Después de comer en Musso and Frank’s, un lugar que a McCaleb le encantaba y donde no había estado en dos años, subieron por la colina desde Hollywood hasta el valle de San Fernando. A las dos menos cuarto encontraron el edificio de Deltona Clocks. Por la mañana, antes de salir del puerto, McCaleb había llamado y había averiguado que Mikail Bolotov seguía en el turno de dos a diez.
Deltona Clocks era un gran almacén con una pequeña tienda de exposición y venta al por menor que daba a la calle. Después de que Lockridge aparcara el Taurus en frente de la tienda, McCaleb se agachó para sacar su pistola del maletín de piel que tenía a sus pies. El arma iba en una pistolera de tela que se ajustó al cinturón.
– Eh, ¿qué esperas encontrar ahí dentro? -dijo Lockridge al verlo.
– Nada, es más atrezo que otra cosa.
McCaleb sacó luego los registros de investigación del sheriff, un legajo de un par de centímetros de grueso, y verificó que el informe de la entrevista con Bolotov y su jefe, un hombre identificado como Arnold Toliver, estuviera encima. Estaba preparado. Miró a Lockridge.
– Muy bien, quédate aquí.
Al salir del Taurus cayó en la cuenta de que esta vez Buddy no se había ofrecido a acompañarle. Pensó que quizá debería llevar la pistola más a menudo.
En la tienda no había clientes. Se exponían relojes baratos de casi todos los tamaños. La mayoría tenían un aspecto industrial: era más probable encontrárselos en un aula o en una tienda de recambios de automóvil que en la casa de alguien. Al fondo había un mostrador y atrás, en la pared, una estantería con ocho relojes iguales que mostraban la hora en otras tantas ciudades del mundo entero. Una mujer estaba sentada en una silla plegable detrás del mostrador. McCaleb pensó que el tiempo debía de transcurrir muy despacio para ella sin clientes y con todos esos relojes.
– ¿Puedo ver al señor Toliver? -preguntó McCaleb cuando ella se levantó.
– ¿Arnold o Randy?
– Arnold.
– Voy a llamarlo. ¿De qué empresa es?
– No estoy aquí para comprar relojes. Me ocupo del seguimiento de una investigación del departamento del sheriff del 3 de febrero.
Dejó caer la pila de papeles sobre el mostrador para que ella viera que eran impresos oficiales. Acto seguido levantó las manos y se las puso en las caderas, cuidando de que su chaqueta deportiva se abriera y dejara expuesta la pistola. Se fijó en los ojos de ella cuando la vio. La mujer levantó un teléfono que había sobre el mostrador y marcó tres números.
– Arnie, soy Wendy. Aquí hay un hombre del departamento del sheriff, viene por una investigación o algo así.
McCaleb no la corrigió. No le había mentido ni pensaba mentirle acerca de quién era y para quién trabajaba, pero si ella sacaba conclusiones erróneas tampoco iba a corregirla. Después de permanecer a la escucha durante unos instantes, Wendy miró a McCaleb.
– ¿Qué investigación?
McCaleb señaló el teléfono con la cabeza y estiró el brazo. La joven dudó, pero luego pasó el auricular a McCaleb.
– ¿Señor Toliver? -dijo por teléfono-. Soy Terry McCaleb. Hace un par de meses habló con dos detectives del sheriff llamados Ritenbaugh y Aguilar acerca de un empleado suyo, Mikail Bolotov. ¿Recuerda?
Tras una larga vacilación, Toliver dijo que lo recordaba.
– Bueno, ahora investigo el caso yo. Ritenbaugh y Aguilar están en otros asuntos. Tengo que hacerle algunas preguntas más acerca de este tema. ¿Puedo pasar?
De nuevo una vacilación.
– Bueno…, estamos muy ocupados aquí. Yo…
– Será un momento, señor. Recuerde que se trata de una investigación de asesinato y espero que continúe ayudándonos.
– Bueno, supongo…
– ¿Qué supone?
– Pase. La chica le indicará el camino.
Al cabo de tres minutos McCaleb había recorrido toda la longitud del edificio, pasado varias filas de mesas de ensamblaje y empaquetado y llegado a una oficina situada al fondo, junto a un muelle de carga. Había que subir un corto tramo de escalera para acceder a la oficina. Junto a la puerta, una ventana permitía a Toliver observar las mesas de trabajo, así como los muelles de entrada y expedición de mercancía. Por el camino, McCaleb prestó oído a las conversaciones de los empleados. En tres ocasiones oyó hablar en un idioma que le pareció ruso.
Cuando McCaleb abrió la puerta de la oficina, el hombre que asumió que era Toliver colgó el teléfono y lo saludó. Era un hombre delgado de sesenta y tantos años, de piel morena y curtida y pelo blanco en las sienes. Tenía una funda de plástico en el bolsillo de la camisa llena de bolígrafos diversos.
– Dispongo de poco tiempo -dijo-. He de verificar la carga de un camión.
– Muy bien. -McCaleb miró el informe situado en lo alto de la pila que llevaba-. Hace dos meses les dijo a los detectives Ritenbaugh y Aguilar que Mikail Bolotov estaba trabajando la noche del 22 de enero.
– Eso es. Lo recuerdo. No ha cambiado.
– ¿Está seguro, señor Toliver?
– ¿Qué quiere decir si estoy seguro? Sí, estoy seguro. Lo comprobé para esos dos tipos. Estaba en los registros y les mostré la tarjeta de fichar.
– ¿Me está diciendo que se basa en lo que vio en los registros de pago o que realmente vio a Bolotov trabajando esa noche?
– Estaba aquí. Lo recordaba. Mikail no falta nunca.
– Y recuerda que trabajó hasta las diez.
– La tarjeta mostraba que…
– No estoy hablándole de la tarjeta, le estoy preguntando si recuerda si se quedó hasta las diez.
Toliver no contestó. McCaleb miró por la ventana a la fila de mesas de trabajo.
– Tiene a mucha gente trabajando para usted, señor Toliver. ¿Cuántos hacen el turno de dos a diez?
– Ochenta y ocho ahora mismo.
– ¿Y entonces?
– Más o menos los mismos. ¿Cuál es la cuestión?
– La cuestión es que proporcionó a ese hombre una coartada basada en la tarjeta de fichar. ¿Cree que es posible que Bolotov saliera antes sin que nadie le viera y que luego un amigo fichara por él?
Toliver no contestó.
– Olvidémonos de Bolotov un momento, ¿ha tenido antes ese problema? Ya sabe, que alguien marque por otro.
– Llevamos en el negocio dieciséis años. Claro que ha ocurrido.
– De acuerdo. Ahora, ¿pudo pasar con Bolotov? ¿O se queda usted a la hora del cierre cada noche y se fija en que nadie marque dos tarjetas?
– Cualquier cosa es posible. No nos plantamos ante el reloj. La mayoría de las noches cierra mi hijo. Yo ya estoy en casa. Él cuida el negocio.
McCaleb aguantó la respiración un momento y sintió crecer la excitación que había estado conteniendo. En un tribunal, la respuesta de Toliver bastaría para desmontar la coartada de Bolotov.
– Su hijo es ese Randy.
– Sí, Randy.
– ¿Puedo hablar con él?
– Está en México. Tenemos otra planta en Mexicali. Pasa una semana al mes allí. Volverá la semana que viene.
– Quizá podríamos llamarle.
– Puedo intentarlo, pero probablemente está fuera, en la planta. A eso va. Para asegurarse de que la máquina sigue en marcha. Además, ¿cómo va a acordarse de una noche de hace tres meses? Hacemos relojes, detective. Cada noche hacemos los mismos relojes. Cada día los transportamos. Una noche no es distinta de otra.
McCaleb volvió la cabeza para mirar de nuevo por la ventana. Advirtió que muchos trabajadores abandonaban sus puestos y eran reemplazados por otros. Observó el cambio de turno hasta que localizó al hombre que creía que era Bolotov. No había foto en los informes, y sólo una somera descripción, pero el hombre que McCaleb estaba mirando llevaba una camiseta negra con las mangas ceñidas a unos brazos musculosos y tatuados. Los tatuajes eran todos de un solo color: azul prisión. Tenía que ser Bolotov.
– Es él, ¿verdad?
Señaló con la cabeza al hombre que acababa de sentarse a la mesa de trabajo. A McCaleb le pareció que el trabajo de Bolotov consistía en poner los relojes en un estuche de plástico y luego apilarlos en un carro de cuatro ruedas.
– ¿Cuál? -Toliver se había acercado a la ventana, junto a McCaleb.
– El de los tatuajes.
– Sí.
McCaleb asintió y pensó durante un momento.
– ¿Le dijo a Ritenbaugh y Aguilar que la coartada se basaba en lo que vio en los registros de pago y en las tarjetas de fichar y no en lo que usted o su hijo vieron realmente esa noche?
– Sí, se lo dije, y a ellos les pareció bien. Se marcharon y eso fue todo. Y ahora viene usted con todas estas preguntas. ¿Por qué no se ponen de acuerdo? Hubiera sido mucho más fácil que mi hijo se acordara al cabo de dos o tres semanas que no después de tres meses.
McCaleb mantuvo silencio mientras pensaba en Ritenbaugh y Aguilar. Probablemente tenían una lista de veinticinco nombres para cubrir en la semana en que fueron asignados al caso. Había sido un trabajo descuidado, pero entendía cómo había ocurrido.
– Mire, tengo que bajar al muelle -dijo Toliver-. ¿Quiere esperar hasta que vuelva?
– ¿Sabe qué, por qué no le dice a Bolotov que suba? Necesito hablar con él.
– ¿Aquí?
– Si no le importa, señor Toliver. Estoy seguro de que desea ayudarnos y continuar con su cooperación, ¿no es así? -Miró a Toliver como último refuerzo de su amenaza no verbalizada.
– Como quiera -dijo Toliver mientras levantaba las manos en un gesto de enfado y se dirigía a la puerta-. Pero no se pase todo el día.
– Ah, señor Toliver.
Toliver se detuvo ante la puerta y se volvió para mirar a McCaleb.
– He oído que se habla mucho en ruso allí abajo. ¿De dónde saca a los rusos?
– Son buenos trabajadores y no se quejan. Y tampoco les importa cobrar una miseria. Cuando necesitamos personal ponemos un anuncio en el periódico ruso local.
Salió, dejando la puerta abierta tras de sí. McCaleb colocó las dos sillas una a cada lado del escritorio, a un metro y medio de distancia la una de la otra. Se sentó a esperar en la más próxima a la puerta. Pensó con rapidez en cómo manejar la entrevista y decidió enfrentar a Bolotov de entrada. Quería provocar una respuesta, obtener algún tipo de reacción que le permitiera registrar las sensaciones que el ruso le suscitaba.
Sintió su presencia en el despacho y se volvió hacia la puerta. El hombre que había tomado por Bolotov estaba allí: metro ochenta, pelo negro, tez pálida. No obstante, sus brazos musculosos y tatuados -una serpiente enroscada en un brazo, unas telarañas en el otro- atraían toda la atención. McCaleb le señaló la silla vacía.
– Siéntate.
Bolotov se acercó a la silla y se sentó sin dudarlo. McCaleb vio que al parecer la telaraña continuaba bajo la camisa, y luego surgía a ambos lados del cuello. Tenía una araña negra justo detrás de la oreja izquierda.
– ¿Qué es esto?
– Lo mismo que antes, Bolotov. Me llamo McCaleb. Háblame de la noche del 22 de enero.
– Ya se lo dije a los otros antes. Trabajé aquí esa noche. No es a mí a quien busca.
– Eso dices, pero ahora las cosas han cambiado. Sabemos cosas que antes no sabíamos.
– ¿Qué cosas?
McCaleb se levantó y cerró la puerta; luego volvió a sentarse. Se trataba sólo de una pequeña actuación para subrayar su control. Algo para mantener ocupada la cabeza de Bolotov.
– ¿Qué cosas? -preguntó de nuevo.
– Como el robo de la casa de Mason, a unas pocas manzanas de aquí. La del árbol de Navidad con regalos, ¿te acuerdas? De ahí sacaste el arma, ¿verdad, Bolotov?
– No, estoy limpio.
– Tonterías. Tú entraste en la casa y te llevaste esa bonita pistola. La usaste en Lancaster y luego otra vez aquí a la vuelta, en la tienda. Eres un asesino Bolotov. Un asesino.
El ruso estaba sentado tranquilo, pero McCaleb se fijó en que tensaba los bíceps y el dibujo de su brazo se definía mejor. Continuó presionando.
– ¿Qué me dices del 7 de febrero? ¿También tienes una coartada para esa noche?
– No sé nada de esa noche. Tengo que…
– Fuiste al Sherman Market y asesinaste a dos personas esa noche. Deberías saberlo.
Bolotov se levantó de repente.
– ¿Quién es usted? No es policía.
McCaleb se limitó a mirarlo, sin levantarse, tratando de ocultar su sorpresa.
– Los policías van en parejas. ¿Quién es usted?
– Yo soy el que va a acabar contigo. Tú lo hiciste, Bolotov, y voy a probarlo.
– ¿Qué…?
Se produjo una insistente llamada a la puerta y McCaleb se volvió a mirar. Fue un pequeño error, pero Bolotov no necesitaba más. McCaleb lo vio venir con el rabillo del ojo, y de manera instintiva levantó los brazos para protegerse el pecho. No fue lo bastante rápido. El impacto del peso del ruso lo hizo caer hacia atrás, todavía sentado en la silla.
Bolotov lo tenía en el suelo mientras Toliver, o quienquiera que estuviese fuera, continuaba golpeando la puerta furiosamente. El ruso, más grande y más fuerte, mantenía a McCaleb tumbado, al tiempo que le revisaba los bolsillos. Su mano dio con la pistola, la arrancó del cinturón y la lanzó al otro lado del despacho. Por fin encontró la billetera de McCaleb en el bolsillo interior de la cazadora. Rasgó el bolsillo, sacó la billetera y la abrió.
– No hay placa. No es policía.
Se fijó en el nombre del carnet de conducir, guardado tras un plástico en la billetera.
– Terrell McCaleb.
Bolotov leyó entonces la dirección. McCaleb se sintió aliviado de que en realidad fueran las señas de la oficina del capitán de puerto, donde tenía una casilla postal.
– Quizá pase a visitarle un día de estos.
McCaleb no contestó ni se movió. Sabía que no tenía ninguna oportunidad de vencer al ruso. Mientras consideraba su complicada situación, Bolotov dejó caer la billetera en el pecho de McCaleb y se levantó de un salto. Arrancó la silla de debajo de las caderas de McCaleb y la alzó por encima de su cabeza. McCaleb levantó las manos para protegerse la cara y la cabeza, dándose cuenta en ese preciso instante de que estaba dejando desprotegido el pecho.
Oyó un ruido de cristales rotos y miró entre sus brazos para ver pasar la silla por la ventana rota del despacho. Bolotov la siguió, colándose sin dificultad por el agujero y aterrizando en la planta de ensamblaje. Un instante después ya se había esfumado.
McCaleb rodó hacia un lado, plegando los brazos en torno al pecho y levantando las rodillas. Puso la palma de la mano sobre el corazón tratando de sentir los latidos. Respiró hondo dos veces y, muy despacio, se arrodilló y se levantó. Los golpes en la puerta continuaban, esta vez acompañados de las desesperadas peticiones de Toliver de que abrieran.
McCaleb se estiró hacia la puerta y sintió vértigo. Era como deslizarse cuatro metros hacia abajo en el valle de una ola. Toliver entró en el despacho y empezó a gritarle, pero McCaleb no entendió sus palabras. Puso las palmas de las manos en el suelo y cerró los ojos, tratando de calmarse.
– ¡Mierda! -fue lo único que consiguió decir.
Buddy Lockridge saltó del Taurus al ver que se aproximaba McCaleb. Pasó por delante del coche y se acercó a él.
– Dios mío, ¿qué ha pasado?
– Nada. Cometí un error, eso es todo.
– Tienes un aspecto horrible.
– Ya estoy bien. Vamos.
Lockridge le abrió la puerta y fue a ocupar el asiento del conductor.
– ¿Estás seguro de que estás bien?
– Venga, vámonos.
– ¿Adónde?
– A buscar un teléfono.
– Hay uno aquí mismo.
Señaló el restaurante Jack in the Box, en la puerta de al lado. Había un público en la pared, junto a una de las entradas. McCaleb salió y, muy despacio, se acercó al teléfono. Mantenía la vista cuidadosamente puesta en el asfalto, temeroso de resbalar de nuevo hacia el vértigo.
Llamó al número directo de Jaye Winston con la idea de dejar un mensaje, pero ella contestó de inmediato.
– Soy Terry, creí que tenías juicio hoy.
– Lo tengo, pero ahora hay una pausa para comer. Tengo que volver a las dos. Iba a llamarte.
– ¿Para qué?
– Porque vamos a hacerlo.
– ¿Hacer qué?
– Hipnotizar a Noone. El capitán ha dado el visto bueno y yo he llamado al señor Noone. No ha puesto ninguna objeción. Ha pedido que lo hagamos esta noche porque se va de la ciudad, a Las Vegas, creo. Vendrá a las seis. Podrás estar a esa hora, ¿no?
– Allí estaré.
– Perfecto. ¿Para qué llamabas?
McCaleb vaciló. Lo que iba a decirle podría cambiar los planes, pero sabía que no podía esperar.
– ¿Puedes conseguir una foto de Bolotov para esta tarde?
– Ya tengo una. ¿Quieres enseñársela a Noone?
– Sí. Acabo de hacerle una visita y no ha reaccionado muy bien.
– ¿Qué ha pasado?
– Antes de que pudiera hacerle tres preguntas, me saltó encima y escapó.
– ¿Estás de broma?
– Ojalá.
– ¿Y qué hay de su coartada?
– Es tan sólida como un helado.
McCaleb le resumió su entrevista con Toliver y luego con Bolotov. Le dijo a Winston que debería poner una orden de busca y captura de Bolotov.
– ¿Por qué, Toliver o tú habéis presentado denuncia?
– Yo no, pero Toliver dijo que iba a denunciarlo por lo de la ventana.
– Muy bien. Pondré una orden. ¿Estás bien? Pareces aturdido.
– Estoy bien. ¿Va a cambiar esto las cosas o seguimos adelante con lo de esta tarde?
– Por lo que a mí respecta, seguimos adelante.
– Muy bien. Nos vemos entonces.
– Mira, Terry, no lo apuestes todo a Bolotov, ¿vale?
– Creo que puede ser el asesino.
– No sé, Lancaster está muy lejos de donde vive Bolotov. No olvides que ese tipo es un convicto. Que haya actuado así no significa que esté implicado, porque si no ha hecho esto habrá hecho otra cosa.
– Quizá. Pero sigo creyendo que puede ser él.
– Bueno, tal vez Noone nos alegre el día y lo señale a él entre un grupo de seis.
– Ahora te escucho.
Después de colgar, McCaleb volvió al Taurus sin dificultades. Ya en el coche, sacó del maletín el neceser que siempre llevaba consigo y lo puso en el suelo. Contenía la medicación de un día y una docena de Term-Strips, termómetros de un solo uso. Sacó el papel protector de una de las tiras y se la puso en la boca. Mientras aguardaba, le hizo una señal a Lockridge para que arrancara y, en cuanto el motor se puso en marcha, conectó el aire acondicionado.
– ¿Quieres aire? -preguntó Lockridge.
McCaleb asintió y Buddy aumentó la potencia del ventilador.
Transcurridos tres minutos, McCaleb se sacó la tira de la boca. Sintió una punzada de miedo al ver que la fina línea roja sobrepasaba la marca de los 37,7 ºC.
– Vamos a casa.
– ¿Estás seguro?
– Sí, al puerto.
Lockridge puso rumbo al sur por la autopista 101, y McCaleb movió las salidas de aire para que el frío le fuera directamente a la cara. Abrió otro Term-Strip y se lo puso bajo la lengua. Sintonizó la emisora KFWB y trató de calmarse mirando hacia la calle. Dos minutos después le había bajado la temperatura, pero seguía teniendo unas décimas. Su miedo empezó a disiparse y sintió que el nudo que se le había hecho en la garganta también se deshacía. Golpeó el salpicadero con las manos abiertas y se convenció a sí mismo de que se trataba de una anomalía momentánea. Había estado bien hasta entonces, y la única razón de su fiebre era que se había acalorado en su disputa con Bolotov.
Decidió volver al barco, tomar una aspirina y disfrutar de una siesta reparadora antes de prepararse para la sesión vespertina con James Noone. La alternativa era llamar a Bonnie Fox. Y ya conocía las consecuencias: varios días en observación en la cama de un hospital y que le sometieran a pruebas diversas. Fox era tan concienzuda en su trabajo como a McCaleb le gustaba pensar que lo era él en el suyo. No dudaría en ingresarlo y él perdería al menos una semana en una cama del Cedars. Sin duda desperdiciaría su oportunidad con Noone y también malograría el impulso, que era lo único que tenía a su favor en la investigación.