuó-: A mi padre no le sentaba nada bien el alcohol, si se puede decir así. Así que yo decidí no beber nunca en toda mi vida, porque no quería parecerme a él cuando estaba embriagado.

– Una decisión de lo más madura para un chico aún pequeño -dijo Þóra.

– Y no duró mucho -repuso Markús con una sonrisa incómoda-. En la borrachera comunitaria pensaban participar todos, más o menos, y yo no pude escaquearme. De forma que aquella fue mi primer borrachera; fue una noche que tardé mucho en olvidar.

– ¿Recuerdas si fueron a recoger a Alda, o si se fue ella sola a casa? -preguntó Þóra-. ¿Sabes por casualidad si estuvo en el puerto?

Markús la miró extrañado, y dijo:

– Pues no, no fueron a recogerla. Ella no estaba tan borracha, incluso era de los que mejor estaban. En cambio, a mí vino mi padre a buscarme, lo que fue de lo más desagradable. No estaba ni pizca de contento, eso es obvio. Pero si Alda fue al puerto esa noche, de eso no tengo ni idea. Lo dudo mucho. ¿Por qué lo preguntas?

– Es que resulta que esa misma noche sucedió algo en el embarcadero. Por la mañana apareció todo cubierto de sangre, y no está claro si los cadáveres esos tienen algo que ver. Pensé que Alda habría podido toparse con aquello, y que a lo mejor hasta cogió la cabeza entonces.

La expresión de Markús era impenetrable.

– ¿Y la guardó hasta que me pidió a mí que me encargara de la caja, el lunes por la mañana? La erupción fue la víspera del martes, de modo que habría tenido que guardar ella la caja en su casa durante setenta y dos horas.

– ¿Salía algún olor de la caja? -preguntó Þóra, pero Markús se limitó a negar con la cabeza-. ¿Recuerdas si Alda estuvo triste o de alguna forma distinta a lo habitual ese fin de semana y el lunes después del baile? Parece claro que le sucedió algo la noche del baile, y creo que de una u otra forma algo tiene que ver con los cadáveres y con la cabeza -añadió, y luego le explicó lo que había visto en el diario.

– En realidad, ese fin de semana no la vi. Estaba enferma y no salió de casa. Tampoco pudo ir al colegio el lunes, por eso me extrañó que me llamara a casa para pedirme que fuera a verla esa tarde, y que fuera solo. Todo resultaba de lo más misterioso, aunque naturalmente ahora ya lo entiendo, después de saber lo que contenía la caja que me pidió que guardara -dijo Markús-. Esa tarde estaba bastante rara, eso sí. Si quieres saber dónde pasó el fin de semana será mejor que preguntes a otros, porque yo no estuve con ella.

Þóra asintió.

– ¿Y qué me dices de cuando le cortaron el pelo a Alda en el gimnasio? -preguntó-. Seguro que no tiene relación con el caso, pero nunca se sabe.

– Yo me encontraba indispuesto y, afortunadamente, no estuve allí -respondió Markús, con gesto de enfado-. Me habría puesto furioso. Aquello fue una auténtica barbaridad y no ayudó mucho que los profesores fueran incapaces de averiguar quién lo hizo. Ni siquiera pudieron encontrar el pelo.

– ¿De modo que no sabes quién fue? -preguntó Þóra.

– No, desgraciadamente; o afortunadamente. Habría hecho que el culpable lo lamentara.

– ¿Estás seguro de que el autor fue un varón? -preguntó Þóra-. A mí me parece algo que una chica celosa es capaz de hacerle a otra.

Markús miró extrañado a Þóra, obviamente nunca había pensado en esa posibilidad.

– Hombre, yo supuse que era uno de los chicos. Sospechaba de uno que se llamaba Stefán y que andaba detrás de Alda, pero lo negó por completo, y tuve que creerle; me pareció muy convincente.

Þóra recordó un pasaje del diario en el que Alda contaba que había besado a Stebbi. Supuso que se refería al mismo chico, aunque con el apelativo familiar.

– ¿No se te ocurrió nadie más?

– No, en realidad no. Alda era amiga de todo el mundo y, que yo supiera, no tenía ningún enemigo. De todos modos hice todo lo que estaba en mi mano por encontrar al culpable. Cuando descubrí que el gimnasio no estuvo cerrado con llave en toda la noche, dejé de intentarlo. Porque entonces tendría que haber sospechado de toda la ciudad, aunque, como es lógico, habría pocos capaces de pensar siquiera en una barbaridad semejante.

No había mucho más que comentar sobre el tema. El único resultado de la conversación sobre el extraño asunto del pelo fue poner a Markús de mal humor.

– ¿Qué sabes de vuestros vecinos de antes de la erupción, Valgerður y Daði, los que vivían al lado de vuestra casa? -preguntó Þóra-. ¿Quizá alguno de ellos pudiera estar relacionado con los cadáveres?

Markús le dirigió una mirada fría, y dijo:

– Sí, si esos hombres hubieran muerto de aburrimiento.


Camino de la ciudad después de salir de Litla-Hraun, Þóra llamó al instituto de Reikiavik y, para gran asombro suyo, le contestaron. Cuando explicó lo que quería se oyó un profundo suspiro, pero le dijeron que podrían proporcionarle los datos solicitados. La funcionaria necesitaba un rato, de modo que le propuso a Þóra que volviera a llamarla un cuarto de hora más tarde; así lo hizo.

– Ya lo tengo -dijo jadeante cuando por fin contestó-. Alda Þorgeirsdóttir se matriculó en el instituto en otoño de 1973 y terminó sus estudios en la primavera de 1977, con sobresaliente en el área de lenguas.

– ¿Dices que se matriculó en otoño de 1973? -preguntó Þóra, extrañada-. ¿No empezó a estudiar allí a comienzos de ese año? Yo tenía la idea de que había empezado a mitad de curso. Procedente del instituto de Ísafjörður, donde asistió a la primera parte del curso -Þóra decidió no seguir molestando a la funcionarla añadiendo que Alda tendría que haber estado en el instituto de Reikiavik en el semestre de primavera de 1973. La mujer de la administración no había negado, en realidad, que fuera estudiante aquel invierno.

– Aquí no dice nada del instituto de Ísafjörður -dijo la mujer; se oía a alguien más-. Evidentemente, se matriculó en nuestro centro en otoño, aunque como alumna libre durante ese semestre, por motivos de salud. Aquí no dice qué enfermedad padecía, pero es que esas cosas son confidenciales y se guardan en otro sitio. En cualquier caso, fueran cuales fueran las circunstancias, empezó a asistir a clase aquí el mes de enero de 1974.

Þóra le dio las gracias y se despidió. Quedaba claro que Alda nunca había asistido al instituto de Ísafjörður. Esa historia era una invención. Þóra pensó que lo más probable era que hubiera estado ingresada en algún centro psiquiátrico. En aquellos años, las enfermedades mentales eran un verdadero tabú del que todo el mundo se avergonzaba. Þóra supuso también que no sería del todo improbable que, si Alda había estado enferma, hubiera sido por culpa de algo relacionado con la caja que le entregó a Markús el año anterior. A una jovencita inmadura no podía sentarle demasiado bien andar por ahí con una cabeza humana.

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