OLIVIA

Hemos cenado, Chris y yo, y me he encargado de lavar los platos, como de costumbre. Chris es muy paciente cuando tardo tres cuartos de hora en hacer lo que él haría en diez minutos. Nunca dice, «Déjalo, Livie», nunca me aparta a un lado. Cuando rompo un plato o un vaso, o dejo caer una sartén al suelo de la cocina, deja que me ocupe del desastre y finge no darse cuenta cuando maldigo y lloro porque la escoba y el mocho no se comportan como yo querría. A veces, por las noches, cuando cree que estoy dormida, barre los fragmentos de vajilla o cristalería que he pasado por alto. A veces, friega el suelo para eliminar los restos pegajosos de la sartén que se me ha caído. Nunca lo menciono, aunque le oigo.

Casi todas las noches, antes de acostarse, abre la puerta de mi habitación y echa un vistazo. Finge que es para ver si el gato quiere salir, y finge que yo le creo. Si ve que estoy despierta, dice:

– Una última llamada a los felinos que desean proseguir sus abluciones nocturnas. ¿Algún voluntario? ¿Qué me dices, Panda?

– Creo que ya se ha acomodado -respondo.

– ¿Necesitas algo, Livie? -dice.

Sí. Oh, sí, necesito su cuerpo. Necesito que se quite la ropa a la luz del pasillo. Necesito que se deslice en mi cama. Necesito que me abrace. Tengo mil y una necesidades que nunca se verán colmadas. Me arrancan la piel del cuerpo de tira en tira.

Me dijeron que el orgullo sería lo primero. Se desprenderá con tanta naturalidad como el sudor de mis poros, e iniciará el proceso en cuanto admita que casi toda mi vida está en manos de otras personas. Pero yo rechazo esa idea. Me aferró a lo que soy. Convoco la imagen siempre difuminada de Liv Whitelaw la Forajida.

– No -digo a Chris-. No necesito nada. Estoy bien.

Suena a mis oídos como si lo dijera en serio.

– Voy a salir una hora o así -me dice en ocasiones, como sin darle importancia-. ¿Te va bien quedarte sola? ¿Le digo a Max que se deje caer por aquí?

– No seas tonto. Me encuentro bien-contesto, cuando en realidad quiero decir «¿Quién es ella, Chris? ¿Dónde os encontráis? ¿Le importa que no pases la noche con ella porque has de volver a cuidar de mí?».

Y cuando vuelve de esas veladas y me viene a ver antes de acostarse, huele a sexo. Es intenso y penetrante. Conservo los ojos cerrados y la respiración constante. Me digo que no tengo derechos a ese respecto. Pienso, su vida es su vida y mi vida es mi vida he sabido desde el primer momento que no habría un punto de auténtica conexión entre nosotros, lo dejó claro ¿verdad? ¿verdad? ¿verdad? Oh sí, oh sí. Lo dejó claro. Yo dejé claro que lo prefería así. Sí, que me iba bien. De modo que da igual adonde va o a quién ve, ¿verdad? No me siento herida. Me lo digo cuando oigo el agua que corre y sus bostezos y sé cómo le ha hecho sentir ella esta noche. Sea quien sea. Dondequiera que se encuentren.

Me río cuando escribo esto. Percibo la ironía de la situación. Quién habría pensado que llegaría a desear a un hombre, y que este hombre haría lo posible por dejar bien claro desde el primer momento que no era mi tipo.

Mi tipo pagaba por lo que obtenía de mí, de una forma u otra. En ocasiones, mi tipo y yo llegábamos a un trato por ginebra o drogas, pero sobre todo por dinero. No creo que os sorprenda esta información, porque sin duda comprendéis que, al fin y al cabo, es mucho más fácil descender que ascender en la vida.

Me hacía las calles porque vivir en el límite era negro y perverso. Y cuanto más viejo era el tío, más me gustaba, porque eran los más patéticos. Llevaban traje y recorrían en coche Earl's Court, fingían que se habían perdido y pedían ayuda. «Señorita, ¿puede indicarme el camino más corto a Hammersmith Flyover, o a Parsons Green, o a Putney Bridge, o a un restaurante que se llama…? Oh, cielos, creo que he olvidado el nombre.» Y esperaban, con los labios curvados en una sonrisa esperanzada, la frente reluciente a la luz del interior de su coche. Esperaban una señal, un «¿Quieres marcha, cariño?», y yo metía la cabeza por la ventanilla abierta y deslizaba un dedo desde su oreja a la mandíbula. «Puedo hacer lo que quieras. Lo que tú quieras. ¿Qué le apetece a un hombre adorable como tú? Díselo a Liv. Liv quiere que seas feliz.» Tartamudeaban y empezaban a sudar. ¿Cuánto?, preguntaban en tono vacilante. Mi dedo descendía por su cuerpo. «Depende de lo que quieras. Dime. Dime todas las guarradas que quieres que te haga esta noche.»

Era tan fácil. En cuanto se quitaban la ropa y les colgaban las caderas como sacos vacíos alrededor de la cintura, se quedaban sin imaginación. Yo sonreía y decía, «Vamos, nene, ven con Liv. ¿Te gusta esto, eh? ¿Te sientes bien?», y ellos decían, «Oh, cielos. Oh, Dios. Oh, sí». Y en cinco horas había ganado suficiente para pagar una semana de alquiler en el estudio que había encontrado en Barkston Gardens y aún me quedaba para refocilarme con medio gramo de coca o una bolsa de pastillas. La vida era tan fácil que no podía entender por qué todas las mujeres de Londres no lo hacían.

De vez en cuando, se acercaba un tío más joven y me echaba el ojo, pero yo prefería los maduros, esos con esposas que suspiraban y colaboraban seis u ocho veces al año, esos que casi agradecían con los ojos humedecidos de lágrimas que alguien chillara y les dijera, «¿Habráse visto el tío guarro? ¿Quién lo hubiera dicho con ese aspecto?».

Todo esto estaba relacionado con la muerte de mi padre, por supuesto. No me fueron necesarias ocho o diez sesiones con el doctor Freud para saberlo. Dos días después de recibir el telegrama que me comunicaba la muerte de papá, me lié al primer tipo mayor de cincuenta años. Disfruté seduciéndole. Le dije, «¿Eres papá? ¿Quieres que te llame papá? ¿Qué te gustaría llamarme a cambio?». Y me sentía triunfante y acaso redimida cuando veía a esos tíos retorcerse, cuando les oía jadear, cuando esperaba que gimieran algún nombre como Celia, Jenny o Emily. Cuando lo oía, averiguaba lo peor sobre ellos, lo cual me permitía justificar lo peor de mí misma.

Así era mi vida hasta la tarde que conocí a Chris Faraday, unos cinco años más tarde. Yo estaba cerca de la entrada de la estación de Earl's Court, esperando a uno de mis clientes, un agente de bienes raíces con cara de perro pachón y pelos que brotaban como cables de su nariz. Le gustaba el sado y siempre llevaba en el maletero del coche algunos artilugios para administrar dolor. Cada martes por la tarde y domingo por la mañana decía con aire fúnebre cuando yo entraba en el coche, «Archie se ha vuelto a portar mal, querida. ¿Cómo demonios le vamos a castigar esta vez?». Me daba el dinero, yo lo contaba y decidía la tarifa por esposarle, pellizcarle los pezones, azotarle o torturarle alrededor de la zona genital. El dinero era bueno, pero el nivel de diversión empezaba a declinar. Le había dado por llamarme María Inmaculada, y me pedía que yo le llamara Jesús. Gritaba algo similar a «Este es mi cuerpo, que ofrezco al Todopoderoso por el perdón de vuestros pecados» cuando yo aumentaba el dolor, y cuanto más yo pegaba, retorcía o pellizcaba, más le encantaba. Sin embargo, aunque pagaba por adelantado y después, muy contento, llevaba a su esposa a Battersea, cada vez me daba más la impresión de que el ataque al corazón era inminente, y no tenía ganas de encontrarme con un cadáver sonriente entre las manos. De modo que cuando Archie no apareció a la hora acordada, las cinco y media de aquel martes, me sentí en parte cabreada y en parte aliviada.

Estaba pensando en la pasta perdida, cuando Chris cruzó la calle en mi dirección. Por una vez, Archie había formulado su petición por adelantado, y por culpa de recoger los disfraces y los complementos (por no mencionar el tiempo que tardaba en vestirme, desnudarle a él, maltratarle, forcejear, oh-no-seas-malo-nene, atarle, esposarle y utilizar el enema), estaba perdiendo lo suficiente para pagarme la coca de varios días. De modo que me puse de mal humor cuando vi a aquel tío esquelético, con rotos en las rodilleras de los tejanos, que cruzaba obediente por el paso de cebra, como si la policía fuera a meterle en el talego si pasaba por otro lado. Llevaba de una correa a un perro mezcla de tantas razas que la palabra «perro» parecía poco más que un eufemismo, y daba la impresión de que caminaba para acompasarse al paso cojeante y lento del animal.

– Es lo más feo que he visto en mi vida -dije cuando pasó a mi lado-. ¿Por qué no haces un favor al mundo y lo escondes?

Se detuvo. Me miró a mí y luego al perro, con la suficiente lentitud para darme a entender que yo salía perdiendo en la comparación.

– ¿De dónde has sacado esa cosa? -pregunté.

– Lo recogí.

– ¿Lo recogiste? ¿A eso? Bien, tienes gustos raros, ¿no?

Porque aparte de tener sólo tres patas, la mitad de la cabeza del perro carecía de pelo. En su lugar había heridas enrojecidas que empezaban a curar.

– Da pena mirarle, ¿verdad? -dijo Chris, mientras contemplaba al perro con aire pensativo-, pero no eligió él, que es la circunstancia que más me conmueve de los animales. No pueden elegir. Alguien ha de elegir por ellos.

– Alguien debería disparar a esa cosa. Es como una mancha en el paisaje. -Busqué el paquete de cigarrillos en el bolso. Encendí uno y señalé con él al perro-. ¿Por qué le recogiste? ¿Vas a participar en un concurso de chuchos feos?

– Lo recogí porque me dedico a eso.

– Te dedicas a eso.

– Exacto. -Bajó la vista hacia las bolsas que rodeaban mis pies, en las que llevaba los disfraces y los nuevos adminículos que había comprado para complacer a Archie-. ¿Y tú que haces?

– Follo por dinero.

– ¿Tan cargada?

– ¿Qué?

Señaló los paquetes.

– ¿O te has tomado un descanso para ir de compras?

– Ah, eso. Parece que voy vestida para ir de compras, ¿eh?

– No. Parece que vas vestida de puta, pero nunca he visto a una puta que fuera cargada con tantas bolsas. ¿No te has confundido de clientes?

– Espero a alguien.

– Que no ha aparecido.

– ¿Qué sabes tú?

– Hay ocho colillas de cigarrillos alrededor de tus pies. Todas llevan tu lápiz de labios en el filtro. Un color espantoso, por cierto. El rojo no te sienta bien.

– Eres un experto, ¿verdad?

– En el terreno de las mujeres, no.

– Entonces, en el terreno de chuchos como ese, ¿no?

Miró al perro, que se había echado sobre la acera, con la cabeza sobre la única pata delantera y los ojos casi cerrados. Se agachó a su lado y posó la mano sobre la cabeza del animal.

– Sí -contestó-. En esto sí que soy un experto. Soy el mejor. Soy como la niebla a medianoche, sin luz ni sonido.

– Vaya mierda -dije, no porque pensara eso, sino porque había algo escalofriante en él, y no lograba concretar qué era. Es tan poquita cosa, pensé, apuesto a que no es capaz de conseguir dinero o amor. Y en cuanto lo pensé, tuve que averiguarlo.

– ¿Quieres marcha? -pregunté-. Tu compañero puede mirar por cinco libras extra.

Ladeó la cabeza.

– ¿Dónde?

Ya te tengo, pensé.

– Un lugar llamado Southerly, en Gloucester Road. Habitación 69.

– Muy apropiado.

Sonreí.

– ¿Y bien?

Se enderezó. El perro se levantó.

– Me apetece cenar. Ahí íbamos, Toast y yo. Ha estado expuesto en el Centro de Exhibiciones, y está cansado y hambriento. Y también un poco malhumorado.

– Así que era un concurso de perros, al fin y al cabo. Apuesto a que ganó.

– En cierta manera. -Vio que recogía mis bolsas y no dijo nada más hasta que las encajé bajo mis brazos-. Vamos, pues. Te contaré la historia de mi perro feo.

Menudo espectáculo formábamos: un perro de tres patas con la cabeza hecha trizas, un tipo de aspecto anarco con tejanos rotos y un pañuelo alrededor de la cabeza, y una puta con vestido de spanflex rojo, tacones negros de diez centímetros y un aro de plata en la nariz.

En aquel momento, pensé que iba a realizar una conquista interesante. No parecía ansioso de darme un revolcón cuando nos apoyamos contra el saliente de ladrillo exterior de un restaurante chino, pero pensé que se pondría en forma si le seguía la corriente. Los tíos son así. De modo que comimos rollos de primavera y bebimos dos tazas de té verde por cabeza. Dimos chop suey al perro. Hablamos como hace la gente cuando no sabe hasta qué punto confiarse o hablar (¿de dónde eres? ¿cómo es tu familia? ¿a qué colegio fuiste? ¿también dejaste la universidad? Ridículo, ¿verdad?, todo ese rollo), y yo no le escuchaba mucho, porque quería que me dijera lo que deseaba y cuánto estaba dispuesto a pagar. Sacó un fajo de billetes del bolsillo para pagar la comida, y calculé que podría desprenderse de sus buenas cuarenta libras. Cuando ya había pasado más de una hora y aún seguíamos en la fase del charloteo, dije por fin:

– Escucha, ¿qué va a ser?

– ¿Perdón?

– ¿Paja? ¿Mamada? ¿Metesaca? ¿Por delante o por detrás? Lo que quieras.

– Nada.

– Nada.

– Lo siento.

Sentí que mi cara se inflamaba cuando me enderecé.

– ¿Quieres decir que he perdido los últimos noventa minutos esperando a que tú…?

– Hemos cenado. Te lo dije. Una cena.

– ¡Y una mierda! Dijiste dónde y yo dije en el Southerly de Gloucester Road, habitación 69. Tú dijiste…

– Que necesitaba cenar. Que tenía hambre. Y Toast también.

– ¡Que le den por el culo a Toast. He perdido treinta libras.

– ¿Treinta libras? ¿Sólo te paga eso? ¿Qué haces a cambio? ¿Cómo te sientes cuando ha terminado?

– ¿Y a ti qué más te da? Gusano de mierda. Dame el dinero o te mato aquí mismo.

Miró a la gente que pasaba y pareció reflexionar sobre la oferta.

– Muy bien -dijo-, pero tendrás que ganártelas.

– Ya lo he dicho, ¿no?

Asintió.

– En efecto. Vamonos.

Le seguí.

– La paja es más barata. La mamada depende de lo que tardes. Te pones un condón para el metesaca. Más de una postura y pagas un extra. ¿Está claro?

– Como el agua.

– ¿A dónde vamos?

– A mi casa.

Me detuve.

– Ni hablar. En Southerly o nada.

– ¿Quieres tu dinero?

– ¿Quieres tu polvo?

Nos encontrábamos en un impasse en West Cromwell Road, atrapados entre el tráfico de la hora de cenar y los peatones que intentaban seguir su camino. El olor de los gases de escape provocó que mi estómago se revolviera, debido a la grasa del rollo de primavera.

– Escucha -dijo-, he de dar de comer a mis animales en Little Venice.

– ¿Más como ese?

Señalé al perro con el pie.

– No tengas miedo. No te haré daño.

– Como si pudieras.

– Eso está por ver, ¿no? -Continuó su camino-. Si quieres el dinero -dijo sin volverse-, vienes conmigo o me lo intentas quitar en plena calle. Tú eliges.

– ¿No soy un animal, pues? ¿Puedo elegir?

Me dedicó una sonrisa radiante.

– Eres más lista de lo que pareces.

Así que le acompañé. Qué cono, pensé, Archie no iba a aparecer, y como apenas conozco Little Venice, me pareció suficiente para ir a echarle un vistazo.

Chris me precedía. En ningún momento se molestó en comprobar si le seguía. Palmeó a su perro y le animó a continuar.

– Ya lo intuyes, eh, Toast dentro de un mes, serás un sabueso perfecto. Te gusta la idea, ¿verdad?

Este es tonto del culo, pensé, y me pregunté cómo le gustaría follar con una mujer y si querría hacerlo como los perros, ya que tanto cariño les tenía.

Había oscurecido cuando llegamos al canal. Cruzamos el puente y descendimos los peldaños hasta el camino de sirga.

– Así que es una barcaza -dije.

– Sí -contestó-. Aún no está terminada, pero estamos trabajando para conseguirlo.

Vacilé.

– ¿Estamos? -Había dejado de trabajar con grupos el año anterior. No daban bastante dinero-. No he dicho que lo fuera a hacer con varios.

– ¿Con varios…? Ah, lo siento. Me refería a los animales.

– ¿Los animales?

– Sí, el plural era por los animales y yo.

Tonto de capirote, pensé.

– Te ayudan a construir la casa, ¿verdad?

– Se trabaja más deprisa cuando la compañía es agradable. Teniendo en cuenta tu profesión, lo sabrás muy bien.

Le miré con los ojos entornados. Me estaba tomando el pelo. El señor Superior. Ya veríamos quién acabaría sudando por quién.

– ¿Cuál es la tuya? -pregunté.

– La del final -dijo, y me guió hasta ella.

Era diferente de cómo es hoy. Estaba a medio hacer. Bueno, por fuera estaba terminada, por eso Chris había podido amarrarla, pero el interior consistía en tablas desnudas, pedazos de madera, rollos de linóleo y alfombra, cajas sobre cajas, ropas, aeroplanos para ensamblar, platos, ollas, sartenes, un revoltijo del copón. Parecía la madriguera de un trapero. Sólo había un espacio despejado en el extremo delantero de la barcaza, y estaba ocupado por los amiguitos de Chris. Tres perros, dos gatos, media docena de conejos y cuatro seres de cola larga que Chris llamaba «ratas de capuchón». A todos les pasaba algo en los ojos, las orejas, la piel o el pellejo.

– ¿Eres veterinario o algo por el estilo? -pregunté.

– Algo por el estilo.

Dejé caer mis paquetes y miré a mi alrededor. No vi ninguna cama. Tampoco había mucho espacio disponible.

– ¿Dónde vamos a hacerlo?

Desató la correa de Toast. El perro fue a reunirse con los demás, que se estaban levantando de las diversas mantas donde estaban echados. Chris pasó por lo que sería una futura puerta y rebuscó en una abarrotada mesa de trabajo diversas bolsas de comida para animales: borona para los perros, pelotillas para las ratas, zanahorias para los conejos, algo enlatado para los gatos.

– Empezaremos por aquí -dijo, y señaló con un cabeceo los peldaños que acabábamos de bajar para llegar a la barcaza.

– ¿Empezar? ¿Qué tienes en mente?

– He dejado el martillo sobre esa viga que hay encima de la ventana. ¿Lo ves?

– ¿Martillo?

– Creo que adelantaremos bastante. Tú trasladas la madera y me mantienes provisto de tablas y clavos.

Le miré fijamente. Estaba dando de comer a los animales, pero habría jurado que sonreía.

– Maldito…

– Treinta libras. Espero calidad por ellas. ¿Tienes calidad?

– Yo te voy a enseñar lo que es calidad.

Así empezó lo de Chris y yo, trabajando en la barcaza. Durante toda aquella primera noche esperé a que diera el primer paso. Esperé que lo hiciera las noches y días que siguieron. Nunca ocurrió. Y cuando yo me decidí a dar el paso, para ponerle caliente, reírme de él y poder decir, «Al fin y al cabo, eres como todos los demás», antes de dejar que me follara, apoyó las manos sobre mis hombros, sin permitir que me acercara.

– Lo nuestro es imposible, Livie. Lo siento. No quiero herirte, pero las cosas son así.

Pienso algunas noches que él lo sabía. Lo sentía en el aire, lo oía en mi forma de respirar. De alguna manera, lo sabía y decidió desde el primer momento mantenerse a distancia de mí, porque era más seguro así, porque nunca tendría que preocuparse, porque no quería amarme, tenía miedo de quererme, pensaba que yo era demasiado, pensaba que era un desafío excesivo…

Me aferró a esos pensamientos cuando sale por las noches. Cuando sale con ella. Tenía miedo, pensé. Por eso nunca ocurrió nada entre nosotros. Amas y pierdes. El no quería eso.

Pero eso es darme más importancia para Chris de la que nunca he tenido, y en mis momentos de sinceridad lo sé. También sé que la mayor incongruencia de mi vida es haber vivido desafiando a los sueños que mi madre alimentaba sobre mí, decidida a enfrentarme al mundo bajo mis condiciones, no las de ella, y he terminado enamorada de un hombre a la que ella me hubier ra entregado de buena gana. Porque Chris Faraday representa algo, y es la clase de tío que mi madre más habría aprobado, pues en una época, antes de que todo se convirtiera en esta confusión de nombres, caras, deseos y sentimientos, mi madre también representaba algo.

Cuando empezó con Kenneth Fleming.

No le olvidó cuando dejó el colegio para cumplir su deber con Jean Cooper. Como ya hé dicho, se las arregló para que consiguiera un empleo en la imprenta de papá, trabajando en una impresora. Y cuando organizó un equipo para jugar a criquet con otros equipos de imprentas de Stepney, ella alentó a papá a que alentara a los «chicos», como ella les llamaba, a divertirse un poco juntos.

– Les convertirá en un grupo más cohesionado, Gordon -dijo, cuando le informó de que el joven K. Fleming (papá siempre se refería a los empleados por las iniciales) le había consultado la idea-. Un grupo cohesionado trabaja con más eficacia, ¿no?

Papá meditó, mientras sus mandíbulas y su mente funcionaban al mismo tiempo, pues estábamos comiendo pollo asado con patatas nuevas.

– Puede que no sea mala idea -dijo-. A menos que alguno se lesione, claro. En cuyo caso, dejará de trabajar, ¿verdad? Y querrá cobrar. Hay que pensarlo.

Pero mi madre le convenció.

– Es verdad, pero el ejercicio es saludable, Gordon. Y también el aire puro. Y la camaradería entre los hombres.

Cuando el equipo estuvo organizado, no asistió a ningún partido. Estaba convencida, imagino, de que había colaborado a inyectar un poco de placer en la vida monótona del muchacho, a la que sin duda le había conducido su matrimonio con Jean Cooper. Habían tenido su segundo hijo al año siguiente del primero, y daba la impresión de que su futuro consistía en un hijo al año y una madurez acelerada antes de cumplir los treinta. Por lo tanto, mi madre hizo lo que pudo y trató de olvidar el futuro brillante que el pasado de Kenneth Fleming había insinuado.

Entonces, papá murió. Entonces, empezó la cosa.

Al principio, mi madre dejó la imprenta al cuidado de un gerente que había contratado, más o menos como papá había dirigido la empresa. Nunca había querido entrometerse con los muchachos, como ya les llamaba su padre antes de la Segunda Guerra Mundial, y dirigía la empresa desde el aséptico silencio de su oficina del tercer piso, y dejaba el día a día de la organización, maquinarias y distribución de las horas extras a un capataz que había ido ascendiendo desde abajo.

Cuatro años después de la muerte de papá, mi madre dejó la enseñanza. Aún le quedaba un buen montón de tareas en qué emplear sus días, pero decidió decantarse por algo más desafiante, que llenara su tiempo y su interés. Creo que se sentía sola, y sorprendida de ello. Las clases, su preparación y el papeleo le habían proporcionado una dirección diaria en su vida, y sin ella se vio obligada por fin a pensar en el vacío. Papá y ella nunca habían sido compañeros del alma, pero al menos había estado allí, era una presencia en la casa. Ahora, ya no estaba, y no la acuciaba nada que le permitiera hacer caso omiso de la soledad, sin la enseñanza y sin él. Ella y yo estábamos más alejadas que nunca, las dos obcecadas en no olvidar jamás los pecados cometidos y las injurias infligidas. No existían promesas de nietos a quienes mimar. Solo había reuniones a las que acudir. Necesitaba más.

La imprenta era la solución lógica, y mi madre tomó la dirección con una facilidad que sorprendió a propios y extraños. Pero, al contrario que papá, creía en lo que ella llamaba un acercamiento a los muchachos, de manera que aprendió el negocio como habría hecho un aprendiz, y al hacerlo no solo se ganó el respeto de sus trabajadores, sino que restableció su vínculo con Kenneth Fleming.

Me he divertido intentando imaginar cómo debió ser su primer encuentro, nueve años después de que él fuera expulsado del Paraíso. Lo pinto rodeado por el ruido de las prensas, el olor a tinta y aceite, y el espectáculo de documentos o páginas que vuelan por la línea para ser empaquetados. He visto a mi madre pasando de una máquina a la siguiente bajo aquellas ventanas oscuras y sucias, acompañada del capataz con la tablilla en la mano. Grita para que le oiga, ella asiente y formula las preguntas pertinentes. Se detiene junto a una prensa. Un hombre levanta la vista, con el mono grasiento, una franja, de aceite en el pelo, gruesas medias lunas negras bajo las uñas, una llave de tuercas en la mano. Dice algo así como «La maldita máquina ha vuelto a averiarse. Hemos de modernizar o cerrar este lugar», antes de fijarse en mi madre. Una pausa de música dramática. Están frente a frente. Profesora y alumno. Tantos años después. Ella dice, «Ken». Él no sabe qué decir, pero da vueltas a su alianza en el mugriento dedo, y ese gesto dice más que mil palabras: ha sido un infierno, lo siento, tenías razón, perdóname, acéptame de nuevo, ayúdame, cambia mi vida.

No debió de suceder así, probablemente, pero sí que sucedió. Y no pasó mucho tiempo antes de que se prestara mucha más atención al talento e inteligencia de Kenneth Fleming en siete meses de la que se le había concedido en todos los años que había trabajado en lo que los muchachos de la tinta y las prensas llamaban el pozo.

Lo primero que mi madre quiso saber es a qué se refería Kenneth por modernizar el lugar. Lo segundo fue cómo podría reconducirle por la senda que transformaría su vida en algo especial.

La primera respuesta de Kenneth la dirigió hacia el mundo del procesamiento de datos, los ordenadores y las impresoras láser. La segunda respuesta insinuó que guardara las distancias. Jean tuvo algo que ver con la última, sin duda. No debió enloquecer de alegría cuando supo que la señora Whitelaw había reaparecido inesperadamente en las fronteras de su vida.

Pero mi madre no era de las que se rendían con facilidad. Para empezar, sacó a Kenneth del pozo y lo elevó a un cargo de responsabilidad, sólo para que saboreara las posibilidades futuras. Cuando triunfó (como no podía ser menos, teniendo en cuenta su inteligencia y aquella maldita afabilidad de la que papá y yo habíamos oído hablar durante meses interminables a la hora de la cena, cuando era un adolescente), ella empezó a investigar en el campo de sus sueños, sin cultivar desde hacía mucho tiempo. A lo largo de comidas o meriendas, después de una discusión sobre la mejor manera de manejar una disputa salarial o la queja de un empleado, descubrió que los sueños seguían presentes, incólumes después de nueve años, tres hijos y día tras día de ruido y suciedad en el pozo.

No creo que Kenneth revelara de inmediato a mi madre el hecho de que todavía alimentaba la esperanza de ver aquella pelota de color cereza elevarse sobre la línea de meta, de escuchar el rugido de aprobación de la multitud cuando otras seis carreras aparecieran en el marcador del Lord's junto al nombre K. Fleming. Tenía veintiséis años, era padre de tres hijos, atado a una esposa, la esperanza de una educación a la espalda, y todo por culpa de una noche, cuando había asegurado a Jean Cooper que no podía pasar nada la primera vez que mantuviera relaciones sexuales sin tomar la pildora. Debió decir, «Sueño con jugar por Inglaterra, señora Whitelaw. Sueño con recorrer la Sala Larga de una punta a otra con los ojos del MCC * clavados en mí y el bate en la mano. Sueño con descender aquellos escalones desde el Pabellón, con salir al campo bajo un claro día de junio, con ver la explosión de colores de las gradas, con ponerme ante el lanzador, tomar posición, sentir la corriente eléctrica que recorre mi brazo cuando mi bate golpea la bola». Kenneth Fleming no debió decir eso. Debió de sonreír y dijo, «Los sueños son para los crios, ¿no es cierto, señora Whitelaw? Mi Jimmy, tiene sueños. Y Stan los tendrá dentro de un año o dos, cuando haya crecido un poco». En cuanto a él, había renunciado a los sueños. No eran para personas como él. Ya no.

Pero mi madre le habría ido comiendo el tarro poco a poco. Habría empezado con un «Seguro que deseas algo más, Ken, más allá de esta imprenta». El habría contestado, «Este lugar ha sido suficiente para mí, para mi familia. Estoy bien así». Y entonces ella habría confesado, tal vez, algún sueño no cumplido. Tal vez habían tomado café una noche, y ella dijo, «Esto es absurdo… Confesarlo a un ex alumno, confesarlo a un hombre, un hombre más joven…», y entonces habría revelado una insignificancia que nadie sabía sobre ella, una insignificancia inventada en aquel momento para alentar a Ken a abrirle su corazón, tal como había hecho en su adolescencia.

Quién sabe cómo lo consiguió exactamente. Nunca me ha contado todos los detalles. Solo sé que, si bien tardó casi un año en ganarse su confianza, se la ganó.

El matrimonio no iba mal, debió decirle él una noche, cuando la fábrica estaba silenciosa como una tumba bajo sus pies, porque se habían quedado trabajando hasta tarde. No se había marchitado como cabía esperar, teniendo en cuenta las circunstancias en que se había producido. Era que… No, no era justo con Jean. Se le antojaba una traición hablar de la muchacha a su espalda. Hacía lo que podía, Jean. Le quería, quería a los chicos. Era una buena madre. Era una buena esposa.

«Pero algo falta», debió de contestar mi madre. «¿No es así, Ken?»

Kenneth tal vez cogió un pisapapeles, y lo rodeó con los dedos de una manera inconsciente, como si fuera una pelota de criquet. Quizá dijo, «Supongo que esperaba algo más», con una sonrisa irónica, y luego añadió, «Pero conseguí lo que quería, ¿no?».

«¿Qué esperabas?», quiso saber mi madre.

Él debió componer una expresión de turbación. «No es nada. Una tontería, nada más.» Debió coger sus cosas, dispuesto a marcharse. Y al final, junto a la puerta, donde las sombras ocultaban en parte su cara, debió decir, «Criquet. Es eso. Un poco idiota sí que soy, pero no puedo olvidar lo que habría significado jugar».

Para azuzarle más, mi madre debió decir, «Pero si ya juegas, Ken».

«No como habría podido», habría contestado él. «No como quería. Los dos lo sabemos, ¿verdad?»

Y aquellas pocas frases, el deseo que transmitían y, sobre todo, el uso del mágico plural, proporcionó a mi madre la oportunidad que necesitaba. De cambiar la vida de Ken, de cambiar las vidas de su mujer y sus hijos, de cambiar su propia vida, de desencadenar el desastre sobre todos nosotros.

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