OLIVIA

Fue Max el primero que sacó a colación el tema de contárselo a mi madre. Diez meses después del diagnóstico, estábamos comiendo en un italiano cercano al mercado de Camden Lock, donde Max había pasado una hora rebuscando en cajas llenas de lo que parecían ropas antiguas, en aquel enorme almacén donde venden de todo, desde máquinas de chicle hasta canapés de terciopelo. Buscaba un par de bombachos convenientemente raídos para una obra de teatro de aficionados que él dirigía, aunque no dijo si era como utilería o como disfraz.

– No puedo revelar los secretos de la compañía, chicos y chicas -afirmó-. Tendréis que ver la obra.

Hacía tiempo ya que utilizaba un bastón, lo cual no me hacía mucha gracia, y me fatigaba más de lo que deseaba. Cuando me cansaba, mis músculos fibrilaban. La fibrilación suele conducir a los calambres. Eso era lo que experimentaba cuando me sirvieron la lasaña de espinacas, aromática y cubierta de queso burbujeante.

Cuando el primer calambre formó aquel nudo duro como una roca, debajo y detrás de mi rodilla derecha, emití un leve gruñido, me llevé la mano a los ojos y apreté los dientes.

– Duele, ¿no? -dijo Chris.

– Ya se pasará.

La lasaña seguía humeando y yo seguía sin hacerle caso. Chris empujó hacia atrás su silla y empezó a darme masajes, lo único que me aliviaba.

– Come -dije.

– Lo haré cuando haya terminado.

– Aguantaré, por el amor de Dios. -Los espasmos se intensificaron. Eran los peores que había sufrido. Tuve la impresión de que me retorcían toda la pierna derecha. Entonces, mi pierna izquierda empezó a fibri-lar por primera vez-. Mierda -susurré.

– ¿Qué pasa?

– Nada.

Sus manos se movían con destreza. La vibración de la otra pierna aumentó. Fijé la vista en la mesa. La cu-bertería brillaba. Intenté pensar en otras cosas.

– ¿Mejor? -preguntó Chris.

Menuda broma.

– Gracias -dije con voz tensa-. Ya está bien.

– ¿Estás segura? Si te duele…

– No me des la barrila, ¿vale? ¡Come!

Chris dejó caer las manos, pero no se apartó. Imaginé que estaba contando hasta diez.

Quise decir que lo sentía. Quise decir: «Tengo miedo. No tiene nada que ver contigo. Tengo miedo. Tengo miedo». En cambio, me concentré en enviar impulsos desde mi cerebro a las piernas. Formar imágenes, lo llamaba mi último curandero. Practica imágenes mentales, eso es lo que necesitas. Mis imágenes mentales eran dos piernas que se cruzaban con calma y tranquilidad, enfundadas en medias negras y rematadas por zapatos de tacón alto. Los calambres y fibrilaciones continuaron. Apreté los puños contra mi frente. Cerré los ojos con tanta fuerza que las lágrimas se escaparon por las esquinas. Que les den por el culo, pensé.

Oí que Max había empezado a comer. Chris no se había movido. Capté su acusación, agazapada detrás del silencio. Probablemente me la merecía, pero no podía evitarlo.

– Maldita sea, Chris. Deja de mirarme -dije entre dientes-. Haces que me sienta como un bebé con dos cabezas.

Entonces, cogió el tenedor y lo hundió en la masa de pasta y setas. Giró el tenedor con demasiada violencia y terminó enrollando una bola de pasta que se llevó a la boca. Dejó caer el resto en el plato.

Max masticaba con celeridad y no dejaba de observarnos, con miradas cautelosas, como de ave. Bajó el tenedor. Se secó la boca con una servilleta de papel impresa, si no recuerdo mal, con las palabras Evelyn's Eats, lo cual era extraño, considerando que el restaurante se llamaba La Aceituna Negra.

– ¿Te lo he dicho, muchacha? -comentó-. He vuelto a leer algo acerca de tu mamá en nuestro libelo amarillo local.

Hice un esfuerzo para levantar el tenedor. Lo hundí en la lasaña.

– ¿Sí?

– Toda una mujer, según parece. La situación es un poco anormal, por supuesto, ella y ese jugador de criquet, pero parece una dama muy correcta, si quieres saber mi opinión. No obstante, es extraño.

– ¿El qué?

– Nunca hablas mucho de ella. Teniendo en cuenta su creciente fama, es un poco… peculiar, ¿no crees?

– No tiene nada de peculiar, Max. Estamos distanciadas.

– Ah. ¿Desde cuándo?

– Desde hace mucho tiempo. -Respiré hondo. Las vibraciones continuaban, pero los calambres empezaban a calmarse. Miré a Chris-. Lo siento -dije en voz baja-. Chris, no quería decir… lo que dije. -Movió la mano como para dar por zanjado el incidente-. Oh, mierda, Chris. Por favor.

– Olvídalo.

– No pretendo… Cuando la situación se pone… Dejo de ser yo.

– Vale. No hace falta que te expliques. Yo…

– Lo comprendes. Es lo que ibas a decir. Por el amor de Dios, Chris, no hace falta que te comportes siempre como un mártir. Ojalá…

– ¿Qué? ¿Que te diera una hostia? ¿Que te dejara tirada? ¿Te sentirías mejor entonces? ¿Por qué coño te esfuerzas en darme caña?

Bajé el tenedor.

– Jesús. Esto no tiene solución.

Max bebía la única copa de vino que se permitía al día. Tomó un sorbo, lo retuvo en su lengua cinco segundos y lo engulló con aire satisfecho.

– Estáis intentando lo imposible -observó.

– Hace años que digo lo mismo.

No hizo caso de mi comentario.

– No vais a poder manejar esto solos -dijo a Chris-. Estáis locos si pensáis eso -dijo a los dos-. Ya es hora.

– ¿Hora de qué?

– Tienes que decírselo a ella.

No era una frase muy feliz después de sus preguntas y comentarios sobre mi madre. Me encrespé.

– No tiene por qué saber nada de mí, gracias.

– No me vengas con monsergas, muchacha. No vienen a cuento. Estamos hablando de una situación terminal.

– Pues envíale un telegrama cuando haya estirado la pata.

– ¿Tratabas así a tu madre?

– Golpe por golpe. Lo superará. Yo lo hice.

– Esto no.

– Sé que voy a morir. No hace falta que me lo recuerdes.

– No estaba hablando de ti, sino de ella.

– Tú no la conoces. Esa mujer tiene más recursos que todos nosotros juntos, créeme. Se sacudirá de encima mi fallecimiento como gotas de lluvia de su paraguas.

– Tal vez, pero dejas de lado la posibilidad de que pueda ayudarte.

– No necesito su ayuda. Tampoco la quiero.

– ¿Y Chris? ¿Y si él la necesita? ¿La necesita y la desea? Ahora no, pero más adelante sí, cuando las cosas se compliquen. Como así será.

Levanté el tenedor. Lo hundí en la lasaña y vi que el queso rezumaba de entre las capas como helado de vainilla.

– ¿Y bien? -preguntó Max.

– ¿Chris?

– Me las arreglaré -contestó él.

– Asunto solucionado.

Pero cuando me llevé el tenedor a la boca, vi la mirada que Chris y Max intercambiaban, y supe que ya habían hablado acerca de mi madre.

Hacía más de nueve años que no la veía. Durante la época que hacía las calles cerca de Earl's Court, era improbable que nuestros caminos llegaran a cruzarse. Pese a su fama por las buenas obras de tipo social, mi madre nunca se había dedicado a ennoblecer los corazones y las almas de las cabirias de la ciudad, y por eso siempre había sabido que no corría el desagradable peligro de tropezarme con ella. Tampoco me habría importado demasiado, pero mi negocio se habría resentido si una arpía de edad madura me hubiera pisado los talones.

No obstante, desde que había dejado de callejear, me había colocado en una situación más precaria respecto a mi madre. Ella vivía en Kensington. Yo vivía en Little Venice, a unos quince minutos de distancia. Me habría gustado olvidar su existencia por completo, pero la verdad es que había semanas durante las cuales nunca salía de la barcaza de día sin preguntarme si me la encontraría camino del zoo, el colmado, un piso que necesitaba las atenciones profesionales de Chris o el almacén de madera donde nos proveíamos de suministros para terminar de arreglar la barcaza.

No sé explicar por qué pensaba todavía en ella. Tampoco me lo esperaba. Al contrario, imaginaba quemado por completo el puente que nos separaba. Y estaba quemado, en términos físicos. Yo había quemado mi mitad aquella noche en Covent Garden. Ella había quemado la suya con el telegrama que me informaba de la muerte e incineración de papá. Ni siquiera me había dejado una tumba que pudiera visitar en la intimidad, y eso, en mi mente, era tan imperdonable como el método elegido para informarme de su muerte. Por lo tanto, no tenía la menor intención de que mi mundo se cruzara alguna vez con el suyo.

Lo único que no conseguía era borrar a mi madre de mi memoria y pensamientos. No estoy segura de que alguien pueda lograrlo cuando se trata de un familiar. Es posible cortar el vínculo que te ata a la familia inmediata, pero los extremos seccionados tienden a abofetearte la cara en los días ventosos.

Por supuesto, cuando mi madre y Kenneth Fleming se convirtieron en protagonistas de las especulaciones periodísticas, hace unos dos años, aquellos filamentos empezaron a abofetearme más a menudo de lo que me hacía gracia. Es difícil explicar lo que sentía al ver un día sí y otro también la foto de la parejita en el Daily Mail, que una de las especialistas del zoo compraba religiosamente cada día y leía en el hospital para animales, a la hora del refrigerio. Yo miraba las fotos por encima de su hombro. A veces, vislumbraba un fragmento de los titulares. Apartaba la vista. Me llevaba el café a una mesa cercana a las ventanas. Lo bebía a toda prisa, con los ojos clavados en las copas de los árboles. Me preguntaba por qué se me revolvía el estómago.

Al principio, pensé que solo era la prueba de que había conducido toda una vida de buenas obras a su conclusión lógica, trasladando la teoría a la práctica, como una científica social competente. La hipótesis siempre había sido que, dadas las oportunidades adecuadas, los desfavorecidos podían alcanzar las mismas cimas de gloria que los privilegiados. No tenía nada que ver con la cuna, la sangre, las predisposiciones genéticas o los modelos familiares. El Homo sapiens deseaba triunfar en virtud de ser un Homo sapiens. Kenneth Fleming tenía que ser el sujeto de su estudio. Kenneth Fleming había demostrado la validez de su teoría. ¿Qué más me daba a mí?

Cómo detesto admitirlo. Qué infantil y sospechoso parece. Ni siquiera puiedo relatarlo sin embarazo.

Al alojar a Kenneth Fleming en su casa, mi madre había confirmado mi arraigada creencia de que le prefería a mí y siempre había deseado que fuera su hijo. No solo ahora, cuando sería razonable suponer que estaba más ansiosa que nunca por encontrar un sustituto a la rata de cloaca que se había encontrado cerca de la estación de Covent Garden, sino mucho antes, cuando todavía vivía en casa, cuando Kenneth y yo aún íbamos a la escuela.

Cuando vi por primera vez sus fotos en los periódicos, cuando leí por primera vez los artículos, bajo mi frágil barniz de «¿qué trama ahora la vieja vaca?», se ocultaba la piel desprotegida del desaire. Bajo aquella delgada piel, la reacción al rechazo bullía como aceite hirviendo.

Ofendida y celosa, así me sentía. Supongo que se preguntará por qué. Mi madre y yo llevábamos muchos años distanciadas. ¿Qué más me daba que hubiera albergado en su casa y en su vida a alguien capaz de interpretar el papel de hijo adulto? Yo me había negado a interpretarlo, ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Verdad?

No me cree del todo, ¿verdad? Al igual que Chris, piensa que me quejo demasiado. Está sopesando si era vejación o celos lo que sentía, ¿no es cierto? Lo etiqueta como miedo. Razona que Miriam Whitelaw no va a vivir eternamente, y que habrá una herencia del copón cuando la diñe: la casa de Kensington y todo su contenido, la imprenta, la casa de Kent, solo Dios sabe cuántas inversiones… ¿No es la verdadera razón, se pregunta, de que el estómago de Olivia Whitelaw se revolviera cuando comprendió el verdadero significado de la presencia de Kenneth Fleming en la vida de su madre? Porque la verdad es que Olivia no tendría nada que hacer legalmente si su madre decidiera legar todas sus posesiones a Kenneth Fleming. Al fin y al cabo, Olivia había desaparecido bastante radicalmente de la vida de su madre en una época remota.

Tal vez no me crea, pero no recuerdo que esas preocupaciones formaran parte de lo que sentía. Mi madre solo tenía sesenta años cuando volvió a encontrarse con Kenneth Fleming en la imprenta. Gozaba de una salud de hierro. Era inimaginable que pudiera morir, de modo que no había pensado en cómo iba a disponer de sus posesiones.

En cuanto me acostumbré a la idea de mi madre y Kenneth juntos (aún más, cuando la peculiaridad de su situación empezó a asombrar al personal, teniendo en cuenta que Kenneth no hacía nada por alterar su estado civil), mi vejación se transformó en incredulidad. Tiene más de sesenta años, pensé. ¿Qué tramaba para ellos dos? La incredulidad no tardó en dejar paso a la burla. Se está poniendo en ridículo.

A medida que pasaba el tiempo y comprobaba que el apaño de Kenneth y mi madre les iba muy bien, hice lo que pude por olvidarles. ¿A quién le importaba un pimiento que fueran madre-hijo, amigos del alma, amantes, o los fanáticos del criquet más apasionados que la humanidad había conocido? Por mí, podían hacer lo que les diera la gana. Que se divirtieran. Como si bailaban una jiga en pelotas delante del palacio de Buckingham.

Por eso, cuando Max insinuó que ya era hora de informar a mi madre acerca de la ELA, me negué. Llevadme a un hospital, dije. Llevadme a un asilo. Dejadme en la calle. Pero no digáis nada de mí a ese chocholoco. ¿Está claro? ¿Lo está? ¿Lo está?

No se volvió a hablar de mi madre, pero la semilla estaba plantada, y puede que esa hubiera sido la intención de Max. De ser así, la había plantado de la forma más inteligente: no se lo digas a tu madre por ella, muchacha. Esa no es la cuestión. Si se lo dices, hazlo por Chris.

Chris. A la postre, ¿qué no haría yo por Chris?

Ejercicio, ejercicio. Caminar. Levantar pesas. Subir interminables escaleras. Yo sería la víctima fortuita que vencería a la enfermedad. La vencería de la manera más fantástica. No lo haría como Hawking, una mente brillante confinada en un cuerpo inmovilizado. Obtendría un control absoluto sobre mi mente, le ordenaría que dominara mi cuerpo, y'triunfaría sobre los temblores, las rampas, la debilidad, los espasmos.

El progreso inicial de la enfermedad fue lento. Despojé de importancia al hecho de que lo hubieran pronosticado, y tomé la relativa inactividad de la enfermedad como una señal de que mi programa de autorrecuperación era eficaz. Mirad, mirad, anunciaba a cada paso vacilante que daba, la pierna derecha no ha empeorado, la izquierda no se ha visto afectada, tengo cogida a esta ELA por los huevos y no pienso soltarlos. En realidad, no había cambios en mi estado. Aquel período de tiempo era un mero interludio, un fragmento de ironía cuando me permitía creer que podría detener la marea si me internaba en el mar y pedía con toda educación a las aguas que se apartaran.

Mi pierna derecha se convirtió en carne fofa que colgaba de los huesos. Bajo ella colgaban músculos que se retorcían, tensaban, luchaban entre sí, formaban nudos y se distendían hasta convertirse de nuevo en tiras de cartílago. Pregunté por qué. ¿Por qué, si los músculos todavía se mueven, si todavía se retuercen y sufren calambres, por qué por qué por qué no hacen lo que yo quiero, cuando lo ordeno? Esa es la naturaleza de la enfermedad, me dijeron. Es como un cable eléctrico de alta tensión que una tormenta ha averiado. Aún transmite electricidad, saltan chispas al azar, pero la energía producida es inútil.

Y entonces, mi pierna izquierda empezó a fallar. Desde aquellas primeras fibrilaciones en el restaurante de Camden Lock, no se habían producido señales de degradación. Era un proceso lento, ciertamente, una debilidad sin importancia que iba aumentando muy gradualmente a medida que avanzaban las semanas. Pero nadie podía negar que la enfermedad avanzaba. Las fibrilaciones aumentaban, se reforzaban a partir de las vibraciones hasta que se convertían en rampas muy dolorosas. Cuando esto ocurría, el ejercicio quedaba descartado. No puedes caminar, subir escaleras o levantar pesas si estás concentrado en controlar el dolor sin romperte la cabeza contra la pared más cercana.

Chris nunca decía nada. No quiero decir que hubiera perdido el don de la palabra. Me informaba de cómo se las arreglaba sin mí la unidad de asalto, hablaba de sus trabajos de renovación, solicitaba mi consejo cuando se producían situaciones delicadas en el seno del núcleo gobernante del MLA, hablaba sobre sus padres y su hermano y planificaba otro viaje a Leeds para que fuéramos a verles.

Sabía que Chris nunca sacaría a colación el problema de la ELA. Yo había tomado la decisión de empezar a utilizar un bastón. Tomé la decisión cuando llegó el momento de emplear un segundo bastón. Comprendí que el siguiente paso sería un andador, para desplazarme con mayor facilidad desde el dormitorio al lavabo, desde el lavabo a la cocina, del lavabo al cuarto de trabajo, y de vuelta al dormitorio. Pero después, cuando el andador me sometiera a sacrificios insoportables, me vería obligada a recluirme en una silla de ruedas. Y lo que yo temía era la silla de ruedas (la silla de ruedas es aún lo que más temo), y lo que implicaba la silla de ruedas. Sin embargo, Chris nunca hablaba de estas cosas, porque era yo quien padecía la enfermedad, no él, y las decisiones relacionadas con la lucha contra la enfermedad debía tomarlas yo, no él. Por lo tanto, si había que hablar de las decisiones inmediatas, era yo quien debía sacar el tema a colación.

Cuando empecé a utilizar el andador de aluminio, para trasladarme desde el cuarto de trabajo a la cocina, supe que había llegado el momento. El esfuerzo de desplazarme con el andador empapaba de sudor mi espalda y axilas. Intenté convencerme de que el único problema consistía en acostumbrarme a aquella forma de movilidad, pero para ello pretendía fortalecer la parte superior del cuerpo, cuando iba perdiendo fuerzas a marchas forzadas. Chris y yo deberíamos hablar lo antes posible.

Hacía menos de tres semanas que utilizaba el andador, cuando Max vino una noche a pasar la velada con nosotros. Era a principios de abril de este mismo año, un domingo. Cenamos juntos y nos sentamos en la cubierta de la barcaza. Veíamos jugar a los perros en el tejado de la cabina. Chris me había subido en brazos. Max encendió mi cigarrillo. Los dos se ajustaron pelucas inexistentes, hicieron reverencias y desaparecieron en busca de mantas, coñac, copas y el cuenco de fruta. Oí el murmullo de sus voces. Chris dijo: «No, nada», Max dijo: «Parece más débil». Procuré no escuchar y me concentré en el canal, el estanque y Browning's Island.

Me costaba creer que llevaba cinco años allí, yendo y viniendo, trabajando en el zoo, sacando y entrando animales, odiando y amando a Chris. Había momentos en que admitía la seguridad y la paz de este lugar, pero nunca había significado tanto para mí cada elemento de Little Venice como aquella noche. Los aspiré a grandes bocanadas, como si fueran aire. El extraño sauce de Browning's Island que, distinto de los demás, se inclina sobre el agua como un escolar imprudente, con las ramas caídas a escasos centímetros del malecón. La hilera de barcazas color cidra cuyos propietarios se sientan en la cubierta cuando la noche es agradable y saludan cuando pasamos con los perros. El hierro forjado rojo y verde del puente de Warwick Avenue y la gran ristra de casas blancas alineadas junto a la avenida que conduce al puente. Y frente a esas casas, los cerezos decorativos que empiezan a florecer, y el viento agita los brotes como si fueran cabello de ángel, y flotan hasta la acera como pinceladas rosadas. Los pájaros esparcen los pétalos. Vuelan desde Warwick Avenue hasta el canal. Desde allí, revolotean desde los árboles hasta el camino de sirga en busca de pedacitos de cuerda, ramitas y pelos, con los cuales fabricar sus nidos… ¿Cómo puedo abandonar este lugar?

Entonces, vuelvo a oír sus voces.

– … difícil, ya lo sabes… Ella lo llama nuestra prueba de fuego… Hace lo posible por comprender…

– … siempre que necesites salir -es la respuesta de Max.

– Gracias. Lo sé. Lo hará más soportable -dice Chris.

Examiné el agua, la forma en que los contornos de los árboles del canal y los edificios del otro lado zigzagueaban en las ondas, los círculos de ondulaciones cada vez más amplios que provocaban los gansos cuando se tiraban desde la isla al estanque, círculos que llegaban a la barcaza pero no la movían. No me sentí traicionada porque Chris y Max estuvieran hablando de mí, sobre aquella cuyo nombre desconocía, sobre la desdichada situación en que nos encontrábamos. Ya era hora de que yo también hablara.

Volvieron con el coñac, las copas y la fruta. Chris envolvió mis piernas con una manta, sonrió, me dio unos golpecitos en la mejilla con las yemas de los dedos. Beans saltó desde el tejado de la cabina a la cubierta, animado al ver la comida. Toast cojeó junto al borde del tejado y lloriqueó para que alguien lo bajara.

– Es como un niño pequeño -dijo Chris cuando Max se dispuso a bajarlo-. Se las arregla bastante bien.

– Ah, pero es un animal muy dulce -contestó Max, mientras dejaba a Toast al lado de Beans-. Si tal es el caso, no me importan las molestias.

– Mientras no se acostumbre mal -dijo Chris-. Se volverá demasiado dependiente si sabe que alguien está dispuesto a hacer por él lo que es capaz de hacer solo. Y eso, amigo mío, sería su ruina.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿La dependencia?

Max peló una manzana con parsimonia. Chris sirvió el coñac y se sentó a mis pies. Atrajo a Beans a su lado y le frotó el punto que llamaba «la zona de supremo éxtasis canino», justo debajo de las orejas caídas del pachón.

– Lo es -dije.

– ¿Qué? -preguntó Chris. Max dio un cuarto de la manzana a Toast.

– La ruina. Tienes razón. La dependencia conduce a la ruina.

– Estaba diciendo tonterías, Livie.

– Es como una red de pesca. Las has visto, ¿verdad? Las que extienden los barcos sobre la superficie del agua para capturar un banco de caballas o algo por el estilo. La ruina es como una red. No solo captura y destruye al dependiente, sino que atrapa a todos los demás. A todos los pececillos que nadan al lado del único pez que es dependiente.

– Es una metáfora bastante elástica, muchacha.

Max hundió el cuchillo en otro cuarto de manzana y lo extendió hacia mí. Negué con la cabeza.

– Es muy precisa -dije.

Miré a Chris. Sostuvo mi mirada. Su mano dejó de masajear las orejas del pachón. Beans se frotó contra sus dedos. Chris bajó la vista.

– Si todos esos peces nadaran separados unos de otros, nunca caerían en las redes -continué-. Bueno, quizá dos o tres, incluso diez o doce, pero no todo el banco. Eso es lo triste de que se queden juntos.

– Es instinto -dijo Chris-. Funcionan así. Bancos de peces, bandadas de aves, rebaños de animales. Es lo mismo.

– Pero las personas no. No necesitamos funcionar por instinto. Podemos razonar las cosas y hacer lo que sea mejor para proteger a nuestros semejantes de nuestra ruina. ¿No estás de acuerdo, Chris?

Empezó a pelar una naranja. Capté su aroma cuando inhalé aire. Empezó a dividir la naranja en gajos. Me tendió uno. Nuestros dedos se tocaron cuando lo cogí. Volvió la cabeza y examinó el agua, como si buscara desperdicios.

– Tiene bastante sentido lo que dices, muchacha -dijo Max.

– Max -le reprendió Chris.

– Es una cuestión de responsabilidad -siguió Max-. ¿Hasta qué punto somos responsables de las vidas que se han entrelazado con la nuestra?

– Y de la ruina de esas vidas -dije-. Sobre todo si fingimos ignorar lo que podemos hacer para evitar esa ruina.

Max dio el resto de su manzana a los perros: un cuarto para Beans, un cuarto para Toast. Se puso a pelar otra con el cuchillo, empezando por arriba con la intención de lograr una sola espiral. Chris y yo le contemplamos. El cuchillo resbaló cuando había recorrido tres cuartas partes de la trayectoria y cortó la piel, que cayó al suelo. Los tres la observamos destacada sobre las tablas, una cinta rojiza que simbolizaba un intento fallido de alcanzar la perfección.

– Así que no puedo -dije-. Lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Qué? -preguntó Chris.

Vimos que los perros olisqueaban y rechazaban la piel de manzana. No se conformaban con sucedáneos. Querían la dulce médula de la fruta, no el sabor ácido de la piel.

– ¿Qué? -repitió Chris-. ¿No puedes qué?

– Ser responsable.

– ¿De qué?

– Ya lo sabes. Vamos, Chris.

Le observé con atención. Tenía que sentir alivio después de escuchar mis palabras. Yo no era su mujer, ni siquiera su amante, nunca lo había sido, nunca había prometido que lo sería. Era la misma puta que había recogido en la calle, frente al Earl's Court Exhibition Center, cuando pasaba con un perro chungo, pero cinco años después. Era su compañera de alojamiento. Había contribuido a sufragar nuestros gastos, pero mi tiempo útil estaba llegando a su fin. Los dos lo sabíamos. Le miré y esperé a ver si se daba cuenta de que el momento de su liberación estaba próximo.

Y sí, supongo que deseaba sus protestas. Imaginé que diría: «Me las puedo arreglar. Nos las podemos arreglar. Siempre lo hemos hecho. Siempre lo haremos. Estamos unidos, tú y yo, Livie. Llegaremos hasta el final».

Porque ya lo había dicho antes con otras palabras, cuando era más fácil, cuando la ELA aún no se había agudizado. Entonces, hablábamos con valentía de cómo sería, pero no teníamos que afrontar la realidad que aún estaba por llegar. Esta vez, sin embargo, no dijo nada. Atrajo a Toast hacia él y examinó una pelada entre los ojos del perro. Las atenciones complacieron a Toast, que agitó la cola alegremente.

– ¿Chris?-dije.

– No eres mi ruina -contestó-. La situación es difícil, eso es todo.

Max sacó el corcho de la botella de coñac y llenó nuestras copas, aunque nadie había bebido todavía. Apoyó su manaza sobre mi rodilla un momento. La apretó. El gesto decía: Ten valor, muchacha, continúa.

– Mis piernas se están debilitando. El andador no es suficiente.

– Has de acostumbrarte a utilizarlo. A cultivar tu fuerza.

– Mis piernas serán como espaguetis pasados, Chris.

– No practicas bastante. No usas el andador tanto como deberías.

– Dentro de dos meses no podré mantenerme erguida.

– Si tus brazos están en forma…

– Escucha, maldita sea. Voy a necesitar una silla de ruedas.

Chris no contestó. Max se levantó, apoyó las caderas contra el tejado de la cabina. Bebió coñac. Dejó la copa sobre el tejado y buscó en su bolsillo la colilla de un puro. Se la llevo a la boca sin encenderla.

– Bien, compraremos una silla de ruedas -dijo Chris.

– Y luego, ¿qué?

– ¿Qué?

– ¿Dónde viviré?

– ¿Qué quieres decir? Aquí. ¿Dónde, si no?

– No seas burro. No puedo. Tú lo sabes. Tú la construíste, ¿verdad? -Chris parecía confuso-. No puedo quedarme aquí. No podré moverme.

– Pues claro que…

– La puerta, Chris.

Había dicho todo lo posible. El andador, la silla de ruedas. Chris no necesitaba saber nada más. No podía hablar de los temblores que habían empezado en mis dedos. No podía hablar del bolígrafo que resbalaba de cualquier manera sobre el papel, como suelas de piel sobre madera encerada, cuando intentaba escribir.

Porque eso me decía que incluso la silla de ruedas que temía y odiaba sólo me serviría unos meses, hasta que la ELA inutilizara mis brazos tanto como las piernas.

– Todavía no estoy lo bastante enferma para ir a un asilo -dije-, pero sí para quedarme aquí.

Max tiró la colilla de puro, aún sin encender, en la lata de tomate. Pasó junto a los perros extendidos a los pies de Chris y se colocó detrás de mi silla. Sentí sus manos sobre mis hombros. Calor y presión, la tenue indicación de un masaje. Max me consideraba noble y santa, lo mejor de la femineidad inglesa en su decadencia, una paciente sufridora que liberaba a su amado para que viviera su vida. Qué chorradas. Yo colgaba directamente entre el vacío y la nada.

– Nos mudaremos, pues -dijo Chris-. Encontraremos un sitio donde puedas desplazarte con facilidad en una silla.

– No vamos a hacer eso. Esta es tu casa.

– Será facilísimo alquilar la barcaza, Livie. Por mucho más de lo que nos costará el apartamento. No quiero que…

– Ya la he telefoneado -dije-. Sabe que quiero verla. No sabe por qué.

Chris levantó la cabeza para mirarme. Yo mantuve una inmovilidad absoluta. Convoqué la presencia de Liv Whitelaw la Forajida para verme a través de la mentira sin la menor fisura.

– Ya está hecho -dije.

– ¿Cuándo irás a verla?

– Cuando lo considere oportuno. Nos quedamos en el estadio de «Me gustaría reunirme contigo si te crees capaz de soportarlo».

– ¿Y accedió?

– Todavía es mi madre, Chris.

Aplasté el cigarrillo y sacudí el paquete para que cayera otro sobre mi regazo. Lo sostuve entre los dedos sin alzarlo hasta la boca. No quería tanto fumar como hacer algo hasta que él contestara. Pero no dijo nada. Fue Max quien respondió.

– Has tomado la decisión correcta, muchacha. Tiene derecho a saberlo. Tienes derecho a su ayuda.

Yo no quería su ayuda. Quería trabajar en el zoo, correr con los perros por la orilla del canal, deslizarme como una sombra en los laboratorios con los libertadores, beber por nuestras victorias en pubs con Chris, acercarme a la ventana de aquel piso donde se reúne el equipo de asalto, cerca de Wormwood Scrubs, y mirar a la prisión y dar gracias a Dios porque ya no era prisionera de nada.

– Ya está hecho, Chris -repetí.

Rodeó sus piernas con los brazos, apoyó la cabeza sobre las rodillas.

– Si esa es tu decisión.

– Sí. Bien. Lo es -mentí.

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