Sábado, 4 de agosto de 2007
– No murió como yo quería. Vomitó las medicinas, de modo que no tuvieron el efecto esperado. Yo tenía un tiempo limitado, y tuve que recurrir a medidas desesperadas. Aquello tenía que parecer un suicidio, y yo esperaba que no descubrieran el bótox en la lengua. Lo dejé en la mesilla de noche para mayor seguridad. Si encontraban la sustancia en su cuerpo, podrían pensar que Alda había decidido poner fin a su vida de ese modo. Sus huellas dactilares estaban en el vaso y la jeringuilla. Naturalmente, tuve la precaución de ponerme guantes.
– Así que fuiste allí expresamente a asesinarla -preguntó Guðni, abrumado.
– Sí, así es. Dada la situación, no había otra posibilidad. Lo había intentado absolutamente todo. Y aquello había sido por su culpa. Naturalmente, me quedé hecho polvo al ver que el bótox no funcionaba como debía, y tuve que intervenir. Solo quería paralizarle la lengua. Uno siempre oye hablar de gente que se ahoga en sus propios vómitos. Eso es lo que tenía que parecer. Ella seguía teniendo arcadas. Yo sabía que tenía el bótox en casa porque me lo había puesto unos meses antes. Esa noche fui con la excusa de que me pusiera más. Me puso una inyección antes de que yo…, ya sabéis.
Þóra cerró los ojos. ¿Nunca iba a acabar aquello? Estiró el cuello para comprobar que Orri seguía durmiendo en el carrito y Sóley estaba sentada jugando a la oca con el policía encargado de atenderla mientras se procedía al interrogatorio. Sóley se cansaría enseguida y no querría seguir jugando. Þóra estaba decidida a desaparecer en cuanto eso sucediera, pasara lo que pasase. Estaba ya más que harta y el hombre que tenía sentado a su lado no parecía necesitar asesoramiento legal alguno. Había decidido confesar y decir toda la verdad, de modo que ella no era de gran utilidad. Ningún abogado podría hacer nada por él. Þóra tenía que controlarse para que sus sentimientos no salieran a la superficie. Se sentía totalmente engañada, como una imbécil, y nada deseaba más que apartarse de aquel caso, pero su conciencia no se lo permitía. Guðni no parecía estar mucho mejor. También él se había dejado engañar, era evidente. El asesino parecía haber jugado con todos excepto, si acaso, con el comisario Stefán. Pero ahora había llegado el momento de saldar deudas.
– Markús, ¿no preferirías dejar de hablar? -dijo Þóra sin mirarle-. Probablemente tendré que marcharme enseguida -aún seguía desconcertada por cómo había conseguido manipularla.
– Sí, es mejor que acabemos cuanto antes -dijo Guðni-. ¿El agente inmobiliario prestó falso testimonio? ¿Le pagaste por decir que reconoció tu voz al teléfono?
– No -respondió Markús-. Realmente escuchó mi voz.
– Pero el teléfono, o la tarjeta, se pudo localizar, y se encontraba en las proximidades de Helia, si no recuerdo mal. Markús, si ahora nos estás diciendo la verdad, tú no podías estar allí. De modo que está claro que el agente inmobiliario no pudo hablar contigo. ¿Por qué mintió ese hombre, para favorecerte? ¿Porque tú o tu hermano sois buenos clientes suyos? ¿Y quién respondió al teléfono entonces?
– Yo estoy diciendo la verdad, y el agente inmobiliario tampoco miente. En realidad, yo no llevaba mi teléfono encima-dijo Markús. Habían empezado a desaparecer los efectos del alcohol y no hacía más que humedecerse los labios con la lengua-. Mi hijo fue con mi coche hacia nuestra casa de campo y era él quien llevaba mi teléfono. Yo esperaba que alguien recordara haber visto el coche por allí a aquellas horas; eso haría mi coartada más creíble. En realidad no apareció ningún testigo en todo el recorrido, pero eso careció prácticamente de importancia. A cambio, yo había tomado prestado el coche de mi hijo.
– No comprendo lo de la llamada telefónica -dijo Guðni-. ¿La voz de tu hijo se parece a la tuya?
– No, en absoluto -respondió Markús-. Lo tenía todo muy bien preparado. Compré dos teléfonos móviles y les puse unas tarjetas libres sin identificación que compré en otra tienda. Así que le di a mi hijo Hjalti los dos teléfonos, el mío y uno de los que había comprado con tarjeta libre, mientras que el otro lo llevaba yo. Así que esa noche llamé a mi móvil desde el teléfono fijo de Alda; para que no sospechara, le conté que había olvidado el mío en el trabajo. Hjalti respondió e intercambiamos algunas palabras. Luego nos despedimos sin más, y yo me puse manos a la obra -Markús hizo una pausa en su relato para respirar, y Þóra pensó que a lo mejor su conciencia le estaba acuciando o quizá sencillamente quería conceder un momento de descanso a sus cuerdas vocales.
Markús prosiguió:
– Había hecho una oferta bastante baja por un apartamento que elegí casi al azar, y encargué del asunto a un agente inmobiliario que era conocido mío. Tenía que asegurarme de que fuera capaz de confirmar que la persona con quien hablaba era yo. De poco servía hablar con alguien que no fuera capaz de asegurar que yo estaba al otro lado del teléfono. Hice que la oferta expirara a las ocho y que el agente me prometiera llamarme al móvil inmediatamente después para informarme del resultado. Justo un poco antes de las ocho, Hjalti llamó desde el número no registrado que le había dejado al de tarjeta libre que llevaba yo, y mantuvimos la línea abierta hasta que llamó el agente. Entonces Hjalti descolgó mi móvil desde el campo y juntó los teléfonos para que el altavoz de uno coincidiera con el micrófono del otro. Así pude hablar con el de la inmobiliaria sin que nadie pudiera rastrear la llamada. Hubo pequeñas interferencias, pero le dije que era porque estaba conduciendo, que iba al campo. No le extrañó. Yo había probado el método y funcionaba perfectamente.
Þóra miró asombrada a Markús. Naturalmente, sentía deseos de hacerle cientos de preguntas, pero de momento era Guðni el encargado de eso. La situación de Markús era ya suficientemente difícil sin necesidad de que Þóra ayudase a la policía en el interrogatorio. Su función consistía en ayudar y asesorar a Markús, aunque no veía muy claro qué clase de consejos podía darle en aquellos momentos. Lo único que se le ocurrió fue intentar demostrar que Markús no era imputable, pero él parecía decidido a contar lo que fuera para proteger a Hjalti.
– ¿Sabía tu hijo de qué iba todo aquello? -preguntó Guðni.
– No. Lo único que sabía era que si me hacia ese favor yo conseguiría comprarle un apartamento en Heimaey. Lleva mucho tiempo con ese sueño. Pero me temo que no va a poder disfrutarlo mucho. Está tremendamente alterado el pobre desde que se dio cuenta de en lo que andaba yo metido.
– Pero ¿por qué lo hiciste, Markús? Todos pensábamos que estabas loco por Alda, y que tú eras la última persona que podría hacerle daño -la pregunta de Guðni parecía surgida del fondo de su corazón.
– Ya te lo he dicho -respondió Markús, ofendido-. Intenté evitarlo y le di mil oportunidades para solucionarlo de otra forma. Pero no fue posible, eso es todo.
– ¿Solucionar qué? -preguntó Guðni.
– Hombre, lo de la cabeza -dijo Markús, como si eso lo explicara todo. Miró alternativamente a Guðni y a Þóra, pero ninguno de los dos parecía capaz de entenderlo-. Fui yo quien le cortó la cabeza a ese hombre -dijo-, no Alda. Lo hice por ella, pero ni me dio las gracias; igual que siempre.
– Dices que le cortaste la cabeza… -dijo Guðni con tranquilidad-. ¿No estabas durmiendo borracho en casa cuando se cometieron los crímenes?
– No estaba tan borracho, no -respondió Markús-. Borracho, pero no demasiado. Me dormí, pero desperté cuando sonó el teléfono a media noche. Era Geiri, el padre de Alda, que le pedía a mi padre que fuera a su casa a discutir una oferta que les había hecho Daði para no desvelar el asunto y ayudarles. Mi madre se despertó también y se levantó. Cuando vio el estado en que se había quedado mi padre desde que había vuelto del puerto, que se había sentado en la cocina y permanecía inmóvil, se acercó a él y al final consiguió que le contara lo que había pasado. No sabían que yo estaba despierto y me estaba enterando de todo lo sucedido. Supe que mi padre y Geiri habían matado a aquellos hombres, y lo que uno de ellos le había hecho a Alda. También oí a mi padre decir dónde estaban los cuerpos, en un yate que se encontraba amarrado en el puerto. Salí sin que nadie se diera cuenta en cuanto mi padre se fue a casa de Geiri y mi madre se encerró llorando en su habitación, y bajé al puerto. Encontré el yate con los hombres dentro, le corté la cabeza y los órganos sexuales al que pensé que sería el que violó a Alda, y me la llevé para enseñársela. Creía que eso la ayudaría a superar el trauma.
Þóra se inclinó hacia Markús, aunque sentía repugnancia de estar cerca de él, y le murmuró al oído:
– Deberías tener más cuidado al mencionar a tus parientes más cercanos en tu historia. Sobre todo a los que aún están entre nosotros. Naturalmente, tú decides lo que quieres decir, pero a lo mejor mañana te arrepientes.
– ¿Pusiste tú la cabeza en la caja? ¿Para llevártela a casa? -preguntó Guðni.
– No, la caja vino después -respondió Markús-. La puse en una bolsa y tuve el tiempo justo de esconderme detrás de un montón de redes cuando aparecieron en el puerto mi padre y Daði. Hablaron y parece que enseguida llegaron a algún acuerdo. Mi padre subió a bordo y salió con una jaula, soltó al pájaro y se marchó enseguida, y yo esperé a ver lo que hacía Daði. Entró en el yate y volvió con la cara desencajada. Probablemente se llevó un buen susto al ver que a uno de los cuerpos le faltaba la cabeza y algo más. Fue a por su camioneta y metió en ella los tres cuerpos que seguían enteros. Les echó una tela por encima y alejó el coche. Luego metió una barca de goma en el yate y zarpó con el cuarto cuerpo a bordo. Después hundió el yate y regresó a tierra en la barca de goma. Yo me marché a casa a toda prisa y escondí la cabeza en una caja, en el sótano. También escondí allí las herramientas que había usado para cortarla, en otra caja que había en el trastero con loda clase de cosas.
– ¿Para qué usaste una maza de salmones? -se le escapó a Þóra-. Puedo comprender que usaras el cuchillo, pero no una maza.
– Me llevé las dos cosas porque imaginaba que no sería fácil separar la cabeza de la columna -Markús se quedó con la mirada perdida en la pared que tenía delante, a la espalda de Guðni.
– ¿Crees que Daði llevó los cadáveres a vuestro sótano? -preguntó Guðni, intentando disimular el estado de anonadamiento en que le estaba dejando aquella historia.
– No, no los metieron allí hasta la erupción -respondió Markús-. Estoy completamente seguro. Fui testigo de la conversación entre Geiri y mi padre a bordo de su barco, el Strokkur, pues iba a ayudarles después de salir del colegio. No sabían que les estaba oyendo. Según Geiri, Daði le había llamado para informarle de que aún tenía los cuerpos, como medida de seguridad…, por si mi padre y Geiri no mantenían la palabra dada. Creo que Daði se asustó muchísimo al ver que faltaba la cabeza, y acusó a Geiri de cortársela para echarle las culpas a él. Daði temía, en definitiva, que mi padre y Geiri pensaban llevar la cabeza a su casa para hacer creer que era él quien había matado a aquellos hombres. Naturalmente, Geiri no entendía nada, porque desconocía que hubiera desaparecido la cabeza, y a mi padre le ocurría igual. Creían que era una invención de Daði. No sabían dónde tenía guardados los cuerpos, y yo tampoco, pero con toda seguridad no estaban en el sótano de nuestra casa.
Þóra necesitó un momento para digerir todo aquello. Daði sospechaba que Magnús y Geiri querían engañarle, e intentó cubrirse las espaldas escondiendo los cuerpos. Resopló. El Daði ese no parecía ser la persona más inteligente de la isla. ¿Cómo creía que podría convencer a nadie de que él no había matado a aquellos hombres? A lo mejor pensaba meterlos en el barco de Magnús y Geiri, por si ellos pretendían dejar la cabeza en su casa. Casi soltó un grito. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Aquella gente había llegado a una situación de total y absoluta desesperación. Pensaba que probablemente Daði debió de esconder los cadáveres en algún sitio cerca de las casas donde vivían los otros, pero no dentro de ninguna de ellas. Cuando se produjo la erupción, pensaría que lo más prudente era llevarlos al sótano de Magnús, donde desaparecerían para siempre. En el improbable caso de que aparecieran, las sospechas recaerían sobre Magnús, no sobre Daði. A lo mejor había dejado los cuerpos en algún sitio donde podían descubrirlos, pues los miembros de los equipos de salvamento entraban y salían en todas las casas y todos los edificios y había posibilidad de que alguien acabara topándose con ellos por casualidad. Seguramente esperaría hasta un momento seguro, cuando estuvo convencido de que Magnús no volvería a bajar al sótano.
Markús continuó su historia:
– Me enteré de que Alda ya no estaba en cama, y le pedí que viniera a verme. Yo creía que se sentiría feliz de ver lo que había hecho por ella, pero fue todo lo contrario. Me tiró la caja al ver lo que contenía. Dijo que no había sido ese hombre. Que no era ese el que la había violado.
Þóra y Guðni asintieron al mismo tiempo. ¡Vaya!
– Sí, a veces es fácil confundirse de persona -dijo Guðni, y Þóra tuvo que morderse los labios para no gritar. Guðni estaba tan desconcertado que seguramente ya no sabía qué más preguntar-. ¿Y qué pasó con la excavación? -dijo entonces-. ¿Cómo es que Alda intentó impedirla?
Markús se encogió de hombros.
– En realidad le daba igual. Mentí -dijo Markús, y cerró los ojos. Obviamente, empezaba a cansarse del esfuerzo-. Resulta que durante el traslado a tierra firme, la noche de la erupción, estuve hablando con Alda. Aún estaba muy confusa, por la violación y por los crímenes, y además se había asustado muchísimo al ver la cabeza. Me preguntó qué había hecho con ella y se lo expliqué. Había vuelto a mi casa con la cabeza en la caja y la escondí en el sótano con intención de arrojarla por el acantilado al día siguiente. Sus padres le contaron toda la historia durante el fin de semana, y ella tenía miedo, lógicamente, de que su padre acabara en la cárcel.
Þóra pudo imaginárselo fácilmente: los padres de Alda explicándole lo sucedido aquella noche para que se diese cuenta de la importancia que tenía que ella se sacrificase para que su padre no fuera a prisión.
Markús seguía hablando:
– Nadie mencionó la cabeza en ningún momento, y Geiri no supo nada hasta el lunes, cuando Daði habló con él; tampoco Alda había dicho nada. Nunca se lo contó a sus padres. Supongo que quiso borrar esos recuerdos y que pensaba que me había puesto a mí en una situación más que complicada. Se culpaba a sí misma de todo lo que había pasado. Cuando nos reencontramos en el instituto de Reikiavik, no volvimos nunca a hablar de ello, y solo cuando era inminente la excavación de la casa volvió a salir el tema en nuestras charlas. Intenté desde el primer día, como es lógico, detener la excavación, pero Alda parecía no tener el menor interés en ese tema hasta hace unos meses. Entonces dijo que pensaba lavar todos los trapos sucios. Me dijo que no me complicase la vida intentando evitar la excavación, que la verdad saldría a la luz. Intenté disuadirla pero no hubo forma. Le pedí un plazo hasta que hubiera bajado al sótano, y me lo concedió como un gran favor. Hice no sé cuántos intentos para que cambiara de opinión la noche antes de pasar a la acción. Fui a su casa y le supliqué que no dijera nada, que bajaría al sótano, cogería la cabeza y nadie tendría por qué saber nada de aquello. Pero no conseguí convencerla.
Alda había tomado la determinación de contarlo todo después de haber hablado con su hijo. Quería lavar todos los trapos sucios porque, a fin de cuentas, ella no tenía nada que perder. Se había visto arrastrada por una sucesión de acontecimientos en la que siempre fue la víctima. Þóra se dio cuenta de hasta qué punto ella misma había confiado en Markús y había creído todo lo que él puso en boca de Alda. En ningún momento había albergado la menor duda.
– ¿Qué pensabas que iba a pasar si la matabas? -preguntó Guðni.
– Mi idea era ir a por la cabeza y deshacerme de ella. Todo el mundo creería que Alda se había suicidado y nadie lo relacionaría con las Vestmann. A esa edad se suicidan muchas mujeres, y ella estaba sola. Además tenía una coartada, por si había una investigación por asesinato -Markús se irguió-. Lo que lo trastocó todo fue lo de los cadáveres. Yo no esperaba encontrármelos allí. No estaban allí la noche de la erupción. Nunca habría podido ocultárselos a los arqueólogos.
– ¿De manera que pones la historia patas arriba y le echas todas las culpas a Alda? -preguntó Guðni.
– Sí, se puede decir que sí-respondió Markús-. No tuve mucho tiempo para pensar, estaba en el sótano y tenía que buscar una solución. En realidad creo que el plan era bastante bueno, teniendo en cuenta las circunstancias -su gesto no podía esconder lo satisfecho que estaba de su astucia. Þóra se convenció en ese momento de que su mente tenía que estar trastornada-. Decidí contar que Alda me había dado la caja y que cuando iban a excavar la casa me había pedido que la sacara del sótano. Ella no podía contar su versión, de modo que la mía era bastante firme. Sabía que la investigación de aquellos hechos sucedidos tanto tiempo atrás acabaría por sacar a la luz la violación. Tenía que asegurarme lo más posible para no verme implicado y que todas las sospechas recayeran sobre Alda.
– Pero ¿por qué no hablaste de la conversación telefónica con el agente inmobiliario cuando te metieron en prisión preventiva? -preguntó Guðni-. Tenías preparada una coartada y no la utilizaste.
Markús sonrió algo burlón.
– En un primer momento, no sabía que el agente inmobiliario tuviera un número privado. Cuando se descubrió, no quise despertar sospechas recordando en un abrir y cerrar de ojos quién me había llamado. Tenía que esperar, pensé que aquello haría mi historia más verosímil. Creo que lo conseguí. Sobre todo, no quería mencionar a nadie en relación con esa noche de otros tiempos, porque se suponía que yo estaba dormido en mi cama, completamente borracho.
– ¿Y las muestras biológicas? -preguntó Guðni-. ¿Qué hay del pelo que encontraron en el sexo de Alda? ¿Se te pasó eso por alto?
– Yo amaba a Alda -dijo Markús, y la sinceridad de sus palabras era evidente. Þóra carraspeó suavemente-. Siempre la he querido. Pero ella no me hacía ningún caso. Perdí la cabeza e hice lo que siempre había deseado. Llevaba veinte años esperando y aquella era la última oportunidad. La penetré, pero me contuve en el último momento. Me di cuenta del riesgo que corría y me controlé. La vestí de nuevo, pero debió de caérseme ese pelo -miró a Þóra y luego a Guðni-. Debo aclarar que estaba viva cuando lo hice. Estaba inconsciente, pero no muerta. En caso contrario, nunca habría hecho algo así.
Guðni no dijo nada, pero apagó la pequeña grabadora que había sobre la mesa.
– ¿Sabía Leifur algo de los crímenes? -preguntó; parecía esperar que no fuera así.
– Lo supo en su momento. Nuestro padre le llamó para que fuera a casa desde Reikiavik a apoyarle y confortarle. No vino a regañarme a mí por la borrachera, en esos años yo ni siquiera le habría escuchado. Más tarde le conté lo de Alda. No estaba ni pizca de contento conmigo.
Guðni asintió con la cabeza.
– No tiene importancia si lo sabía o no, ya que no participó en ningún delito. Por eso no es necesario hablar de él -volvió a encender el aparato y Þóra se quedó mirando boquiabierta la luz que parpadeaba en un lateral. Debía de ser estupendo tener en tus manos las riendas de una sociedad entera. Estupendo para la persona en cuestión, aunque no tanto para los demás. Se tragó sus pensamientos y vio que Guðni interpretaba su silencio como conformidad.
– ¿De manera que ya hemos acabado? -dijo Þóra con la voz cansada-. No estoy segura de aguantar mucho más, y seguramente Markús también estará ya muy cansado -miró hacia el pasillo y vio a Sóley abriendo la boca en un enorme bostezo-. Ya sabéis dónde encontrarme si hay algo -deseaba preguntarle a Markús por el pelo, si se lo había cortado a Alda mientras dormía en el gimnasio, pero decidió esperar. Parecía algo insignificante a la vista de todo lo demás, y la respuesta sería, de todos modos, bastante obvia. Probablemente, el pelo que tanto le llamó la atención a Bella en el trastero debió de pertenecer a Alda. Þóra sospechaba que los celos y la furia que sentía con respecto a Stebbi, el chico del que estaba enamorada Alda, le habían llevado a Markús a darle a esta una lección. Y demostrarle lo que podía pasar si no le hacía caso. Guðni se puso en pie.
– Pues sí, creo que ya es más que suficiente por ahora. Hay un avión que viene de camino desde Reikiavik para recogerte, Markús, y me da la sensación de que no vas a aparecer por las islas en una buena temporada. Quizá deberías aprovechar la oportunidad para echar un vistazo al acantilado por la ventanilla.
Þóra salió sin mirar a Guðni ni a Markús. Dio las gracias al policía que había estado jugando a la oca por su paciencia y ayudó a su hija a ponerse en pie. Orri seguía profundamente dormido en el carrito, y Þóra consiguió ponerle el gorro sin que se despertara. Y los tres se marcharon aquella noche de agosto en busca de algún camión que pasara por allí y les llevara hasta su apartamento.
– ¿La policía ha cogido al malo? -preguntó Sóley mientras caminaba somnolienta por la limpia acera, al lado de su madre. El viento les llevaba el ruido de Herjólfsdalur.
– Sí, cariño -dijo Þóra, intentando aparentar alegría con lo sucedido. Pero sentía que había sido objeto de una inmensa burla.
– ¿Quién era el malo? -preguntó Sóley mirando expectante a su madre. En la ingenuidad de la infancia, pensaba que los criminales eran tan fáciles de reconocer como Robbi Rotten o los Golfos Apandadores.
– El que yo pensaba que era el bueno -respondió Þóra, sonriéndole-. ¡Esas tonterías puede llegar a hacer una!
Hicieron señas a un camión y se sentaron entre otros asistentes a la fiesta que sonreían de oreja a oreja, felices y contentos. Þóra pensó si podría encontrar algún canguro la siguiente noche para participar en la alegría general. Se ligaría a un marinero guapo, como Bella, y se olvidaría de todo. Sonaba bien, pero Þóra sabía perfectamente que no sucedería.