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McCaleb esperaba un taxi a la salida de la comisaría. Estaba que echaba humo por haber permitido que Arrango jugara con él. Los tipos como Arrango se regocijaban enseñando un caramelo para apartar la mano en el último instante. McCaleb siempre había sabido reconocer a gente así a ambos lados de la ley.

Pero no había nada que pudiera haber hecho. Por el momento era el juego de Arrango. McCaleb no esperaba noticias suyas. Sabía que tendría que llamar si quería una respuesta: ésas eran las reglas del juego. Decidió esperar hasta la mañana siguiente para telefonear.

Cuando llegó el taxi, McCaleb se sentó justo detrás del conductor. Era una manera de desanimar al taxista para que no empezara una conversación. Se fijó en la licencia que había en el salpicadero: el apellido era ruso e impronunciable. Sacó la libreta de su bolso y le dio al taxista la dirección del Sherman Market, en Canoga Park. Tomaron hacia el norte por Reseda Boulevard y luego hacia el oeste por Sherman Way hasta que llegaron al comercio próximo a la intersección con Winnetka Avenue.

El taxi aparcó en el estacionamiento que había frente a la pequeña tienda. El lugar era anodino, como tantos otros, los vidrios blindados estaban empapelados con carteles de ofertas de colores brillantes. No se diferenciaba en nada de otros miles de minimercados de la ciudad, salvo por el hecho de que alguien había decidido que valía la pena matar a dos personas para robar allí. Antes de salir, McCaleb examinó los carteles que cubrían las ventanas y tapaban la visión del interior. Pensó que probablemente éste era el motivo por el cual el asesino había elegido esa tienda. Aunque un motorista mirara al pasar, no vería lo que sucedía dentro.

Por fin, abrió la puerta y salió del taxi. Se acercó a la ventanilla del conductor y le pidió que le esperara. Al entrar en la tienda oyó el tintineo de una campana situada sobre la puerta. El mostrador de la caja registradora que había visto en el vídeo estaba situado cerca de la pared del fondo, justo frente a la puerta. Una anciana permanecía de pie tras el mostrador. Miraba a McCaleb y parecía asustada. Era asiática. McCaleb adivinó quién era.

Mirando alrededor como si hubiera entrado con un propósito distinto al de examinar el local, McCaleb vio los estantes llenos de chocolatinas y eligió una Hershey. Se acercó y, al dejarla sobre el mostrador, reparó en que el cristal aún estaba roto. En ese momento le impresionó tomar conciencia de que se hallaba en el mismo lugar en el que Glory Torres había sonreído al señor Kang. Miró a la anciana con expresión apenada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Algo más?

– No, sólo esto.

La mujer marcó el producto en la caja y McCaleb pagó. Examinó sus movimientos vacilantes. Ella sabía que no era del barrio ni un cliente habitual, no se sentía cómoda. Probablemente, nunca lo superaría.

Cuando la mujer le dio el cambio, McCaleb advirtió que llevaba un reloj con correa ancha y negra de goma y esfera grande, un reloj de hombre que empequeñecía la muñeca aparentemente frágil de la mujer. McCaleb había visto antes el reloj: lo llevaba puesto Chang Ho Kang en el vídeo de la cámara de seguridad. El ex agente recordaba haberse fijado en él cuando el malherido Kang pugnaba por agarrarse al mostrador antes de terminar cayendo al suelo.

– ¿Es usted la señora Kang? -preguntó McCaleb.

Ella se detuvo y lo miró.

– Sí, ¿le conozco?

– No, es sólo que… oí lo que le ocurrió aquí a su marido. Lo lamento.

Ella asintió.

– Sí, gracias. -Entonces, como si necesitara una explicación o un bálsamo para sus heridas, agregó-: La única manera de mantener al diablo fuera es no cerrar la puerta. No podemos hacerlo. Tenemos que vender.

Esta vez fue McCaleb quien asintió. Probablemente era algo que el marido le había dicho cuando ella se preocupaba porque manejara dinero en efectivo en una ciudad violenta.

El ex agente le dio las gracias y salió; la campanilla volvió a sonar al abrir la puerta. Regresó al taxi y evaluó la fachada de la tienda de nuevo. No tenía sentido para él. ¿Por qué ese sitio? Pensó en el vídeo. La mano del asesino embolsándose el dinero. No sería mucho. McCaleb lamentó no conocer más detalles del crimen.

El teléfono público de la pared de la tienda captó su atención. Era el que al parecer había utilizado el buen samaritano. Se preguntó si habrían buscado huellas después de saber que el testigo no iba a presentarse. Probablemente, no. Ya era demasiado tarde y la posibilidad de que hubiera servido de algo se le antojaba muy remota de todos modos.

– ¿Adónde? -preguntó el taxista, cuyo acento era discernible en una sola palabra.

McCaleb se inclinó hacia delante para darle una dirección al hombre, pero vaciló. Tamborileó el plástico de la parte trasera del asiento del conductor y se lo pensó un momento.

– Mantenga el taxímetro en marcha. Voy a hacer un par de llamadas antes.

– Salió de nuevo y se dirigió al teléfono público, una vez más sacando su libreta. Buscó un número y cargó la llamada a su tarjeta. La respuesta fue inmediata.

– Times, Russell.

– Keisha, soy Terry McCaleb.

– Eh, ¿qué tal?

– Bien, quería darte las gracias por tu artículo. Debería haber llamado antes. Estaba muy bien.

– Eres muy amable. Nadie me llama nunca para darme las gracias por nada.

– Bueno, no soy tan amable. También llamaba porque necesito un favor. ¿Tienes el ordenador encendido?

– Tú sí que sabes estropear un buen comienzo. Sí, mi terminal está conectado. ¿Qué quieres?

– Bueno, estoy buscando algo, pero no estoy seguro de cómo encontrarlo. ¿Crees que podrías hacer una de esas búsquedas por palabra clave? Busco artículos sobre un atracador que dispara.

Ella se rió.

– ¿Eso es todo? -dijo-. Ya sabes que es muy frecuente que disparen a la gente en los atracos. Esto es Los Ángeles, ¿recuerdas?

– Sí, era una estupidez. Vale, y si añades la palabra «pasamontañas». Me basta con los datos de los últimos dieciocho meses. ¿Crees que reducirá los resultados?

– Quizá.

McCaleb oyó que ella accedía a la hemeroteca electrónica del diario y empezaba a teclear para obtener todos los artículos que contenían las palabras clave «atraco», «pasamontañas» y «disparar».

– Bueno, ¿en qué andas metido, Terry? Creía que te habías retirado.

– Así es.

– No lo parece. Esto es como en los viejos tiempos. ¿Estás investigando algo?

– Más o menos. Estoy verificando algo para una amiga y ya conoces al departamento de policía. Y cuando no llevas placa es peor todavía.

– ¿De qué se trata?

– Aún no es noticiable, Keisha. Si al final vale la pena, serás la primera en saberlo.

Keisha Russell suspiró exasperada.

– Odio que hagáis esto -protestó-. O sea, ¿por qué debería ayudaros si no me dejáis decidir si algo puede servir para un artículo o no? La periodista soy yo, no tú.

– Lo sé, lo sé. Supongo que lo que estoy diciendo es que me gustaría guardarme esto hasta que vea de qué se trata. Después te lo contaré. Te lo prometo, en cuanto haya algo. Probablemente no resultará, pero te lo contaré de todos modos. ¿Has conseguido algo?

– Sí -dijo con un mohín de burla-. Seis resultados en los últimos dieciocho meses.

– ¿Seis?

– Seis artículos. Te leo los titulares y dime si quieres que cargue los artículos completos.

– Vale.

– Bueno, ahí va. «Dos heridos en un intento de atraco»; «Disparan a un hombre en el atraco en un cajero»; «Se busca ayuda por el asesinato del cajero.» Veamos, los tres que siguen parecen relacionados. Los titulares son: «Dueño de tienda y cliente heridos en un atraco», seguido por «La segunda víctima muere; era empleada del Times» (mierda, nunca me enteré de esto. Este tendré que leerlo también por mí) y el último «La policía busca al buen samaritano». Éstos son los seis.

McCaleb se quedó pensando un momento. Seis artículos sobre tres incidentes distintos.

– ¿Puedes bajarte los tres primeros y leérmelos si no son muy largos?

– ¿Por qué no?

McCaleb escuchó el tecleo. Sus ojos vagaron por encima del taxi hasta Sherman Way. Era una calle de cuatro carriles, concurrida incluso de noche. Se preguntó si Arrango y Walters habrían conseguido algún otro testigo al margen del buen samaritano.

McCaleb miró el aparcamiento de un centro comercial y vio a un hombre sentado en un coche. Justo cuando McCaleb reparó en él, el hombre levantó un periódico y su cara se ocultó. McCaleb se fijó en el coche. Era un viejo vehículo de importación, de manera que desechó la posibilidad de que Arrango hubiera ordenado que lo siguieran. Keisha empezó a leer el artículo de la pantalla de su ordenador.

– Bueno, el primero es del 8 de octubre del año pasado. Es sólo un breve. «Un hombre y su esposa resultaron heridos el jueves por un atracador que fue reducido y detenido por un grupo de transeúntes, informó el jueves la policía de Inglewood. La pareja paseaba por Manchester Boulevard a las once cuando un hombre que portaba un pasamontañas se les acercó y…»

– ¿Detuvieron al atracador?

– Eso dice.

– Bueno, sáltate éste. Busco casos sin resolver, creo.

– De acuerdo, la siguiente historia es del viernes, 24 de enero. El titular es «Disparan a un hombre en el atraco en un cajero». No hay firma. Es otro breve. «Un hombre de Lancaster que estaba sacando dinero de un cajero automático fue mortalmente herido de bala el miércoles por la noche en lo que los agentes del sheriff del condado de Los Ángeles califican de asesinato sin sentido. James Cordell, de treinta años, recibió un disparo en la cabeza por parte de un agresor desconocido que acto seguido se llevó los trescientos dólares que la víctima acababa de retirar. El disparo se produjo aproximadamente a las diez de la noche en la sucursal del Regional State Bank de Lancaster Road al 1800. La detective de la oficina del sheriff, Jaye Winston, afirmó que parte de la acción fue grabada por la cámara de seguridad del banco, pero no lo suficiente para identificar al autor. Lo único que se ve del asesino en el vídeo es que llevaba la cabeza cubierta con un pasamontañas oscuro de punto. Sin embargo, Winston aseguró que la cinta reveló que no existió confrontación o negativa de Cordell a entregar el dinero. “Fue a sangre fría -declaró Winston-. El tipo entró, disparó a la víctima y se llevó el dinero. Fue muy frío y brutal. El hombre quería el dinero y no le importaba nada más.” Cordell se derrumbó frente al cajero que se hallaba bien iluminado, pero su cuerpo no fue hallado hasta que llegó otro cliente unos quince minutos después. El personal de la ambulancia dictaminó su muerte en el lugar de los hechos.» Bueno, esto es todo. ¿Preparado para el siguiente?

– Sí.

McCaleb había anotado algunos detalles del artículo en su libreta. Subrayó tres veces el nombre de Winston. Conocía a Jaye Winston. Pensó que ella estaría más dispuesta a colaborar que Arrango y Walters. McCaleb sintió que por fin había encontrado un punto de partida.

Keisha Russell empezó a leer el siguiente artículo.

– Vale, lo mismo, sin firma. Es breve y se publicó dos días después. «Los agentes del sheriff afirmaron que no había sospechosos en el tiroteo mortal de un hombre de Lancaster que estaba retirando dinero del cajero automático. La detective Jaye Winston declaró que el departamento tenía interés en hablar con cualquier motorista o transeúnte que se hallara en la zona del 1800 de Lancaster Road el miércoles por la noche y que pudiera haber visto al atracador antes o después del tiroteo de las diez y veinte. James Cordell (30) recibió un único disparo en la cabeza efectuado por un atracador que llevaba un pasamontañas. Murió en el lugar de los hechos. El botín del atraco fue de trescientos dólares. Aunque la cámara de seguridad grabó parte de la escena, los detectives no consiguieron identificar al sospechoso a causa del pasamontañas. “Por fuerza tuvo que quitárselo en algún momento -afirmó Winston-. No pudo salir caminando o en un vehículo con el pasamontañas puesto. Alguien tuvo que verle y yo quiero hablar con esa persona.”» De acuerdo, es el final.

McCaleb no había tomado nota alguna de la segunda noticia, pero estaba pensando en lo que Keisha había leído y no respondió.

– ¿Terry, sigues ahí?

– Sí, perdón.

– ¿Hay algo que te sirva?

– Eso creo, quizá.

– Y todavía no quieres decirme de qué se trata.

– Aún no, Keisha, pero gracias. Serás la primera en saberlo.

McCaleb colgó y sacó del bolsillo de la camisa la tarjeta de visita que Arrango le había dado. Decidió no esperar la llamada de Arrango ni hasta el día siguiente. Tenía una pista que seguir, tanto si el Departamento de Policía de Los Ángeles cooperaba con él como si no. Mientras esperaba respuesta, miró al otro lado de la calle. El coche del hombre que leía el periódico se había ido.

Contestaron al sexto timbrazo y al fin le pasaron con Arrango. McCaleb preguntó si Buskirk ya había regresado.

– Malas noticias, amigo -dijo Arrango-. El teniente ha vuelto, sí, pero se resiste a que le pasemos el expediente.

– Sí, ¿cómo es eso? -preguntó McCaleb, tratando de ocultar su enfado.

– Bueno, en realidad no se lo pregunté, pero creo que le cabreó que no fuera a verlo antes a él. Se lo dije. Debería haber seguido el orden jerárquico.

– Eso era un poco difícil teniendo en cuenta que no estaba en comisaría esta mañana. Y ya les dije que pregunté primero por él. ¿Se lo explicaron?

– Sí, se lo conté. Creo que estaba de mal humor al volver de la central del valle. Probablemente le jodieron por algo y él me jodió a mí. Así funciona esto a veces. Cada uno jode al de abajo. Bueno, de todos modos tiene suerte. Le enseñamos el vídeo entero. Tiene un buen punto de partida. No deberíamos haber hecho eso por usted.

– Menudo punto de partida. Sabe, es sorprendente que se resuelvan casos con toda esta mierda de burocracia. Creía que el FBI era único, lo llamábamos el buró de la apatía, pero ya veo que en todas partes es igual.

– Oiga, mire, no necesitamos su mierda. Tenemos una bandeja llena aquí. Mi jefe cree que yo lo invité aquí y ahora está cabreado conmigo. No necesito complicarme la vida. Si quiere cabrearse, es su problema, pero lárguese.

– Ya me voy, Arrango. No volverá a tener noticias mías hasta que tenga al asesino. Se lo llevaré ahí.

McCaleb sabía que estaba fanfarroneando en cuanto lo dijo, pero a partir del 9 de febrero se había dado cuenta cada vez más de que tenía tolerancia cero con los imbéciles.

Arrango se rió con sarcasmo como respuesta y dijo:

– Sí, muy bien. Le estaré esperando. -Colgó.

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