9 Adiós a Malden

Una fría brisa primaveral acarició el rostro de Perrin. El aire tendría que haber llevado consigo el aroma a polen, a fresco relente de madrugada, a terrones levantados con el empuje de los brotes en busca de la luz, a nueva vida y a tierra renacida.

El único olor que arrastraba ese airecillo era el tufo a sangre y muerte.

Perrin dio la espalda a la brisa, se arrodilló e inspeccionó las ruedas de la carreta. El vehículo estaba construido con recia madera de nogal, oscurecida por el paso de los años. Parecía estar bien conservada, pero Perrin había aprendido a ser precavido cuando se trataba del equipamiento de Malden. Los Shaido no despreciaban las carretas y los bueyes como hacían con los caballos, pero creían —como todos los Aiel— que había que viajar ligero. No se habían preocupado de conservar en buen estado carretas ni carros, y durante su inspección Perrin había descubierto más de un desperfecto inapreciable a simple vista.

—¡Siguiente! —gritó con voz enérgica mientras comprobaba el eje de la primera rueda. La llamada iba dirigida al montón de gente que esperaba para hablar con él.

—Milord —dijo una voz profunda y áspera, como de madera rozando contra madera. Gerard Arganda, primer capitán de Ghealdan. El hombre olía a armadura bien engrasada—. He de insistir en el tema de nuestra partida. Permitidme que me adelante con su majestad.

Con ese «su majestad» se refería a Alliandre, reina de Ghealdan. Perrin siguió trabajando en la rueda; no estaba tan familiarizado con la carpintería como con el trabajo de forja, pero su padre les había enseñado a sus hermanos y a él a identificar las señales de que una carreta tenía problemas; mejor solucionarlos antes de partir que quedarse atascado a mitad de camino del punto de destino. Perrin pasó los dedos por la suave madera castaña de nogal. Las vetas se veían a la perfección, y el antiguo herrero tanteó todos los puntos sometidos a tensión en busca de grietas. Las cuatro ruedas parecían en buen estado.

—Milord… —insistió Arganda.

—Todos partiremos juntos —dijo Perrin—. Ésa es mi orden, Arganda. No quiero que los refugiados piensen que los abandonamos.

Los refugiados. Había más de cien mil de los que ocuparse. ¡Cien mil! Luz, eran muchos más que los habitantes de toda la comarca de Dos Ríos. Y era responsabilidad suya alimentarlos a todos. Carretas. Muchos hombres no entendían la importancia de un buen vehículo de transporte. Perrin se tumbó en el suelo, boca arriba, para examinar los ejes, y la postura le permitió ver el cielo cubierto, tapado en parte por la cercana muralla de Malden.

Era una ciudad grande si se tenía en cuenta su situación, muy al norte de Altara. Más parecía una plaza fuerte que una población. Hasta el día anterior, el campo alrededor de esa ciudad había servido de hogar a los Shaido, pero ya no estaban allí; muchos habían muerto, otros habían huido, y sus cautivos fueron liberados merced a una alianza entre las tropas de Perrin y los seanchan.

Los Shaido le habían dejado dos cosas: el olor a sangre en el aire y cien mil refugiados de los que ocuparse. Aunque le satisfacía haberlos liberado, su objetivo del ataque a Malden había sido muy distinto: rescatar a Faile.

Otro grupo Aiel estaba en camino hacia su posición, pero por lo visto había aflojado la marcha y después había acampado, sin prisa aparente por seguir el avance hacia Malden. Tal vez los Shaido que habían huido de la batalla los habían puesto sobre aviso de que había un ejército grande más adelante, uno que había derrotado a los Shaido a pesar de sus encauzadoras. Al parecer, el nuevo grupo que tenía Perrin a la espalda tenía tan pocas ganas de enzarzarse en una batalla como él.

Eso le daba un margen de tiempo; al menos un poco.

Arganda seguía observándolo; el capitán llevaba puesto el reluciente peto y sostenía el yelmo acanalado debajo del brazo. El achaparrado militar no era un oficial bisoño, sino un hombre corriente que había ascendido de rango paso a paso. Combatía bien y hacía lo que se le ordenaba. Por lo general.

—No voy a ceder en esto, Arganda —dijo Perrin mientras se impulsaba sobre el suelo húmedo para meterse debajo de la carreta.

—¿Podríamos al menos utilizar accesos? —preguntó el oficial, que se arrodilló para asomarse debajo de la carreta y casi barrió el suelo con el pelo canoso.

—Los Asha’man están medio muertos de cansancio —replicó Perrin con brusquedad—. Vos lo sabéis.

—Están demasiado cansados para abrir un acceso grande, pero quizá podrían trasladar a un grupo pequeño —sugirió Arganda—. ¡Mi señora está exhausta debido a la cautividad! ¡A buen seguro no estaréis pensando que vaya a pie!

—Los refugiados también están agotados —repuso Perrin—. Alliandre dispondrá de un caballo para ir montada, pero partirá cuando lo hagamos todos los demás. Quiera la Luz que sea pronto.

Arganda suspiró, pero asintió con la cabeza y se puso de pie mientras Perrin pasaba los dedos por el eje. Con sólo mirar la madera, Perrin veía cualquier punto de tensión que hubiera, pero prefería asegurarse con el tacto, que era más de fiar. Allí donde la madera se debilitaba siempre había una grieta o hendedura, y con el tacto se notaba si estaba a punto de romperse. La madera era así de fiable.

A diferencia de los hombres. ¡A diferencia de él mismo!

Apretó los dientes. No quería pensar en eso; tenía que seguir trabajando, tenía que seguir haciendo algo que lo distrajera. Le gustaba trabajar y últimamente no se le habían presentado muchas ocasiones de hacerlo.

—¡Siguiente! —llamó, de forma que la voz resonó contra el fondo de la caja de la carreta.

—¡Milord, deberíamos atacar! —declaró una voz tonante junto al vehículo.

Perrin descansó la cabeza en la hierba pisoteada del suelo y cerró los ojos. Bertain Gallenne, mayor de la Guardia Alada, era a Mayene lo que Arganda era a Ghealdan. Aparte de esa única similitud, los dos capitanes eran todo lo diferentes que podían ser unos hombres. Desde su posición debajo de la carreta, Perrin veía las altas y excelentes botas de Bertain con hebillas trabajadas a semejanza de halcones.

—Milord —prosiguió Bertain—, una buena carga de la Guardia Alada dispersaría a esa chusma Aiel, estoy convencido. ¡Ved, si no, con qué facilidad nos ocupamos de los Aiel de la ciudad!

—Entonces teníamos a los seanchan —le recordó Perrin, que terminó de revisar el eje y se desplazó hacia la parte delantera de la carreta para comprobar el otro; llevaba puesta una vieja chaqueta sucia. Seguro que Faile lo reprendería por ello, ya que esperaba que actuara y vistiera como un noble. Sin embargo, ¿de verdad querría que se pusiera una buena chaqueta si pensaba pasarse una hora tendido en la hierba embarrada mientras comprobaba los fondos de las carretas?

Faile no querría que estuviera tirado en el suelo embarrado, para empezar. Perrin, puesta la mano en el eje delantero, vaciló al pensar en el cabello negro como ala de cuervo y la característica nariz saldaenina de su esposa. Ella era la suma entera de su amor; lo era todo para él.

Había tenido éxito, la había salvado. Entonces ¿por qué esa sensación, como si las cosas estuvieran casi tan mal como antes? Debería regocijarse, debería estar eufórico, debería sentirse aliviado. Había estado tan preocupado por ella durante el tiempo que había pasado cautiva… No obstante ahora, con su mujer a salvo, parecía que todo siguiera mal. De algún modo. De formas que era incapaz de explicarse.

¡Luz! ¿Es que nada marchaba como se suponía que debía ser? Bajó la mano al bolsillo impulsado por el deseo de tocar el cordón anudado que hasta hacía poco llevaba en él, pero lo había tirado.

«¡Basta ya! Ella ha vuelto. Podemos reanudar nuestra vida donde la dejamos antes de esto, ¿no es así?», pensó.

—Sí, claro —continuó Bertain—. Supongo que la marcha de los seanchan podría representar un problema en el ataque, pero ese grupo Aiel acampado a corta distancia es más pequeño que el que hemos derrotado. Y, si eso os preocupa, podríamos mandar aviso a ese general seanchan para que volviera. ¡Sin duda querría combatir de nuevo a nuestro lado!

Perrin se obligó a salir de su introspección. Sus absurdos problemas personales carecían de importancia; en aquel momento lo que había que hacer era poner en marcha esas carretas. El eje delantero estaba en buenas condiciones. Se empujó hacia atrás para salir de debajo del vehículo.

Bertain era de estatura media, aunque las tres plumas que lucía en su yelmo lo hacían parecer más alto. Llevaba puesto el parche encarnado —Perrin ignoraba dónde había perdido el ojo— y la armadura resplandecía. Parecía eufórico, como si creyera que el silencio de Perrin significaba que el ataque se llevaría a cabo.

Perrin se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones de color marrón.

—Nos vamos —anunció, y alzó la mano de inmediato para acotar una posible discusión—. Vencimos a los septiares que estaban aquí, pero drogamos a sus Sabias con horcaria y nosotros teníamos a las damane. Estamos cansados, heridos y hemos recobrado a Faile. No hay razón para seguir luchando. Nos largamos.

Bertain no parecía satisfecho, pero asintió con un cabeceo, giró sobre sus talones y se alejó pisando fuerte el embarrado suelo hacia donde esperaban sus hombres a caballo. Perrin miró al pequeño grupo de gente que aguardaba cerca de la carreta para hablar con él. Hubo un tiempo en que los asuntos de ese tipo lo frustraban; le parecía un trabajo inútil, puesto que muchos de los peticionarios conocían de antemano cuál sería su respuesta.

Sin embargo, necesitaban oír esa respuesta de sus labios, y Perrin había llegado a comprender la importancia que eso tenía. Además, las preguntas lo ayudaban a distraerse de la extraña tensión que sentía tras haber rescatado a Faile.

Se encaminó hacia la siguiente carreta de la fila, seguido por su reducido acompañamiento. Había sus buenas cincuenta carretas colocadas en una larga caravana. Las primeras estaban cargadas de objetos rescatados de Malden; las del centro se encontraban en el proceso de seguir el mismo camino, y sólo le quedaban dos para inspeccionar. Quería dejar Malden muy atrás antes del ocaso; haciéndolo así seguramente se encontrarían lo bastante lejos para estar a salvo.

A menos que esos otros Shaido decidieran darles caza para vengarse. Con el número de gente que Perrin tenía que desplazar, hasta un ciego sería capaz de seguirles el rastro.

El sol —un punto brillante detrás de la capa de nubes— iniciaba el declive hacia el horizonte. Luz, qué desastre con el caos de organizar a refugiados y separar campamentos del ejército. ¡Se suponía que emprender la marcha era la parte fácil!

El campamento Shaido era un desastre. Los suyos habían apañado y empaquetado muchas de las tiendas abandonadas. Despejado ahora, el entorno de la ciudad era una extensión de barro y hierbajos pisoteados sembrada de desperdicios. Los Shaido, siendo Aiel, habían preferido acampar fuera de las murallas de la población, en vez de dentro. No se podía negar que eran raros; ¿quién habría desdeñado una buena cama —y no digamos ya una mejor posición militar— por estar fuera, en unas tiendas?

Pero es que los Aiel despreciaban las ciudades. Gran parte de los edificios o habían ardido durante el ataque inicial Shaido o se los había despojado de cualquier cosa valiosa. Las puertas se habían echado abajo, las ventanas estaban despedazadas, las pertenencias abandonadas en las calles y pisoteadas por gai’shain en sus idas y venidas por agua.

Todavía había gente que bullía de aquí para allá como insectos, ya fuera saliendo por las puertas o recorriendo el antiguo campamento Shaido para apoderarse de cualquier cosa que se pudiera transportar. Tendrían que dejar atrás las carretas una vez que decidieran Viajar —Grady no era capaz de abrir un acceso lo bastante grande para que lo cruzara una carreta—, pero de momento los vehículos serían una gran ayuda. También disponían de un número considerable de bueyes; había otro encargado de comprobar el estado de los animales para asegurarse de que estuvieran en condiciones de tirar de las carretas. Los Shaido habían dejado escapar a muchos caballos de la ciudad. Una lástima. Pero uno se arreglaba con lo que tenía.

Perrin llegó a la siguiente carreta e inició la inspección por la larga lanza a la que uncirían los bueyes.

—¡Siguiente!

—Milord, creo que soy el siguiente —dijo una voz chirriante.

Perrin echó una ojeada al que hablaba: Sebban Balwer, su secretario. El hombrecillo tenía un rostro enjuto y demacrado y una postura encorvada permanente que le daba aspecto de buitre posado en la percha. Aunque la chaqueta y los calzones que vestía estaban limpios, a Perrin le daba la impresión de que soltarían nubecillas de polvo a cada paso que diera Balwer. El hombre olía a añejo, como un libro antiguo.

—Balwer, creía que estabas hablando con los cautivos —comentó Perrin mientras pasaba los dedos por la lanza y después comprobaba las correas de los arreos.

—Sí, de hecho he estado muy atareado allí haciendo mi trabajo —dijo Balwer—. Pero hay algo que despierta mi curiosidad. ¿Por qué tuvisteis que dejar que los seanchan se quedaran con todas las cautivas Shaido que eran encauzadoras?

Perrin dirigió una mirada al añejo secretario. Las Sabias con capacidad para encauzar habían perdido el conocimiento merced a la horcaria, y se las había entregado a los seanchan mientras seguían inconscientes para que hicieran con ellas lo que les placiera. Con esa decisión Perrin no se había ganado la estima de sus aliados Aiel, pero no estaba dispuesto a que las encauzadoras anduvieran libres por ahí para vengarse de él.

—No había razón para quedárnoslas nosotros —le contestó a Balwer.

—Bueno, milord, hay muchas cosas interesantes que podríamos haber descubierto. Por ejemplo, que al parecer muchos de los Shaido se avergüenzan del comportamiento de su clan. O que había desacuerdo entre las propias Sabias. Asimismo, que tuvieron tratos con individuos muy extraños que les facilitaron objetos de Poder de la Era de Leyenda. Quienesquiera que fuesen sabían crear accesos.

—Renegados —dijo Perrin, que se encogió de hombros y se agachó junto a la primera rueda, apoyado en una rodilla, para examinarla—. Dudo que descubramos cuáles de ellos eran. Lo más seguro es que estuvieran disfrazados.

Por el rabillo del ojo vio que su comentario hacía que Balwer frunciera los labios.

—¿No estás de acuerdo? —le preguntó.

—Sí, milord. Los «objetos» que les dieron a los Shaido son muy sospechosos, a mi juicio. Sí, a los Aiel los embaucaron, pero a saber con qué propósito. Sin embargo, si tuviéramos más tiempo para registrar la ciudad…

¡Luz! ¿Es que todo el mundo del campamento iba a pedirle algo que no podía ser? Se tendió en el suelo para comprobar la parte posterior del cubo de la rueda. Tenía algo que no acababa de gustarle.

—Ya sabemos que los Renegados están contra nosotros, Balwer, y que con razón no recibirán a Rand con los brazos abiertos para que vuelva a encerrarlos o lo que quiera que vaya a hacer.

¡Malditos colores que le proyectaban imágenes de Rand en la mente! Las apartó, como hacía siempre. Surgían cada vez que pensaba en Rand o en Mat, y se concretaban en visiones de los dos.

—Sea como sea —continuó Perrin—, no sé qué esperas que haga. Nos llevaremos a los gai’shain Shaido. Las Doncellas han capturado a un buen número de ellos. Puedes interrogarlos, pero nos vamos de aquí.

—Sí, milord —dijo Balwer—, aunque es una pena que perdiéramos a las Sabias. Según mi experiencia, se cuentan entre los Aiel con mayor… entendimiento.

—Los seanchan las querían, así que se las quedaron. No iba a dejar que Edarra me hostigara por ese asunto; además, lo hecho, hecho está. ¿Qué esperas de mí, Balwer?

—Quizá se podría enviar un mensaje para que hagan algunas preguntas a las Sabias cuando vuelvan en sí —sugirió el secretario—. Yo… —Se calló y se inclinó para ver a Perrin—. Milord, todo esto distrae mucho y no deja pensar. ¿Por qué no buscamos a otro que se encargue de inspeccionar las carretas?

—Todos los demás están demasiado cansados o demasiado ocupados. Quiero que gran parte de los refugiados estén esperando en los campamentos para ponerse en marcha en cuanto dé la orden. Y casi todos nuestros soldados están rebuscando comida en la ciudad… Vamos a necesitar cada puñado de grano que encuentren, porque la mitad de las cosas están podridas. No puedo ayudar en esa tarea, ya que he de estar donde la gente pueda encontrarme. —Había aceptado que tenía que ser así, por mucho que lo pusiera de mal humor.

—Sí, milord, pero seguro que podéis estar accesible en cualquier otro sitio que no sea debajo de las carretas.

—Es un trabajo que puedo hacer mientras la gente habla conmigo. Para responder sólo necesito la lengua, no las manos. Y esa lengua te repite que olvides a las Aiel.

—Pero…

—No puedo hacer nada más, Balwer —lo interrumpió Perrin con firmeza al tiempo que le echaba una mirada entre los radios de la rueda—. Nos dirigimos al norte. No quiero saber nada más de los Shaido. Por mí, como si la Luz los ciega.

Balwer apretó los finos labios otra vez e irradió un leve olor a contrariedad.

—Desde luego, milord —dijo el hombrecillo, haciendo una rápida reverencia, y acto seguido se retiró.

Perrin se retorció para salir de debajo del vehículo y se puso de pie; llamó con un gesto de la cabeza a una joven que llevaba un vestido sucio y zapatos gastados, y que se encontraba al lado de la fila de carretas.

—Ve a buscar a Lyncon —le ordenó—. Dile que eche un vistazo al cubo de esta rueda. Me parece que le falta el cojinete y que está a punto de salirse en cualquier momento.

La muchacha asintió con un cabeceo y echó a correr. Lyncon era un maestro carpintero que había tenido la mala suerte de estar de visita en casa de unos parientes en Cairhien cuando atacaron los Shaido. Casi le habían arrancado todo rastro de voluntad a fuerza de golpes. Quizás habría tenido que ser él quien inspeccionara la carretas; pero, con aquella mirada atormentada en los ojos, Perrin no estaba seguro de hasta qué punto podía fiarse de que el hombre realizara el trabajo como era debido. No obstante, parecía estar preparado para ocuparse de problemas cuando se los señalaban.

Y lo cierto era que, mientras siguiera moviéndose, Perrin tenía la sensación de estar haciendo algo útil para acelerar la marcha. Y sin pensar en otros asuntos. Las carretas se arreglaban con facilidad, cosa que no pasaba con las personas, ni mucho menos.

Se volvió y contempló el campamento vacío sembrado de hoyos para lumbres y harapos desechados. Faile venía de regreso a la ciudad; había estado organizando las cosas para que algunos de sus seguidores exploraran los contornos. Estaba impresionante. Hermosa. Esa belleza no se debía sólo al rostro o a la figura, sino que surgía asimismo de la facilidad con que mandaba a la gente, la rapidez de saber siempre lo que había que hacer. Era inteligente como él no lo había sido nunca.

No es que fuera estúpido; lo que pasaba era que le gustaba pensar bien las cosas. Sin embargo, nunca había tenido mano con la gente, como Mat o Rand. Faile le había enseñado que no tenía que caerle bien a la gente —ni a las mujeres— siempre que hubiera una persona que lo entendiera. No tenía que dársele bien hablar con nadie más, mientras pudiera hablar con ella.

Pero ahora no encontraba palabras para expresarse; le preocupaba lo que le hubiera ocurrido durante su cautiverio, pero las posibilidades tampoco lo agobiaban. Lo encolerizaban, pero nada de lo que hubiera ocurrido era culpa de ella. Uno hacía lo que tuviera que hacer para sobrevivir, y la respetaba por su fortaleza.

«¡Luz! ¡Otra vez dándole vueltas a las cosas! ¡He de seguir trabajando!»

—¡Siguiente! —gritó, y se agachó para seguir revisando la carreta.

—Si hubiera tenido que sacar conclusiones sólo viendo tu cara, muchacho, habría dado por hecho que habíamos perdido la batalla —dijo una voz cordial.

Perrin se dio la vuelta, sorprendido. No se había dado cuenta de que Tam al’Thor era uno de los que esperaban para hablar con él. Ya no había tantos, pero aún quedaban varios mensajeros y ayudantes. Detrás, el corpulento y firme pastor se apoyaba en la vara de combate mientras esperaba. El cabello le había encanecido por completo; Perrin recordaba un tiempo en que lo tenía muy negro, cuando él era un crío, antes de saber lo que era un martillo o una forja.

Los dedos se le fueron hacia la herramienta que llevaba colgada a la cintura. Había sido la decisión correcta, pero había perdido el control de nuevo en la batalla de Malden. ¿Sería eso lo que lo incomodaba?

¿O era lo mucho que había disfrutado matando?

—¿Qué necesitas, Tam? —preguntó.

—Sólo traigo un informe, milord —contestó el hombre—. Los hombres de Dos Ríos están preparados para marchar, cada cual con dos tiendas cargadas a la espalda, por si acaso. No podemos utilizar el agua de la ciudad por culpa de la horcaria, así que envié a unos cuantos muchachos al acueducto, para que llenaran unos barriles allí. Nos vendría bien una carreta para traerlos de vuelta.

—Eso está hecho —dijo Perrin, sonriente. ¡Por fin alguien que hacía las cosas necesarias sin tener que preguntarle!—. Diles a los hombres de Dos Ríos que tengo intención de llevarlos a casa de vuelta lo antes posible. En cuanto Grady y Neald recobren la fuerza para crear un acceso, aunque eso podría tardar un tiempo.

—Es de agradecer, milord —dijo Tam. Qué extraño resultaba que utilizara un título—. No obstante, ¿podemos hablar un momento a solas?

Perrin asintió con la cabeza; vio acercarse a Lyncon —la cojera lo identificaba— para encargarse de la carreta. Tam y Perrin se apartaron del grupo de ayudantes y guardias y caminaron a la sombra de la muralla de Malden. El musgo crecía verde en la base de los enormes bloques de piedra que integraban la fortificación; era extraño que el musgo tuviera un color mucho más intenso que los manojos de hierba pisoteados y embarrados sobre los que caminaban. Aquella primavera parecía que lo único verde era el musgo.

—¿Qué ocurre, Tam? —preguntó Perrin tan pronto como estuvieron a cierta distancia.

Tam se frotó la cara; una crecida barba gris le apuntaba en las mejillas. Perrin había presionado mucho a sus hombres en los últimos días y no habían tenido tiempo para afeitarse. Tam llevaba una sencilla chaqueta azul de paño y a buen seguro que el grueso tejido resultaba un agradable escudo contra el vientecillo de la montaña.

—Los chicos se hacen preguntas, Perrin —dijo el hombre mayor en un tono menos formal, ahora que estaban solos—. ¿Dijiste en serio lo de renunciar a Manetheren?

—Ajá. Esa bandera sólo ha dado problemas desde que apareció. Es mejor que lo sepan los seanchan y todos los demás: yo no soy un rey.

—Pues hay una reina que te ha jurado lealtad como vasalla.

Perrin meditó lo dicho por Tam para formular la mejor respuesta posible. Hubo un tiempo en que ese comportamiento hacía pensar a la gente que era lento y torpe de entendederas. Ahora la gente daba por hecho que su profunda meditación significaba que era astuto y tenía una gran agudeza mental. ¡Lo que cambiaba llevar algunos títulos delante del nombre!

—Creo que hiciste bien —admitió Tam, sorprendentemente—. Llamar Manetheren a Dos Ríos no sólo habría provocado la hostilidad de los seanchan, sino de la propia reina de Andor. Habría implicado que tenías intención de apoderarte de algo más que Dos Ríos, que quizá querías conquistar todo lo que antaño abarcaba Manetheren.

Perrin sacudió la cabeza.

—No tengo intención de conquistar nada, Tam. ¡Luz! De hecho, no tengo intención de quedarme con lo que la gente dice que tengo. Cuanto antes ocupe el trono Elayne y envíe a Dos Ríos un señor como debe ser, mejor. Así se habrá acabado todo ese tema de lord Perrin y las cosas volverán a la normalidad.

—¿Y la reina Alliandre? —inquirió Tam.

—Que le preste juramento a Elayne —repuso Perrin, tozudo—. O que le jure lealtad a Rand directamente. Al parecer le gusta ir ocupando reinos tanto como a un niño jugar con un tentempié.

Tam olía a preocupación, a ansiedad, y Perrin miró a otro lado. Las cosas tendrían que ser más sencillas. Tendrían que serlo.

—¿Qué?

—No, nada, creía que estabas de vuelta respecto a eso.

—Nada ha cambiado desde los días precedentes al secuestro de Faile —dijo Perrin—. Sigue sin gustarme el estandarte de la cabeza de lobo, y creo que va siendo hora de quitar ése también.

—Los hombres creen en esa bandera, muchacho —manifestó el hombre mayor en voz baja. Había algo de suavidad en él, pero eso era lo que hacía que uno lo escuchara cuando hablaba. Por supuesto, por lo general hablaba con sentido común—. Quise que hiciéramos un aparte porque quería advertirte. Si das la oportunidad a los chicos de que vuelvan a Dos Ríos, algunos se irán, pero no muchos. He oído jurar a la mayoría que te seguirán hasta Shayol Ghul. Saben que la Última Batalla se acerca… ¿Y quién no lo sabría, con todas las señales habidas últimamente? No están dispuestos a que los dejen atrás. —Vaciló un instante—. Ni yo tampoco, me parece. —Olía a resolución.

—Ya veremos —contestó Perrin, pensativo—. Ya veremos.

Mandó a Tam con órdenes de requisar una carreta y llevársela para los barriles de agua. Los soldados le harían caso; Tam era el primer capitán de Perrin, aunque al joven le parecía que tendría que haber sido a la inversa. No sabía mucho del pasado de ese hombre, pero Tam había combatido en la Guerra de Aiel, muchos años atrás. Había empuñado una espada antes de que él naciera, y ahora estaba a sus órdenes.

Todos le obedecían. ¡Y querían seguir haciéndolo! ¿Es que no aprendían? Se apoyó en la muralla, quedándose a su sombra, sin dirigirse hacia sus ayudantes.

Ahora que lo había afrontado se daba cuenta de que era parte de lo que lo incomodaba. No todo, pero sí una parte que se unía a lo que le preocupaba, incluso ahora que Faile había vuelto.

No había sido un buen líder últimamente; nunca había sido un cabecilla modelo, por supuesto, ni siquiera cuando tenía a Faile a su lado para guiarlo. Pero durante la ausencia de su mujer había sido peor. Mucho peor. Había hecho caso omiso de las órdenes de Rand, había pasado por alto todo, cualquier cosa con tal de recuperarla.

Pero ¿qué otra cosa habría hecho un hombre? ¡Habían raptado a su mujer!

La había salvado, pero, al hacerlo, había abandonado todo lo demás. Y habían muerto hombres por su culpa; buenos hombres. Hombres que habían confiado en él.

De pie a la sombra de la muralla, recordó el momento —hacía sólo un día de ello— en que un aliado había caído abatido por flechas Aiel, con el corazón envenenado por Masema. Aram había sido un amigo, uno más de los que Perrin había dado de lado para salvar a Faile. Aram merecía mejor suerte.

«Jamás debí dejar a ese gitano empuñar una espada», pensó, pero no quería enfrentarse a ese problema de momento. No podía. Había mucho trabajo que hacer, así que se apartó de la muralla con intención de revisar la última carreta de la fila.

—¡Siguiente! —gritó mientras reanudaba la tarea.

Aravine Carnel se adelantó. La amadiciense ya no vestía las ropas de gai’shain, sino un sencillo vestido de color verde claro que no estaba limpio por haberlo sacado de entre las cosas rescatadas en la ciudad. Era una mujer rellenita, pero en su rostro ojeroso y demacrado todavía quedaban huellas de sus días de cautiverio. Había un aire de resolución en ella; era una extraordinaria organizadora y Perrin sospechaba que era de noble linaje. En su efluvio había algo que apuntaba en esa dirección, además de la seguridad en sí misma de la que hacía gala y en la facilidad que tenía para impartir órdenes. Era asombroso que cosas así hubieran sobrevivido a su cautiverio.

Mientras Perrin se agachaba para comprobar la primera rueda le pareció un tanto chocante que Faile hubiera elegido a Aravine para supervisar a los refugiados. ¿Por qué no había elegido a uno de los jóvenes de Cha Faile? Esos petimetres resultaban cargantes, pero habían demostrado ser bastante competentes.

—Milord —saludó Aravine con una reverencia tan ensayada que era otro indicativo de sus antecedentes aristocráticos—, he terminado de organizar a la gente para la marcha.

—¿Tan pronto? —preguntó Perrin, que alzó la vista de la rueda, asombrada.

—No resultó tan difícil como esperábamos, milord. Les mandé que se agruparan por nacionalidades, y después, por ciudades natales. Como era lógico, los cairhieninos forman el grupo más numeroso, seguidos por los altaraneses, a continuación los amadicienses, y por último una pequeña representación de otros países: unos cuantos domani, varios taraboneses y alguno que otro fronterizo y teariano.

—¿Cuántos serán capaces de aguantar un día o dos de marcha sin tener que subir a una carreta?

—La mayoría, milord. Los Shaido expulsaron a enfermos y ancianos cuando tomaron la ciudad, y la gente está acostumbrada a trabajar duro. Están exhaustos, milord, pero también están deseosos de no esperar más aquí, con esos otros Shaido acampados a medio día de camino.

—Muy bien, pues, que se pongan en marcha de inmediato —ordenó Perrin.

—¿De inmediato? —preguntó Aravine, sorprendida.

—Sí, sí. Los quiero en esa calzada dirigiéndose hacia el norte tan pronto como puedan ponerse en camino. Enviaré a Alliandre y a su guardia para que vayan en cabeza.

Así lograría que cesaran las protestas de Arganda y quitaría de en medio a los refugiados. Estando solas, las Doncellas se las arreglarían mucho mejor y serían mucho más eficientes recolectando provisiones; de todos modos, la recogida de suministros en la ciudad casi había terminado. Los suyos tendrían que sobrevivir en la calzada sólo unas pocas semanas, y después de eso podrían pasar por accesos a cualquier otro lugar más seguro. Andor, tal vez, o Cairhien.

Esos Shaido acampados a corta distancia lo desasosegaban; en cualquier momento podían decidir atacarlos, de modo que lo mejor era largarse y así eliminar la tentación.

Aravine hizo una reverencia y se alejó presurosa para hacer los preparativos; Perrin dio gracias a la Luz por contar con otra persona que no veía necesario cuestionar sus decisiones o juzgarlas a posteriori. Envió a un muchacho a informar a Arganda de la inminente partida, y después acabó la revisión de la carreta, tras lo cual se incorporó mientras se limpiaba las manos en los pantalones.

—¡Siguiente! —dijo.

Nadie se acercó. Los únicos que quedaban a su alrededor eran guardias, chicos mensajeros y unos cuantos carreteros que esperaban para uncir los bueyes y llevar las carretas a cargar. Las Doncellas habían reunido un buen montón de alimentos y otros suministros en el centro de lo que fuera el campamento Shaido, y Perrin vio allí a Faile organizándolo todo.

Mandó a los ayudantes que estaban con él que fueran a ayudarla, y entonces se encontró solo. Y sin nada que hacer.

Justo lo que había intentado evitar que pasara.

El viento sopló de nuevo llevando consigo aquel horrible tufo a muerte; también arrastraba recuerdos, como el frenesí de la batalla o la intensidad y la pasión de cada movimiento oscilante dirigido a golpear. Los Aiel eran guerreros excelentes, los mejores que conocía el mundo. Cada intercambio de golpes había sido muy igualado, y Perrin había recibido un montón de cortes y magulladuras, aunque ya se los habían curado hacía horas.

Luchar contra los Aiel había hecho que se sintiera vivo; todos los que mató eran expertos con las lanzas y habrían podido acabar con él. Pero había ganado, y durante esos momentos de combate había experimentado una pasión impetuosa; la pasión de estar haciendo algo por fin. Después de dos meses de espera, cada golpe había significado estar un paso más cerca de encontrar a Faile.

Se había acabado el hablar, el planear; tenía un propósito, un objetivo. Y ahora éste había desaparecido.

Se sentía vacío. Era como… Como aquella vez que su padre le había prometido algo especial de regalo para la Noche de Invierno. Había esperado meses, anhelante, haciendo sus tareas para ganarse el regalo incógnito. Cuando por fin recibió el pequeño caballo de madera vivió unos instantes de entusiasmo. Sin embargo, al día siguiente lo atenazaba una sorprendente melancolía; no por el regalo, sino porque ya no había nada por lo que luchar. El entusiasmo había desaparecido y sólo en ese momento se dio cuenta de cuánto más preciada había sido la expectación de la espera que el regalo en sí.

Poco después empezaron sus visitas a la forja de maese Luhhan y acabó siendo su aprendiz.

Se alegraba de tener a Faile de vuelta. Se alegraba muchísimo. Y, aun así, ¿qué le quedaba? Esos condenados hombres lo veían como su líder; ¡algunos incluso pensaban en él como su rey! Él no había pedido ni buscado eso, jamás. Les había hecho guardar las banderas cada vez que las sacaban, hasta que Faile lo persuadió de que utilizarlas sería una ventaja. Aún creía que el estandarte con la cabeza de lobo estaba fuera de lugar allí, ondeando sobre el campamento con insolencia.

Mas ¿debía quitarlo? Los hombres lo miraban, y él percibía en ellos el olor a orgullo cada vez que pasaban frente al estandarte. No podía negarles eso también. Rand necesitaría su ayuda —necesitaría ayuda de todo el mundo— en la Última Batalla.

La Última Batalla. ¿Podría alguien como él, un hombre que no quería tener el mando, dirigir a esos hombres en el momento más importante de sus vidas?

Los colores se arremolinaron y le mostraron a Rand sentado en lo que parecía una casa de piedra teariana. Su viejo amigo tenía sombría la expresión, como un hombre agobiado por pensamientos opresivos. Incluso sentado así, el aspecto de Rand era regio; su amigo sí era lo que se suponía que debía ser un rey, con esa chaqueta roja y ese porte noble, mientras que él sólo era un herrero.

Suspiró al tiempo que negaba con la cabeza para deshacerse de la imagen. Tenía que buscar a Rand; tenía la sensación de que algo tiraba de él, que lo arrastraba.

Rand lo necesitaba, y ése debía ser el punto en que debía centrarse ahora.

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