OLIVIA

El cielo está despejado hoy, no se ve ninguna nube, pero su color no es azul y no sé por qué. Se alza como el reverso de un escudo sin pulir detrás del horrible monolito de apartamentos que han construido donde vivió Robert Browning, y me siento a mirarlo y mi mente divaga sobre por qué ha perdido su color. No recuerdo la última vez que vi un cielo verdaderamente azul, y eso me preocupa. Quizá el sol está devorando el azul, abrasa primero el cielo por los bordes, como las llamas queman el papel, y después avanza con creciente velocidad hasta que solo quede sobre nosotros una bola de fuego blanca que gire hacia lo que ya se ha convertido en ascuas.

Nadie más parece reparar en esa diferencia. Cuando se lo indico a Chris, se protege los ojos con las manos y echa un vistazo.

– Sí, ya lo creo -dice-. Según mis cálculos, nos quedan otras dos horas de aire respirable en nuestro entorno actual. ¿Nos quedamos hasta entonces, o huimos a los Alpes?

Después, me revuelve el pelo; acto seguido entra en la cabina y oigo que empieza a silbar y sacar de las estanterías todos sus libros de arquitectura.

Está ocupado en reproducir un fragmento de cornisa de una casa que hay en Queen's Park. Es un trabajo bastante fácil, porque la cornisa es de madera, y él prefiere trabajar con madera que con yeso. Dice que el yeso le pone nervioso.

– Jesús, Livie, ¿quién soy yo para meterme con un techo estilo Adam? -dice.

En otro tiempo pensé que era falsa modestia por su parte, teniendo en cuenta la cantidad de gente que le contrata para trabajar en sus casas, en cuanto corre la voz de que van a remozar el barrio, pero eso fue antes de que le conociera bien. Le consideraba un tipo que había logrado limpiar las telarañas de dudas de todos los rincones de su vida. Aprendí, con el tiempo, que era una máscara que adoptaba cuando había que tomar las riendas de algo. El auténtico Chris está como todos nosotros, en posesión de un puñado de incertidumbres. Tiene una máscara nocturna que puede ponerse cuando la situación lo exige. De día, sin embargo, cuando el poder no cuenta para él, es quien es.

Desde el primer momento deseé ser como Chris. Incluso cuando estaba más harta de él (al principio, cuando arrastraba a otros tíos a la barcaza con aquella desagradable y significativa sonrisa mía, y me los follaba hasta que aullaban, siempre segura de que Chris sabía lo que estaba haciendo y con quién) quería ser como él. Anhelaba intercambiar cuerpo y alma con él. Quería sentirme libre para sincerarme y decir: «Esta soy yo debajo de tanto disfraz», igual que Chris, y como no podía hacerlo, porque no podía ser él, intentaba hacerle daño. Me esforzaba por sacarle de sus casillas. Quería destruirle, porque si era capaz de destruirle, significaría que toda su forma de vivir era una mentira. Y yo necesitaba eso.

Estoy avergonzada de la persona que fui. Chris dice que es absurdo avergonzarse. Dice: «Eras lo que tenías que ser, Livie. Déjalo correr», pero nunca soy capaz. Cada vez que me creo a punto de abrir la mano, extender los dedos y dejar que los recuerdos se derramen en el agua como arena, algo me lo impide. A veces, es una melodía o la risa de una mujer, cuando es chillona y falsa. A veces, es el olor agrio de la ropa que lleva demasiado tiempo sin lavarse. A veces, es la visión de una cara arrebatada por una súbita expresión de ira, o una mirada intercambiada con un extraño cuyos ojos parecen opacos de desesperación. Y después, viajo contra mi voluntad, retrocedo en el tiempo y quedo depositada ante la puerta de quien yo era antes. «No puedo olvidar», digo a Chris, sobre todo si le he despertado cuando las rampas se apoderan de mis piernas y viene a mi habitación, seguido de Beans y Toast, con un vaso de leche caliente, que me obliga a beber.

– No has de olvidar -dice, mientras los perros se echan a sus pies-. Olvidar significa que tienes miedo de aprender del pasado. Lo que has de hacer es perdonar.

Y bebo la leche aunque no me gusta, levanto el vaso con las dos manos hasta la boca, reprimo gruñidos de dolor. Chris se da cuenta. Se pone a darme masajes. Los músculos se aflojan de nuevo.

– Lo sjento -digo cuando esto sucede.

– ¿Por qué has de sentirlo, Livie? -contesta él.

Esa es la cuestión, en efecto. Cuando oigo su pregunta, es como la música, la risa, la ropa, la visión de una cara, el intercambio casual de miradas. Vuelvo a ser una viajera, que se enfrenta de nuevo con quien era.

Veinte años y preñada. Lo llamaba la cosa. No lo consideraba tanto un bebé que crecía en mi interior como un estorbo. Para Richie, fue la excusa para desaparecer. Tuvo la amabilidad de pagar la factura antes de esfumarse, pero también la grosería de informar al recepcionista de que, a partir de aquel momento, yo me las iba a arreglar por mi cuenta. Yo ya había quemado bastantes puentes con el personal del Commodore. Me echaron muy contentos.

Cuando me encontré en la calle, tomé una taza de café y un bocadillo de salchichas en un bar situado frente a la estación de Bayswater. Consideré mis alternativas. Contemplé el rojo, blanco y azul tan conocidos del letrero del metro, hasta que me revelaron su lógica y la cura de todos mis males. Allí mismo, tenía la entrada a las líneas Circular y Distrito, a apenas treinta metros de donde estaba sentada. Y tan solo dos paradas al sur estaba High Street Kensington. Qué coño, decidí. Lo menos que podía hacer en esta vida era dar a mamá una oportunidad de abandonar su papel de Elizabeth Fry * por el de Florence Nightingale. Fui a casa.

Os estaréis preguntando por qué me acogieron de nuevo. Supongo que sois de los que nunca habéis causado a vuestros padres un momento de dolor, de modo que os resulta imposible imaginar cómo podría ser bienvenida alguien como yo en cualquier lugar. Olvidáis la definición básica de hogar: un lugar al que vas, llamas a la puerta, finges arrepentimiento y te dejan entrar. Una vez estás dentro con las maletas deshechas, anuncias la mala noticia que te ha llevado de regreso allí.

Esperé dos días para decir a mi madre lo del embarazo. La asalté cuando estaba corrigiendo exámenes de una de sus clases de inglés. Estaba en el co-giedor, en la parte delantera de la casa, con tres montañas de exámenes apiladas sobre la mesa y una

Dejé en su sitio el examen. Mi madre levantó la vista, alzó los ojos sobre sus gafas de lectura sin mover la cabeza.

– Estoy embarazada -dije.

Dejó el lápiz sobre la mesa. Se quitó las gafas. Se sirvió otra taza de té. Sin leche, sin azúcar, pero lo removió de todos modos.

– ¿Lo sabe él?

– Evidentemente.

– ¿Por qué evidentemente?

– Se ha largado, ¿no?

Bebió.

– Entiendo.

Recuperó el lápiz y dio unos golpecitos sobre su meñique. Sonrió un momento. Meneó la cabeza. Llevaba pendientes de oro en forma de cuerdas arrolladas y un collar a juego. Recuerdo que brillaban a la luz.

– ¿Qué? -dije.

– Nada. -Bebió otro sorbo de té-. Pensaba que recobrarías el sentido común y romperías con él. Pensé que habías vuelto por eso.

– ¿Qué más da? Se terminó. He vuelto. ¿No es suficiente?

– ¿Qué quieres hacer?

– ¿Con el niño?

– Con tu vida, Olivia.

Detestaba aquel tono profesoral.

– Es mi problema, ¿no? -dije-. Puede que tenga el niño, o puede que no.

Sabía cuál era mi propósito, pero quería que fuera ella quien lo sugiriera. Había interpretado el papel de mujer con Gran Conciencia Social durante demasiados años, y sentía la necesidad de desenmascararla.

– Tendré que pensar en esto -dijo, y volvió a sus papeles.

– Como quieras -contesté, y salí del comedor.

Cuando pasé al lado de su silla, extendió la mano para detenerme y la posó un momento (supongo que sin intención) sobre mi estómago, donde se estaba formando su nieto.

– No se lo diremos a tu padre -dijo. Entonces supe lo que pensaba hacer.

Me encogí de hombros.

– Dudo que lo comprenda. ¿Tiene claro papá de dónde vienen los niños?

– No te burles de tu padre, Olivia. Es más hombre que eso que te dejó tirada.

Utilicé el índice y el pulgar para apartar su mano de mi cuerpo. Salí de la habitación.

Oí que subía y se encaminaba al bufete. Abrió un cajón y rebuscó un momento. Después, volvió al saloncito, tecleó un número de teléfono y empezó a hablar.

Lo arregló para tres semanas después. Muy lista. Quería ponerme a cien. Entretanto, nos comportamos a medio camino entre una familia normal y una tregua vigilada. Mi madre intentó varias veces entablar conversaciones sobre el pasado (dominadas por Richie Brewster) y el futuro (el regreso a Girton College). Pero nunca habló del niño.

Aborté casi un mes después de que Richie me abandonara en el Commodore. Mi madre me llevó en coche, con las manos sobre el volante y sus pies torturando el acelerador. Había elegido una clínica tan al norte de Middlesex como pudo ser, y mientras viajábamos en una espantosa mañana de lluvia y emanaciones de diesel, me pregunté si habría elegido esta clínica en particular para no tropezamos con ningún conocido. Sería muy propio de ella, pensé, muy propio de su hipocresía. Me recliné en mi asiento. Hundí las manos en las mangas de mi chaqueta. Sentí que mi boca se tensaba.

– Necesito un cigarrillo -dije.

– En el coche no -contestó ella.

– Quiero un cigarrillo.

– No es posible.

– ¡Lo quiero!

Se desvió hacia la acera.

– Olivia, no puedes…

– ¿No puedo qué? ¿No puedo fumar o perjudicaré al niño? Vaya mierda.

No la miraba, sino que contemplaba por la ventanilla a dos hombres que descargaban ropa lavada en seco de una furgoneta amarilla y la transportaban hasta la puerta de un Sketchley's. Notaba la cólera de mi madre y su intención de controlarla. Disfrutaba sabiendo que no solo era capaz aún de provocarla, sino que debía esforzarse para controlar su personaje siempre que estábamos juntas.

– Iba a decir que no puedes continuar así, Olivia -dijo con cautela.

Brillante. Otro sermón. Acomodé mi cuerpo y puse los ojos en blanco.

– Sigamos con lo nuestro -repliqué. Señalé la carretera con un movimiento de los dedos-. Sigamos adelante, Miriam, ¿de acuerdo?

Nunca la había llamado por el nombre, y cuando cambié dé «madre» a «Miriam», percibí que el equilibrio de poder se decantaba por mi lado.

– Te regodeas en tu crueldad, ¿verdad?

– No empecemos, por favor.

– No comprendo esa clase de naturaleza en una persona -dijo, en su tono «Yo soy la voz de la razón»-. Lo intento, pero no puedo comprenderlo. Dime, ¿de dónde has sacado ese carácter ofensivo? ¿Cómo debo interpretarlo?

– Escucha, limítate a conducir. Llévame a la clínica y acabemos de una vez.

– Hasta que hablemos, no.

– Oh, Jesús. ¿Qué cono quieres de mí? Si esperas que te bese la mano como todos esos desgraciados en cuya vida te entrometes, no va a suceder.

– Todos esos desgraciados… -dijo en tono reflexivo-. Olivia. Querida.

Se movió en su asiento y comprendí que se había vuelto hacia mí. Me imaginé muy bien su expresión, porque la oía en su tono y la leía en su elección de palabras. «Querida» significaba que le había concedido la oportunidad de exhibir un torrente de comprensión y su correspondiente compasión. «Querida» me hizo apretar los dientes y alteró el equilibrio de poder en su favor.

– Olivia, ¿has hecho todo esto por mi culpa? -preguntó.

– No te hagas ilusiones.

– Por culpa de mis proyectos, mi carrera, mis… -Tocó mi hombro-. ¿Crees que no te quiero? Cariño, ¿has intentado…?

– ¡Joder! ¿Quieres cerrar el pico, y conducir? ¿Es pedir demasiado? ¿Quieres hacer el favor de conducir, fijar los ojos en la carretera y apartar tus pegajosas manos de mí?

Al cabo de un momento, con el fin de permitir que mis palabras resonaran en el coche para lograr el máximo efecto, dijo:

– Sí. Por supuesto.

Comprendí que me había arrastrado de nuevo a su juego. Había dejado que se sintiera la parte ofendida.

Así era siempre con mi madre. Cuando yo creía controlar la situación, ella no tardaba en hacerme ver la realidad.

En cuanto llegamos a la clínica y llenamos los papeles, el procedimiento en sí fue rápido. Un poco de raspado, un poco de succión, y el estorbo aparecido en nuestras vidas desapareció. Después, me quedé tendida en una cama estrecha y blanca de una habitación estrecha y blanca, y pensé en lo que mi madre esperaba de mí. Llanto y rechinar de dientes, sin duda. Arrepentimiento. Culpa. Alguna prueba de que había Aprendido La Lección. Un plan para el futuro. Fuera lo que fuera, no estaba dispuesta a complacer a la muy zorra.

Pasé dos días en la clínica para controlar una pequeña hemorragia y una infección que no gustaban a los médicos. Querían que me quedara una semana, pero yo no opinaba lo mismo. Me despedí y volví a casa en taxi. Mi madre me recibió en la puerta. Tenía una pluma en la mano, un sobre de color marrón claro en la otra, y las gafas de leer en el extremo de la nariz.

– Olivia, ¿qué demonios…? -dijo-. El médico me dijo que…

– Necesito dinero para el taxi -contesté, y dejé que se ocupara de ello mientras yo entraba en el comedor y me servía una copa. Me quedé junto al bufete y pensé muy seriamente en lo que iba a hacer a continuación. No con mi vida, sino con la noche.

Engullí una ginebra. Me serví otra. Oí que la puerta principal se cerraba. Los pasos de mi madre se acercaron por el pasillo y se detuvieron en el umbral del comedor. Habló a mi espalda.

– El doctor me habló de una hemorragia. De una infección.

– Están controladas.

Di vueltas a la ginebra en el vaso.

– Olivia, me gustaría aclarar que no fui a verte porque dijiste que no me querías allí.

– Tienes razón, Miriam.

Di unos golpecitos con la uña al cristal, y observé que el sonido aumentaba en profundidad cuando subía desde el fondo hasta el borde, al contrario de lo que cabía esperar.

– Como no pudiste volver a casa la misma noche, tuve que decirle algo a tu padre para que…

– ¿Es incapaz de asumir la verdad?

– Le dije que habías ido a Cambridge, a preguntar lo que necesitabas para ser readmitida.

Lancé una carcajada.

– Y eso es lo que quiero que hagas -terminó.

– Entiendo. -Vacié el vaso. Pensé en atizarme un tercero, pero los dos primeros me estaban afectando con más rapidez de lo que suponía-. ¿Y si no lo hago?

– Imagino que ya adivinarás las consecuencias.

– ¿Qué significa eso, si se puede saber?

– Que tu padre y yo hemos decidido que te pagaremos los gastos de la universidad, pero de ningún sitio más. Que ninguno de los dos estamos dispuestos a ver cómo arruinas tu vida.

– Ah, gracias. He comprendido el mensaje.

Dejé el vaso sobre el bufete, crucé el comedor y salí por la puerta.

– Tienes tiempo de pensarlo hasta mañana -dijo-. Quiero que me digas tu decisión por la mañana.

– De acuerdo -dije, y pensé, vaca estúpida.

Subí lá escalera. Mi habitación estaba en el último piso de la casa, y cuando llegué, las piernas me temblaban y tenía la nuca cubierta de sudor. Permanecí un momento con la frente apoyada en la puerta, pensando. Que le den por el culo, que le den por el culo a esto, que les den por el culo a todos. Aquella noche necesitaba salir. Era la cura y la libertad, al mismo tiempo. Me dirigí al cuarto de baño, porque había mejor luz para maquillarme. Entonces fue cuando Richie Brewster telefoneó.

– Te echo de menos, nena -dijo-. Se terminó. La he dejado. Quiero hacerte feliz de nuevo.

Dijo que telefoneaba desde Julip's. El grupo había firmado un contrato por seis meses. Habían efectuado una gira por los Países Bajos. Habían conseguido marihuana muy decente en Amsterdam, la habían pasado de contrabando, la parte de Richie llevaba impresa por todas partes «Dulce Liv», me estaba esperando detrás del escenario para que la fumara.

– ¿Recuerdas lo bien que lo pasamos en el Commodore? Esta vez aún será mejor. Fue una idiotez abandonarte, Liv. Eres lo mejor que me ha pasado en años. Te necesito, nena. Contigo, me sale mejor música que con nadie.

– Me libré del niño. Hace tres días. No estoy en forma. ¿Vale?

Richie era un músico consumado. No se perdía una nota.

– Oh, nena. Nena. Oh, coño. -Le oí respirar. Noté tensión en su voz-. ¿Qué puedo decir? Me asusté, Liv. Huí. Me afectabas demasiado. Me hacías sentir cosas inesperadas. Escucha, era demasiado para mí. Jamás había sentido nada parecido. Me asusté, pero esta vez tengo las ideas claras. Déjame compensarte. Deja que lo intente otra vez. Te quiero, nena.

– No tengo tiempo para estas chorradas.

– No terminará como antes. No terminará nunca.

– Vale.

– Dame una oportunidad. Si la lío, te pierdo, pero dame una oportunidad.

Después, se limitó a esperar y respirar.

Dejé que siguiera así un rato. Me encantaba la posibilidad de tener a Richie Brewster donde yo le quería.

– Por favor, Liv -dijo-. ¿Recuerdas cómo fue? Pues aún será mejor.

Sopesé las alternativas. Al parecer, había tres: volver a Cambridge y a la vida cutre que Cambridge implicaba, buscarme la vida por las calles, e intentarlo otra vez con Richie. Richie, que tenía un trabajo, que tenía dinero, que tenía chocolate, y que también tenía un lugar donde vivir, según me decía ahora, un apartamento en una planta baja de Shepherd's Bush. Y había más, dijo, pero no hacía falta que lo concretara, porque le conocía: fiestas, gente, música y acción. ¿Cómo iba a elegir Cambridge o las calles, cuando, con trasladarme a Soho en aquel mismo momento iba a aterrizar en mitad de la vida auténtica?

Terminé de maquillarme. Cogí el bolso y una chaqueta. Dije a mi madre que iba a salir. Estaba en el saloncito, ante el escritorio de la abuela, poniendo la dirección en un montón de sobres. Se quitó las gafas y empujó hacia atrás la silla. Me preguntó adonde iba.

– Fuera -contesté.

Lo sabía, con esa intuición llamada materna.

– Has tenido noticias de él, ¿verdad? Acaba de llamarte por teléfono, ¿acaso no es cierto?

«¿Acaso no es cierto?» Profesores de inglés. Ni siquiera en una crisis bajan la guardia contra las impurezas gramaticales. No contesté.

– No hagas esto, Olivia. Puedes llegar lejos. Has pasado una mala época, cariño, pero eso no significa el fin de tus sueños. Yo te ayudaré. Tu padre te ayudará, pero tú has de colaborar.

Adiviné que estaba acumulando un buen lote de fervor predicador. Sus ojos estaban adoptando aquel brillo ardiente.

– Corta el rollo, Miriam-dije-. Me largo. Volveré después.

Lo último era mentira, pero quería quitármela de encima. Cambió de estrategia al instante.

– Olivia, no estás bien. Has sufrido una hemorragia seria, por no mencionar la infección. Has sido sometida… -¿era mi imaginación, o a sus labios les costó formar las palabras?- a una operación quirúrgica hace sólo tres días.

– Un aborto -corregí, y disfruté viendo su estremecimiento de asco.

– Creo que es mejor olvidar y seguir adelante.

– Exacto. Sí. Tú te olvidas y vuelves a tus sobres, mientras yo sigo adelante.

– Tu padre… No hagas esto, Olivia.

– Papá lo superará. Tú también.

Di media vuelta.

Su voz cambió del razonamiento al cálculo.

– Olivia, si te vas de casa esta noche…, después de todo lo que has pasado, después de todos nuestros intentos de ayudarte…

Vaciló. Me volví. Aferraba la pluma como si fuera un cuchillo, aunque su cara aparentaba una calma total.

– ¿Sí?

– Me lavaré las manos con respecto a ti.

– Quítate el jabón.

La dejé mientras componía una adecuada expresión de madre afligida. Me zambullí en la noche.

Cuando llegué a Julip's me acodé en la barra, contemplé a la multitud y escuché tocar a Richie. Al final de la primera tanda, se abrió paso entre la gente, sin hacer caso a quienes le hablaban, con los ojos clavados en mí como plomo a un imán. Me cogió la mano y fuimos detrás del escenario.

– Liv. Oh, nena -dijo, y me abrazó como si fuera de cristal y jugó con mi pelo.

Me quedé detrás del escenario el resto de la noche. Fumábamos hierba entre tanda y tanda. Me sostenía sobre su regazo. Me besaba el cuello y las palmas. Decía a los demás tíos de la banda que se alejaran cuando se acercaban a nosotros. Dijo que no era nada sin mí.

Fuimos a tomar un café cuando Julip's cerró. La iluminación era buena, y observé al instante que Richie tenía mal aspecto. Sus ojos se parecían todavía más a los de un basset. Le pregunté si había estado enfermo. Dijo que la ruptura con su esposa le había afectado más de lo que suponía.

– Loretta aún me quiere, nena -dijo-. Quiero que lo sepas, porque no va a haber más mentiras entre nosotros. No quería que me marchara. Aún quiere que vuelva, pero así no puedo enfrentarme a la situación. Sin ti no. -Dijo que la primera semana sin mí le había revelado la verdad. Dijo que había dedicado el resto del tiempo a reunir fuerzas para actuar con sinceridad-. Soy débil, nena, pero tú me das más fuerzas que nadie. -Besó las yemas de mis dedos-. Vamos a casa, Liv. Vamonos ya.

Esta vez, las cosas fueron diferentes, tal como había dicho. No dormíamos en una pocilga maloliente de un tercer piso con cuadrados de alfombra en el suelo y ratones en las paredes. Teníamos un piso remozado con ventana salediza y elegantes columnas corintias a cada lado de la terraza. Teníamos una chimenea adornada con carpintería metálica y azulejos. Teníamos un dormitorio, una cocina y una bañera con patas, íbamos a Julip's cada noche donde el grupo de Richie tocaba. Cuando el local cerraba, la marcha continuaba, íbamos a fiestas, bebíamos. Esnifabamos coca siempre que podíamos. Conseguimos algo de LSD. Bailábamos, nos magreábamos en el asiento posterior de los taxis y nunca volvíamos a casa antes de las tres. Tomábamos comida china en la cama. Compramos acuarelas y nos pintamos el cuerpo mutuamente. Una noche nos emborrachamos y me hizo un agujero en la nariz. Por las tardes, Richie ensayaba con la banda, y cuando se cansaba, siempre volvía a mí.

Así fue esta vez. Yo no era idiota. Reconocía lo auténtico cuando me abofeteaba en la cara. Por si acaso, esperé dos semanas a que Richie la cagara. Como no lo hizo, volví a Kensington y recogí mis cosas.

Mi madre no estaba cuando llegué. Era un martes por la tarde y el viento soplaba en rachas intermitentes, como si alguien estuviera sacudiendo una sábana gigantesca en el cielo. Primero, llamé al timbre. Esperé, con los hombros alzados para protegerme del viento, y volví a llamar. Después, recordé que mi madre siempre iba los martes por la tarde a la Isla de los Perros, donde instruía a las mentes preclaras de sus grupos de quinto, con la esperanza de abrirlas y llenarlas de verdad. Llevaba encima las llaves de casa, de modo que entré.

Subí como un rayo la escalera, convencida a cada paso de que me estaba desprendiendo de otra capa de la constreñida y estreñida vida familiar burguesa. ¿Para qué necesitaba yo el tedio asfixiante prescrito por generaciones de mujeres inglesas, por no mencionar a mi madre, que habían hecho lo debido? Tenía a Richie Brewster y una vida auténtica, a cambio de todo cuanto implicaba el fúnebre mausoleo de Kensington.

Fuera de aquí, pensé, fuera de aquí, fuera… de… aquí.

Mi madre se me había adelantado. Había ido a Cambridge y recogido mis cosas. Las había guardado, junto con mis demás posesiones, en cajas de cartón que descansaban sobre el suelo de mi dormitorio, cerradas pulcramente con celo.

Gracias, Mir, pensé. Vieja vaca, vejestorio, vieja zorra. Muchísimas gracias por ocuparte de todo con tu eficacia habitual.

Registré las cajas, escogí lo que quería y tiré el resto al suelo o sobre la cama. Después, dediqué media hora a vagar por la casa. Richie había dicho que el dinero se estaba acabando, así que cogí lo que pude para echarle una mano: una pieza de plata por aquí, una jarra de peltre por allí, una o dos porcelanas, tres o cuatro anillos, algunas miniaturas dispuestas sobre una mesa del salón. Todo formaba parte de mi eventual herencia. Sólo me adelantaba un poco al momento.

El dinero escaseó durante meses interminables. El piso y nuestros gastos abarcaban más de lo que Richie ganaba. Para ayudar, cogí un trabajo consistente en rellenar patatas con piel en un café de Charing Cross Road, pero para Richie y yo era más fácil atrapar plumas en un vendaval que contener los gastos. Por lo tanto, Richie decidió que la única solución era aceptar contratos fuera de la ciudad.

– No quiero que trabajes más de lo que ya trabajas -dijo-. Deja que acepte ese contrato en Bristol -o Exeter, York o Chichester- para solucionar las cosas, Liv.

Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que habría debido comprender el significado de las estrecheces económicas combinadas con aquellos contratos extra, pero no lo hice, al principio. No porque no quisiera, sino porque no me lo podía permitir. Había invertido en Richie mucho más que dinero, pero me negaba a pensarlo. Mentí y cerré los ojos a todo. Me dije que necesitábamos dinero y que su decisión era lógica, pero cuando los apuros económicos aumentaron y sus giras no influyeron en nuestros ingresos, me vi obligada a sumar dos y dos. No traía porque se lo gastaba.

Acusé. Admitió. Estaba ahogado por los gastos. Tenía a su mujer en Brighton, a mí en Londres, y a una puta llamada Sandy en Southend-on-Sea.

Al principio, no habló de Sandy. Idiota no era. Me mantenía concentrada en su mujer, la martirizada Loretta, que aún le quería, no podía olvidarle, era la madre de sus hijos, y todos los demás etcéteras. Se dejaba caer por Brighton de vez en cuando, como cualquier padre cumplidor. Había ampliado sus visitas a tres o cuatro (¿o fueron cinco, Richie?) safaris a las bragas de Loretta. Estaba embarazada.

Lloró cuando me lo dijo, Qué podía hacer, dijo, habían estado casados durante años, no podía despreciar su amor cuando se lo ofrecía, cuando ella no podía superarlo, nunca lo superaría… No significaba nada, seguro, ella no significaba nada, que estuvieran juntos no significaba nada, porque «Tú eres la única, Liv. Tú me inspiras mi música. Todo lo demás es insignificante».

Excepto Sandy, tal como descubrí. Me enteré de la existencia de Sandy un miércoles por la mañana, cuando el médico me explicó que aquella infección tan molesta e incómoda era, en realidad, un herpes. Terminé con Richie el jueves por la noche. Reuní fuerzas suficientes para tirar sus cosas por la escalera y cambiar la cerradura de la puerta. El viernes por la noche, pensé que iba a morir. El sábado, el médico la calificó como «una infección de lo más interesante y prodigiosa», lo cual era su forma de decir que nunca había visto nada semejante.

¿Cómo era? Como fiebre y quemaduras, como ahogar los chillidos con una toalla cuando iba al retrete, como ratas devorándome a bocados el cono. Tuve seis semanas para pensar en Sandy, Richie y Southend-on-Sea, mientras viajaba del médico al vá-ter y de allí a la cama, y pensaba que la gangrena no podía ser peor que lo que me estaba desgarrando.

Pronto se terminó la comida que había en el piso, la ropa sucia se amontonaba por doquier, y diversos cacharros fueron a parar contra las paredes y las puertas. Pronto se me terminó el dinero. La Seguridad Social sustituyó al médico, pero nadie sustituyó todo lo demás.

Recuerdo que estaba sentada junto al teléfono y pensaba, hielo caliente y fuego del infierno, por fin doy la talla. Recuerdo que reí. Me había bebido los últimos restos de ginebra por la mañana, y fue necesaria una combinación de ginebra y desesperación para hacer la llamada. Era domingo, a mediodía.

Contestó papá.

– Necesito ayuda -dije.

– ¿Livie? ¿Dónde estás, en el nombre de Dios? ¿Qué ha pasado, cariño?

¿Cuándo había hablado con él por última vez? No me acordaba.

¿Siempre había hablado en ese tono tan cariñoso? ¿Era su voz tan dulce y grave a la vez?

– No estás bien, ¿verdad? -dijo-. ¿Has tenido un accidente? ¿Estás herida? ¿Estás en un hospital?

Experimenté una sensación extrañísima. Sus palabras obraron el efecto de un anestésico y un escalpelo. Me abrí a él sin el menor dolor.

Se lo conté todo.

– Papá, ayúdame -dije, cuando terminé-. Ayúdame a salir de esto, por favor.

– Déjame arreglar las cosas. Voy a hacer lo que pueda. Tu madre está…

– No puedo seguir aquí.

Me puse a llorar. Me odié por ello, porque le diría a mi madre que estaba llorando y ella le hablaría sobre hijos que se complacen en manipular y padres que se mantienen firmes y se atienen a su palabra y a su ley y a su miserable creencia de que la suya es la única manera correcta de vivir.

– ¡Papá!

Debía aullar, porque oí el eco de la palabra en el piso mucho después de que la pronunciara.

– Dame tu número de teléfono, Livie -dijo con suavidad-. Dame tu dirección. Hablaré con tu madre. Seguiremos en contacto.

– Pero yo…

– Has de confiar en mí.

– Prométemelo.

– Haré lo que pueda. No será fácil.

Supongo que expuso mi caso lo mejor que supo, pero mi madre siempre había sido la experta en lo tocante a Problemas Familiares. Se mantuvo en sus trece. Dos días más tarde, me envió cincuenta libras dentro de un sobre. Una hoja de papel blanco iba doblada alrededor de los billetes. En ella había escrito «Un hogar es un lugar donde los hijos aprenden a vivir según las normas de los padres. Cuando seas capaz de garantizar que aceptarás nuestras normas, nos lo haces saber. Lágrimas y súplicas de ayuda ya no son suficientes en este momento. Te queremos, cariño. Siempre te querremos». Y eso era todo.

Miriam, pensé. La buena de Miriam. Leí entre las líneas de su perfecta caligrafía. Hablaba de lavarse las manos respecto a los hijos. En lo que a mi madre concernía, yo tenía lo que merecía.

Bien, que se vaya a la mierda, pensé. Le deseé todas las maldiciones que se me ocurrieron. Todas las enfermedades, todas las desventuras, todas las desdichas. Si se regodeaba en mi desgracia, yo me regodearía aún más en la suya.

El desenlace de la situación no deja de ser irónico.

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