Tuvo sueños oscuros. La oscuridad fluía como la sangre en el agua; imágenes periféricas pasaban como flechas y no alcanzaba a captarlas hasta que ya habían desaparecido.
Algún tipo de alarma interior lo despertó tres veces durante la noche. Al incorporarse tan deprisa tuvo una sensación de vértigo. Esperó y aguzó el oído, pero no había nada salvo el sonido del viento que soplaba contra las decenas de mástiles del puerto deportivo. Se levantaba y miraba por el barco y hacia el puerto en busca de Bolotov, aunque no creía probable que el ruso se presentara. Entonces iba al baño y revisaba las constantes vitales. Estaba todo en orden y volvía a las aguas oscuras del mismo sueño indescifrable.
A las nueve en punto del viernes por la mañana el teléfono lo despertó. Era Jaye Winston.
– ¿Estás levantado?
– Sí, es que me cuesta ponerme en marcha hoy. ¿Qué pasa?
– Acabo de hablar con Arrango y me ha contado algo que realmente me preocupa.
– ¿Ah sí? ¿De qué se trata?
– Me dijo de quién era tu corazón.
McCaleb se frotó la cara: había olvidado que se lo había dicho a Arrango.
– ¿Por qué te preocupa, Jaye?
– Porque creía que me lo habías contado todo. No me gustan los secretos, Terry. Ese gilipollas me llama y me hace sentir a mí como una gilipollas porque soy la última en enterarse.
– ¿Cuál es la diferencia entre que lo sepas o no?
– Es algo así como un conflicto de intereses, ¿no?
– No, no es un conflicto. Si me lo preguntas, es una ventaja. Hace que quiera detener a ese tipo más incluso que vosotros. ¿Hay algo más que te preocupe? ¿Se trata de Noone?
– No, no es eso. Ya te dije ayer, que yo quería hacerlo. El capitán me lo ha echado en cara hoy, pero sigo creyendo que había que hacerlo.
– Bueno, yo también.
Se produjo un tenso silencio a continuación. McCaleb aún pensaba que ella quería decirle algo más y la esperó.
– Mira, no vayas por libre en esto, ¿de acuerdo? -dijo Winston.
– ¿Qué quieres decir?
– No estoy segura. Es sólo que no conozco tus planes, y no quiero tener que preocuparme por lo que vas a hacer a causa de tu «ventaja», como tú la llamas.
– Entiendo. Ni siquiera hay que discutirlo, Jaye. Como he dicho siempre, si tengo algo os lo diré a vosotros. Ése sigue siendo el plan.
– Muy bien.
– De acuerdo.
Ya estaba colgando el teléfono cuando oyó de nuevo la voz de Winston.
– Por cierto, hemos mandado la bala a tu amigo hoy. La recibirá mañana si trabaja el sábado, sino el lunes.
– Bien.
– Me lo harás saber si consigues algo, ¿no?
– Primero te lo dirá a ti. Tú mandas el paquete.
– ¿A quién quieres engañar, Terry? Es tu hombre, va a llamarte a ti. Espero que luego no tarde en llamarme a mí.
– Me aseguraré de que lo haga.
Otra vez estaba colgando cuando la oyó.
– ¿Qué vas a hacer hoy?
McCaleb no había pensado en ello seriamente.
– Bueno…, no lo sé. No sé muy bien por dónde seguir. Me gustaría volver a interrogar a los testigos del caso Gloria Torres, pero Arrango casi me amenazó para que no me acercara.
– Entonces, ¿qué?
– No lo sé. Estaba pensando en quedarme en el barco hoy, quizá volver a mirar las cintas y los expedientes, para ver si surge algo. Fui demasiado deprisa la primera vez.
– Bueno, parece un día aburrido. Casi tan malo como el mío.
– ¿Juicio otra vez?
– Ojalá. Los viernes hay receso. Eso quiere decir que voy a pasarme el día con el papeleo. Poniéndome al día. Y será mejor que empiece. Ya nos veremos, Terry. Recuerda lo que dijiste. Me llamas a mí primero con las noticias.
– Claro.
Ella colgó por fin y McCaleb se volvió a acostar, sosteniendo el teléfono sobre el estómago. Al cabo de unos minutos tratando de recordar los sueños de la noche, levantó el teléfono y llamó a información para pedir el número de urgencias del Holy Cross.
Llamó y aguardó un minuto hasta que ella atendió. Su voz era entrecortada y urgente. Obviamente, la había llamado en un mal momento. Estuvo a punto de colgar, pero supuso que ella se habría imaginado que era él.
– ¿Hola?
– Lo siento. Debo de haberla pillado en medio de algo.
– ¿Quién es?
– Soy Terry.
– Ah, Terry, hola. No, no es un mal momento. Es sólo que pensaba que podía tratarse de algo de Raymond. Nadie me llama aquí.
– Entonces, siento haberla alarmado.
– No pasa nada. ¿Está enfermo? No suena como siempre. Ni siquiera le he reconocido la voz. -Soltó una risa forzada.
Él pensó que se sentía avergonzada por no haberle conocido.
– Estoy tumbado boca arriba -dijo-. ¿No lo ha hecho nunca cuando llama para decir que está enferma? ¿Sabe? Hace parecer que está enferma de verdad.
Esta vez la risa de ella era franca.
– No, nunca lo he probado. Lo recordaré.
– Claro, es un buen truco. Puede usarlo.
– Y entonces, ¿qué sucede? ¿Cómo van las cosas?
– Bueno, el caso no va muy bien. Creía que teníamos algo ayer, pero llegamos a un callejón sin salida. Voy a volver a repensarlo todo hoy.
– Bueno.
– Llamaba porque estaba preguntándome por mañana. Ya sabe, si había pensado lo de traer a Raymond para ir a las rocas.
– ¿A las rocas?
– Al espigón. Es un buen sitio para pescar. Voy casi todas las mañanas y siempre hay gente con cañas.
– Bueno, Raymond no ha parado de hablar de eso desde que nos fuimos la otra noche. Así que contaba con ir. Siempre que siga yéndole bien a usted.
McCaleb dudó; pensaba en Bolotov y se preguntaba si constituía una amenaza real. Pero quería ver a Graciela y al niño. Sentía la necesidad de verlos.
– Creo que será mejor que lo dejemos para otro día -propuso ella entonces.
– No -dijo él, el espectro de Bolotov desapareció de su mente-. Sólo estaba pensando. Quiero que vengan. Será divertido. Y puedo preparar la cena que tenía que haber cocinado la otra noche.
– Entonces, muy bien.
– Y pueden quedarse a dormir. Hay mucho sitio. Dos camarotes, y la mesa del salón se transforma en una tercera cama.
– Bueno, ya veremos. Quiero mantener algunas constantes en la vida de Raymond, como su cama.
– Entiendo.
Siguieron hablando de los preparativos un poco más y ella aceptó ir al puerto la mañana siguiente. Después de colgar, McCaleb continuó en la cama con el teléfono sobre el abdomen. Pensaba en Graciela. Le gustaba estar con ella y la perspectiva de pasar el sábado juntos le arrancó una sonrisa. Entonces el pensamiento de Bolotov se coló de nuevo. McCaleb consideró cuidadosamente la situación y decidió que Bolotov no constituía un peligro. Las amenazas rara vez se cumplen. Y aunque Bolotov quisiera cumplirla, no le resultaría fácil encontrar el Following Sea. Además, el ruso ya no era sospechoso.
Estos pensamientos le llevaron a la siguiente pregunta: si no era culpable, ¿por qué había huido? McCaleb consideró la explicación de Winston del día anterior. Bolotov no era el asesino, pero probablemente era culpable de algo y por eso huyó.
McCaleb aparcó la cuestión, y se levantó de la cama.
Después de tomarse una taza de café, McCaleb bajó a la oficina a buscar todos los informes y las cintas y regresó al salón. Entonces abrió la puerta corredera para ventilar el barco, se volvió a sentar y empezó a ver de nuevo, metódicamente, todos los vídeos relacionados con el caso.
Veinte minutos más tarde estaba mirando el asesinato de Gloria Torres por tercera vez consecutiva cuando oyó detrás de él la voz de Lockridge.
– ¿Qué demonios es eso?
McCaleb se volvió y vio a Lockridge de pie en la puerta abierta del salón. No había notado que subía a bordo. Cogió el mando a distancia y apagó la televisión.
– Es un vídeo. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Presentarme al trabajo.
McCaleb lo miró sin comprender.
– Ayer me dijiste que me necesitarías esta mañana.
– Ah, sí. Bueno, no creo que… Voy a trabajar aquí hoy. ¿Estarás por aquí más tarde por si me sale algo?
– Probablemente.
– Vale, gracias.
McCaleb esperó a que se fuera, pero Lockridge se quedó allí plantado.
– ¿Qué?
– ¿Es en eso en lo que estás trabajando? -preguntó Lockridge señalando la pantalla.
– Sí, Buddy. Pero no puedo hablarlo contigo. Es un asunto privado.
– Muy bien.
– Entonces, ¿qué más?
– Ah, bueno, ¿cuándo es el día de cobro?
– ¿El día de cobro? ¿De qué estás hablando…? Ah, te refieres a ti. Cuando quieras. ¿Necesitas dinero?
– No me vendría mal disponer de algo hoy.
McCaleb fue a la cocina, porque había dejado su billetera y las llaves en la encimera. Mientras abría la billetera calculó que sólo había usado a Buddy durante ocho horas como máximo. Sacó seis billetes de veinte y se los entregó. Buddy formó un abanico con los billetes y dijo que era demasiado.
– Una parte es para gasolina -explicó McCaleb-. Y lo que sobra es por estar por aquí disponible. ¿Está bien?
– Muy bien, gracias Terror.
McCaleb sonrió. Lockridge lo había llamado así desde la noche en que se conocieron y McCaleb se puso hecho un basilisco por el asunto de la armónica.
Lockridge finalmente se fue y McCaleb volvió a poner manos a la obra. Nada le llamó la atención mientras miraba los vídeos, de manera que regresó a los papeles. En esta segunda lectura el tiempo no constituía un factor determinante y trató de absorber hasta el último pequeño detalle de cada página.
Empezó hacia atrás, por el caso Kang-Torres. En su repaso de los informes y los resúmenes de la investigación, no encontró nada -al margen del conflicto en la cronología que había elaborado previamente- que le pareciera fuera de lugar o que requiriera una investigación ulterior. A pesar de su desdén por la personalidad de Arrango y la autocomplacencia de Walters, no encontró nada equivocado o que se les hubiera escapado.
Al final, llegó a la autopsia y a las fotocopias de las fotos granuladas del cadáver de Gloria Torres. No lo había visto antes por una buena razón: siempre recordaba a las víctimas por las fotos de la autopsia. Las veía muertas, no vivas. Veía lo que les habían hecho. Durante la primera revisión del expediente, había decidido que podía saltarse las fotos de Gloria. No era lo que quería o necesitaba conocer de ella.
Pero en ese momento, en busca de cualquier cosa, examinó las instantáneas. La mala calidad de las fotocopias desdibujaba los detalles y amortiguaba el impacto. Las pasó deprisa y luego volvió a la primera. Era del cadáver desnudo de Gloria en la mesa de autopsias, antes de que se realizara ésta. Una larga incisión hecha por el cirujano que le extrajo los órganos, corría entre los pechos hasta más abajo del esternón. McCaleb sostuvo la foto con las dos manos y miró su cuerpo violado durante un largo rato, sintiendo una mezcla de tristeza y culpa.
El timbrazo del teléfono le sobresaltó. Levantó el auricular antes de que sonara de nuevo.
– ¿Sí?
– Terry, soy la doctora Fox.
McCaleb, inexplicablemente, puso la foto boca abajo sobre la mesa.
– ¿Estás ahí?
– Sí, hola, ¿cómo estás?
– Yo bien, ¿y tú?
– Yo también, doctora.
– ¿Qué estás haciendo?
– ¿Hacer? Sólo estoy sentado aquí.
– Terry, ya sabes a qué me refiero. ¿Qué has decidido respecto a la petición de esa mujer? La hermana.
– Yo, eh… -Volvió a poner la foto boca arriba y la miró-. He decidido que tengo que hacerlo.
Ella no dijo nada, pero McCaleb se la imaginó en su despacho, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza.
– Lo siento -agregó él.
– Yo también lo siento -dijo ella-. Terry, creo que no entiendes los riesgos que corres.
– Yo creo que sí, doctora. De todos modos, me temo que no tengo elección.
– Me parece que yo tampoco.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no creo que pueda continuar siendo tu médico si es eso lo que vas a hacer. Obviamente no valoras mi consejo ni sientes que tengas que seguir mis instrucciones. Estás eligiendo esta persecución antes que tu salud. Yo no voy a dar mi aprobación.
– ¿Me estás echando, doctora? -Se rió con inquietud.
– No es un chiste. Quizás ése es tu problema, te crees invencible.
– No, no me siento invencible.
– Bueno, entonces tus palabras no se corresponden con tus acciones. El lunes pediré a uno de mis ayudantes que reúna tu historial clínico y te dé los nombres de dos o tres cardiólogos a los que puedo derivarte.
McCaleb cerró los ojos.
– Mira, doctora, yo… yo no sé qué decir. Hemos estado mucho tiempo juntos. ¿No sientes la obligación de seguir?
– Esa obligación es de doble sentido. Si no tengo noticias tuyas el lunes, tendré que asumir que vas a continuar con esa investigación. Tendré tu historial aquí preparado. -Colgó.
McCaleb se quedó sentado. Con el teléfono todavía en la oreja empezó a oír el tono intermitente.
McCaleb se levantó y fue a dar un paseo. Desde el puente de mando observó el puerto y el aparcamiento. No vio señal alguna de Buddy Lockridge ni de nadie más. El aire estaba calmo. Se inclinó sobre la popa y miró el agua, demasiado oscura para distinguir el fondo. Escupió en el agua y de este modo alejó los recelos sobre la sentencia de Fox. Decidió que no se dejaría influir.
La foto seguía esperándole en la mesa. La levantó una vez más y la examinó. Esta vez su mirada recorrió el cuerpo hasta el rostro.
Había algún tipo de oscuro bálsamo en los ojos y entonces recordó que probablemente éstos también habían sido extraídos junto con los órganos internos.
Se fijó en las tres pequeñas perforaciones del lóbulo izquierdo. En el derecho sólo había una.
Estaba a punto de apartar la foto cuando se dio cuenta de que antes había leído la lista de pertenencias de la víctima que el hospital había entregado a la policía.
Curioso por asegurarse de que todos los detalles coincidían, volvió a la pila de papeles y extrajo el informe de pertenencias. Su dedo bajó por la lista de prendas de ropa hasta que llegó al apartado de joyería.
JOYERÍA
1. Reloj Timex
2. Tres pendientes (2 lunas crecientes, un aro de plata)
3. Dos anillos (gema, plata)
Pensó en esto durante un buen rato, recordando que en el vídeo del asesinato quedaba claro que Gloria Torres llevaba un total de cuatro pendientes. El aro, la luna creciente y la cruz que colgaba de su oreja izquierda. En la oreja derecha sólo llevaba una luna creciente. En el listado sólo se mencionaban tres pendientes. Tampoco concordaba con los agujeros claramente visibles en las orejas de Gloria en la foto de la prueba.
Se sentó frente a la televisión, pensando en volver a ver la cinta, pero se detuvo. Estaba seguro de que no se había imaginado la cruz. Y no tenía explicación.
Un cabo suelto. Tamborileó el listado de pertenencias, tratando de pensar si el detalle era importante o no. ¿Qué había ocurrido con la cruz? ¿Por qué no estaba en la lista?
Consultó el reloj y vio que pasaban diez minutos de las doce. Graciela estaría comiendo. Llamó al hospital y solicitó que le pasaran con la cafetería principal. Cuando contestó una mujer, le pidió que fuera a buscar a la enfermera que estaba sentada en la mesa junto a una de las ventanas y le diera un mensaje. Ante la vacilación de su interlocutora, McCaleb le describió a Graciela y le dijo su nombre. Por fin ella le preguntó de mala gana qué cuál era el mensaje.
– Sólo dígale que llame al doctor McCaleb en cuanto pueda.
Cinco minutos más tarde recibió la llamada de respuesta.
– ¿Doctor McCaleb?
– Lo siento, tuve que hacerlo para asegurarme de que le pasaban el mensaje.
– ¿Qué ocurre?
– Bueno, estoy repasando otra vez los expedientes del caso y tengo aquí un cabo suelto. El listado de pertenencias dice que su hermana llevaba dos lunas crecientes y un aro al ingresar en el hospital.
– Sí, tuvieron que quitárselos para el TAC. Querían ver la trayectoria de la bala.
– Vale, ¿y qué ocurre con la cruz que llevaba en la oreja izquierda? En la lista de pertenencias no pone nada de…
– No la llevaba esa noche. Siempre me pareció extraño, como si hubiera tenido mala suerte, porque era su pendiente favorito. Y solía llevarlo todos los días.
– Como un toque personal -dijo McCaleb-. ¿Qué quiere decir con que no lo llevaba esa noche?
– Bueno, cuando la policía me dio sus cosas (ya sabe, el reloj, los anillos y los pendientes) no estaba. No lo llevaba.
– ¿Está segura? En el vídeo lo lleva.
– ¿Qué vídeo?
– El de la tienda.
Ella guardó silencio durante unos instantes.
– No, eso no puede ser. Lo encontré en su joyero. Se lo di a la funeraria para que pudieran, ya sabe, ponérselo cuando la enterraran.
Esta vez fue McCaleb el que se quedó en silencio hasta que encontró una explicación.
– ¿No tendría dos iguales? No sé mucho de cruces, pero ¿no venden los pendientes por pares?
– Sí, tiene razón, no lo había pensado.
– ¿O sea que el que usted encontró era el segundo? -Sintió un hormigueo que reconoció de inmediato, aunque no lo había experimentado en mucho tiempo.
– Supongo -dijo Graciela-. Entonces, si llevaba puesto uno en la tienda, ¿qué pasó con él?
– Eso es lo que quiero averiguar.
– Pero, de todos modos, ¿qué importancia tiene?
McCaleb guardó silencio durante unos segundos, pensando en cómo responder. Decidió que lo que pasaba por su cabeza en ese momento era demasiado especulativo para compartirlo con ella.
– Sólo es un cabo suelto que debería atarse. Déjeme que le pregunte algo, ¿era de esa clase de pendientes que sólo se cuelgan o tenía un cierre? ¿Sabe a que me refiero? Eso no se aprecia en el vídeo.
– Sí. Hum, yo creo que era como un gancho que luego se cerraba una vez puesto. No creo que se le hubiera caído.
Mientras hablaba, McCaleb buscaba en la pila el informe de la ambulancia.
Bajó pasando el dedo por encima de la hoja hasta que se encontró con el número de patrulla y los nombres de los dos profesionales que habían asistido y transportado a Gloria.
– Bueno, sólo era eso -dijo-. ¿Sigue en pie lo de mañana?
– Claro. Ah, Terry.
– ¿Qué?
– ¿Vio el vídeo de la tienda? ¿Todo entero? Vio cómo…
– Sí -dijo con voz pausada-. Tenía que hacerlo.
– ¿Estaba…? ¿Estaba asustada?
– No, Graciela. Fue muy rápido. No lo vio venir.
– Supongo que eso es bueno.
– Eso creo… ¿Oiga, va a estar bien?
– Estoy bien.
– De acuerdo, entonces hasta mañana.
El personal de ambulancia que había transportado a Gloria salió de la comisaría de bomberos 76. McCaleb llamó, pero el equipo que había trabajado la noche del 22 de enero estaba fuera de servicio hasta el domingo. Sin embargo, el capitán de la comisaría le dijo que según la normativa del departamento relativa al transporte sanitario de heridos en crímenes, cualquier pertenencia que quedara en una camilla o hubiera sido encontrada en una ambulancia habría sido entregada a la policía. Esto significaba que si esto había ocurrido tras el traslado de Gloria Torres, existiría un informe de recepción de pertenencias en el expediente policial. No lo había. Seguía faltando una explicación de lo ocurrido con la cruz.
La ironía que McCaleb llevaba en su interior, junto con un corazón extraño, era la secreta convicción de que al salvarle a él habían salvado a la persona equivocada. Tendría que haberle tocado a algún otro. En los días y semanas transcurridos antes de que recibiera el corazón de Glory, se había preparado para el final. Lo había aceptado como algo inevitable. Estaba muy lejos de creer en Dios; los horrores que había visto y documentado habían minado poco a poco sus reservas de fe, hasta que lo único absoluto en lo que creía era que los actos de maldad de los hombres no conocían límites. Y en esos días aparentemente postreros, mientras su corazón se debilitaba y marcaba sus últimas cadencias, no se aferró desesperadamente a su fe perdida como escudo o medio para aliviar el miedo a lo desconocido. En lugar de eso, estaba aceptando el final de su propia sinrazón. Estaba preparado.
Era fácil. Cuando había trabajado en el FBI, lo conducía y lo consumía una misión, una vocación. Y cuando la acometía y tenía éxito, sabía que estaba marcando una diferencia. Estaba salvando muchas vidas de un final horrible, y lo hacía mejor que ningún cirujano cardíaco. Se enfrentaba a las peores formas de maldad, los cánceres más malignos, y la batalla, aunque siempre desgastante y dolorosa, daba sentido a su vida.
Todo eso se esfumó en el momento en que su corazón dijo basta y él cayó al suelo de la oficina de campo, convencido de que acababa de recibir una puñalada en el pecho. Seguía sin haber recuperado esa motivación dos años después, cuando sonó el busca y le dijeron que había un corazón esperándole. Tenía un corazón nuevo, pero no sentía que viviera una vida nueva. Era un hombre en un barco que nunca salía de puerto. No importaban las citas de manual acerca de segundas oportunidades que había empleado con una periodista. Esa existencia no le bastaba a McCaleb. Esa era la lucha en la que se debatía cuando Graciela Rivers había subido desde el muelle y entrado en su vida.
La búsqueda que ella le había propuesto había constituido una manera de esquivar su propia lucha interior. Pero de repente las cosas habían cambiado. El pendiente que faltaba había hecho rebullir en él algo aletargado. Su larga experiencia le había dado un verdadero conocimiento e instintos sobre el mal. Conocía las señales.
Y estaba percibiendo una de ellas.