Capítulo 23

Lynley llegó antes al muro del río. Jimmy se debatía en el agua. La marea era alta, pero seguía llegando, de manera que la corriente fluía a gran velocidad de este a oeste.

Jean Cooper gritó el nombre de su hijo cuando llegó al muro del río. Se precipitó hacia la barandilla y empezó a trepar.

Lynley la empujó hacia Havers.

– Telefonee a la policía del río.

Se quitó la chaqueta y los zapatos.

– ¡Ese es el puente de Waterloo! -protestó Havers, mientras procuraba retener a Jean Cooper-. Nunca llegarán a tiempo.

– Hágalo.

Lynley subió al muro y se izó a la barandilla. El muchacho se debatía inútilmente en el río, estorbado por la corriente y su agotamiento. Lynley se dejó caer al otro lado de la barandilla. La cabeza de Jimmy se hundió bajo las aguas turbias.

Lynley se zambulló.

– ¡Tommy! ¡Mecagüen la leche! -oyó que gritaba Havers cuando chocó con el agua.

Estaba fría como el mar del Norte. Se movía con mayor rapidez de la que había sospechado cuando la miraba desde la seguridad del muro de Island Gardens. El viento azotaba la superficie. El flujo de la marea creaba una corriente de fondo. En cuanto Lynley ascendió a la superficie, se sintió arrastrado hacia el sudoeste, hacia el interior del río, pero no hacia la orilla opuesta.

Trató de mantenerse a flote a fuerza de brazos. Buscó al chico. Al otro lado del río vio la fachada de la escuela naval, y al oeste los palos del Cutty Sark. Incluso distinguió la salida del túnel peatonal de Greenwich. Pero no vio a Jimmy.

Dejó que la corriente le arrastrara, como habría hecho con el chico. Su corazón y su respiración mártir lleaban en sus oídos. Notaba las extremidades pesadas. Oyó gritos procedentes de Island Gardens, pero el viento, su corazón y sus pulmones jadeantes le impidieron entender qué decían.

Se retorció en el agua mientras le llevaba. Intentó localizar a Jimmy. No había barcos que pudieran acudir en su ayuda. Los cruceros de placer no se arriesgarían con aquel tiempo, y las últimas embarcaciones turísticas ya se habían retirado. Lo único que flotaba en la zona eran dos barcazas que ascendían lentamente el río, y se encontraban a trescientos metros de distancia, como mínimo, demasiado lejos para pedir auxilio, aunque hubieran podido alcanzar la velocidad suficiente para rescatar a tiempo a Lynley y al muchacho.

Una botella pasó a su lado. Su pie derecho pateó lo que parecía una red. Empezó a nadar con la corriente del río, hacia Greenwich, como Jimmy habría hecho.

Mantenía la cabeza inclinada. No paraba de mover brazos y piernas. Intentó respirar acompasadamente.

El agua tiraba de sus ropas y le arrastraba hacia el fondo. Se debatió, pero el esfuerzo le estaba agotando. Había corrido demasiado, trepado y saltado demasiado. La marea era insistente y fuerte. Tragó agua. Tosió.

Notó que se hundía. Se revolvió, ascendió. Jadeó en busca de aire. Sintió que volvía a hundirse.

Descubrió que casi no había nada bajo la superficie. Oscuridad. Burbujas de aire que escapaban de sus pulmones. Un tornado líquido en el que remolineaban restos enloquecidos. Verde sobre blanco sobre gris sobre pardo, sin fin.

Pensó en su padre. Casi podía verle, en la cubierta del Daze, al salir de Lamorna Cove. Decía: «Nunca confíes en el mar, Tommy. Es un amante que te traicionará en cuanto le des la menor oportunidad». Lynley quiso señalar que aquello no era el mar, sino un río, un río, por el amor de Dios, ¿quién podía ser tan estúpido como para ahogarse en un río? Pero su padre contestó: «Un río con mareas. Las mareas vienen del mar. Solo los idiotas confían en el mar». Y el agua le engulló.

Un velo negro cubrió su visión. Sus oídos rugían. Oyó la voz de su madre y la risa de su hermana. Después, la voz de Helen, inconfundible: «No sé, Tommy. No puedo darte la respuesta que quieres solo porque tú la quieres».

Joder, pensó. Aún ambivalente. Incluso ahora. Incluso ahora. Cuando ya no importaba. Nunca se decidiría. Nunca aceptaría. Maldita sea. Maldita sea.

Agitó las piernas con furia. Movió los brazos. Rompió la superficie. Sacudió el agua de sus ojos, tosió y jadeó. Oyó al muchacho.

Jimmy chillaba a unos veinte metros hacia el oeste. Sus brazos golpeaban el agua. Se revolvía como un pecio. Cuando Lynley se lanzó hacia él, Jimmy volvió a hundirse.

Lynley se zambulló y rezó para que sus pulmones aguantaran. Esta vez, la corriente le favorecía. Chocó contra el muchacho y le agarró por el pelo.

Nadó hacia la superficie. Jimmy se resistió, agitándose en el agua como un pez atrapado en una red. Cuando llegaron a la superficie, Jimmy pataleó y golpeó.

– ¡No, no, no! -chilló, y trató de soltarse.

Lynley soltó su pelo y le asió por la camiseta. Pasó un brazo por debajo de los brazos y alrededor del pecho del chico. No tenía mucho aliento para hablar, pero logró jadear unas palabras.

– Ahogarte o sobrevivir. ¿Qué prefieres?

El chico pataleó frenéticamente.

Lynley reforzó su presa. Utilizó las piernas y un brazo para mantenerles a flote.

– Si te resistes, nos ahogaremos. Si me ayudas a nadar, lo conseguiremos. ¿Qué prefieres? -Sacudió el cuerpo del muchacho-. Decide.

– ¡No!

Pero las protestas de Jimmy eran débiles, y cuando Lynley empezó a arrastrarle hacia la orilla norte del río, ya no tuvo fuerzas para oponerse.

– Patalea -dijo Lynley-. No puedo hacerlo solo.

– No puedo-jadeó Jimmy.

– Sí puedes. Ayúdame.

Pero los últimos cuarenta segundos de lucha habían acabado con las energías de Jimmy. Lynley intuyó el agotamiento del chico. Sus extremidades pesaban como plomo y tenía la cabeza echada hacia atrás.

Lynley pasó el brazo izquierdo por debajo de la barbilla de Jimmy. Utilizó las fuerzas que quedaban en sus músculos para dirigirse hacia la orilla norte del río.

Oyó gritos, pero carecía de energías para localizarlos. Oyó la bocina de un barco en las cercanías, pero en aquel momento no podía permitirse el lujo de parar para intentar localizarlo. Sabía que su única oportunidad residía en el acto instintivo de nadar. De modo que nadó, respiró, contó las brazadas, un brazo y dos piernas contra el cansancio absoluto y el deseo de hundirse y acabar de una vez.

Vio delante una sección de la orilla cubierta de guijarros, desde donde podían botarse los barcos. Se dirigió hacia allí. Sus piernas se movían con creciente debilidad. Le resultaba difícil sujetar al chico. Cuando llegó al límite de sus fuerzas, pataleó por última vez y sus pies tocaron fondo. Primero arena, luego guijarros e intentó sacar al muchacho del agua. Se desplomaron en los bajíos, a un metro y medio de un bolardo.

Chapoteos y gritos furiosos. Alguien lloraba a su lado. Entonces, oyó que su sargento blasfemaba como una posesa. Unos brazos le rodearon, le sacaron del agua y le depositaron sobre una lancha del club de remo, hacia la que había nadado.

Tosió. Notó que su estómago se revolvía. Rodó a un lado, se puso de rodillas y vomitó sobre los zapatos de su sargento.

Una mano de Barbara se hundió en su cabello. La otra se curvó con firmeza alrededor de su frente.

Se tapó la boca con la mano. El sabor era repugnante.

– Lo siento -dijo.

– No pasa nada -contestó Havers-. Ha mejorado el color.

– ¿Y el chico?

– Con su mamá.

Jeannie estaba arrodillada en el agua y acunaba a su hijo. Estaba llorando, con la cabeza alzada hacia el cielo.

Lynley intentó ponerse en pie.

– Dios. No estará…

Havers le cogió por el brazo.

– Está bien. Usted le salvó. Se encuentra bien. Se encuentra bien.

Lynley se dejó caer al suelo. Sus sentidos empezaban a despertar uno por uno. Tomó conciencia del montón de basura sobre el que estaba sentado. Oyó un rumor de conversaciones a su espalda, miró hacia atrás y vio que la policía de la zona había conseguido por fin llegar, y ahora contenía a un grupo de espectadores, entre los cuales se encontraban los mismos periodistas que le habían perseguido desde que saliera de New Scotland Yard. El fotógrafo estaba haciendo su trabajo y documentaba el drama, por encima de los hombros de la policía de Manchester Road. Esta vez, los periódicos no tendrían necesidad de ocultar la identidad del chico. Un rescate en el río era una noticia de la que se podía dar cuenta sin relacionarla con el asesinato de Fleming. Por las preguntas que se gritaban y el ruido de las cámaras, Lynley adivinó que los periodistas pensaban publicarla.

– ¿Qué ha pasado con la policía del río? -preguntó a Havers-. Le dije que la telefoneara.

– Lo sé, pero…

– Me oyó, ¿verdad?

– No había tiempo.

– ¿Qué dice? ¿No se molestó en llamar? Era una orden, Havers. Podríamos habernos ahogado. Joder, si alguna vez he de confiar en usted de nuevo en una situación de emergencia, mejor confío en…

– Inspector. Señor. -La voz de Havers era firme, aunque había palidecido-. Estuvo en el agua cinco minutos.

– Cinco minutos -repitió Lynley, como sin comprender.

– No había tiempo. -Su boca tembló y apartó la vista-. Además, yo… Me entró el pánico, ¿vale? Se hundió dos veces. Deprisa. Lo vi y supe que la poli del río no podría llegar a tiempo, y en ese caso…

Se pasó los dedos por debajo de la nariz.

Lynley vio que parpadeaba rápidamente y fingía que era el viento en sus ojos. Se puso en pie.

– En ese caso, me he pasado de la raya, Barbara. Atribúyalo a mi propio pánico y haga el favor de perdonarme.

– De acuerdo.

Volvieron al agua, donde Jean Cooper seguía meciendo a su hijo. Lynley se arrodilló a su lado.

La mano de Jean sujetaba la cabeza de su hijo contra su pecho. Estaba inclinada sobre él. Jimmy tenía los ojos opacos, aunque no vidriosos, y cuando Lynley extendió la mano para tocar el brazo de Jean e indicarle que iba a ayudarles a levantarse, Jimmy se removió y miró a su madre.

– ¿Por qué? -repetía ella sin cesar.

Jimmy movió la boca como si estuviera reuniendo fuerzas para hablar.

– Vi -susurró el chico.

– ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Qué? ¿Por qué no lo dices?

– A ti. Te vi a ti, mamá.

– ¿Me viste?

– Allí. -Daba la sensación de que se estaba desmoronando en sus brazos-. Te vi allí. Aquella noche.

Lynley oyó que Havers susurraba las palabras «Por fin», y vio que avanzaba hacia Jean Cooper. Le indicó con un gesto que se quedara donde estaba.

– ¿A mí? ¿Que me viste dónde? -preguntó Jean Cooper.

– Aquella noche. Papá.

Lynley vio que el horror y la comprensión alumbraban en Jean Cooper al mismo tiempo.

– ¿Estás hablando de Kent? -preguntó la mujer-. ¿De la casa?

– Tú. Aparcaste en el camino -murmuró el muchacho-. Fuiste a buscar la llave del cobertizo. Entraste. Saliste. Estaba oscuro, pero lo vi.

Su madre le aferró.

– Pensabas que yo…, que yo… -Reforzó su presa-. Jim, yo quería a tu padre. Le quería, le quería. Nunca habría… Jim, pensabas que yo…

– Te vi.

– No sabía que estaba allí. No sabía que había alguien en Kent. Pensaba que os habíais ido de vacaciones. Después, dijiste que él había telefoneado. Dijiste que problemas relacionados con el criquet le habían retenido. Dijiste que las vacaciones se habían aplazado.

Jimmy sacudió la cabeza.

– Tú saliste. Llevabas unas crías en las manos.

– ¿Unas crías? Jim…

– Los gatitos -dijo Havers.

– ¿Los gatitos? -repitió Jean-. ¿Qué gatitos? ¿Dónde? ¿De qué estás hablando?

– Los tiraste al suelo. Los alejaste. De la casa.

– Yo no estuve en la casa. No estuve.

– Te vi -repitió Jimmy.

Sonaron pasos sobre la lancha.

– ¡Al menos, déjenme hablar con alguno de ellos! -gritó alguien.

Jean se volvió para ver quién venía. Jimmy miró también en aquella dirección. Forzó la vista para enfocar al intruso. Y Lynley comprendió por fin qué había pasado y cómo.

– Tus gafas, Jimmy -dijo-. ¿Llevabas las gafas el miércoles por la noche?


Barbara Havers caminaba a duras penas por el sendero que conducía a su casa. Tenía el interior de los zapatos mojados. Los había cepillado vigorosamente bajo el grifo del lavabo de señoras del Yard, de modo que ya no olían a vómito, pero estaban para tirar. Suspiró.

Estaba derrengada. Solo deseaba una ducha y doce horas de sueño. Hacía siglos que no comía, pero la comida podía esperar.

Habían acompañado a Jimmy y a su madre entre los espectadores y dejado atrás la cámara incansable del único fotógrafo. Les habían llevado en coche a casa. Jeannie Cooper había insistido en que no era necesario que un médico viera a su hijo, le había acompañado arriba y preparado un baño, mientras sus dos hijos menores se agarraban a ellos y gritaban «¡Mamá!» y «¡Jim!».

– Calienta un poco de sopa -dijo Jean a la niña-. Abre la cama de tu hermano -ordenó a Stan. Los dos salieron corriendo a obedecerla.

Jean había protestado cuando vio que Lynley quería hablar con su hijo.

– Ya basta de conversaciones -dijo, pero él insistió.

Cuando el muchacho se hubo bañado y acostado, Lynley subió la escalera con las ropas empapadas y se quedó al pie de la cama de Jimmy.

– Cuéntame lo que viste aquella noche -dijo.

Barbara, a su lado, notó que sus extremidades temblaban. La chaqueta y los zapatos eran las únicas prendas secas que llevaba, y la adrenalina que hasta el momento le había mantenido en pie empezaba a dar paso al frío. Pidió una manta a Jean, pero Lynley no la utilizó.

– Esta vez, cuéntamelo todo -dijo al chico-. No vas a comprometer a tu madre, Jimmy. Sé que no estuvo allí.

Barbara quiso preguntar a Lynley por qué creía en una simple negativa. Reconoció la confusión de Jean acerca de los gatitos, pero no se decidía a absolverla de su responsabilidad porque actuara como si no supiera nada de los animales. Los asesinos suelen ser maestros del disimulo. No comprendía cómo o por qué Lynley había decidido que Jean Cooper no lo era.

Jimmy les dijo lo que había visto: el coche azul que frenaba en el camino particular, la forma oscura de una mujer de cabellcclaro que entraba en el jardín y se deslizaba en el cobertizo, la misma mujer que entraba en la casa; menos de cinco minutos después, la misma mujer devolvía la llave al cobertizo y se marchaba. Había vigilado la casa durante media hora más. Había ido al cobertizo y cogido la llave.

– ¿Por qué? -preguntó Lynley.

– No lo sé. Solo por hacerlo. Porque tenía ganas.

Sus dedos se cerraron sin fuerza sobre las mantas.

Lynley temblaba tanto que Barbara estaba segura de que el piso vibraba. Quiso insistir en que se cambiara de ropa, se cubriera con la manta, tomara sopa, bebiera un poco de coñac, hiciera algo por cuidarse, pero cuando iba a sugerir que ya habían escuchado bastante por aquella noche (El chico no va a ir a ningún sitio, ¿verdad, señor? Ya volverían mañana si necesitaban hacer más preguntas), Lynley posó ambas manos sobre el pie de la cama y se inclinó hacia el chico.

– Querías a tu padre, ¿verdad? Era la última persona del mundo a la que habrías hecho daño.

La boca de Jimmy se agitó (a causa del tono, su ternura, su mensaje silencioso de comprensión) y sus párpados se cerraron. Parecían púrpuras de fatiga.

– ¿Me ayudarás a encontrar a esa asesina? -preguntó Lynley-. Tú ya la has visto, Jimmy. ¿Me ayudarás a desenmascararla? Tú eres el único que puede.

El muchacho abrió los ojos.

– No llevaba las gafas -dijo-. Pensé… Vi el coche y a ella. Pensé que mamá…

– No será preciso que la identifiques. Bastará con que hagas lo que yo diga. No será agradable. Significará dar tu nombre a los medios de comunicación. Significará dar otro paso adelante, tú y yo. Pero creo que servirá. ¿Me ayudarás?

Jimmy tragó saliva. Asintió en silencio. Volvió la cabeza con un débil movimiento y miró a su madre, sentada en el borde de la cama. Se humedeció los labios con aire cansado.

– Lo vi -murmuró-. Un día lo vi…, cuando me salté las clases.

Brotaron lágrimas lentamente de los ojos de Jean Cooper.

– ¿Qué?

Se había saltado las clases, repitió con voz fatigada. Se había comprado pescado y patatas fritas en el chino a domicilio. Las había comido en un banco de St. James Park. Entonces, había pensado en el Watney de la nevera, que no habría nadie a aquella hora del día, que podía beber la mitad y llenar la botella de agua, o quizá bebería entera y negarlo con descaro si su madre le acusaba. Fue a casa. Entró por atrás, por la puerta de la cocina. Abrió la nevera, destapó la botella de Watney y oyó ruidos arriba.

Subió la escalera. La puerta de su madre estaba cerrada, pero sin llave, escuchó los crujidos y comprendió de pronto qué significaban. Esta es la causa, pensó, y una oleada de rabia le invadió. Por esto se marchó papá. Por esto. Por… esto.

Empujó la puerta con el pie. Primero la vio a ella. Estaba agarrada a la cabecera de latón y lloraba, pero también jadeaba, y estaba bien arqueada, para que el tío se la pudiera tirar a gusto. Y el tío estaba arrodillado entre sus muslos levantados. Desnudo, con la cabeza gacha, el cuerpo reluciente como si estuviera aceitado.

– Nadie -gruñía-.Nadie… nunca.

– Nadie -resolló ella.

– Mía.

Volvió a repetirlo (mía, mía) y aumentó la violencia de sus embestidas hasta alcanzar un ritmo frenético, hasta que ella sollozó, hasta que él se echó hacia atrás, levantó la cabeza y gritó «¡Jeannie! ¡Jean!», y Jimmy vio que era su padre.

Bajó la escalera con sigilo. Dejó el Watney sobre la encimera de la cocina sin beber y se volvió hacia la mesa, donde había un sobre abierto. Introdujo los dedos dentro, sacó los papeles, vio SEÑOR Q. MELVIN ABERCROMBIE escrito en la parte de arriba. Examinó las palabras desconocidas y las frases retorcidas. Cuando leyó la única palabra que importaba, «divorcio», devolvió los papeles al sobre y se marchó de casa.

– Oh, Dios -susurró Jean cuando su hijo terminó-. Yo le quería, Jim. Nunca dejé de quererle. Quería, pero no podía. Confiaba en que volvería a casa si me portaba bien con él. Si era paciente y amable. Si hacía lo que él quería. Si le daba tiempo.

– Daba igual -dijo Jimmy-. No sirvió de nada, ¿verdad?

– Habría servido. Sé que con el tiempo habría servido, porque conocía bien a tu padre. Habría vuelto a casa si…

Jimmy sacudió la cabeza.

– … si no la hubiera conocido. Es la verdad, Jimmy.

El muchacho cerró los ojos.

Gabriella Patten. Ella era la clave. Aunque Barbara deseaba reunir pruebas contra Jean Cooper («No tiene coartada, señor. ¿Estaba en casa con los niños? ¿Dormida? ¿Quién puede demostrarlo? Nadie, y usted lo sabe»), Lynley dirigió sus pensamientos hacia Gabriella Patten. Sin embargo, no le ofreció datos de peso.

– Todo gira en torno a Gabriella -se limitó a decir con voz exhausta mientras conducía hacia el Yard-. Dios. Qué ironía. Terminar donde empezamos.

– Si ese es el caso, vamos a por ella -dijo Barbara-. No necesitamos al chico. Podemos detenerla. Podemos pasarla por la piedra. Ahora no, por supuesto -añadió a toda prisa, mientras Lynley conectaba la calefacción del coche por si atenuaba el frío que le sacudía como a una víctima del paludismo-, pero mañana por la mañana sí. Antes que nada. Sin duda seguirá en Mayfair, retozando con Mollison cuando Claude-Pierre, o como se llame, no le esté poniendo los músculos a tono.

– No vale la pena -contestó Lynley.

– ¿Por qué? Acaba de decir que Gabriella es…

– Interrogar otra vez a Gabriella Patten no nos servirá de nada. Es el crimen perfecto, Barbara.

No añadió más. Barbara protestó.

– ¿Cómo puede ser perfecto? Tenemos a Jimmy. Tenemos un testigo. Vio…

– ¿Qué? -la interrumpió Lynley-. ¿A quién? Un coche azul que confundió con el Cavalier. Una mujer de cabello claro que confundió con su madre. Ningún fiscal acusaría a nadie basándose en ese testimonio. Y ningún jurado del mundo le declararía culpable.

Barbara había querido insistir en sus argumentaciones. Al fin y al cabo, tenían pruebas. Por endebles que fueran, aún tenían pruebas. El Benson y Hedges. Las cerillas utilizadas para armar el artilugio incendiario. Contarían para algo, sin duda. Sin embargo, vio que Lynley estaba agotado. Dedicaba las escasas fuerzas que le quedaban a controlar sus estremecimientos mientras conducía el Bentley por entre el tráfico matutino hasta New Scotland Yard. Cuando frenó al lado del Mini de Barbara en el aparcamiento subterráneo, repitió lo que ya había dicho al superintendente jefe Hillier. Pese a tener las mejores intenciones del mundo, Barbara debía prepararse para el hecho de que tal vez no pudieran concluir satisfactoriamente el caso.

– Incluso con la ayuda del muchacho, será un caso de conciencia -dijo-. Y puede que la conciencia no sea suficiente.

– ¿Para qué? -preguntó Barbara, poseída tanto por la necesidad de discutir como de comprender.

Pero Lynley apenas añadió nada más.

– Ahora no. Necesito un baño y cambiarme de ropa.

Se marchó.

Ahora, en Chalk Farm, mientras liberaba sus pies de los zapatos empapados en el umbral, intentó comprender su comentario sobre la conciencia, pero por más que daba vueltas a los datos y acontecimientos de los últimos días, siempre la guiaban en la misma dirección y no señalaban a nadie que necesitara tener conciencia sobre nada.

Al fin y al cabo, sabían que era un incendio intencionado, y sabían, por tanto, que era un asesinato. Tenían un cigarrillo que podía ser analizado para buscar muestras de saliva. Por más tiempo que tardara la gente de Ardery en terminar los análisis, si el incendiario había depositado suficiente saliva (bien, si Gabriella Patten la había depositado, porque Lynley, al parecer, se había decantado por ella desde el primer momento, en lugar de Jean Cooper), al final de los análisis sabrían algo sobre antigenes ABH, genotipo ABO y relaciones de la reacción Lewis. Siempre que, por supuesto, Gabriella Patten secretara. Si no, volverían a empezar, y deberían confiar en… ¿qué? ¿La conciencia? ¿La conciencia de Gabriella Patten? ¿Qué sentido tenía eso? ¿De veras esperaba Lynley que la mujer se sintiera impulsada a confesar que había asesinado a Kenneth Fleming porque la había dejado? ¿Cuándo lo haría? ¿Entre arrumaco y arrumaco con Guy Mollison, para apartar su mente del rechazo definitivo de Fleming? Mecagüen la leche, pensó Barbara. No era de extrañar que Lynley fuera diciendo que tal vez no podrían cerrar el caso.

Era un tipo de fracaso que ocurría a todo el mundo, pero nunca le había ocurrido a Lynley. Y, por asociación, como era el DIC con quien había trabajado más tiempo, tampoco le había pasado nunca a ella.

Sin embargo, no era el mejor de los casos en el que fracasar. No solo estaban los medios de comunicación obsesionados por el caso, provocando más interés público del que lograría el asesinato de alguien con una cara y un nombre menos conocidos, sino que también sus superiores de New Scotland Yard estaban entorpeciendo la investigación como escolares revoltosos. El interés combinado de medios de comunicación y superiores no prometía servir a los intereses de Lynley o Barbara. Garantizaba que perjudicaría a Lynley, porque casi desde el primer momento se había ceñido a un método que violaba un precepto de la eficacia policial: había decidido jugar con los medios y continuaba jugando con un objetivo misterioso, que hasta el momento no había logrado alcanzar. Garantizaba que perjudicaría a Barbara porque era culpable por asociación. Y el superintendente jefe Hillier se lo había indicado cuando quiso que estuviera presente en la única reunión celebrada con Lynley sobre el caso.

Casi podía escuchar la reprimenda que acompañaría a su siguiente evaluación de eficacia. «¿Expresó en voz alta una sola objeción, sargento Havers? Usted ocupa una posición subordinada en el tándem, cierto, pero ¿desde cuándo impide una posición subordinada expresar la opinión particular sobre una cuestión ética?» Al superintendente jefe Hillier le daría igual que Barbara sí hubiera expresado su opinión a Lynley durante la investigación. No lo había hecho abiertamente, lo cual significaba que no lo había hecho en la reunión convocada por Hillier.

A Hillier le habría gustado que ella hubiera subrayado a Lynley el hecho de qué los medios de comunicación eran unos amantes desastrosos. En el mejor de los casos, eran falsos, y manoseaban sin descanso el objeto de su deseo hasta conseguir saciarse. En el peor, eran mezquinos, tomaban lo que podían del objeto de su pasión y no dejaban nada cuando se quedaban satisfechos.

Pero ella no había dicho nada por el estilo. El barco se estaba hundiendo y ella se iba al fondo con la tripulación.

A ninguno de los dos les costaría su empleo. Todo el mundo esperaba que se produjera un fracaso de vez en cuando, pero fracasar a la luz implacable de la publicidad, publicidad que Lynley no hacía nada por evitar, que hasta alentaba sin ambages… Nadie lo olvidaría pronto, y mucho menos los mandamases que tenían el futuro de Barbara en la palma de su mano.

– Que les den por el culo a todos -murmuró Barbara mientras rebuscaba en el bolso la llave de la puerta. Estaba casi demasiado cansada para deprimirse.

Pero no lo bastante cansada. Encendió la luz de la casa y miró a su alrededor. Suspiró. Dios, qué vertedero. La nevera funcionaba, y era un consuelo, porque al menos había podido deshacerse del cubo, pero por lo demás, la estancia era poco más que una declaración de fracaso personal y ella lo sabía. Sola estaba escrito en todas partes. Cama individual. Mesa de comedor con dos sillas…, y dos era estirar la esperanza hasta el límite, ¿verdad, Barb? Una vieja fotografía escolar de un hermano muerto mucho tiempo atrás. Una instantánea de sus padres, uno muerto y la otra bastante más que algo demente. Una colección de novelas delgadas, capaces de ser leídas en dos horas, en las cuales hombres eternamente empalmados irrumpían en la gran rueda del amor y eran eternamente redimidos por la adoración de buenas mujeres, a quienes aquellos mismos hombres rodeaban en sus brazos, levantaban del suelo, acostaban en una cama o en un montón de paja. ¿Vivían felices por siempre, después de que los sollozos y las erecciones alcanzaban su apoteosis final? ¿Le sucedía a alguien, en realidad?

Déjalo, se dijo Barbara con rudeza. Estás cansada, estás mojada desde los muslos a los pies, estás hambrienta, estás preocupada, estás hecha un lío. Necesitas una ducha, que te darás ahora mismo. Necesitas un cuenco de sopa, que te tomarás nada más salir de la ducha. Necesitas telefonear a tu madre y decirle que el domingo irás a Greenford para dar un paseo por el ejido y hacer lo que a ella le apetezca. Y cuando hayas terminado, necesitas meterte en la cama, encender la luz de leer y zambullirte en los placeres del amor de segunda mano, muy sospechosos y siempre delegados.

– Exacto -afirmó.

Se quitó la ropa, la amontonó, entró en el cuarto de baño, dejó correr el agua de la ducha hasta que echó humo y se metió dentro con una botella de champú en la mano. Dejó qué el agua resbalara sobre su cuerpo y, mientras se frotaba vigorosamente el cuero cabelludo, cantó. Convirtió la noche en un repaso a viejos éxitos, en un tributo a. Buddy Holly. Y cuando hubo repasado «Peggy Sue», «That'U Be the Day», «Raining in My Heart» y «Rave On», entonó una elegía desafinada al grande entre los grandes con una versión espantosa de «American Pie». Estaba de pie, cubierta con su viejo albornoz y una toalla alrededor de la cabeza, ladrando «The daaaay the muuuuusic died» por última vez, cuando oyó que alguien llamaba. Dejó de cantar al instante. La llamada también enmudeció, pero volvió a empezar. Cuatro golpes decididos.' Venían de la puerta de la casa.

– ¿Quién…? -dijo. Salió descalza del cuarto de baño y se anudó el albornoz-. ¿Sí? -gritó.

– Hola, hola. Soy yo -dijo una vocecita.

– ¿Eres tú?

– La visité la otra noche. ¿No se acuerda? Aquel chico nos trajo su nevera por equivocación y usted la estaba mirando y yo salí y usted me invitó a ver su casa si dejaba una nota a mi papá y…

«Invitó» no era la palabra que Barbara hubiera elegido.

– Hadiyyah-dijo.

– ¡Se acuerda! Sabía que lo haría. La vi llegar a casa porque estaba mirando por la ventana y pregunté a mi papá si podía venir a verla. Papá dijo que sí porque yo dije que usted era mi amiga. Así que…

– Caramba, estoy hecha polvo -dijo Barbara, sin dejar de hablar a la hoja de la puerta-. Acabo de llegar a casa. ¿Podemos vernos en otro momento. ¿Mañana, tal vez?

– Ah. Supongo que no habría debido… Es que quería… -La vocecilla enmudeció como afligida-. Sí. Tal vez en otro momento. Pero es que le he traído algo -continuó, más animada-. ¿Lo dejo en la puerta? ¿Le parece bien? Es un poco especial.

Qué coño, pensó Barbara.

– Espera un segundo, ¿vale? -dijo. Recogió las ropas tiradas en el suelo, las arrojó dentro del cuarto de baño y volvió a la puerta. La abrió-. Bien, ¿qué has estado tramando? ¿Sabe tu padre que…?

Se calló cuando vio que Hadiyyah no estaba sola.

Había un hombre con ella. Era de piel oscura, más oscura que la de la niña, delgado y bien vestido con un traje a rayas finas. Hadiyyah llevaba su uniforme escolar, en esta ocasión cintas rosas ceñían sus trenzas, y sujetaba la mano del hombre. Barbara observó que llevaba un estupendo reloj de oro.

– He traído a mi papá -anunció con orgullo Hadiyyah.

Barbara asintió.

– No es lo que ibas a dejar en la puerta, ¿verdad?

Hadiyyah lanzó una risita y tiró de la mano de su padre.

– Es descarada, papá. Ya te lo dije, ¿verdad?

– Lo dijiste.

El hombre observó a Barbara con sus ojos oscuros. Ella le devolvió el examen. No era muy alto, y era más guapo que apuesto a causa de sus delicadas facciones. Su espeso cabello negro brotaba del límite de la frente, y tenía un lunar en la mejilla tan perfectamente colocado que Barbara habría jurado que era artificial. Podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Era difícil calcularlo, porque ninguna arruga surcaba su piel.

– Taymullah Azhar -dijo.

Barbara se preguntó cómo debía contestar. ¿Existía alguna especie de saludo musulmán?

– De acuerdo -dijo, con un cabeceo que movió la toalla, y se la ajustó alrededor de la cabeza una vez más.

Una leve sonrisa curvó los labios del hombre.

– Me llamo Taymullah Azhar. El padre de Hadiyyah.

– ¡Oh! Barbara Havers. -Le ofreció la mano-. Usted trasladó mi nevera. Recibí su nota. No entendí la firma. Gracias. Encantada de conocerle, señor…

Enarcó las cejas y trató de recordar qué hacía aquella gente con sus nombres.

– Azhar es suficiente, puesto que vamos a ser vecinos -dijo el hombre. Barbara vio que llevaba debajo de la chaqueta una camisa tan blanca que parecía incandescente a la luz del anochecer.

– Bien, de acuerdo. Bien. Bueno. -¿Qué estaba farfullando? Se controló-. Es que acabo de darme un baño parcial en el Támesis, por eso voy vestida así. De lo contrario, no iría de esta guisa. Quiero decir, ¿qué hora es? Aún no es hora de acostarse, ¿verdad? ¿Quieren entrar?

Hadiyyah tiró de la mano de su padre y agitó los pies como si bailara. Su padre apoyó la mano sobre su hombro, y la niña se quedó quieta al instante.

– No. Esta noche sería una intrusión, pero Hadiyyah y yo le damos las gracias.

– ¿Ha cenado? -preguntó Hadiyyah-. Nosotros no. Vamos a tomar curry. Papá va a a prepararlo. Ha traído cordero. Tenemos de sobra. Montones. Papá hace un curry muy bueno. Si aún no ha cenado.

– Hadiyyah -dijo en voz baja Azhar-. Compórtate, por favor. -La niña se quedó quieta de nuevo, aunque la alegría no huyó de su cara y sus ojos-. ¿No tenías que darle algo a tu amiga?

– ¡Oh! ¡Sí, sí! -Dio un saltito. Su padre extrajo un sobre verde de la chaqueta. Se lo dio a Hadiyyah. Ella lo extendió ceremoniosamente en dirección a Barbara-. Esto es lo que iba a dejar en la puerta -explicó-. No tiene por qué abrirlo ahora, pero si quiere, puede. Si de veras quiere.

Barbara pasó un dedo bajo la solapa. Sacó una cartulina amarilla con ribetes que, al abrirse, se convirtió en un resplandeciente girasol, en cuyo centro se había impreso con todo cuidado el mensaje: ESTÁ USTED INVITADA CORDIALMENTE A LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS DE KHALIDAH HADIYYAH EL VIERNES POR LA NOCHE A LAS SIETE EN PUNTO. ¡HABRÁ MARAVILLOSOS JUEGOS! ¡SE SERVIRÁN DELICIOSOS REFRESCOS!

– Hadiyyah no se habría quedado tranquila si no le hubiera entregado la invitación esta noche -explicó Taymullah Azhar-. Espero que pueda venir, Barbara. Será… -dirigió una cautelosa mirada a la niña- una reunión muy pequeña.

– Cumpliré ocho años -anunció Hadiyyah-. Tendremos helado de fresa y pasteles de chocolate. No hace falta que traiga un regalo. Supongo que recibiré otros. Mamá enviará algo desde Ontario. Eso está en Canadá. Está de vacaciones, pero sabe que es mi cumpleaños y sabe lo que quiero. Se lo dije antes de que se fuera, ¿verdad, papá?

– Ya lo creo. -Azhar rodeó la mano de la niña en la suya-. Y ahora que ya has entregado la invitación a tu amiga, tal vez será mejor que digas buenas noches.

– ¿Vendrá? -preguntó Hadiyyah-. Nos lo pasaremos muy bien. Seguro.

Barbara paseó la mirada entre la niña ansiosa y el padre serio. Se preguntó qué procesión iba por dentro.

– Pasteles de chocolate -dijo la niña-. Helado de fresa.

– Hadiyyah.,

Azhar pronunció el nombre en voz baja.

– Sí, iré -dijo Barbara.

Fue recompensada con una sonrisa. Hadiyyah retrocedió. Tiró de la mano de su padre para llevarle en dirección al piso.

– A las siete en punto -dijo-. No se olvidará, ¿verdad?

– No me olvidaré.

– Gracias, Barbara Havers -dijo Taymullah Azhar.

– Barbara. Solo Barbara.

El hombre asintió. Guió a su hija por el sendero. Hadiyyah se puso a correr, con las trenzas volando a su alrededor como cuerdas retorcidas.

– Cumpleaños, cumpleaños, cumpleaños -canturreó.

Barbara les siguió con la mirada hasta que desaparecieron por la esquina de la casa principal. Cerró la puerta. Miró la invitación en forma de girasol. Meneó la cabeza.

Tres semanas y cuatro días, se dio cuenta, sin una palabra ni una sonrisa. ¿Quién habría pensado que su primera amiga del vecindario sería una niña de ocho años?

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