50 Vetas de oro

El viento soplaba alrededor de Rand, que estaba sentado en la cima del mundo. El tejido de Aire y Fuego había derretido la nieve en torno a él y había dejado al descubierto un pico de bordes irregulares y del color de la pizarra, de unos tres pasos de ancho. La cima era como una uña rota apuntando al cielo, y Rand se encontraba en la punta. Que Rand viera, se hallaba en la mismísima cúspide del Monte del Dragón, puede que en el punto más alto del mundo.

Seguía sentado en el pequeño afloramiento, con la llave de acceso apoyada en la roca, delante de él. A esa altitud el aire estaba enrarecido y le había costado trabajo respirar hasta que descubrió el modo de tejer Aire para que se comprimiera un poco más a su alrededor. Al igual que el tejido que lo mantenía caliente, tampoco sabía muy bien cómo había realizado este otro. Tenía un vago recuerdo de Asmodean tratando de enseñarle un tejido similar, y que él había sido incapaz de hacerlo bien. Sin embargo, ahora lo había ejecutado como sin nada. ¿Sería por la influencia de Lews Therin o tal vez se debía a su creciente familiaridad con el Poder Único?

La boca abierta, rota, del Monte del Dragón se hallaba varios centenares de pies más abajo de su posición, hacia la izquierda. El olor a ceniza y azufre era intensísimo, a pesar de la distancia. Los bordes del cráter estaban negros de ceniza y enrojecidos por las rocas ígneas, las llamaradas y la lava.

No había soltado la Fuente. No se atrevía. Asirla esa última vez había sido la peor que recordaba y temía que las náuseas lo vencieran si volvía a intentarlo.

A pesar de no sentirse cansado llevaba horas allí contemplando el ter’angreal. Pensando.

¿Qué era él? ¿Qué era el Dragón Renacido? ¿Un símbolo? ¿Un sacrificio? ¿Una espada pensada para destruir? ¿Una mano protectora pensada para proteger?

¿Una marioneta que interpretaba el mismo papel una y otra vez?

Estaba furioso. Furioso con el mundo, furioso con el Entramado, furioso con el Creador por dejar que los humanos lucharan contra el Oscuro sin dirección, al buen tuntún. ¿Qué derecho tenía ninguno de ellos a exigirle la vida?

Sí, él se la había ofrecido. Le había costado mucho aceptar la muerte, pero al final lo había hecho y se sentía en paz consigo mismo. ¿No era más que suficiente? ¿También tenía que estar sufriendo hasta el final?

Había creído que si se volvía lo bastante duro el dolor desaparecería. Si no sentía nada, nada le haría daño.

Las heridas del costado le dolían terriblemente, aunque durante un tiempo había conseguido hacer caso omiso de ellas. Por otro lado, las muertes que había causado le excoriaban el alma hasta dejársela en carne viva. Esa lista que encabezaba Moraine. Todo había empezado a ir mal al morir ella. Hasta entonces él había tenido esperanza.

Hasta entonces, nadie lo había metido en un arcón.

Consciente de lo que se exigiría de él, se había transformado en aquello en lo que creía que debía transformarse. Esas modificaciones de conducta eran para evitar verse desbordado, superado. ¿Morir para proteger gente a la que no conocía? ¿Elegido para salvar a la humanidad? ¿Elegido para obligar a los reinos del mundo a unirse bajo su bandera y destruir a los que se negaban a aceptarlo? ¿Elegido para ocasionar la muerte de millares que combatían en su nombre y echarse a los hombros esas almas, un peso con el que tenía que cargar? ¿Qué hombre era capaz de hacer esas cosas y seguir cuerdo? La única forma que se le había ocurrido era erradicar todo tipo de emociones, convertirse en cuendillar.

Pero había fracasado. Le había sido imposible reprimir sus sentimientos. Pese a ser tan débil, la voz interior lo había pinchado como una aguja que le había abierto minúsculos agujeros en el corazón. Hasta el más pequeño agujero bastaría para que la sangre fluyera, gota a gota.

Esos agujeros lo habrían desangrado hasta dejarlo seco.

La voz queda ya no estaba. Había desaparecido cuando había tirado a Tam al suelo y había estado a punto de matarlo. Sin esa voz, ¿se atrevería a seguir adelante? Si había sido el último vestigio del antiguo Rand —el que había creído saber la diferencia entre lo estaba bien y lo que estaba mal—, entonces ¿qué significaba su silencio?

Rand recogió la llave de acceso, se puso de pie y las botas rechinaron en la roca. Era mediodía, si bien el sol aún seguía oculto tras las nubes. Abajo, Rand divisaba colinas y bosques, lagos y pueblos.

—¡¿Y qué pasa si no quiero que el Entramado continúe?! —bramó.

Adelantó un paso, justo hasta el borde de la roca, con la llave apretada contra el pecho.

—¡Vivimos la misma vida! —les gritó—. Una vez y otra y otra. Cometemos los mismos errores. Los reinos incurren en las mismas majaderías. Los dirigentes les fallan a sus pueblos sin solución de continuidad. ¡Los hombres siguen haciendo daño y odiando y muriendo y matando!

Las ráfagas de viento lo zarandeaban, azotaban la tosca chaqueta marrón y el excelente pantalón teariano. Pero propagaban sus palabras, haciéndolas eco en las rocas resquebrajadas del Monte del Dragón. El nuevo aire era frío y vivificante. El tejido de Aire lo protegía y lo mantenía con suficiente calor para sobrevivir, pero eso no impedía que el helor lo traspasara. Porque tampoco él lo habría querido así.

—¿Y qué pasa si creo que todo carece de sentido? —demandó con la voz potente de un rey—. ¿Qué pasa si no quiero que siga girando? ¡Vivimos a costa de la sangre de otros! Y a esos otros se los olvida. ¿De qué sirve tanto sacrificio si todo lo que sabemos se desvanecerá? ¡Grandes hazañas o grandes tragedias, ni unas ni otras significan nada! ¡Se convertirán en leyendas, las leyendas caerán en el olvido y después todo volverá a empezar de nuevo!

La llave de acceso empezó a brillar en la mano de Rand. Sobre él, las nubes parecieron hacerse más oscuras.

La rabia latía en su interior al mismo ritmo que el corazón, exigiendo que la dejara salir.

—¿Qué pasa si él tiene razón? —bramó—. ¿Qué pasa si es mejor que todo esto acabe? ¿Qué pasa si la Luz ha sido una mentira desde el principio y esto no es más que un castigo? Vivimos una y otra vez, debilitándonos, muriéndonos, eternamente atrapados. ¡Destinados a sufrir la misma tortura por siempre jamás!

El Poder penetró en Rand como olas llenando un nuevo océano. Revivió, regocijándose en el saidin, sin importarle el hecho de que el brillante despliegue debía de ser visible para todos los encauzadores varones. Se sentía irradiar con el Poder como un sol para el mundo que estaba allá abajo.

—¡NADA DE ESTO IMPORTA!

Cerró los ojos y siguió absorbiendo más y más Poder, se sintió como sólo se había sentido en otras dos ocasiones. Una, cuando había limpiado el saidin. Otra, cuando había creado esa montaña.

Y siguió absorbiendo más.

Sabía que tanto Poder lo destruiría, pero eso también había dejado de importarle. La rabia que llevaba acumulándose dentro de él durante dos años emergió y se liberó, desatándose por fin. Extendió los brazos en cruz, con la llave de acceso en la mano. Lews Therin había hecho bien en inmolarse y crear el Monte del Dragón. Sólo que no había llegado todo lo lejos que tendría que haber llegado.

Rand recordaba ese día. El humo, el estruendo, los horribles dolores de una Curación que lo había llevado de vuelta a la cordura en medio de un palacio derruido. Pero esos dolores no fueron nada comparados con el tormento de la lucidez, con la agonía de contemplar las hermosas paredes destrozadas, de ver montones de cadáveres de familiares arrojados al suelo como harapos desechados.

De ver a Ilyena a sus pies, con el dorado cabello desparramado por el suelo.

Percibió el palacio a su alrededor, sacudido por los sollozos del propio mundo. ¿O era el Monte del Dragón, que vibraba por la inmensidad del Poder que lo henchía a él en este momento?

Olió el aire cargado del metálico efluvio de la sangre, de la peste del hollín, del hedor a muerte. Y de dolor. ¿O era el olor de un mundo agonizante, ese que ahora se extendía ante él?

Los vientos arremolinados empezaron a azotarlo. Por encima, nubes colosales se retorcían sobre sí mismas como arcaicos leviatanes deslizándose por negras profundidades abismales.

Lews Therin había cometido un error. Había muerto, pero había dejado al mundo vivo, herido, renqueando para seguir adelante. Había dejado la Rueda del Tiempo girando, rotando, pudriéndose y trayéndolo a él de vuelta una vez más. No podía escapar de aquello. No sin ponerle fin a todo.

—¿Por qué? —musitó Rand a los vientos que giraban en un desenfrenado torbellino a su alrededor.

El Poder que penetraba en él a través de la llave de acceso era mayor aún que el que había absorbido durante la limpieza del saidin. Quizá mayor de lo que ningún hombre había absorbido jamás. Tan inmenso que bastaría para deshacer el mismísimo Entramado y conseguir la paz definitiva.

—¿Por qué hemos de hacer esto otra vez? —susurró—. Ya he fracasado antes. Ella ha muerto a mis manos. ¿Por qué me haces vivirlo de nuevo?

En el cielo restalló un relámpago y el retumbo del trueno lo zarandeó. Al borde mismo del vacío que se precipitaba en una caída de miles y miles de pies, en medio de un vendaval gélido, Rand cerró los ojos. A través de los párpados percibía la cegadora luz de la llave de acceso. El Poder que lo henchía reducía esa luz a algo intrascendente. Él era el sol. Era el fuego. Era la vida y la muerte.

¿Por qué? ¿Por qué tenían que hacer aquello una vez y otra? El mundo no podía darle respuestas.

Rand alzó los brazos todo cuanto le fue posible, convertido en un canal de poder y energía. La encarnación de la muerte y la destrucción. Él le pondría fin. Pondría fin a todo y libraría a los hombres del sufrimiento dándoles, finalmente, el descanso.

Pondría fin a tener que vivir una y otra y otra vez. ¿Por qué? ¿Por qué les hacía esto el Creador? ¿Por qué?

«¿Que por qué volvemos a vivir?», preguntó de forma inesperada Lews Therin con una voz clara, precisa.

«Sí, dímelo —suplicó Rand—. ¿Por qué?»

«El porqué… —empezó Lews Therin, y con una pasmosa lucidez, sin el más leve asomo de locura en él, habló queda, reverentemente—. Acaso… Sí… Quizás es para que tengamos una segunda oportunidad».

Rand se quedó petrificado. El vendaval lo azotaba sin tregua, pero no lo movería. El Poder vaciló en su interior, suspendido como el hacha de un verdugo, trémula, sobre el cuello del criminal. Tal vez no esté en tu mano elegir las tareas que te encomienden —oyó la voz de Tam, sólo un recuerdo que se repetía en su mente—, pero sí puedes escoger por qué las llevas a cabo.

¿Por qué? ¿Por qué vas a la batalla, Rand? ¿Con qué objeto?

¿Por qué?

Todo estaba en silencio. Hasta la tempestad, los vientos, el estruendo de los truenos. Todo era silencio.

«¿Que por qué? —pensó Rand, maravillado—. Porque cada vez que vivimos, volvemos a amar».

Ésa era la respuesta. Todo le llegó de golpe: las vidas vividas, los errores cometidos, el amor cambiándolo todo. En su visión mental vio el mundo entero iluminado por el brillo que salía de su mano. Recordó vidas, centenares de ellas, miles, extendiéndose hasta el infinito. Recordó el amor, y la paz, y la alegría, y la esperanza.

En ese instante, de repente, se le ocurrió algo asombroso. «¡Si yo vuelvo a vivir, entonces ella también podría vivir de nuevo!»

Ésa era la razón de que luchara. Ésa era la razón para vivir otra vez. Y ésa era la respuesta a la pregunta de Tam: «Lucho porque la última vez fracasé. Lucho porque quiero enmendar lo que hice mal».

«Quiero hacerlo bien esta vez».

El Poder que lo henchía alcanzó un crescendo y, dirigiéndolo a través de la llave de acceso, lo enfocó hacia su origen. El ter’angreal estaba conectado a una fuerza mucho mayor, un inmenso sa’angreal situado al sur, un objeto de Poder construido para detener al Oscuro. Demasiado poderoso, habían dicho algunos. Demasiado poderoso para utilizarlo siquiera. Demasiado aterrador.

Rand esgrimió el poder del sa’angreal contra el propio objeto y machacó la lejana esfera, despedazándola como si la aplastaran las manos de un gigante.

El Choedan Kal explotó.

El Poder titiló y se apagó.

La tempestad cesó.

Y Rand abrió los ojos por primera vez desde hacía mucho tiempo. De algún modo sabía que no volvería a oír la voz de Lews Therin en su mente. Y no la oiría porque no eran dos hombres y nunca lo habían sido.

Contempló el mundo que se extendía a sus pies. En lo alto, las nubes se abrieron por fin, aunque sólo un hueco, justo encima de él. La oscuridad se dispersó, y Rand vio el sol suspendido sobre su cabeza.

Alzó la vista hacia el astro y sonrió. Entonces soltó una risa profunda, ronca, genuina, pura.

Cuánto tiempo hacía. Cuánto. Demasiado.

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