Capítulo 19

Jeannie Cooper siguió al Rover del señor Friskin en el Cavalier azul que Kenny le había comprado el año pasado, el primer y único regalo que había aceptado de la generosidad que el criquet le permitía. Lo había traído un martes por la tarde y se empeñó en que lo aceptara.

– No quiero que lleves a los chicos en ese coche, Jean. Va a morir de un momento a otro, y si te falla en la autopista, los tres os quedaréis tirados.

– Si nos quedamos tirados, ya encontraremos una solución -replicó ella, tirante-. No tengas miedo, que no va a sonar una noche el teléfono de la señora Whitelaw para que vengas a buscarnos.

Kenny contestó con su calma habitual, mientras pasaba las llaves del coche de una mano a otra y la miraba fijamente a los ojos, de manera que ella no podía apartar la vista por más que lo deseaba.

– Jean, este coche no tiene nada que ver con nosotros dos. Es por ellos. Por los chicos. Acéptalo. Diles lo que quieras cuando te pregunten de dónde ha salido. Me da igual lo que les digas. No menciones mi nombre si no quieres. Solo pienso en su seguridad.

Su seguridad, pensó Jeannie, y una carcajada furiosa que lindaba con la histeria surgió de su boca, como la promesa de una erupción inminente. Kenny quería velar por su seguridad, estupendo. Ahogó el sollozo que quiso seguir a la carcajada. No, se dijo. No proporcionaría a nadie la satisfacción de verla desmoronarse de nuevo, sobre todo después de lo de ayer por la tarde, con aquellas cámaras que destellaban en su cara y los periodistas como chacales, que daban vueltas a su alrededor, a la espera de captar algún momento de debilidad. Bien, ya habían tenido su espectáculo, lo habían exhibido en las primeras planas de sus periódicos, y no quería proporcionar más satisfacciones a los muy bastardos.

Se había abierto paso entre ellos en New Scotland Yard con cara de póquer. Gritaban sus preguntas y disparaban sus cámaras, y si bien supuso que se lo estaban pasando en grande con su bata de Crissys, la gorra y el delantal manchado que no se había molestado en quitarse, en sus prisas por marcharse cuando el señor Friskin la telefoneó al mercado de Billingsgate para anunciarle que la policía quería ver de nuevo a Jimmy, no les había facilitado la tarea. Una mujer normal que iba a trabajar y volvía a casa para estar con sus hijos. Los periodistas y fotógrafos no verían el resto. Y si no lo veían, no podrían tocarlo.

Se internaron en la congestión de Parliament Squa-re y Jeannie se esforzó por mantenerse lo más cerca posible del Rover del señor Friskin, con el propósito inarticulado y a medio formar de proteger a su hijo de aquella manera. Jimmy se había negado a ir con ella. En cambio, se había metido en el coche del señor Friskin antes de que su madre o el abogado pudieran hablar con él o entre sí.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Jeannie-. ¿Qué le han hecho?

El señor Friskin respondió con una sonrisa.

– De momento, estamos jugando al gato y al ratón. Vamos empatados.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué quiere decir?

– Intentarán avasallarnos, y nosotros intentaremos no ceder terreno.

Fue lo único que pudo decir, porque la manada de periodistas se abalanzó sobre ellos.

– Volverán a por Jim -murmuró Friskin-. No, no me refiero a los medios -explicó, cuando Jeannie se fijó en los periodistas que afluían-. Ellos también, pero me refería a la policía.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Jeannie, y notó que una franja de sudor humedecía su nuca-. ¿Qué les ha dicho?

– Ahora no.

El señor Friskin subió al coche y lo puso en marcha. Dio media vuelta y dejó que Jeannie se abriera paso a codazos hasta el Cavalier. Abrió la puerta y se puso el cinturón de seguridad. Las cámaras captaron hasta el último de sus movimientos, pero las imágenes no inmortalizarían palabra o mirada que respondiera a sus preguntas, y ninguna reacción al hecho de que su hijo fuera interrogado acerca de la muerte de su padre.

Y no había averiguado más sobre lo que había dicho a la policía que después de su conversación en la cocina de la noche anterior.

Le querías muerto más que nada en el mundo, ¿verdad, mamá? Y los dos lo sabemos, ¿verdad?

Mucho después de que Jimmy la hubiera dejado sentada ante la sopera, observando la capa que se formaba encima, mientras se preguntaba cómo era posible que la sopa de tomate formara una capa cuando se enfriaba, cuando otras sopas no, las dos preguntas de Jimmy seguían rebotando en su cabeza como ecos de goma. Hizo cuanto pudo por expulsar las preguntas, pero nada (ni oraciones, ni evocaciones de la imagen de su marido, los rostros de sus hijos, el recuerdo de aquella familia unida que se sentaba los domingos para comer un asado de buey) podía evitar que oyera las preguntas de Jimmy, el tono conspiratorio y furtivo conque las había formulado, o las respuestas que acudían a su mente, tan inmediatas como contradictorias.

No. Yo no le quería muerto, Jimmy. Le quería conmigo durante el resto de mi vida. Quería su risa, su aliento sobre mi hombro cuando dormía, su mano sobre mi muslo por las noches, cuando hablábamos de cómo había ido el día, verle abrir un periódico y sumergirse en un artículo como un buzo en el mar. Quería el olor de su piel, el sonido de su voz cuando gritaba «¡Mueve esa pelota, Jimmy! Vamos, hijo, piensa como un lanzador», el tacto de su mano cuando me apretaba la nuca todas las noches, cuando volvía de la imprenta, su imagen a la orilla del mar con Stan a hombros y Shar a su lado, y los prismáticos que se iban pasando para observar aves, y su sabor, tan personal. Yo le deseaba, Jimmy. Y desearle así y poseerle así significaba desearle y poseerle vivo, no muerto.

Pero ella apareció, ¿no? Veía lo que yo veía. Se refocilaba como un gato con nata en lo que era mío. Se interponía entre nosotros y lo que eso significaba: Kenny al volver a casa, Kenny cantando como una hiena en el baño por las mañanas, Kenny tirando los pantalones de cualquier manera, y los zapatos y calcetines al pie de la escalera, Kenny metiéndose en la cama, volviéndome hacia él, nuestras piernas y estómagos apretados. Mientras ella se interpusiera entre Kenny y yo, entre Kenny y su familia, entre Kenny y nuestro futuro, no había esperanza, Jim. Y mientras ella se interpusiera, yo le quería muerto. Porque si estaba muerto, de una forma definitiva, no tendría que pensar en Kenny y ella.

¿Cómo podía explicarle eso?, se preguntaba Jean-nie. Su hijo quería síes y noes. Descifraban la vida. Eran los grandes iluminadores. Exponer aquellas ideas sería pedirle que diera el salto a la madurez, un salto que aún le estaba vedado. Era mucho más fácil decir, no, no, nunca lo deseé, Jim. Era mucho más fácil afrontar los hechos de una manera superficial. Mientras seguía al Rover por la orilla del Támesis y trataba en vano de imaginar lo que estaba pasando entre el abogado y su hijo en el otro coche, Jeannie comprendió que ni podía mentir a Jimmy ni decirle la verdad.

Los periodistas habían abandonado por fin Cárdale Street, y daba la impresión, al menos de momento, que ninguno había decidido realizar el largo viaje de vuelta a la Isla de los Perros. Era evidente que había más posibilidades de obtener datos en Scotland Yard. De todos modos, Jeannie no abrigaba la menor duda de que volverían con sus libretas y cámaras e» cuanto el trayecto se les antojara provechoso. El problema consistía en evitarlo. La única forma de lograrlo era quedarse en casa y alejarse de las ventanas.

El señor Friskin siguió a Jeannie al interior. Jimmy se encaminó a la escalera. Jeannie le llamó, pero no se detuvo.

– Déjele, señora Cooper -dijo el abogado con suavidad.

Jeannie se sentía desesperadamente cansada, inútil como una esponja usada, y muy sola. Por la mañana, había enviado a Stan y Shar al colegio, pero ahora se arrepentía. Con ellos en casa, al menos podría preparar la comida. Sabía que, si preparaba algo para Jimmy, no lo tomaría. Por algún motivo, aquella certeza la sumía en la desesperación. No podía ofrecer a su hijo nada que necesitara o deseara. Ni comida para fortalecerle, ni familia para apoyarle, ni padre para guiarle.

Sabía que tendría que haber actuado de manera diferente, pero no sabía en qué o cómo.

– No dijo nada anoche -explicó al señor Friskin-. ¿Qué les ha dicho?

El señor Friskin se lo contó todo, lo que ella ya sabía y había intentado negar desde el momento que los dos agentes habían entrado en Crissys el viernes por la tarde y anunciado que venían de Kent. Cada dato era como un golpe mortal, pese a los esfuerzos del señor Friskin por referirlos con amabilidad.

– Por lo tanto, ha confirmado algunas de sus sospechas -concluyó el abogado.

– ¿Qué significa eso?

– Que van a presionarle por si pueden obtener algo más de él. No les ha dicho todo lo que quieren saber, eso es evidente.

– ¿Qué quieren saber?

El hombre extendió las manos, como para demostrar que esjaban vacías.

– De habérmelo dicho, querría decir que estoy de su lado, y ese no es el caso. Estoy de su parte. Y de la de Jim. Aún no ha terminado, aunque supongo que esperarán veinticuatro horas o más, para que el chico se preocupe por lo que va a sucederle a continuación.

– Aún será peor, ¿eh?

– Les gusta presionar, señorita Cooper. Van a presionar. Es su forma de trabajar.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Estaremos a su altura. Jugaremos.

– Pero les ha contado más de lo que les contó cuando estuvieron aquí, en casa. ¿No puede impedírselo? -Percibió la desesperación en su voz y trató de controlarla, no tanto por orgullo como por miedo de que la desesperación pusiera al abogado en la pista de la verdad-. Porque si les sigue contando… Si usted deja que hable… ¿No puede obligarle a callar?

– No es eso. Yo le he aconsejado y seguiré aconsejándole, pero a partir de cierto punto todo queda en manos de Jim. No puedo amordazarle si quiere hablar. Y… -El señor Friskin vaciló. Era como si estuviera meditando las palabras que debía elegir. Jeannie no esperaba tal comportamiento de un abogado. Las palabras surgían de sus bocas con facilidad y desenvoltura, como en las películas, ¿no?-. Parece que quiere hablar con ellos, señorita Cooper. ¿Sabe por qué?

Quiere hablar con ellos, quiere hablar con ellos, quiere hablar. No podía oír otra cosa. Aturdida por la revelación, se acercó a la tele para coger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y una llama brotó ante su cara, como un cohete lanzado por el encendedor del señor Friskin.

– ¿Sabe por qué? -insistió el abogado-. ¿Se le ocurre algún motivo?

Ella negó con la cabeza. Utilizó el cigarrillo, el inhalar, la misma actividad de fumar, como razón para no hablar. El señor Friskin la contemplaba con tranquilidad. Jeannie esperó a que hiciera otra pregunta o le ofreciera su opinión experta sobre la explicación del comportamiento inexplicable de Jimmy. No lo hizo. Se limitó a mirarla fijamente a los ojos, como diciendo sabe sabe sabe señorita Cooper, con tanta eficacia como si hablara en voz alta. Jeannie se refugió en el silencio.

– Ellos darán el paso siguiente -dijo por fin Friskin-. Cuando ocurra, yo estaré allí. Hasta entonces… -Sacó las llaves del coche del bolsillo de los pantalones y caminó hacia la puerta-. Telefonéeme si cree que debemos hablar de algo.

Jeannie asintió. El hombre se marchó.

Se quedó junto a la tele como un autómata. Pensó en Jimmy en la sala de interrogatorios. Pensó en Jimmy, ansioso por hablar.

– Todos los chicos son un poco raros -le había dicho Kenny una tarde en el dormitorio, repantigado en la cama con la pierna derecha formando un cuatro con la izquierda. Las cortinas estaban corridas para protegerse del sol de mediodía, que se filtraba por ellas y alteraba el color de sus cuerpos. El de Kenny era tostado, abultado por músculos que esculpían su piel, y estaba tendido sobre las almohadas, con un brazo pasado por debajo de la cabeza, como si fuera a quedarse para siempre. Cosa que no iba a hacer. Y ella lo sabía. Kenny recorrió con la mano su espalda y acarició su nuca con los dedos-. ¿No te acuerdas cómo éramos cuando teníamos su edad?

– Tú me hablabas -contestó Jeannie-. Él no.

– Porque eres su mamá. Los chicos no hablan con sus mamas.

– ¿Con quién, pues?

– Con sus novias. -Se inclinó hacia delante para besar su hombro. Murmuró algo mientras su boca practicaba un sendero desde el hombro hasta el cuello-. Y también con sus amigos.

– ¿Sí? ¿Y con sus papas?

La boca de Kenny dejó de moverse. Ni habló ni besó. Jeannie apoyó la mano sobre su pantorrilla y frotó con el pulgar el músculo que se arqueaba desde la parte posterior de la rodilla.

– Necesita a su padre, Kenny.

Sintió que la abandonaba, como si su espíritu se desvaneciera, aunque su cuerpo estaba inmóvil como el agua del fondo de un pozo. Estaba tan cerca de ella que su aliento era como un beso fantasmal sobre su piel, pero Kenny era como una ola al retirarse.

– Ya tiene a su padre.

– Ya sabes a qué me refiero. Aquí. En casa.

Kenny se incorporó y pasó las piernas por encima de la cama. Cogió los calzoncillos y los pantalones y empezó a vestirse. Jeannie oyó las prendas deslizarse sobre su piel, pensó en que cada una servía para defenderle de ella mejor que una cota de malla. El acto de vestirse y el momento escogido constituían la respuesta a su muda petición. El dolor le resultó insoportable.

– Te quiero -dijo-. Mi corazón se llena cuando estás aquí. -Notó que la cama se movía cuando Kenny se levantó-. Te necesitamos, Kenny. Y no estoy pensando solo en mí, sino en ellos.

– Jean, ya me cuesta bastante…

– Y quieres que te lo ponga fácil, ¿verdad?

– No he dicho eso. Digo que no es tan sencillo como hacer las maletas y volver a casa.

– Podría ser sencillo si quisieras.

– Para ti, no para mí.

Jeannie respiró hondo.

– No llores, nena. Por favor, Jean.

Jeannie agachó la cabeza y reprimió el sollozo.

– ¿Por qué vuelves, Kenny? ¿Por qué sigues volviendo? ¿Por qué no te vas de una vez?

Se quedó parado ante ella. Alzó los dedos y revolvió su cabello. No contestó a la pregunta. Ella no necesitaba una respuesta. Lo que él necesitaba estaba entre aquellas paredes. Pero lo que deseaba se encontraba en otro sitio, y aún no lo había encontrado.

Jeannie aplastó el cigarrillo en el cenicero y tiró las cenizas y las colillas al cubo de la basura. Se quitó la gorra y el delantal de Crissys. Dejó la gorra sobre la mesa, entre el pimentero en forma de pantera y el servilletero en forma de hoja de palma, y colgó el delantal sobre una de las sillas. Lo alisó en pliegues con tanto cuidado como si fuera a utilizarlo al día siguiente.

Una colección de posibilidades desperdiciadas se alojó en su mente. Cada una explicaba lo distintas que serían sus circunstancias si en un momento dado hubiera actuado de manera diferente. La más importante y escandalosa se refería a Kenny. Era muy sencilla. Se la había repetido cada día y cada noche durante los últimos cuatro años. Tendría que haber sabido amarrar a su marido.

La raíz de todos los problemas que los cuatro sufrían residía en la partida de Kenny de Cárdale Street. Los problemas habían empezado poco a poco, con la muerte del perro multicoloreado de Jim, aplastado bajo las ruedas de un camión en Manchester Road, cuando aún no había pasado ni una semana desde que Kenny había hecho las maletas. Pero se habían desarrollado como un cáncer. Y cuando ahora pensaba en esos problemas (la muerte de Bouncer, el incendio que Jimmy había provocado en la escuela, las masturbaciones continuadas de Stan, la ciega devoción de Shar por las aves, las diversas maniobras que habían empleado sus hijos para reclamar su atención, sin conseguirlo, para dejar de desearla o necesitarla a continuación), quería echar la culpa a Kenny. Porque era su padre. Tenía responsabilidades. Había participado de buen grado en la creación de tres vidas, y no tenía derecho a abandonarlas ni a dejar de protegerlas. Sin embargo, por más que deseara echar las culpas a su marido, la principal posibilidad desperdiciada recordaba una y otra vez a Jeannie a quién correspondía el mayor grado de culpabilidad y responsabilidad. Tendría que haber sabido amarrar a su marido. Porque si lo hubiera hecho, todos los problemas de los últimos cuatro años jamás habrían recaído sobre su familia.

Se sintió preparada por fin para subir la escalera. La puerta de Jimmy estaba cerrada y la abrió sin llamar. Jimmy estaba tirado en la cama, con la cabeza hundida en la almohada, como si intentara asfixiarse. Una de sus manos arañaba el cubrecama, en tanto la otra estaba curvada alrededor del rechoncho pilar de la cabecera. Su brazo se sacudía como si quisiera tirar de él hacia la cabecera y aplastarle el cráneo. Las puntas de las bambas se hundían en la cama, primero una y después la otra, como simulando correr.

– Jim -dijo.

Las manos y los pies dejaron de moverse. Jeannie pensó en lo que quería decir y lo que necesitaba decir, pero solo logró articular:

– El señor Friskin dice que querrán volver a hablar contigo. Tal vez mañana. Pero puede que te hagan esperar. ¿Te lo dijo a ti también?

Vio que su mano se tensaba sobre el pilar de la cama.

– Parece que el señor Friskin sabe lo que se hace, ¿no crees? -siguió Jeannie.

Entró en la habitación, se detuvo para recoger un osito de peluche de Stan y lo puso con los demás, apoyado contra la cabecera. Se acercó a la cama de Jimmy. Se sentó en el borde y sintió que la súbita rigidez del cuerpo de su hijo recorría el colchón como una corriente eléctrica. Procuró no tocarle.

– Dijo…

Jeannie pasó la mano sobre su bata, apretó la palma contra una arruga que corría desde la cintura al borde. Creía que había planchado la bata a las dos de la mañana, cuando ya había abandonado toda esperanza de dormir, pero tal vez no lo había hecho. Tal vez había planchado una y se había puesto otra. Un ejemplo típico de cómo funcionaban su mente y su cuerpo, en piloto automático, a base de repetir los movimientos.

– Yo tenía dieciséis años cuando naciste -dijo-. ¿Sabes, Jim? Creía que lo sabía todo. Creía que podía ser una buena madre sin que nadie me dijera cómo debía hacerlo. En las mujeres es algo natural, pensaba. Un tío deja a una tía embarazada y su cuerpo cambia, y el resto también. No quería que nadie me dijera cómo cuidar a mi hijito, porque ya lo sabía. Decidí que sería como en los anuncios, yo te metía cucharadas de papilla en la boca mientras papá fotografiaba nuestra felicidad en segundo término. Decidí tener otro hijo enseguida, porque pensaba que los niños no deben crecer solos y yo quería comportarme como una buena madre. Así que te tuvimos a ti, luego a Shar, y apenas habíamos cumplido dieciocho años.

Jimmy emitió un sonido inarticulado, más parecido a un maullido que a una palabra.

– Pero yo no sabía nada. Ese era el problema. Pensaba que tenías un bebé y le querías y se hacía mayor y tenía bebés a su vez. No pensé en los otros aspectos: hablar con él y escucharle, reñirle cuando se porta mal, no perder los estribos cuando quieres chillar y calentarle el culo porque ha hecho lo que le has prohibido cien veces. Pensaba en la Navidad y en ver su cara a la luz de las hogueras del Día de Guy Fawkes *. Nos lo vamos a pasar tan bien, pensaba. Seré una mamá estupenda. Y ya lo sé todo, además, porque tengo como modelos a mis padres y sé exactamente qué clase de madre no quiero ser.

Apoyó la mano cerca de su hijo. Notó el calor que emanaba de su cuerpo, aunque no le tocó. Esperó que pudiera sentir lo mismo por ella.

– Supongo que estoy diciendo que me equivoqué, Jim. Pensaba que lo sabía todo, y por lo tanto no quería aprender. Estoy diciendo que soy un desastre, Jim, pero quiero que sepas que no era mi intención.

El cuerpo del muchacho seguía tenso, pero no parecía tan rígido como antes. Jeannie pensó que había movido la cabeza unos centímetros.

– El señor Friskin me contó lo que les dijiste, pero comentó que quieren saber más. Y también me preguntó algo, el señor Friskin… -Descubrió que no era más fácil que la primera vez, pero esta vez no tenía más remedio que seguir adelante y esperar lo peor-. Dijo que tú querías hablar con ellos, Jim. Dijo que querías contarles algo. Me… Jim, ¿me lo quieres decir? ¿No quieres confiar en mí?

Los hombros del chico empezaron a agitarse.

– ¿Jim?

Todo su cuerpo se puso a temblar. Tiró del pilar. Arañó el cubrecama. Hundió las puntas de las bambas en la cama.

– Jimmy -dijo su madre-. Jimmy. ¡Jim!

El chico volvió la cabeza y jadeó en busca de aliento. Fue entonces cuando Jeannie descubrió que su hijo estaba riendo.


Barbara Havers colgó el teléfono, embutió el último pedazo de galleta de bourbon en la boca, masticó enérgicamente y engulló un sorbo de té Darjeeling tibio. Menuda merienda, pensó. ¿Acaso no era trabajar en New Scotland Yard otra variación de dicha gastronómica?

Cogió su cuaderno y se encaminó al despacho de Lynley. No le encontró detrás de su escritorio, sino que era Dorothea Harriman la que estaba inmersa en otra exploración periodística, en este caso del Evening Standard del día. Su expresión comunicaba tanto desaprobación como desagrado, pero parecía más dirigida a la lectura en sí que a la tarea de examinarla para Lynley. Otros dos periódicos ofensivos la acechaban, al alcance de su mano. Los dejó en el suelo, junto a la silla de Lynley, y siguió con los demás que había traído por la mañana, hasta que solo el Evening Standard quedó sobre el escritorio.

– Qué horror. -Harriman habló con la cabeza ladeada, como si no hojeara aquellos mismos periódicos a diario, en pos de las chismorrerías más salaces sobre la familia real-. Ni siquiera puedo imaginar para qué los quiere.

– Tiene que ver con el caso -explicó Barbara.

– ¿El caso? -El tono de Harriman insinuaba que la idea era absurda-. Bien, espero que sepa lo que hace, sargento detective Havers.

Barbara compartía el sentimiento. Cuando Harriman se marchó en respuesta a los rugidos lejanos de Webberly («¡Harriman! ¡Dee! ¿Dónde está el maldito expediente de Snowbridge?»), Barbara se precipitó hacia el escritorio de Lynley para echar un vistazo. Jimmy Cooper ocupaba la primera plana, con la cabeza gacha para que el cabello ocultara su rostro y las manos caídas a los lados. Le acompañaba el señor Friskin, que susurraba algo en su oído. Era imposible saber si la fotografía había sido tomada en la visita al Yard de ayer o de hoy, puesto que la camiseta y los tejanos de Jimmy parecían tan pegados a su cuerpo como una segunda piel, y porque Barbara no había visto el atavío del señor Friskin en ambas visitas. Leyó el titular y comprendió que el diario relacionaba la foto con la visita de aquella mañana, y la utilizaba como ilustración del artículo acompañante, cuyo encabezamiento rezaba: EL YARD PROSIGUE LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL CRIMEN DEL CRÍQUET.

Barbara leyó los dos primeros párrafos. Comprobó que Lynley estaba filtrando información a la prensa con consumada pericia. Había montones de «presuntos» y varias menciones a «informes por confirmar» y «fuentes generalmente bien informadas de Scotland Yard». Barbara se tiró del labio inferior mientras leía y se preguntaba sobre la eficacia de la maniobra. Como Harriman, esperaba que Lynley supiera lo que hacía.

Le encontró en la sala de incidencias, donde habían clavado en el tablón de anuncios fotografías del cadáver de Fleming y del escenario del crimen. Las estaba mirando mientras uno de los agentes hablaba por teléfono para que continuara la vigilancia de la casa de Cardale Street, y una secretaria del departamento tecleaba ante un ordenador. Otro agente estaba hablando con Maidstone.

– … Sí… Exacto… De acuerdo. Comprendido.

Barbara se reunió con Lynley, que bebía de una taza de plástico con un paquete sin abrir de Jaffa Cakes en la mano. La sargento dirigió una mirada anhelante a las galletas, decidió que era innecesario añadir más grasa a su cuerpo, y se derrumbó en una silla.

– Q de Quentin Melvin Abercrombie -dijo a modo de introducción-. El abogado de Fleming. Acabo de hablar por teléfono con él. -Lynley enarcó una ceja, aunque no apartó los ojos de las fotografías-. Sí, ya lo sé. No me dijo que le telefoneara, pero cuando Maidstone identificó esos cigarrillos… No sé, señor. Me parece que deberíamos empezar a investigar en otras direcciones.

– ¿Y?

– Y creo que he averiguado algo que a usted le gustaría saber.

– Sobre el divorcio Fleming-Cpoper, supongo.

– Según Abercrombie, Fleming y él redactaron la petición de divorcio el miércoles hizo tres semanas. Abercrombie entregó la petición en Somerset House el jueves, y Jean debía recibir la copia y algo llamado el acuse de recibo el siguiente martes por la tarde. Abercrombie dice que Fleming esperaba conseguir el divorcio basándose en dos años de separación, que en realidad eran cuatro años, como ya sabemos, pero le-galmente bastan dos años. ¿Me sigue?

– Perfectamente.

– Si Jean accedía a poner fin al matrimonio, Fleming podría tener todo el proceso de divorcio firmado, sellado y fallado en cinco meses, y gozaría de plena libertad para casarse enseguida, cosa que, según Abercrombie, anhelaba hacer. Pero también pensaba que Jean se opondría al procedimiento, lo cual contó a Abercrombie y era el motivo, siempre según Abercrombie, de que quisiera entregar la copia de la petición ajean en persona. No podía hacerlo, porque ha de enviarla el registro de divorcios, pero dijo a Abercrombie que quería entregarle la copia para que supiera a qué atenerse. Para dorarle la pildora, supongo. ¿Aún me sigue?

– ¿Lo hizo?

– ¿Llevarle la copia no oficial de la petición? -Barbara asintió-. Abercrombie cree que sí, si bien, como típico abogado, no podría jurarlo, puesto que no vio con sus propios ojos a Fleming entregar la petición a Jean. No obstante, recibió un mensaje de Fleming en su contestador automático el martes por la noche. Fleming decía que Jean ya tenía los papeles y pensaba que iba a oponer resistencia.

– ¿Contra el divorcio?

– Exacto.

– ¿Pensaba acudir a los tribunales?

– Abercrombie dijo que no lo creía, porque Fleming aludía en el mensaje a tener que esperar otro año, hasta los cinco de separación, con el fin de conseguir el divorcio sin el consentimiento de Jean. No quería llegar a esos extremos, dice Abercrombie, porque estaba ansioso como un colegial en celo por seguir con su vida…

– Como ya ha mencionado antes.

– En efecto, pero aún deseaba menos llegar a los tribunales y ver la ropa sucia de todos exhibida en los periódicos.

– Sobre todo la suya, sin duda.

– Y la de Gabriella Patten.

Lynley dio vueltas a su taza de plástico sobre la mesa.

– ¿Y de qué sirve todo esto para empezar a investigar en otras direcciones, sargento?

– Porque todo encaja. ¿Está familiarizado con las leyes sobre el divorcio, señor?

– Ni siquiera he llegado a casarme…

– Exacto. Bien, Q. Melvin me dio un curso acelerado por teléfono.

Describió todos los pasos. Primero, el abogado y el cliente redactaban una petición de disolución del matrimonio. Después, la petición se presentaba en el registro de divorcios, que entregaba una copia junto con un acuse de recibo al demandado. El demandado tenía ocho días para confirmar la recepción de la documentación, para lo cual debía cumplimentar el acuse de recibo y devolverlo al tribunal. Entonces, la maquinaria del proceso se ponía en funcionamiento.

– Y eso es lo más interesante -continuó Barbara-. Jean recibió la copia de la petición el martes en cuestión, y tenía ocho días para confirmar la recepción, pero tal como fueron las cosas, no tuvo necesidad de hacerlo, y el proceso de divorcio no tuvo que empezar.

– Porque el mismo día que el tribunal debía recibir el acuse de recibo, Fleming murió en Kent -concluyó Lynley.

– Exacto. El mismo día. Eso es lo que yo llamo una coincidencia sorprendente. -Barbara siguió mirando las fotografías, en particular un primer plano de la cara de Fleming. Los asesinados, pensó, nunca parecen estar dormidos. Es una fantasía que la policía les eche un vistazo y piense en la dolorosa belleza de una vida segada prematuramente-. ¿Deberíamos detenerla? Porque eso explica el motivo…

– Qué día, qué día. -El agente detective Winston Nkata irrumpió en la sala con la chaqueta colgada al hombro y un samoosa paquistaní de cordero humeante en la mano-. ¿Tiene idea de cuántos videoclubs hay en Soho? Los he visto todos por dentro y por fuera, tío, de arriba abajo. -Dio un gigantesco bocado al samosa y, tras atraer su atención, se dejó caer en una silla, apoyó los codos en el respaldo y utilizó el sarnosa para subrayar sus comentarios-. Pero el resultado final es el resultado final, por más catálogos que estos ojos inocentes se hayan visto forzados a examinar. Voy a decirle una cosa, inspector: mi querida mamá va a hablar muy en serio con usted por empujar hacia la perversión a su hijo menor.

– Creo que sabías el nombre de la tienda -replicó Lynley con sequedad-. No era necesario llevar a cabo esa expedición pornográfica, ¿no crees?

Nkata dio otro mordisco al samoosa. Barbara notó que su estómago protestaba en respuesta al olor de la carne. Oh, volver a las calles, pensó, con libre acceso a comida basura y venenosa para la salud.

– Hay que ser minucioso, tío. Cuando llegue la hora de la promoción, piense en Nkata detrás de las letras SD. -Sus mandíbulas desmenuzaban la carne como un malacatero de martinete hundía acero en la tierra-. Esta es la situación, aunque costó bastante arrancarla al tío de la tienda, porque, como no paraba de susurrarme en el oído, cuando no intentaba perforármelo, historia que me reservaré para otro momento…

– Gracias -dijo con entusiasmo Lynley.

– … parece que casi todos los tíos de por allí procuran ser discretos cuando alquilan películas guarras. No es que sea ilegal, pero perjudica la reputación. Claro que en este caso no había nada de qué preocuparse, porque los tíos en cuestión no alquilaron esas películas. -Devoró el último pedazo y chupó las migas de sus dedos-. ¿Por qué me da la impresión de que no se ha sorprendido?

– ¿Existen esas películas? -preguntó Barbara.

– Oh, ya lo creo. Todas y cada una, aunque según el tío de la tienda Vamos a la carga con la cosa que se alarga ha sido alquilada tantas veces que es como ver gimnasia en una tormenta de nieve.

– Pero si Faraday o uno de sus amigos no las alquilaron el pasado miércoles… -dijo Havers a Lynley. Echó otro vistazo a las fotos de Fleming-. ¿Qué tiene esto que ver con Jimmy Cooper, señor?

– No estoy diciendo que el colegui de Faraday no las alquilara -se apresuró a añadir Nkata-. He dicho que no las alquiló aquella noche. Otras noches… -Sacó su cuaderno del bolsillo de la chaqueta. Se secó los dedos en un pañuelo blanco inmaculado antes de pasar las páginas. Lo abrió por una página señalada con una cinta roja y leyó una lista de fechas que se remontaba a cinco años atrás. Cada una estaba relacionada con un videoclub diferente, pero la lista era cíclica, y se repetía después de que todas las tiendas se hubieran utilizado una vez. Sin embargo, no había período de tiempo entre cada fecha-. Un trabajo detectivesco muy interesante, ¿no le parece?

– Excelente iniciativa, Nkata -admitió Lynley. El agente agachó la cabeza, en una exhibición de falsa humildad.

Sonó uno de los teléfonos y alguien contestó. El agente habló en voz baja. Barbara pensó en la información de Nkata. Este prosiguió:

– A menos que hayan desarrollado una gran afición a esta colección particular de películas, me parece que estos tíos se han procurado una coartada permanente. Se aprenden de memoria una lista de películas por si la policía aparece haciendo preguntas, ¿vale? El único detalle que cambia de una ocasión a otra es la tienda de donde proceden las películas, y eso es fácil de recordar, una vez te han dicho el nombre.

– Para que, si alguien examina los registros de una sola tienda, no descubra las mismas películas alquiladas una y otra vez -murmuró Barbara.

– Que sería como anunciar la coartada con luces de neón. Cosa que no les interesa en lo más mínimo.

– ¿Les?

– La fiesta solo para hombres de Faraday -explicó Nkata-. Yo diría que estos tíos están conchabados, en lo que sea.

– Exceptó el pasado miércoles.

– Exacto. Faraday actuó solo esa noche.

– ¿Señor? -El agente que había contestado al teléfono se volvió hacia ellos-. Maidstone nos va a enviar por fax la autopsia, pero no hay mucho que añadir. Asfixia por monóxido de carbono. Y suficiente alcohol en el cuerpo para derribar a un toro.

– Hay una botella de Black Bush sobre la mesita de noche. -Barbara indicó las fotografías-. Y también un vaso.

– A juzgar por el nivel de alcohol en la sangre -siguió el agente-, puede deducirse que perdió el conocimiento antes de que empezara el fuego. Durmió todo el rato, por decirlo de alguna manera.

– No es mala forma de despedirse -comentó Nkata.

Lynley se levantó.

– Solo que él no lo hizo.

– ¿Qué?

– Vamonos. -Lynley cogió la taza vacía y el paquete sin abrir de Jaffa Cakes. Tiró la taza a la papelera y contempló con indecisión el paquete, antes de pasárselo a Havers-. Vamos a verle.

– ¿Faraday?

– Vamos a ver qué se inventa ahora sobre el pasado miércoles por la noche.

Havers corrió tras él.

– ¿Y Jean Cooper? ¿Qué me dice del divorcio?

– Aún estará localizable cuando terminemos con Faraday.

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