35

Lockridge dejó a McCaleb en Cabrillo Way, a más de medio kilómetro del puerto. Terry caminó el resto del trayecto, manteniéndose en las sombras que proyectaban las pequeñas tiendas alineadas en el bulevar. El plan era que Buddy dejase las llaves en el Taurus y luego caminase hasta su barco, como si todo en su vida fuera rutinario y normal. Si veía algo inusual, alguien merodeando por el puerto que no conociera, tenía que encender la luz del mástil del Double-Down. McCaleb vería la luz desde una distancia considerable y no se acercaría.

Cuando divisó el puerto, los ojos de McCaleb vagaron por las decenas de mástiles. Había oscurecido y no vio luces. Todo parecía en orden. Miró alrededor y localizó un teléfono público situado en el exterior de un minimercado; llamó a Lockridge. De paso aprovechó para dejar un momento en el suelo el pesado maletín. Buddy contestó enseguida.

– ¿Es seguro? -preguntó McCaleb, recordando la frase de una película que le había gustado mucho unos años atrás.

– Eso creo -dijo Buddy-. No veo a nadie, y nadie me ha parado por el camino. No he visto ningún coche sospechoso en el aparcamiento.

– ¿Qué tal está mi barco?

Se produjo un silencio mientras Buddy lo miraba.

– Sigue ahí. Parece que han puesto cinta amarilla entre los muelles, como para no dejarte pasar o algo así.

– Vale, Bud, voy para allá. Pasaré por la lavandería antes y dejaré el maletín en una de las secadoras. Si voy al barco y no salgo, ve a buscar la bolsa y no te separes de ella hasta que sepas algo de mí. ¿De acuerdo?

– Claro.

– Bueno, escucha. Si todo va bien en el barco, no me quedaré mucho por aquí, así que voy a decirte esto ahora: gracias por todo, Buddy, me has ayudado mucho.

– Está claro, tío. No importa lo que esos cabrones traten de hacerte. Yo sé que eres legal.

McCaleb le dio las gracias de nuevo y colgó, luego se puso el maletín bajo el brazo y se dirigió al puerto. Primero se coló en la lavandería y encontró una secadora vacía para esconder el maletín. Luego caminó hasta el barco sin problemas. Antes de abrir la puerta corredera echó un último vistazo al puerto y no vio nada raro, nada que disparase las alarmas. Advirtió la oscura silueta de Buddy Lockridge, sentado en el puente de mando del Double-Down. Oyó un trémolo de la armónica y saludó a la figura en las sombras. Entonces abrió la puerta.

El aire estaba viciado en el barco, pero aún quedaba un leve rastro de perfume. Supuso que Jaye Winston lo había dejado tras de sí. No encendió la luz, sino que buscó la linterna sujeta con una abrazadera a la parte inferior de la mesa de navegación. La encendió y la mantuvo a su lado, apuntando al suelo. Se dirigía a la cubierta inferior, porque sabía que tenía que actuar con rapidez. Sólo quería recoger la suficiente ropa y medicamentos para unos días. Sabía que de un modo u otro, no dispondría de más tiempo.

Abrió una de las escotillas del pasillo y sacó el talego. Entonces fue al camarote principal y recogió la ropa que iba a necesitar. El hecho de actuar de manera subrepticia, a la luz de una linterna, prolongó el proceso, pero finalmente consiguió lo que necesitaba.

Cuando hubo acabado, cargó la bolsa por el pasillo para recoger los medicamentos y su bloc. Puso la bolsa abierta sobre el lavabo y estaba a punto de empezar a colocar las cajas de la farmacia y los viales cuando reparó en algo. Cuando había cruzado el pasillo había una luz arriba. La luz de la cocina. O quizá alguna de las del techo del salón. Se quedó un momento paralizado y trató de escuchar algún sonido procedente de arriba mientras repasaba sus propios movimientos. Estaba seguro de que no había encendido ninguna luz cuando entraba.

Escuchó durante casi medio minuto, pero no oyó nada. Retrocedió sigilosamente hasta el pasillo y miró por la escalera. Se quedó en silencio absoluto y escuchó de nuevo mientras trataba de evaluar sus opciones. La única salida además de volver atrás por las escaleras era la escotilla del camarote de proa. Pero era absurdo pensar que quien estaba arriba no había cubierto esa ruta de escape.

– Buddy, ¿eres tú?

La respuesta llegó tras un breve silencio.

– No, Terry, no es Buddy.

Era una voz de mujer. McCaleb la reconoció.

– ¿Jaye?

– ¿Por qué no subes?

Volvió a mirar al lavabo. La linterna estaba dentro de la bolsa marinera, iluminando sólo su contenido. Por lo demás estaba a oscuras.

– Ya subo.

Ella estaba sentada en la mecedora, cerca de la mesa de café de madera de teca. Al parecer McCaleb había pasado junto a ella en la oscuridad. Se sentó en otra silla igual situada al otro lado del salón.

– Hola, Jaye. ¿Cómo estás?

– He tenido días mejores.

– Yo también. Iba a llamarte por la mañana.

– Bueno, aquí estoy.

– ¿Y dónde están tus amigos?

– No son mis amigos. Y decididamente no son amigos tuyos, Terry.

– Parece que no. ¿Entonces qué ocurre? ¿Cómo es que tú estás aquí y ellos no?

– Porque de vez en cuando resulta que uno de los locales bobos es más listo que los chicos del FBI.

McCaleb sonrió sin asomo de humor.

– Sabías que tenía que volver a por mis medicinas.

Ella le devolvió la sonrisa y asintió.

– Ya te hacen a medio camino de México, o allí. Pero yo vi el armario lleno de medicamentos y supe que volverías. Era como una correa.

– Así que ahora me vas a detener y te vas a llevar la gloria.

– No necesariamente.

Él no respondió en primera instancia. Meditó las palabras de ella y se preguntó cómo iba a jugar la partida Winston.

– ¿Qué estás diciendo, Jaye?

– Estoy diciendo que las pruebas dicen una cosa, pero mi instinto dice otra. Normalmente confío en mi instinto.

– Yo también. ¿De qué pruebas estás hablando? ¿Qué habéis encontrado aquí?

– Poca cosa, sólo una gorra de béisbol con el emblema CI. Suponemos que quiere decir Catalina Island, y coincide con la descripción que dio James Noone de la gorra que llevaba el conductor del Cherokee. Luego nada más, hasta que abrimos el cajón de arriba de la mesa de navegación.

McCaleb miró la mesa de navegación. Recordaba haber abierto el cajón de arriba y haberlo revisado después de que el intruso huyera asustado la noche anterior. No había echado nada en falta ni nada que pudiera incriminarle.

– ¿Qué había en el cajón?

– Nada. Estaba debajo. Enganchado debajo.

McCaleb se levantó y se acercó a los cajones de la mesa. Sacó el cajón superior y le dio la vuelta. Pasó el dedo por encima del residuo de adhesivo dejado por trozos de precinto. Sonrió y negó con la cabeza. Pensó en el poco tiempo que le hacía falta al intruso para entrar, sacar un paquete con la cinta preparada y pegarlo bajo el cajón superior.

– Déjame adivinar -dijo-. Era una bolsa de plástico…

– No. No digas nada. Si dices algo podría usarse en contra tuya. No quiero hacerte daño, Terry.

– Eso ya no me preocupa. Así que déjame adivinar. Debajo del cajón había una bolsa con el pendiente de Gloria Torres y una fotografía de la familia de James Cordell, la que se llevaron de su coche.

Winston asintió. McCaleb volvió a su silla.

– Te olvidas del gemelo de Donald Kenyon -dijo ella-. Un signo de dólar en plata de ley.

– Eso no lo sabía. Apuesto a que Nevins y Uhlig y ese capullo de Arrango empezaron a dar saltos cuando encontraron la bolsa.

– La verdad es que estuvieron pavoneándose -dijo ella-. Se pusieron muy contentos.

– Pero tú no.

– No, era demasiado fácil.

Se sentaron en silencio durante unos momentos.

– Sabes, Terry, no pareces muy preocupado porque se hayan encontrado en tu barco pruebas que te relacionan con los tres asesinatos, por no mencionar el motivo obvio. -Señaló con la cabeza el pecho de McCaleb-. No, como mucho pareces moderadamente enfadado. ¿Vas a decirme por qué?

McCaleb se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas. De este modo su cara quedó iluminada.

– Todo lo han colocado, Jaye. La gorra, el pendiente, todo. La noche pasada alguien entró aquí. No se llevó nada. Así que debió dejar cosas. Tengo testigos. Me han tendido una trampa. No sé por qué, pero es una trampa.

– Bueno, si estás pensando en Bolotov, olvídalo. Está en la prisión de Van Nuys desde que el oficial de la condicional lo detuvo el domingo por la tarde.

– No, no estoy pensando en Bolotov. Él no tiene nada que ver con esto.

– Desde luego, parece una historia distinta.

– Los acontecimientos han eliminado la posibilidad de que fuera sospechoso. Pensé en él por el robo de cerca de su trabajo en el que se llevaron una HK P7, ¿recuerdas? Eso le daba la pistola adecuada para hacerlo sospechoso en el caso de Cordell y Torres. Pero el robo fue en diciembre, cerca de Navidad. Ahora añade a Kenyon. Lo mataron con una P7 en noviembre. Así que no podía ser la misma pistola, aunque Bolotov fuese el ladrón. De manera que es inocente. Aun así no sé por qué se puso hecho una furia conmigo y luego salió corriendo.

– Bueno, como tú dices, él pudo ser el autor del robo de Navidad o de otro. Tú fuiste allí y lo asustaste, como si fueras a colgarle dos asesinatos. Salió corriendo. Eso es todo.

McCaleb asintió.

– ¿Qué va a pasarle?

– Su jefe va a retirar la denuncia a cambio de que le pague la ventana que rompió. Lo dejarán libre después de la vista de hoy.

McCaleb asintió una vez más y miró la moqueta.

– Así que olvídate de él, Terry. ¿Qué más tienes?

Volvió a levantar la vista y trató de mirarla con intensidad.

– Estoy cerca. Estoy a uno o dos pasos de comprenderlo todo. Ya sé quién es el asesino y estoy a pocos días de saber quién lo contrató. Tengo nombres, una lista de sospechosos. Sé que la persona que buscamos está en esa lista. Confía en tus instintos, Jaye. Puedes detenerme ahora, pero no es la detención correcta y al final seré capaz de probarlo. Pero mientras tanto, perderemos la oportunidad que tenemos ahora.

– ¿Quién es el asesino?

McCaleb se levantó.

– Tengo que traer mi maletín. Te lo enseñaré.

– ¿Dónde está tu maletín?

– En una secadora de la lavandería del puerto. Lo he escondido allí. No sabía con qué me iba a encontrar aquí dentro.

Ella pensó un momento.

– Déjame ir a buscarlo -dijo él-. Aquí está el botiquín. No voy a ir a ninguna parte. Si no confías en mí, acompáñame.

– De acuerdo. Trae el maletín. Yo te espero aquí.


De camino a la lavandería, McCaleb se encontró con Buddy Lockridge, que llevaba el maletín.

– ¿Todo bien? Me dijiste que fuera a buscar esto si no salías pronto.

– No hay problema, Buddy. Creo.

– No sé lo que te está contando, pero estaba en el grupo de esta mañana.

– Ya lo sé, pero creo que está de mi lado.

McCaleb agarró el maletín y se encaminó a su barco. Dentro, encendió la televisión, puso el vídeo del Sherman Market y empezó a reproducirlo. Pasó la cinta en velocidad rápida y vio los movimientos rápidos del asesino que entraba, disparaba a Gloria Torres y al dueño de la tienda y luego desaparecía. Entonces, el buen samaritano entraba y McCaleb puso la cinta a velocidad normal. En el momento en que el buen samaritano levantaba la mirada de lo que estaba haciendo con el cuerpo herido de Gloria, McCaleb pulsó el botón de pausa y la imagen se congeló.

Señaló al hombre de la pantalla y miró de nuevo a Jaye Winston.

– Ahí tienes al asesino.

Ella miró la pantalla un buen rato; su cara no traicionaba ninguno de sus pensamientos.

– Vale, explícamelo.

– Recuerda el cronograma. Arrango y Walters nunca vieron esto como otra cosa que un simple atraco y asesinato. Eso es lo que parecía, ¿quién puede culparles? Pero fueron chapuceros. Nunca se preocuparon por completar y verificar el cronograma. Creyeron lo primero que vieron, lo evidente. Pero había un problema entre la hora de la cámara de seguridad, cuando se producen los disparos y la hora del reloj del centro, cuando llama el buen samaritano.

– Correcto. Me lo dijiste. ¿Cuál era la diferencia, medio minuto, más o menos?

– Treinta y cuatro segundos. Según el vídeo, el buen samaritano avisa de los disparos treinta y cuatro segundos antes de que se produzcan.

– Pero dijiste que Walters y Arrango no pudieron verificar si el reloj del vídeo estaba en hora. Simplemente supusieron que iba mal porque el viejo (el señor Kang) lo puso mal.

– Eso es lo que supusieron ellos, pero yo no.

McCaleb retrocedió la cinta hasta el momento en que el reloj de Chan Ho Kang era visible, cuando tenía el brazo extendido sobre el mostrador. McCaleb manejó la cinta a cámara lenta hasta que llegó al punto que buscaba. Congeló la imagen una vez más, se acercó al maletín y sacó la impresión de la imagen mejorada digitalmente.

– Muy bien, lo que yo hice fue triangular los tiempos para obtener un dato exacto de cuándo ocurrió esto. ¿Ves el reloj?

Ella asintió. McCaleb le pasó la copia impresa.

– Le pedí a un amigo que había trabajado para el FBI que mejorase esta imagen. Éste es el resultado. Como ves la hora del reloj y la del vídeo coinciden. Al segundo. El viejo Kang debió de ajustar el reloj de la cámara de seguridad con su reloj de pulsera. ¿Me sigues?

– Te sigo. La hora de la cinta y la del reloj coinciden. ¿Y eso qué significa?

McCaleb levantó la mano para pedirle que no tuviera prisa y entonces sacó el bloc con las notas de su cronograma.

– Ahora sabemos que según el reloj del Central Communications Center, el buen samaritano avisó de los disparos a las 22.41.03, o sea treinta y cuatro segundos antes de que se produjeran, según la cinta de vídeo. ¿De acuerdo?

– Sí.

McCaleb le relató la visita que había hecho esa tarde a la tienda y luego a la casa de Kang. Le dijo a Winston que no habían puesto en hora el reloj desde los crímenes.

– Entonces llamé al CCC y comprobé la hora oficial con la del reloj. El reloj sólo adelanta cuatro segundos respecto al del CCC. Por tanto, el reloj del vídeo sólo adelantaba cuatro segundos respecto al reloj del CCC en el momento de los asesinatos.

Winston entrecerró los ojos y se acercó a McCaleb, tratando de seguir el hilo de su explicación.

– Eso significaría… -No concluyó la frase.

– Significa que apenas hay diferencia (cuatro segundos) entre el reloj del vídeo y el del CCC. Así que cuando el buen samaritano denunció los disparos a las veintidós cuarenta y uno cero tres en el reloj del CCC eran exactamente las veintidós cuarenta y uno cero siete en el reloj de la tienda. Sólo había cuatro segundos de diferencia.

– Pero eso es imposible -dijo Winston sacudiendo la cabeza-. No había disparos entonces. Es treinta segundos demasiado pronto. Gloria ni siquiera había entrado en la tienda. Probablemente estaba aparcando.

McCaleb guardó silencio. Decidió dejar que ella sacara por sí misma las conclusiones. Sabía que el impacto sería mayor si llegaba por sus propios medios al lugar al que él había llegado.

– Entonces -dijo ella-, este tipo, el buen samaritano, tuvo que haber denunciado los disparos antes de que se produjeran.

McCaleb asintió. Percibió que la intensidad de su mirada aumentaba.

– Cómo iba a hacerlo a no ser que… lo supiera. A no ser que supiera que iban a producirse los disparos. ¡Maldita sea! Él tiene que ser el asesino.

McCaleb asintió una vez más, pero en esta ocasión tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro. Sabía que Jaye Winston se había subido a su coche. Y estaban a punto de pisar a fondo el acelerador.

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