Capítulo 34

Martes, 24 de julio de 2007

Sentado delante de Þóra estaba el hombre de la foto aparecida en la mesa de Alda, Adolf Daðason. Era mayor de lo que parecía en la foto, y aún más apuesto. Había en él algo fascinante, aunque Þóra sabía que era un mal bicho. Svala, abogada de Adolf y compañera de estudios de Þóra, no había hecho nada por esconder la forma de ser de su cliente, e incluso había puesto de relieve que su comportamiento era el típico de un hombre que daba total prioridad a sus propios deseos y sus propios intereses. Su encanto no derivaba de su personalidad, sino única y exclusivamente de su atractivo físico. Adolf era polvo de una sola noche, un hombre que ofrecía sexo sin sentimientos. Sin duda le habría ido maravillosamente antes de que surgiera la civilización. Þóra se sintió atraída por un lado, pero al mismo tiempo sentía lástima por él, porque le había tocado vivir en la época equivocada. Se apresuró a mirar a otro sitio en cuanto se posaron sobre ella los ojos de Adolf, bajo unas espesas cejas, como si hubiera adivinado lo que pasó fugazmente por la mente de Þóra. Pero antes de apartar la mirada vio cómo uno de los bordes de su boca se levantaba en una sonrisa burlona. Era como si estuviera invitándola a salir con él un momento, buscar un lugar adecuado y darse un revolcón antes de continuar. Þóra se sintió aliviada cuando Svala rompió el silencio.

– Te darás cuenta, Adolf, de que tienes una deuda de agradecimiento con Þóra, y es justo que a cambio le prestes tu ayuda -dijo Svala-. Si no me hubiera llamado, tu caso tendría un porvenir de lo más incierto, pero ahora parece que será posible exculparte -Svala vaciló un instante y añadió-: Casi del todo. No sabemos cómo se tomará el juez que le hicieras tomar a esa chica la píldora del día después.

Þóra observó que Adolf no mudaba el semblante pese a las palabras de su abogada. Svala había organizado aquella reunión a petición de Þóra, a resultas de su conversación telefónica de la noche anterior. Se había alegrado tanto con el dato de la fecha del tatuaje que habría hecho todo lo que Þóra le hubiera pedido.

– ¿Comprendes la importancia de ese tatuaje? -preguntó Svala a Adolf al ver que este no daba muestras de interés.

Adolf se encogió de hombros con gesto aburrido.

– Sí, claro. Perfectamente.

Svala puso las manos sobre la mesa. Estaban en el bufete de abogados en el que trabajaba. Los muebles eran nuevos y carísimos, y el ordenador de la mesa parecía pertenecer a una generación distinta que el trasto con un monitor enorme que utilizaba Þóra. El café espresso recién preparado completaba el cuadro, que no se veía dañado en absoluto por los bombones que lo acompañaban. Los visitantes que acudían al bufete de Þóra podían dar las gracias si Bella accedía a comprar leche para el café. Esas eran dos de las ventajas de trabajar en un bufete grande: un café decente y mejor mobiliario. En ese instante, Þóra no conseguía ver ninguna desventaja, pero alguna tendría que haber.

– A ninguna mujer se le ocurriría tatuarse la palabra Sex, y mucho menos Love Sex, menos de cuarenta y ocho horas después de que la violen. Esto apoya enormemente tu afirmación de que practicaste el sexo con Halldóra Dögg con pleno consentimiento suyo.

Adolf calló, aún sin mover un músculo, de modo que Þóra decidió intervenir en la conversación.

– Me sería de mucha ayuda preguntarte un par de cosas sobre el papel de Alda en este caso -dijo-. Como te ha dicho antes Svala, Alda andaba detrás de averiguar algo sobre ese tatuaje.

Adolf se removió en su silla.

– No sé nada de esa mujer -dijo, mirando de reojo la ventana, y la vista de la ciudad-. Al principio estaba en contra mía y de pronto se puso a mi favor.

Svala sonrió con desgana.

– En eso no tienes razón. Sé que se puso en contacto contigo porque me lo dijo. Incluso sé que ibais a veros.

– Sí -dijo Adolf, y, tras una breve pausa, añadió-: Alda me llamó, efectivamente. Pero yo me negué a verla.

– ¿Sabes por qué quería reunirse contigo -preguntó Þóra-. Si solamente quería proporcionar una información importante para el caso, habría podido acudir a la policía.

– No, no lo sé -respondió Adolf, que seguía mirando por la ventana.

– ¿No adelantó nada cuando te llamó o fue a verte? -preguntó Þóra, que desconocía cómo se puso Alda en contacto con Adolf. Al ver que este no contestaba, prosiguió-: Sabes que conocía a tus padres, ¿verdad?

Adolf volvió a removerse en la silla sin decir nada.

– ¿Qué tal si contestas? -preguntó Svala, molesta-. Las preguntas no son demasiado complicadas.

– No estoy seguro de que deba decir nada -dijo Adolf con calma, mirando a su abogada-. No es tan sencillo como tú crees -Svala estaba a punto de decir algo, pero se calló-. Como recordarás, tengo varios pleitos pendientes.

– ¿Te refieres al del hospital? -respondió Svala, extrañada-. ¿Hay alguna relación entre los dos casos?

– No -respondió Adolf secamente-. Pero tengo que hablar contigo en privado antes de seguir con esto.

Þóra no tenía nada que alegar. Adolf era cliente de Svala y estaba claro que sus intereses tenían prioridad sobre los de una conocida de la universidad. Se limitó a asentir con la cabeza cuando salieron del despacho para hablar, dejándola sola para que disfrutara de las vistas. Þóra se alegró de no haber tenido que salir del despacho. Le habría resultado muy incómodo tener que esperar fuera mientras ellos discutían sus asuntos. Así tenía además un momento para intentar comprender lo que significaba todo aquello y para intentar hacerse una idea de la relación de Alda con la muerte de la madre de Adolf en el hospital de Ísafjörður. Sabía que Alda se había hecho con el informe de la autopsia de aquella mujer, y quería comprobar si Adolf sabía qué habría podido empujar a Alda. A juzgar por la conversación de Adolf con Svala, parecía bastante claro que sí que lo sabía. ¿A lo mejor Alda había encontrado algo que pudiera ayudar a Adolf a conseguir una mejor compensación por el error que condujo a la muerte de su madre? ¿Quizá Alda había descubierto en el informe de la autopsia algo que se les había pasado por alto a Þóra y a otras personas? Desde luego, Þóra apenas consiguió entender aquella prosa farragosa, y no encontró nada fuera de lo normal.

Se abrió la puerta y Svala metió la cabeza por el hueco.

– ¿Quiénes son los herederos de Alda? -preguntó.

Þóra miró extrañada a su amiga, una mujer de baja estatura. Svala siempre le había parecido a Þóra de lo más corriente, en su aspecto y su personalidad. La pregunta no fue seguida de explicación alguna. A Þóra no le pareció demasiado propio de Svala preguntar algo de esa forma, pero respondió sin poner pegas: dijo que a su parecer los herederos serían la hermana y la madre de Alda, aunque no lo había estudiado en detalle.

– Justo, no hay hijos -dijo Svala, que volvió a cerrar sin añadir una sola palabra. Þóra se quedó allí sentada mirando la puerta. Aún no se había formado una opinión sobre el asunto cuando se volvió a abrir la puerta y en el umbral apareció Svala de nuevo-. ¿Sabes algo del patrimonio que pasará a los herederos de Alda? -preguntó-. ¿Es importante?

Þóra enarcó las cejas.

– No lo sé con detalle. Sé que tenía un adosado pero desconozco cuánto debía aún de la hipoteca. No será mucho, porque lo compró mucho antes de la subida de los precios de la vivienda. Tengo entendido que llevaba mucho tiempo viviendo en él -Þóra no recordaba otras propiedades de Alda-. ¿Puedo preguntarte a cuento de qué viene eso?

– Permíteme un par de minutos -dijo Svala, que volvió a cerrar la puerta.

Un cuarto de hora más tarde apareció acompañada de Adolf. Þóra había empezado a removerse inquieta en su asiento. Tenía que acabar bastantes cosas antes de acudir al tribunal a las dos. Afortunadamente, había conseguido que la reunión con Svala fuera a las nueve, pero si seguían así Þóra no llegaría a su despacho antes de las once.

– Bueno -dijo Svala, situándose delante de la mesa-. Parece que Adolf tiene una pequeña historia que contarte. A lo mejor es favorable para tu cliente, pero quizá sea perjudicial. Ya se verá -se dirigió a Þóra-. Tú me dirás, ¿quieres oírla o prefieres que lo dejemos?

Þóra optó por la primera posibilidad. Tal como estaba la situación, nuevas informaciones solamente podían ayudar a Markús, quien ya era incapaz de resistir que la situación siguiera igual. Aunque al final del todo el juez le dejara libre, buena parte de la opinión pública seguiría convencida de su culpabilidad, sobre todo si ahora se prorrogaba la prisión provisional.

– Cuéntale lo que me has dicho a mí, Adolf -dijo Svala. En su voz se apreciaba claramente que no le gustaba nada el comportamiento de aquel hombre-. Mantengo lo que acabo de decirte. En mi opinión, será más ventajoso para ti que lo cuentes en vez de guardártelo.

Adolf no parecía convencido, pero habló, pese a todo.

– Vino a mi casa -dijo lentamente-. Primero llamó y luego fue a mi casa, porque no había querido hablar con ella.

– ¿Alda quería hablarte del tatuaje? -preguntó Þóra.

Adolf negó con la cabeza. No era fácil saber lo que podía estar pasando en su interior. El rostro estaba tan impasible como cuando Þóra le vio por primera vez, un rato antes.

– Al principio me llamó para insultarme -dijo-. Fue poco después de que esa idiota, la Halldóra Dögg, me acusara de violación. En ese momento no me di cuenta de qué clase de tía era, pensaba que era su madre o algo así.

Þóra miró a Svala.

– ¿Sabías tú eso? -preguntó-. ¿Que la enfermera que atendía a la chica arremetió contra el sospechoso?

Svala negó con la cabeza.

– Casi todo acabo de oírlo por primera vez hace un momento. Luego entenderás por qué lo mantenía en secreto -le hizo una señal a Adolf y dijo-: Hay más, mucho más.

Þóra se volvió de nuevo hacia el hombre y retomó el hilo donde se había cortado:

– De modo que llamó y te hizo muchos reproches y dijo quién era, ¿no?

– Dijo quién era, pero su nombre no me decía nada -respondió Adolf-. Después de llamarme varias veces, siempre igual de furiosa, dejé de contestar -se echó hacia atrás en la silla-. Creo que todo el mundo comprenderá que a uno no le apetezca nada que una tía le llame para ponerle a los pies de los caballos.

– ¿Cuánto tiempo pasó desde la presunta violación hasta que Alda te llamó por primera vez? -preguntó Þóra.

Adolf pareció pensativo por un momento.

– Como un mes. No, más, quizá dos.

– ¿Y te dijo por qué te llamaba? -preguntó Þóra.

– No -respondió Adolf-. Estaba como loca -se encogió de hombros-. Probablemente se creyó la historia de Halldóra y pensó que yo era un violador. A lo mejor pensó que si me presionaba lo suficiente yo accedería a confesar mi culpabilidad, aunque esa historia no es más que una burda mentira.

Þóra sabía que aquel no era el primer caso de violación en el que intervenía Alda. Tenía que reconocer que no tenía ni idea de si ese comportamiento servía a algún fin concreto. Era posible que hubieran recomendado a Alda dejar de trabajar temporalmente en urgencias, entre otros motivos, por llamadas telefónicas como esa.

– ¿Crees que ella podía conocer a Halldóra Dögg, o que se dio cuenta de que conocía a tus padres?

– No conocía a esa mentirosa de Halldóra -dijo Adolf-. Lo sé porque la llamé y le pregunté si estaba compinchada con la enfermera para montar una conspiración contra mí.

Svala respiró hondo.

– ¿Que llamaste a esa chica? -preguntó muy molesta-. No dijo ni una palabra en sus declaraciones a la policía, ni el fiscal lo ha mencionado.

– A lo mejor, porque Halldóra no quería que se supiera lo de esa llamada. Lo cierto es que intentó engatusarme, se ofreció a retirar la denuncia si yo aceptaba mantener una relación estable con ella -Adolf hizo una mueca-. Es una cuestión de orgullo herido, como vengo manteniendo desde el principio. No sé en qué estaría pensando yo cuando me la llevé a casa esa noche, pero estaba borracho y sonado, y no me di cuenta de que me había ligado a una tía hortera. Por la mañana vi claramente que se creía que me tenía bien cazado e intentó convencerme para continuar la relación, y Dios sabe qué más. Me libré de ella tan rápido como pude, pero volvió a la noche siguiente. Cometí el estúpido error de dejarla entrar y eso le hizo creerse que ya teníamos una relación estable. Esa tía era incapaz de ver que no pegábamos ni con cola, ella parloteando sin parar y yo… -no terminó la frase.

– ¿Y cuándo decidió denunciarte por violación? -preguntó Þóra-. Os acostáis juntos y al día siguiente va a visitarte. Después apenas pasan veinticuatro horas hasta que presenta la denuncia -Þóra sabía que había ido más allá de lo que afectaba al caso de Alda, pero quería tenerlo todo lo más claro posible antes de hablar de ella. Así tendría mejores sensaciones sobre lo que dijera Adolf, e incluso podría darse cuenta sin problemas en caso de que empezara a mentir en las cosas que realmente le importaban a ella.

Adolf miró a Svala, que le hizo una señal para que continuara.

– Le di unas pastillas en su última visita, para evitar se quedara embarazada. Pensaba que me había olvidado, porque la noche anterior estaba borracho a más no poder. Por eso la dejé entrar -ni siquiera se ruborizó al decirlo-. Pero creo que sí que me había acordado el sábado por la noche, así que le puse una dosis…

Svala le interrumpió, fuera porque le superaba la total falta de sentimientos de Adolf o porque quería terminar ya la reunión:

– El caso es que la chica empezó a sangrar una barbaridad, y ese fue el motivo por el que acudió a urgencias, en principio. Allí descubrieron a qué se debía la hemorragia, ella sumó dos y dos y denunció a Adolf. Una vez que se descubre lo sucedido con el anticonceptivo, es cuando dice que la han violado.

– Me llamó desde el hospital mientras esperaba al médico o a no sé quién -dijo Adolf de pronto-. Me preguntó si le había hecho eso y que a qué venía, porque ya éramos pareja. Que habría sido mejor no hacerlo. Se puso como una loca y dijo que yo tendría que pagar por haberle hecho eso. Luego, en cuanto le colgué el teléfono, se puso a gritar que la habían violado. Muy típico de esa gilipollas.

Svala carraspeó.

– Eso no me lo habías contado -dijo-. No sería difícil demostrar que se hizo esa llamada.

– Yo no la violé. Tengo entendido que es una obligación legal considerarte inocente a menos que se demuestre tu culpabilidad. Yo no hice nada malo -Adolf miró a la una y después a la otra; en sus ojos brillaba la convicción del tonto-. Preferiría no tener que admitir lo de los medicamentos. Eso hará polvo mi reputación en el mercado.

Þóra imaginó que las mercancías de ese mercado serían mujeres jóvenes. Todos los sentimientos que aquel hombre había despertado en ella antes de abrir la boca se habían enfriado ya hacía rato. Se sintió feliz de no dedicarse ya a la vida social y de que faltaran muchos años hasta que su hija Sóley empezara a salir de marcha. Ya había oído suficiente sobre las relaciones de Adolf con Halldóra Dógg.

– Sostienes que Halldóra Dögg no conocía a Alda -dijo-, pero aún no me has respondido a la pregunta de si Alda se había percatado de que conocía a tus padres. ¿Se dio cuenta por las llamadas telefónicas?

Adolf enseñó los dientes. A Þóra le recordó desagradablemente a un tigre.

– No he dicho que no conociera a Alda, sabía quién era esa mujer; pero no era Halldóra la que convenció a Alda de que me llamara. Recuerdo que Halldóra dijo que Alda era una especie de consejera de apoyo suya, o algo así-se encogió de hombros-. En lo que respecta a mis padres, recordarás que mientras pasaba todo eso yo tenía un pleito con el hospital que asesinó a mi madre.

Þóra frunció el ceño, «asesinar» era una expresión demasiado fuerte para referirse a un error.

– Lo recuerdo.

– En efecto, su madre falleció porque le administraron una dosis muy elevada de penicilina, pese a que era alérgica al antibiótico -interrumpió Svala-. En estos momentos estoy cerrando un acuerdo con el hospital para compensar a Adolf por el error.

Þóra sabía todo eso, más o menos.

– Me doy perfecta cuenta de que pusiste un pleito contra el hospital -dijo Þóra-, de modo que puedes seguir hablándome de Alda.

– La cuestión era, naturalmente, que yo no quería que pasase nada que me complicara las perspectivas de una compensación, por eso no me gustó ni pizca lo que me soltó Alda -dijo Adolf-. Después de la primera llamada telefónica me pareció que se iba a rendir de todos modos, así que dejé de pensar en ello. Pero luego volvió a llamar, un par de meses después, y aunque tenía otro tono, en el fondo era la misma serie de reproches que yo no tenía ganas de oír. Por eso le colgué el teléfono y dejé de contestar, aunque dijo que tenía una información que podía ayudarme y no hacía más que disculparse por haberme considerado culpable equivocadamente -Adolf entornó los ojos-. Una vez cedí, después de no sé qué rollos, y le dije que nos veríamos en un café, y ya no hubo más. No tengo ni idea de si ella fue.

– ¿Eso pasó poco antes de que la asesinaran? -preguntó Þóra.

– Sí. Más o menos -respondió Adolf misterioso-. En realidad la vi unos días antes de su muerte. Vino a mi casa para comunicarme esa maravillosa noticia suya. La dejé hablar pero me harté y la eché. No volvió a llamar, de modo que pensé que por fin había conseguido que le entrara en la cabeza que no tenía ningunas ganas de hablar con ella. Luego vi la noticia de su muerte en los periódicos, unos días después -sonrió con perversidad-. Lo cierto es que las llamadas telefónicas cesaron.

– ¿Fuiste alguna vez a casa de Alda? -preguntó Svala, muy preocupada. Luego, se apresuró a añadir-: No digas nada si fue así.

– No, nunca he ido a su casa, y no tengo ni idea de dónde vive -dijo Adolf.

– Vivía -le corrigió Þóra-. Ha muerto, como todos sabemos -respiró hondo antes de proseguir. Ojalá todas aquellas barbaridades condujesen a algo racional, aparte de darle una lección práctica sobre la psicología de los solteros egoístas-. ¿Por qué tenía Alda tanto interés en ti y en este caso? -preguntó-. ¿Era por tus padres?

Adolf le sonrió. Era como si de pronto se hubiera dado cuenta de que aún disponía de información que Þóra necesitaba. Parecía decidido a hacérsela pagar bien.

– Tienes suerte -le dijo, mirándola fijamente-, no te estaría contando esto si Alda hubiera muerto sin bienes.

– Entonces es una verdadera suerte que no fuera así -dijo Þóra sin que se le contagiara su sonrisa-. ¿Has decidido contármelo o no? -no tenía intención ninguna de perseguir a aquel hombre. La policía sería perfectamente capaz de estrujarle para que contara lo que tuviera que contar si necesitaban esa información.

Las comisuras de la boca de Adolf descendieron.

– Naturalmente, yo no sé de eso nada más que lo que me dijo ella misma -respondió con sequedad-. A lo mejor no es más que una estúpida invención.

– Dejemos que sean otros quienes juzguen eso -dijo Svala-. Cuéntale lo que afirmaba Alda -añadió.

– Vale -dijo Adolf, y movió su silla para ponerse de frente a Þóra-. Dijo que era mi madre -cambió de posición-. Que yo no era quien creía ser -añadió con indiferencia-. Si eso es cierto, yo soy su heredero, de manera que me da más o menos igual cuál de las dos fuera realmente mi madre. Más todavía, voy a heredar a las dos -miró a Svala de soslayo-. Salgo ganando en cualquier caso -dijo con una sonrisa estúpida.

Þóra clavó los ojos en la oscura complexión del hombre y llevó a su memoria la foto de Alda, más rubia y con rasgos más claros. Era difícil imaginar dos personas más diferentes. ¿Se había vuelto loca Alda? No tenía hijos. Además, en el informe de la autopsia se explicaba que no había dado a luz. Þóra no sabía a qué carta atenerse. ¿Podía ser que Alda hubiera donado un óvulo a Valgerður y que Adolf fuera un niño probeta? Þóra no recordaba cuándo comenzó a utilizarse esa técnica, pero le pareció absurdo pensar que en esa época estuviera ni siquiera en fase experimental. Y si resultaba que Alda era la madre de aquel hombre, ¿quién podría ser el padre? ¿Markús? ¿Y dónde estaba el hijo de Valgerður Bjólfsdóttir si no era él?

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