Le sacaron por delante, lo cual proporcionó a periodistas y fotógrafos cantidad de material para los periódicos del día siguiente, que sería manipulado con todo cuidado para revelar lo máximo posible mediante insinuaciones, sin dejar de proteger los derechos de todos los implicados. En cuanto Lynley abrió la puerta e indicó a Jimmy Cooper que le precediera, con la cabeza del muchacho colgando hacia delante como si fuera una marioneta y las manos enlazadas delante de él, como si ya fuera esposado, gritos exaltados surgieron del pequeño ejército de periodistas. Se abrieron paso entre los coches aparcados a lo largo del bordillo, grabadoras y libretas en ristre. Los fotógrafos empezaron a tirar fotos, mientras los periodistas ladraban preguntas.
– ¿Una detención, inspector?
– ¿Este es el hijo mayor?
– ¡Jimmy! ¡Tú, Jim! ¿Alguna declaración, muchacho?
– ¿Cuál fue la causa? ¿Celos, dinero?
Jimmy agachó la cabeza a un lado.
– Que os den por el culo a todos -murmuró, y se tambaleó cuando la punta de una bota tropezó con una parte irregular de la acera. Lynley le cogió del brazo para enderezarle. Las cámaras se esforzaron por inmortalizar el momento.
– ¡Largúense todos!
El grito procedía de la puerta, donde estaba Jean Cooper con sus demás hijos, que miraban por debajo de sus brazos. Las cámaras destellaron en su dirección. Empujó a Stan y Sharon hacia la sala de estar. Salió corriendo de la casa y agarró el brazo de Lynley. Las cámaras dispararon y zumbaron.
– Déjele en paz -gritó.
– No puedo -contestó Lynley en voz baja-. Si no quiere hablar con nosotros, no nos queda otra alternativa. ¿Quiere venir usted también? Está en su derecho, señora Cooper. Es menor de edad.
La mujer se pasó las manos por los costados de su camiseta, demasiado grande para ella. Desvió la vista hacia la casa, donde los dos niños les miraban desde la ventana de la sala de estar. Debió pensar sin duda en lo que pasaría si les dejaba solos, al alcance de la prensa.
– Antes he de telefonear a mi hermano -dijo.
– No quiero que ella venga -dijo Jimmy.
– ¡Jim!
– Ya está dicho.
Se echó el pelo hacia atrás, comprendió su error cuando los fotógrafos capturaron su cara desprotegida, y volvió a bajar la cabeza.
– Tienes que dejarme…
– No.
Lynley era consciente de la carnaza que estaban proporcionando a los periodistas, los cuales escuchaban con tanta avidez como tomaban notas. Era demasiado pronto para que los periódicos confeccionaran un artículo que incluyera el nombre de Jimmy, y sus directores, gobernados por el Acta del Desacato al Tribunal, se cuidarían mucho de publicar una fotografía identificable que pudiera perjudicar un juicio y llevarles a todos al trullo durante dos años. De todos modos, los periódicos utilizarían lo que pudieran y cuando pudieran.
– Telefonee a su abogado si quiere, señora Cooper -dijo en voz baja-. Que se reúna con nosotros en el Yard.
– ¿Quién se cree que soy? ¿Una jovencita de Knightsbridge? Yo no tengo un jodido… ¡Jim! ¡Jim! Déjame venir.
Jimmy miró a Lynley por primera vez.
– No quiero que venga. Si ella viene, no hablaré.
– ¡Jimmy! -aulló su madre. Giró en redondo y volvió dando tumbos a la casa.
Los periodistas interpretaron de nuevo el papel de coro griego.
– ¿Un abogado? Entonces, se trata de un sospechoso definitivo.
– ¿Desea confirmarlo, inspector? ¿Podemos asumir…?
– ¿La policía de Maidstone ha colaborado por completo?
– ¿Han recibido ya el informe de la autopsia?
– Vamos, inspector, díganos algo, por el amor de Dios.
Lynley no les hizo caso. Havers abrió el portal. Se abrió paso entre ellos y practicó un camino para Lynley y el chico. Los periodistas y fotógrafos les siguieron hasta el Bentley. Cuando sus preguntas siguieron sin obtener respuesta, alzaron el tono de voz y alternaron los temas, desde «¿Ha obtenido una declaración?» hasta «¿Mataste a tu padre, muchacho?». El alboroto provocó que los vecinos salieran a sus jardines. Los perros empezaron a ladrar.
– Jesús -masculló Havers-. Cuidado con la cabeza -advirtió a Jimmy cuando Lynley abrió la puerta trasera del coche. Cuando el muchacho entró y los periodistas se apretujaron alrededor de la ventanilla para plasmar cualquier expresión de su cara, Jean Cooper se abrió paso entre ellos. Agitaba una bolsa de los almacenes Tesco en la mano. Lynley se puso rígido.
– ¡Cuidado, señor! -gritó Havers, y avanzó como para interponerse.
Jean apartó de un empujón a un periodista.
– Cabrón -gritó a otro. Tiró la bolsa a Lynley-. Escúcheme. Si hace daño a mi hijo… Si se atreve a tocarle… -Su voz se quebró. Apretó los nudillos contra la boca-. Conozco mis derechos. Tiene dieciséis años. No le haga ni una pregunta sin un abogado delante. Ni siquiera le pida que deletree su nombre. -Se inclinó hacia delante y chilló por la ventanilla subida del Bentley-. Jimmy, no hables con nadie hasta que llegue el abogado. ¿Me has oído, Jim? No hables con nadie.
Su hijo clavó la vista en el frente. Jean gritó su nombre.
– Nosotros podemos encargarnos de encontrar un abogado, señora Cooper -dijo Lynley-. Si eso le sirve de ayuda.
La mujer se enderezó y echó la cabeza hacia atrás, en un movimiento parecido al de su hijo.
– No me gusta su clase de ayuda.
Retrocedió entre los fotógrafos y periodistas. Se puso a correr cuando la siguieron.
Lynley tendió la bolsa de Tesco a Havers. Iban en dirección a Manchester Road cuando ella la abrió. Investigó su contenido.
– Una muda. Dos trozos de pan con mantequilla. Un libro de navegación a vela. Unas gafas. -Se removió en su asiento cuando pasó la bolsa a Jimmy-. ¿Quieres las gafas?
El chico la miró con una expresión que decía «olvídame» y desvió la vista.
Havers dejó caer las gafas en la bolsa, la puso en el suelo.
– Muy bien -dijo, mientras Lynley cogía el teléfono del coche y marcaba el número de New Scotland Yard. Localizó al agente Nkata en la sala de incidentes, donde el ruido de fondo de teléfonos y conversaciones le reveló que algunos oficiales, al menos, habían vuelto de investigar los movimientos de los principales sospechosos el miércoles por la noche.
– ¿Qué tenemos? -preguntó.
– Kensington ha llamado. Ningún cambio, tío. Su señora Whitelaw continúa limpia.
– ¿Cuál es el informe?
– Staffordshire Terrace está lleno de edificios reconvertidos. ¿Lo sabía, inspector?
– He estado en la calle, Nkata.
– Cada edificio tiene seis, siete pisos. Cada piso tiene tres, cuatro ocupantes.
– Esto empieza a parecer el lamento del agente detective.
– Lo único que quiero decir, tío, es que esa mujer está limpia. Hablamos con todo bicho viviente que pudimos encontrar en cada piso. Nadie de Staffordshire Terrace pudo decir que había salido la semana pasada.
– Lo cual no dice mucho sobre su sentido de la observación, ¿verdad? Teniendo en cuenta que ayer por la mañana salió con nosotros.
– Pero si se marcha a Kent a medianoche o así, utilizará el coche, ¿vale? No pedirá un taxi y le dirá que espere mientras provoca el incendio. No tomará un autobús. No tomará el tren. A esa hora no. Por eso está limpia.
– Continúa.
– Tiene el coche aparcado en un garaje detrás de la casa, en un callejón llamado…, aquí está, Phillips Walk. Bien, según los chicos que han estado allí esta mañana, nueve décimas partes de Phillips Walk son edificios remozados.
– ¿Casas individuales?
– Exacto. Amontonadas como putas en King's Cross. Con ventanas arriba y ventanas abajo. Todas abiertas el miércoles por la noche, porque hace buen tiempo.
– ¿Debo suponer que nadie vio salir a la señora Whitelaw? ¿Que nadie oyó ponerse en marcha su coche?
– Y el miércoles por la noche, el bebé de la casa que hay frente al garaje estuvo despierto hasta las cuatro de la mañana, enfermito sobre el hombro de mamá. Mamá habría oído el coche, puesto que pasó la noche paseando frente a las ventanas, intentando calmar al monstruo. Nada de nada. A menos que la señora Whitelaw saliera levitando por el tejado, está limpia, inspector. Lo siento si eso representa otro callejón sin salida.
– Da igual. La noticia no me sorprende. Otro de los implicados ya le ha proporcionado una coartada.
– ¿La había elegido como culpable?
– No particularmente, pero nunca me ha gustado dejar cabos sueltos.
Antes de terminar la llamada dijo a Nkata que tuviera preparada una sala de interrogatorios e informara a la oficina de prensa de que un chico de dieciséis años del East End iba a colaborar con la policía en sus investigaciones. Colgó el teléfono y el resto del trayecto hasta New Scotland Yard se realizó en silencio.
Los periodistas de la Isla de los Perros habían llamado a los colegas que acechaban en Victoria Street, porque cuando Lynley dirigió el coche a la entrada que tenía New Scotland Yard en Broadway, el Bentley quedó rodeado de inmediato. Entre la multitud apretujada que gritaba preguntas y empujaba cámaras hacia el asiento trasero, los telediarios estaban representados por cámaras agresivos que se abrían paso a codazos entre los demás.
– Mierda -masculló Lynley-. Baja la cabeza, Jim -dijo, y avanzó centímetro a centímetro hacia el quiosco y la entrada del aparcamiento subterráneo. Llegaron al quiosco a costa de cien o más fotógrafos e incontables metros de cinta de vídeo, que sin duda aparecerían en todas las cadenas de televisión antes de que terminara el día.
Durante todo el rato, la única reacción de Jimmy Cooper fue ocultar la cara a las cámaras. No demostró interés ni nerviosismo mientras Lynley y Havers le escoltaban hasta el ascensor, y después por un pasillo tras otro. Una oficial de prensa les acompañó durante un minuto, libreta en mano.
– Hemos comunicado la noticia, inspector -dijo innecesariamente, teniendo en cuenta el tumulto-. Un muchacho. Dieciséis años de edad. Del East End. -Dirigió una rápida mirada a Jimmy-. ¿Algo que añadir? ¿El colegio del chico? ¿Número de hermanos y hermanas? ¿Alusiones veladas a la familia? ¿Algo de Kent?
Lynley negó con la cabeza.
– De acuerdo -dijo el oficial-. Nuestros teléfonos suenan como alarmas de incendio. Me dirá algo más cuando pueda, ¿verdad?
Se esfumó sin aguardar la respuesta.
El agente Nkata se reunió con ellos en la sala de interrogatorios, donde ya habían dispuesto la grabadora y las sillas, dos a cada lado de una mesa con patas metálicas, dos más apoyadas contra las paredes.
– ¿Quiere que le tomemos las huellas? -preguntó.
– Aún no -contestó Lynley. Indicó la silla en que el chico debía sentarse-. ¿Quieres que charlemos un momento, Jimmy, o prefieres esperar a que tu madre envíe un abogado?
Jimmy se derrumbó en la silla, con las manos aferradas al extremo de la camiseta.
– Da igual.
– Avísanos cuando llegue -dijo Lynley a Nkata-. Charlaremos hasta entonces.
La expresión de Nkata comunicó a Lynley que había recibido el mensaje. Obtendrían todo lo posible del muchacho antes de que el abogado llegara para amordazarle indefinidamente.
Lynley conectó la grabadora, dijo la fecha y la hora, y recitó la lista de las personas presentes en la sala: él, la sargento Havers y James Cooper, hijo de Kenneth Fleming.
– ¿Quieres que esté presente un abogado, Jimmy? -repitió-. ¿Quieres que esperemos? -El muchacho se encogió de hombros-. Has de contestar.
– No necesito ningún jodido abogado, ¿vale? No quiero ninguno.
Lynley se sentó delante del chico. La sargento Havers se encaminó hacia una de las sillas pegadas a la pared. Lynley oyó que rascaba una cerilla y olió el humo del cigarrillo un segundo más tarde. Los ojos de Jimmy se posaron un momento en Havers con ansiedad, y luego se desviaron. Lynley saludó mentalmente a su sargento. A veces, su vicio era muy útil.
– Fuma si quieres -dijo al chico. La sargento Havers tiró las cerillas sobre la mesa.
– ¿Quieres un cigarrillo? -preguntó Barbara a Jimmy. Este negó con la cabeza, pero sus pies se agitaron inquietos sobre el suelo, y sus dedos continuaron pellizcando la camiseta.
– Es difícil hablar delante de tu madre -dijo Lynley-. Su intención es buena, pero es una madre, ¿verdad? Les gusta estar presentes en las conversaciones. Les gusta estar siempre por en medio.
Jimmy se pasó un dedo por debajo de la nariz. Su mirada se desvió hacia la caja de cerillas, y luego se apartó.
– Tampoco suelen respetar la intimidad -siguió Lynley-. La mía no lo hacía, al menos. Les cuesta mucho reconocer que un niño se ha convertido en hombre.
Jimmy levantó la cabeza lo suficiente para apartarse el pelo de la cara. Aprovechó el movimiento para mirar subrepticiamente a Lynley.
– Es lógico que no quisieras hablar delante de ella. Tendría que haberlo comprendido, porque bien sabe Dios que yo no quería hablar delante de mi madre. No te concede mucha amplitud de movimientos, ¿verdad?
Jimmy se rascó el brazo. Se rascó el hombro. Volvió a tironear de la camiseta.
– Espero que nos ayudes a aclarar algunos detalles. No estás detenido. Has venido para ayudarnos. Sabemos que estuviste en Kent, en la casa. Suponemos que estuviste el miércoles por la noche. Nos gustaría saber por qué. Nos gustaría saber cómo llegaste allí. Nos gustaría saber a qué hora llegaste y a qué hora te marchaste. ¿Puedes ayudarnos?
Lynley oyó que Havers inhalaba, y después el humo de su cigarrillo flotó hacia ellos. Una vez más, Lynley explicó con precisión las pruebas que apoyaban la presencia del chico en Kent.
– ¿Seguiste a tu padre? -concluyó.
Jimmy tosió. Levantó las patas delanteras de la silla un par de centímetros.
– ¿Intuíste que había ido allí? Dijo que debía solucionar algo. ¿Parecía disgustado? ¿Angustiado? ¿Te dijo que iba a encontrarse con Gabriella Patten?
Jimmy bajó las patas de la silla.
– Hacía poco que se había reunido con un abogado. Para divorciarse de tu madre. Ella debió disgustarse. Puede que la hayas visto llorar y preguntado por qué. Puede que hablara contigo. Puede que te dijera…
– Yo lo hice. -Jimmy levantó por fin la vista. Sus ojos de color avellana estaban inyectados en sangre, pero miró a Lynley sin pestañear-. Yo lo hice. Me cargué a ese jodido bastardo. Merecía morir.
Lynley oyó que la sargento Havers se removía. Jimmy sacó la mano del bolsillo y dejó una llave sobre la mesa. Como Lynley no hizo comentarios, preguntó:
– Esto era lo que quería, ¿no?
Sacó cigarrillos del otro bolsillo, un paquete aplastado de JPS, del cual logró extraer uno, roto en parte. Lo encendió con las cerillas de la sargento Havers. Tuvo que repetir la operación cuatro veces para conseguirlo.
– Hablame de ello -dijo Lynley.
Jimmy aspiró una profunda bocanada de humo, sosteniendo el cigarrillo entre el índice y el pulgar.
– Papá pensaba que era Dios. Pensaba que podía hacer lo que le diera la gana.
– ¿Le seguiste hasta Kent?
– Le seguía a todas partes. Cuando me pasaba por las pelotas.
– ¿En la moto? ¿Aquella noche?
– Sabía dónde vivía. Ya había estado antes. El muy cabrón pensaba que podía arreglarlo todo con buenas palabras, aunque nos estuviera dando por el culo.
– ¿Qué pasó aquella noche, Jimmy?
Fue a Lesser Springburn, dijo Jimmy, porque su padre le había mentido y quería pillarle con las manos en la masa y restregarle la mentira por su cara de bastardo. Dijo que debían aplazar sus vacaciones porque había un asunto relacionado con el criquet que no podía desatender, un asunto urgente. Algo relacionado con los partidos internacionales, las Cenizas, un lanzador inglés, un partido amistoso en algún sitio… Jimmy no se acordaba y le daba igual, porque no había creído la mentira ni un momento.
– Fue por ella. Estaba en Kent. Le había telefoneado para decirle que se lo quería follar a base de bien, como nunca antes, quería darle algo que recordaría mientras estuviera en Grecia conmigo, y él no pudo esperar. Por eso fue a verla. Salido como un perro.
No fue directamente a Celandine Cottage, dijo Jimmy, porque quería sorprenderles. No quería correr el riesgo de que oyeran la moto. No quería que le vieran en el camino particular. Dejó atrás el desvío de Springburn. Road y siguió hasta el pueblo. Aparcó detrás del pub y escondió la moto entre los arbustos que bordeaban el ejido. Fue a pie por el camino.
– ¿Cómo conocías el camino peatonal? -preguntó Lynley.
Habían ido allí de niños, ¿no? Cuando su padre se mudó mientras jugaba en el equipo de Kent. Iban los fines de semana. Shar y él iban a explorar. Los dos conocían el camino. Todo el mundo conocía el camino.
– ¿Qué pasó aquella noche en la casa? -preguntó Lynley.
Saltó el muro contiguo a la casa, explicó, el que daba a la dehesa perteneciente al granjero de la parte este. Lo siguió hasta llegar a la esquina de la propiedad que pertenecía a Celandine Cottage. Trepó a la verja, saltó el seto y cayó al final del jardín.
– ¿Qué hora era?
No lo sabía. Fue después de que cerrara el pub de Lesser Springburn, porque no había coches en el aparcamiento cuando llegó. Se quedó al fondo del jardín y pensó en ellos.
– ¿En quiénes?
En ella, dijo. En la rubia. Y en su padre. Confió en que estuvieran disfrutando del polvo. Confió en que estuvieran sudando como energúmenos, porque decidió en aquel momento que iba a ser el último.
Sabía dónde guardaba la copia de la llave, en el cobertizo de las macetas, debajo del pato de barro. Fue a buscarla. Abrió la puerta de la cocina. Prendió fuego a la butaca. Corrió a buscar la moto y volvió a casa.
– Quería que murieran los dos. -Aplastó el cigarrillo en el cenicero y escupió una hebra de tabaco sobre la mesa-. Ya me encargaré de esa vaca después. Ya lo verá.
– ¿Cómo sabías que tu padre estaba allí? ¿Le seguiste cuando marchó de Kensington?
– No fue necesario, ¿vale? Bien que le encontré.
– ¿Viste su coche? ¿Estaba aparcado delante de la casa, o en el camino particular?
Jimmy le miró con incredulidad. El coche era más precioso para su padre que su santa polla. No lo dejaría fuera, con un garaje a mano. El chico rebuscó en su paquete de cigarrillos y logró extraer otro arrugado. Lo encendió sin la menor dificultad. Vio a su padre a través de la ventana de la cocina, dijo, antes de que apagara las luces y subiera a tirársela.
– Cuéntame lo del fuego -dijo Lynley-. El de la butaca.
¿Qué quería saber?, preguntó Jimmy.
– Dime cómo lo encendiste.
Utilizó un cigarrillo. Lo encendió. Lo encajó en la jodida butaca. Salió por la cocina y volvió a casa.
– Vayamos paso por paso, si te parece. ¿Estabas fumando un cigarrillo en aquel momento?
No, claro que no. ¿Qué se creía la bofia? ¿Que era un panoli?
– ¿Era uno de esos, un JPS?
– Sí, exacto. Un JPS.
– ¿Lo encendiste? ¿Quieres enseñarme cómo, por favor?
Jimmy separó un poco la silla de la mesa.
– ¿Qué quiere que le enseñe? -preguntó con brusquedad.
– Cómo encendiste el cigarrillo.
– ¿Por qué? ¿Nunca ha encendido uno?
– Me gustaría ver cómo lo hiciste.
– ¿Cómo cono supone que lo encendí?
– No lo sé. ¿Utilizaste un encendedor?
– Claro que no. Cerillas.
– ¿Como esas?
Jimmy apuntó con la barbilla a Havers. Su expresión proclamaba «no me pillarás».
– Esas son de ella.
– Ya lo sé. Pregunto si utilizaste una carterita de cerillas, ya que no utilizaste encendedor.
El chico bajó la cabeza. Concentró su atención en el cenicero.
– ¿Eran las cerillas como estas? -insistió Lynley.
– Que le den por el culo -murmuró Jimmy.
– ¿Las llevabas encima, o eran cerillas de la casa?
– Se lo merecía -dijo Jimmy, como si hablara solo-. Ya lo creo que se lo merecía, y ella será la siguiente. Ya lo verá.
Alguien llamó a la puerta de la sala de interrogatorios. La sargento Havers fue a abrirla. Siguió un murmullo de conversaciones. Lynley observó a Jimmy Cooper en silencio. La cara del muchacho, lo que Lynley podía ver de ella, había adoptado una expresión de indiferencia, como moldeada en hormigón. Lynley se preguntó qué gradó de dolor, culpabilidad y pena eran necesarios para fingir tanta indiferencia.
– Señor -llamó Havers desde la puerta. Lynley se acercó. Nkata estaba en el pasillo-. Informes de la Isla de los Perros y Little Venice. Están en la sala de incidencias. ¿Voy a ver qué hay?
Lynley negó con la cabeza.
– Dale al chico algo de comer -dijo a Nkata-. Tómale las huellas. Mira a ver si entrega los zapatos voluntariamente. Supongo que sí. También necesitaremos una muestra de ADN.
– Será complicado -dijo Nkata.
– ¿Ha llegado ya su abogado?
– Aún no.
– Entonces, intenta que lo haga voluntariamente antes de soltarle.
– ¿Soltarle? -exclamó Havers-. Pero, señor, acaba de decirnos…
– En cuanto llegue su abogado -continuó Lynley, como si Havers no hubiera hablado.
Nkata concluyó el pensamiento.
– Tenemos problemas.
– Actúa con rapidez -dijo Lynley antes de que Nkata entrara-, pero procura que el chico ncrpierda la calma.
– De acuerdo.
Nkata entró en la sala de interrogatorios. Lynley y Havers se encaminaron a la sala de incidencias. La habían dispuesto cerca del despacho de Lynley. Mapas, fotografías y planos colgaban de las paredes. Había expedientes diseminados sobre los escritorios. Seis agentes detectives (cuatro hombres, dos mujeres) trabajaban en los teléfonos, en los archivos y en una mesa circular cubierta de periódicos.
– Isla de los Perros -dijo Lynley cuando entró en la sala, y tiró su chaqueta sobre el respaldo de una silla.
Contestó una de las agentes, con un teléfono apoyado sobre el hombro, mientras esperaba a que alguien contestara al otro extremo.
– El chico entra y sale toda la noche, casi todos los días de la semana. Tiene una moto. Sale por atrás y arma un cirio en el camino que separa las casas, acelera, toca la bocina, todo eso. Los vecinos no pueden jurar que salió el miércoles por la noche, porque sale casi todas las noches y una noche se parece mucho a otra. Tal vez estaba, tal vez no, con más posibilidades a favor del sí.
Su compañero, un agente vestido con tejanos descoloridos y sudadera, añadió:
– Es una auténtica pesadilla. Peleas con los vecinos.
Chulea a chicos más pequeños. Contesta con insolencia a su madre.
– ¿Qué hay de su madre?
– Trabaja en el mercado de Billingsgate. Va a trabajar a eso de las cuatro menos cuarto de la mañana. Vuelve alrededor de mediodía.
– ¿El miércoles por la noche? ¿El jueves por la mañana?
– El único ruido que hace es encender el motor del coche -dijo la agente-. Los vecinos no pudieron decirnos gran cosa sobre ella cuando preguntamos acerca del miércoles. Fleming la visitaba con regularidad. Todas las personas con quienes hablamos lo confirmaron.
– ¿Para ver a los niños?
– No. Aparecía a eso de la una de la tarde, cuando los crios no estaban en casa. Sé quedaba unas dos horas o más. Estuvo a principios de semana, por cierto. El lunes o el martes.
– ¿Trabajó Jean el jueves?
La agente hizo un gesto con el teléfono.
– Estoy en ello. Hasta el momento, no he podido localizar a alguien que nos lo pudiera decir. Billingsgate está cerrado hasta mañana.
– Dijo que el miércoles por la noche estaba en casa -dijo Havers a Lynley-, pero no hay nadie que pueda confirmarlo, porque estaba sola con los chicos. Y estaban dormidos.
– ¿Qué hay de Little Venice? -preguntó Lynley.
– Bingo -dijo otro de los agentes. Estaba sentado ante la mesa con su compañero, los dos vestidos de domingueros para no destacar en la zona-. Faraday se fue de la barcaza alrededor de las diez y media del miércoles por la noche.
– Ya lo admitió ayer.
– Pero hay algo más, señor. Olivia Whitelaw iba con él. Dos vecinos diferentes se fijaron porque es todo un número sacar a la Whitelaw de la barcaza.
– ¿Hablaron con alguien?
– No, pero la salida fue peculiar por dos motivos. -Utilizó el pulgar para el primero, el índice para el segundo-. Uno, no se llevaron a los perros, lo cual es anormal según han reconocido todos los testigos. Dos… -el hombre sonrió, exhibiendo un amplio hueco en los dientes delanteros-, según un tío llamado Bidwell, no volvieron a casa hasta pasadas las cinco de la mañana. Es cuando él llegó de una exposición de arte en Windsor, que acabó en una fiesta que se transformó en lo que Bidwell llamó «una bacanal como la copa de un pino, pero no se lo digan a mi mujer, por favor».
– Un giro de los acontecimientos muy interesante -dijo Havers a Lynley-. Por una parte, una confesión. Por otra, una serie de mentiras cuando no son necesarias. ¿Qué deduce usted, señor?
– Vamos a preguntárselo.
Nkata y un segundo agente se quedaron para ocuparse de los teléfonos, con la orden de que Jimmy Cooper fuera entregado a su abogado en cuanto llegara. El muchacho se había despojado de sus Doc Martens a petición de Nkata, y había pasado el mal trago de que le tomaran las huellas dactilares y fotografías. Cuando le pidieron como si tal cosa unos pocos cabellos, alzó un hombro sin palabras. O no comprendió la implicación de lo que le estaba pasando, o le daba igual. Recogieron sus cabellos, los guardaron en una bolsa y la etiquetaron.
Pasaban de las siete cuando Lynley y Havers cruzaron el puente de "Warwick Avenue y doblaron por Blomfield Road. Encontraron un hueco para aparcar al pie de una de las elegantes villas victorianas que dominaban el canal, y caminaron a buen paso por la acera.
Descendieron los peldaños que conducían a Browning's Pool.
No había nadie en la cubierta de la barcaza de Faraday, aunque la puerta de la cabina estaba abierta y el sonido de una radio o una televisión, combinado con ruidos de cocina, se oía abajo. Lynley repiqueteó con los dedos sobre el mirador de madera y llamó a Faraday. Apagaron la radio o la televisión a toda prisa, interrumpiendo la frase:
«…a Grecia con su hijo, que cumplía dieciséis años el viernes…».
Un momento después, la cara de Chris Faraday apareció en la cabina. Su cuerpo bloqueó la escalera. Entornó los ojos cuando vio que era Lynley.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. Estoy preparando la cena.
– Hemos de aclarar algunos puntos -contestó Lynley, y bajó de la cubierta a la escalera.
Faraday levantó una mano cuando Lynley empezó a bajar.
– Eh, ¿no puede esperar?
– Será breve.
Faraday exhaló un suspiro y se apartó.
– Veo que han estado decorando -dijo Lynley, en referencia a la colección de carteles que colgaban al azar de las paredes de pino de la cabina-. Ayer no estaban, ¿verdad? Por cierto, le presentó a mi sargento, Barbara Havers.
Examinó los carteles, y se fijó especialmente en un curioso mapa de Gran Bretaña, dividido en sectores muy poco habituales.
– ¿Qué pasa? -preguntó Faraday-. Tengo la cena en el fuego. Se va a quemar.
– En ese caso, debería bajar un poco el fuego. ¿Está la señorita Whitelaw? Nos gustaría hablar con ella también.
Dio la impresión de que Faraday iba a protestar, pero volvió la cabeza y desapareció en la cocina. Oyeron que una puerta se abría al otro lado y el murmullo de su voz.
– ¡Chris! -contestó ella-. ¿Qué dices? ¡Chris!
El joven dijo algo más. El ladrido de los perros ahogó la respuesta de su compañera. Se oyeron más ruidos: tintineos metálicos, un cuerpo al arrastrarse, el roce de uñas caninas sobre el suelo de linóleo.
Al cabo de dos minutos, Olivia Whitelaw salió a su encuentro, medio arrastrándose, con el peso apoyado en el andador y la cara demacrada. Faraday se movía en la cocina, manipulando ollas y tapas de ollas, cerrando alacenas y ordenando a los perros que se apartaran.
– ¡Fuera! ¡Malditos sean!
– Tranquilo, Chris -dijo Olivia, sin apartar la mirada de Havers, que estaba leyendo los carteles.
– Me había acostado un poco -dijo Olivia a Lynley-. ¿Qué desea que no puede esperar?
– Su historia del miércoles por la noche no está clara. Por lo visto, han olvidado algunos detalles.
– ¿Qué coño…?
Faraday salió de la cocina, seguido por los perros y con un paño en las manos, que estaba secando. Lo tiró sobre la mesa de comer y aterrizó sobre uno de los platos ya dispuestos. Se colocó al lado de Olivia y quiso ayudarla a sentarse.
– Puedo hacerlo yo -replicó ella con brusquedad, y se acomodó. Empujó el andador a un lado. El pachón lo esquivó con un ladrido. El otro y él se enfrascaron en investigar los zapatos de la sargento Havers.
– ¿El miércoles por la noche? -dijo Faraday.
– Sí. El miércoles por la noche.
Faraday y Olivia intercambiaron una mirada.
– Ya se lo dije. Fui a una fiesta en Clapham.
– Sí. Hábleme más de esa fiesta.
Lynley apoyó su peso sobre el brazo de la silla opuesta a la de Olivia. Havers escogió el taburete contiguo al banco de trabajo. Abrió su libreta y buscó una página en blanco.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Para quién era la fiesta?
– Para nadie. Un grupo de tíos reunidos para desfogarse un poco.
– ¿Quiénes son esos tíos?
– ¿Quiere saber sus nombres? -Faraday se masajeó la nuca, como si la tuviera rígida-. De acuerdo. -Frunció el entrecejo y empezó a recitar poco a poco los nombres. De vez en cuando vacilaba y añadía algo como-: Ah, sí. También había un tío llamado Geoff. No le conocía.
– ¿Cuál es la dirección de Clapham?
Orlando Road, dijo. Se acercó al banco de trabajo y extrajo un listín de entre una colección de volúmenes manoseados. Pasó las páginas y leyó las direcciones.
– Un tío llamado David Prior vive ahí. ¿Quiere su número?
– Por favor.
Faraday lo recitó. Havers lo apuntó. Faraday tiró el listín junto con los demás volúmenes y volvió al lado de Olivia. Se sentó en la silla contigua.
– ¿Había mujeres en esa fiesta? -preguntó Lynley.
– Era solo para hombres. Las mujeres no se habrían divertido mucho. Era una fiesta de esa clase, ya sabe.
– ¿De qué clase?
Faraday miró con inquietud a Olivia.
– Vimos algunas películas. Eso, unos cuantos tíos que se reúnen para beber, armar barullo, echar una cana al aire. Nada importante.
– ¿No había mujeres presentes? ¿Ninguna?
– No. No les habría gustado ver esas cosas.
– ¿Pornografía?
– Yo no diría tanto. Era más artístico que todo eso, en realidad. -Olivia le miró sin pestañear. Faraday sonrió-. Livie, ya sabes que no fue nada. La niñera traviesa. La niñita de papá. El Buda de Bangkok.
– ¿Fueron esas las películas? -aclaró Havers, con el lápiz inclinado.
Al ver que estaba tomando nota, Faraday recitó el resto, aunque sus mejillas se ruborizaron un poco más.
– Las conseguimos en Soho -dijo cuando terminó-. Hay un videoclub en Berwick Street.
– Y no había mujeres -dijo Lynley-. ¿Está seguro? ¿En ningún momento de la noche?
– Pues claro que estoy seguro. ¿Por qué insiste en preguntarlo?
– ¿A qué hora llegó a casa?
– ¿A casa? -Faraday dirigió a Olivia una mirada interrogativa-. Ya se lo dije. Tarde. No lo sé. Pasadas las cuatro.
– ¿Y usted se quedó aquí sola? -preguntó Lynley a Olivia-. No salió. No oyó volver al señor Faraday.
– Exacto, inspector. Si no le importa, ¿podemos cenar ya?
Lynley abandonó su silla y se acercó a la ventana, donde ajustó las persianas para dedicar un largo escrutinio a Browning's Island, al otro lado del estanque.
– No había mujeres en la fiesta -dijo.
– ¿Qué pasa? -dijo Faraday-. Ya se lo he dicho.
– ¿La señorita Whitelaw no fue?
– Creo que aún se me puede considerar una mujer, inspector -dijo Olivia.
– Entonces, ¿dónde fueron usted y el señor Faraday a las diez y media del miércoles por la noche? Más importante aún, ¿de dónde venían cuando regresaron alrededor de las cinco de la madrugada? Si no estuvo en… ¿Dijo que era una fiesta solo para hombres?
Ninguno de los dos habló. Uno de los perros, el de tres patas, se puso en pie y cojeó en dirección a Olivia. Apoyó su cabeza deforme en la rodilla de la joven. Olivia bajó la mano y la apoyó con flaccidez.
Faraday no miró ni a la policía ni a Olivia. Extendió la mano hacia el andador que Olivia había empujado a un lado. Lo enderezó, recorrió con la mano el marco de aluminio. Por fin, dirigió una mirada a Olivia, como indicando que la decisión de aclarar la situación o seguir mintiendo dependía de ella.
– Bidwell -masculló Olivia-. Ese metomentodo. -Volvió la cabeza hacia Faraday-. Me he dejado los cigarrillos en la cama. ¿Quieres…?
– Sí.
Dio la impresión de que Faraday se alegraba de salir de la habitación, siquiera por el breve tiempo que tardaría en ir a buscar los cigarrillos. Volvió con un paquete de Marlboro, un encendedor y una lata de tomate con la etiqueta arrancada. La dejó entre las rodillas de Olivia. Sacó un cigarrillo y se lo encendió. Olivia habló sin quitárselo de la boca. Dejó que la ceniza cayera sobre su jersey negro.
– Chris me sacó -dijo-. Él se fue a la fiesta. Me vino a buscar cuando la fiesta terminó.
– ¿Estuvo ausente desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana? -preguntó Lynley.
– Exacto. Desde las diez de la noche a las cinco de la mañana. De hecho, hasta pasadas las cinco y media, lo cual le habría dicho Bidwell con mucho gusto si hubiera estado lo bastante sobrio para ver bien la hora.
– ¿Estuvo también en una fiesta?
Olivia lanzó una carcajada nasal.
– ¿Mientras los hombres sudaban viendo porno, las mujeres nos dedicábamos a comer pasteles de chocolate? No, no fui a una fiesta.
– ¿Dónde estuvo, por favor?
– No estuve en Kent, si va por ahí.
– ¿Puede confirmar alguien dónde estuvo?
Olivia inhaló y le miró a través del humo. La velaba con igual eficacia que el día anterior, tal vez más, porque no se quitaba el cigarrillo de la boca.
– Señorita Whitelaw -dijo Lynley. Estaba cansado. Estaba hambriento. Se estaba haciendo tarde. Ya estaba harto de dar vueltas en torno a la verdad-. Quizá nos sentiríamos todos más cómodos si sostuviéramos esta conversación en otra parte.
Havers cerró la libreta.
– Livie -dijo Faraday.
– De acuerdo. -Olivia apagó el cigarrillo y manoseó con torpeza el paquete, que resbaló de sus dedos y cayó al suelo-. Déjalo -dijo cuando Faraday quiso recogerlo-. Estaba con mi madre.
Lynley no estaba seguro de lo que esperaba escuchar, pero no era eso.
– Su madre.
– Exacto. Sin duda ya la conoce. Miriam Whitelaw, mujer de escasas pero siempre correctas palabras. Staffordshire Terrace número 18. La vieja y mohosa reliquia victoriana. Me refiero a la casa, no a mi madre, por cierto. Aunque ella viene en segundo lugar en el departamento de mohos y antiguallas. Fui a verla a las diez y media del miércoles por la noche, cuando Chris fue a la fiesta. Me vino a buscar de madrugada, camino de casa.
Havers volvió a abrir la libreta. Lynley oyó que su lápiz se deslizaba con furia sobre el papel.
– ¿Por qué no me lo dijo antes? -preguntó. Calló la pregunta más importante: ¿por qué no se lo había dicho antes Miriam Whitelaw?
– Porque no tenía nada que ver con Kenneth Fleming. Con su vida, su muerte o lo que fuera. Tenía que ver con Chris. Tenía que ver con mi madre. No se lo dije porque no era asunto suyo. Ella no se lo dijo porque quiso proteger mi intimidad. La poca que me queda.
– Nadie tiene intimidad en una investigación por asesinato, señorita Whitelaw.
– Y una mierda. Qué mentalidad estrecha, arrogante y presuntuosa. ¿Se lo dice a todo el mundo? No conocía a Kenneth Fleming. Nunca me encontré con él.
– Entonces, supongo que deseará quedar libre de cualquier sospecha. Su muerte, al fin y al cabo, elimina todos los obstáculos que le impedían heredar la fortuna de su madre.
– ¿Siempre ha sido tan idiota, o está haciendo un esfuerzo por mí? -Levantó la cabeza y miró al techo. Lynley vio que parpadeaba. Vio que su garganta se agitaba. Faraday apoyó la mano sobre el brazo de la silla, pero no la tocó-. Míreme -dijo entre dientes. Bajó la cabeza y miró a Lynley a los ojos-. Míreme y utilice la sesera. Me importa una mierda el testamento de mi madre. Me importan una mierda su casa, su dinero, sus acciones, sus bonos, sus negocios, todo. Me estoy muriendo, ¿vale? ¿Es capaz de asimilar ese dato, pese a que destruya su precioso caso? Me estoy muriendo. Muriendo. De modo que si se me hubiera metido en la cabeza cargarme a Kenneth Fleming para hacerme con la herencia de mi madre, ¿de qué me serviría, en el nombre de Dios? Moriré antes de dieciocho meses. Ella vivirá otros veinte años. No voy a heredar nada, ni de ella ni de nadie. Nada. ¿Lo ha entendido?
Había empezado a temblar. Sus piernas sufrían convulsiones. Faraday murmuró su nombre.
– ¡No! -gritó Olivia, sin un motivo muy claro. Apretó el brazo izquierdo contra el cuerpo. Su cara había adquirido cierto brillo durante el interrogatorio, y ahora parecía resplandeciente-. Fui a verla el miércoles por la noche porque sabía que Chris tenía la fiesta y no podía venir conmigo. No quería que Chris viniera conmigo. Quería verla a solas.
– ¿A solas? -preguntó Lynley-. ¿No corría el riesgo de encontrarse con Fleming?
– Me daba igual. No podía soportar la idea de que Chris me viera rebajándome, pero si Kenneth estaba, incluso si se quedaba con nosotras, mis posibilidades de éxito aumentaban. Tal como yo lo veía, mi madre estaría muy contenta de interpretar el papel de Lady Perdón y Madre Compasión delante de Kenneth. Ni se le ocurriría echarme a la calle delante de Kenneth.
– ¿Y si no estaba delante?
– Comprendí que daba igual. Mi madre vio… -Olivia volvió la cabeza hacia Faraday. Este debió creer que necesitaba aliento, porque asintió con expresión cariñosa-. Mi madre me vio. Así. Tal vez peor, porque era tarde, de noche, y por las noches tengo peor aspecto. Resultó que no necesité rebajarme. No necesité pedir nada.
– ¿Para eso fue a verla? ¿Para pedirle algo?
– Sí. Para eso.
– ¿Qué era?
– No tiene nada que ver con esto. Ni con Kenneth. Ni con su muerte. Solo conmigo y mi madre. Y también mi padre.
– No obstante, es un detalle importante. Hemos de saberlo. Lamento que sea difícil para usted.
– No. No lo lamenta. -Movió la cabeza de un lado a otro, en una lenta negación. Parecía demasiado cansada para seguir luchando-. Yo pedí. Mi madre accedió.
– ¿A qué, señorita Whitelaw?
– A mezclar mis cenizas con las de mi padre, inspector.