36 La muerte de Tuon

Emprendí viaje en Tear —empezó Verin tras sentarse en la mejor silla de Mat, hecha con madera de nogal oscuro y un bonito cojín color avellana. Tomás se situó detrás de ella, apoyada la mano en el pomo de la espada—. Mi propósito era llegar a Tar Valon.

—Entonces, ¿cómo es que habéis acabado aquí? —preguntó Mat, todavía suspicaz, a la par que se acomodaba en el banco con cojines.

Odiaba ese mueble; era imposible encontrar una postura en la que sentirse a gusto. Los cojines no servían de mucho; a saber cómo, hacían que el asiento resultara más incómodo. El maldito banco debía de haber sido diseñado por unos chiflados trollocs bizcos y construido con los huesos de condenados. Ésa era la única explicación razonable.

Rebulló en el asiento y estuvo a punto de pedir que le llevaran otra silla, pero Verin siguió hablando. Mandevwin y Talmanes se hallaban presentes, el primero de pie y con los brazos cruzados, y el segundo sentado en el suelo. Thom también estaba sentado en el suelo, al otro lado de la tienda, y observaba a Verin con mirada evaluadora. Se encontraban en la tienda de audiencias más pequeña, pensada para conferencias cortas entre oficiales. Mat no quería que la Aes Sedai entrara en el pabellón, ya que había dejado extendidos los mapas de Brisafiel con los planes de asalto a la ciudad.

—También yo me he hecho la misma pregunta, maese Cauthon —repuso Verin, sonriente, con el envejecido Guardián plantado a su espalda—. ¿Cómo he acabado aquí? Desde luego, no era ésa mi intención. Y, sin embargo, aquí estoy.

—Lo decís como si fuera un suceso fortuito, Verin Sedai —intervino Mandevwin—. ¡Pero hablamos de una distancia de varios cientos de leguas!

—Además —añadió Mat—, podéis Viajar. Así que, si vuestra intención es ir a la Torre Blanca, entonces ¿por qué no Viajáis allí y se acabó?

—Buenas preguntas, ya lo creo —dijo la Aes Sedai—. ¿Podría tomar un poco de té?

Mat suspiró, rebulló un poco más en el condenado sillón e hizo un gesto a Talmanes para que pidiera el té. El noble se levantó y salió unos instantes para transmitir la orden, hecho lo cual entró de nuevo y se sentó.

—Gracias. Tengo la boca seca —comentó Verin.

Transmitía ese aire distraído tan común entre las hermanas del Ajah Marrón. A causa de las lagunas en la memoria, el primer encuentro que Mat había tenido con Verin era un recuerdo borroso. De hecho, todo lo relacionado con ella lo era, pero sí recordaba su impresión de que la Marrón tenía el temperamento propio de los estudiosos.

Esta vez, al observarla, su afectación le pareció demasiado exagerada, como si se apoyara en las ideas preconcebidas sobre las Marrones y las utilizara para engañar a la gente, igual que un timador callejero que da gato por liebre a los muchachos pueblerinos con un ingenioso juego de barajar tres cartas.

La mujer lo miró. ¿Y esa sonrisa apenas insinuada en la comisura de los labios? ¿Era la sonrisa de un tramposo al que no le importaba que uno estuviera al tanto de su timo? Ahora que uno lo entendía, los dos podían disfrutar del juego y, tal vez, colaborando podrían embaucar a otros.

—¿Eres consciente de la enorme fuerza que tienes como ta’veren, joven? —preguntó Verin.

—Es Rand el que buscáis para ese tipo de cosas —contestó Mat, encogiéndose de hombros—. A decir verdad, comparado con él soy poca cosa.

—Oh, no se me ocurriría minimizar la importancia del Dragón —comentó Verin entre risas—. Pero es imposible que ocultes tu luz con su sombra, Matrim Cauthon. Al menos, no puedes esconderla en presencia de cualquiera que no sea ciego. En cualquier otro momento, habrías sido el ta’veren vivo más poderoso. Probablemente el más poderoso habido desde hace siglos.

Mat se agitó en el banco. Maldición, cómo detestaba que al hacer eso diera la impresión de que estaba nervioso. A lo mejor debería ponerse de pie.

—¿De qué habláis, Verin? —dijo en cambio. Se cruzó de brazos e intentó fingir, al menos, que se sentía cómodo.

—Hablo de cómo tiraste de mí a través de medio continente.

La sonrisa de la mujer se hizo más amplia justo en el momento en que un soldado entraba con una humeante taza de té con menta. La Aes Sedai la sostuvo en las manos, agradecida, y el soldado se retiró.

—¿Tirar de vos? —se extrañó Mat—. Pero si erais vos quien me buscaba a mí.

—Sólo después de llegar a la conclusión de que el Entramado tiraba de mí hacia alguna parte. —Verin sopló la infusión—. Lo que significaba Perrin o tú. No podía ser Rand, puesto que dejarlo a él me resultó fácil.

—¿A Rand? —Mat rechazó otra oleada de colores—. ¿Estuvisteis con él?

Verin asintió con la cabeza.

—¿Y cómo…? ¿Qué tal se encontraba? ¿Está…? Bueno, ya sabéis…

—¿Loco? —preguntó la Aes Sedai.

Mat asintió con la cabeza.

—Me temo que sí —contestó Verin con una mueca que le inclinó un tanto las comisuras de los labios—. Sin embargo, creo que sigue manteniendo el control de sí mismo.

—El jodido Poder Único —rezongó Mat mientras metía la mano bajo la camisa para sentir el reconfortante tacto del medallón de la cabeza de zorro.

—Oh, no estoy segura de que los problemas del joven al’Thor se deban exclusivamente al Poder, Matrim —comentó la Marrón, alzando la cabeza para mirarlo—. Muchos querrían culpar al saidin por sus estallidos de mal genio, pero hacer eso sería pasar por alto las increíbles presiones que hemos cargado sobre los hombros de ese pobre muchacho.

Mat miró a Thom con una ceja enarcada.

—Sea como sea, no se puede culpar demasiado a la infección. —Verin dio un sorbo de té antes de añadir—: Y no se puede porque ya no lo afecta.

—¿No? ¿Es que ha decidido dejar de encauzar? —se sorprendió Mat.

La Aes Sedai se echó a reír.

—Antes dejaría un pez de nadar. No, la infección no lo afecta porque ya no existe. Al’Thor limpió el saidin.

—¿Qué? —exclamó Mat al tiempo que se sentaba erguido.

Verin bebió otro poco de té.

—¿Habláis en serio? —preguntó Mat.

—Completamente en serio.

Mat echó otra ojeada a Thom. Entonces se estiró la chaqueta y se pasó las manos por el pelo.

—¿Qué haces? —preguntó Verin, divertida.

—No lo sé —contestó, un tanto avergonzado—. Supongo que tendría que sentirme diferente o algo. El mundo entero está cambiando a nuestro alrededor, ¿no es cierto?

—Podría decirse así, aunque yo argumentaría que la limpieza del saidin es como un guijarro arrojado a un estanque. Las ondas tardarán un tiempo en llegar a la orilla.

—¿Un guijarro? ¿Un guijarro? —repitió Mat.

—Bueno, digamos más bien una roca.

—Una jodida montaña, si queréis saber mi opinión —rezongó Mat, que volvió a acomodarse en el odioso banco.

Verin rió entre dientes. Puñeteras Aes Sedai. ¿Es que todas tenían que ser así? Seguro que era otro juramento que hacían y del que no hablaban a nadie, algo relacionado con actuar en plan misterioso. Mat la observó con fijeza y por fin le preguntó:

—¿A qué viene esa risita?

—A nada en particular. Es que imagino que dentro de poco vas a experimentar parte de lo que he experimentado yo este último mes.

—¿Experimentar qué?

—Bueno, creo que hablaba sobre eso antes de que nos saliéramos del tema desviándonos hacia asuntos irrelevantes.

—Sí, tan irrelevantes como la maldita limpieza de la Fuente Verdadera —rezongó Mat—. ¡Por favor!

—Bien, pues, experimenté un suceso realmente curioso —continuó Verin haciendo caso omiso de él, por supuesto—. Puede que no lo sepas, pero para Viajar desde un sitio hay que pasar cierto tiempo en él para conocerlo. Por lo general, pasar la noche en ese lugar es suficiente. En consecuencia, después de separarme del Dragón me dirigí a un pueblo cercano y alquilé una habitación en la posada. Me instalé y memoricé el cuarto a fin de abrir un acceso a la mañana siguiente.

»En mitad de la noche, sin embargo, me despertó el posadero. Explicó, muy consternado, que tenía que trasladarme a otra habitación. Por lo visto, se había descubierto una filtración en el tejado, encima del cuarto en el que estaba yo, y no tardaría en gotear agua por el techo. Protesté, pero él se mostró insistente.

»Así pues, me trasladé al otro lado del pasillo y empecé a memorizar esa habitación. Justo cuando empezaba a notar que conocía el cuarto lo bastante bien para abrir un acceso, volvieron a interrumpirme. Esta vez, el posadero (más azorado que antes) explicó que su esposa había perdido el anillo en esa habitación mientras hacía la limpieza por la mañana. La mujer se había despertado en plena noche y estaba muy disgustada. El posadero, que parecía muy cansado, me pidió con aire de disculpa que me trasladara de nuevo.

—¿Y qué? Simple coincidencia, Verin.

La Marrón lo miró con una ceja enarcada y después sonrió mientras Mat se movía en el banco ¡Maldición, no se sentía incómodo!

—Me negué a cambiar de cuarto, Matrim —prosiguió Verin—. Le dije al posadero que registrara la habitación después de que me marchara y le prometí que si encontraba un anillo no me lo llevaría, tras lo cual le cerré la puerta en las narices. —Bebió otro sorbo de infusión—. Pocos minutos después, la posada empezaba a arder. Por lo visto saltó un carbón de la chimenea al suelo y acabó incendiando el edificio hasta los cimientos. Todo el mundo escapó ileso, afortunadamente, pero el siniestro destruyó la posada. Cansados y con los ojos llorosos, Tomás y yo tuvimos que trasladarnos al siguiente pueblo y buscar allí habitaciones.

—¿Y qué? Sigue pareciéndome una casualidad —insistió Mat.

—Esto se repitió durante tres días —dijo Verin—. Incluso hubo interrupciones cuando intenté memorizar áreas exteriores, fuera de edificios. Un transeúnte ocasional que pedía compartir el fuego, un árbol que se desplomaba en el campamento, un rebaño de ovejas que pasaba por allí, una tormenta inesperada… Diversos acontecimientos fortuitos lograron impedir que aprendiera de memoria la zona.

Talmanes soltó un suave silbido y Verin asintió con la cabeza.

—Cada vez que intentaba memorizar un lugar, pasaba algo —prosiguió la Aes Sedai—. Por alguna razón, me veía obligada a moverme. En cambio, cuando decidía no intentar aprender de memoria una ubicación y no planeaba crear un acceso, no ocurría nada. Otra persona habría seguido camino adelante renunciando de momento al Viaje, pero mi carácter se impuso y empecé a estudiar el fenómeno. Era muy regular.

«Maldición», pensó Mat. Ése era el tipo de cosas que se suponía que debía de hacer Rand a otras personas, pero no él.

—Según vuestra explicación, seguiríais cerca de Tear —dijo en voz alta.

—Sí, pero enseguida empecé a notar como un tirón, como si algo tirara de mí. Como si…

—¿Como si alguien os tuviera enganchada por dentro con un anzuelo? —la interrumpió Mat al tiempo que rebullía otra vez—. ¿Como si tirara desde muy lejos, con tironcitos suaves pero insistentes?

—En efecto —contestó con una sonrisa Verin—. Qué descripción tan ingeniosa.

Mat no respondió.

—Decidí hacer uso de un medio más corriente para emprender viaje —prosiguió la Marrón—. Pensé que quizá mi incapacidad para Viajar tenía que ver con la proximidad de al’Thor o quizá con la perturbación en el Entramado debida a la influencia del Oscuro. Conseguí sitio en una caravana de mercaderes que viajaban hacia el norte, en dirección a Cairhien. Había una carreta vacía que accedieron a alquilarme por una tarifa razonable. Estaba muy fatigada por haber pasado despierta casi todas esas noches debido a incendios, llantos de bebés y continuos desplazamientos de una posada a otra. Tanto es así que me temo que dormí más de lo debido, y Tomás también.

Cuando despertamos, nos llevamos una sorpresa al descubrir que la caravana había cambiado el rumbo hacia el noroeste, en lugar de dirigirse hacia Cairhien. Hablé con el jefe de la caravana, el cual me explicó que había recibido una información de última hora respecto a que sus mercancías obtendrían un precio mucho mejor en Murandy que en Cairhien. Mientras me lo explicaba, cayó en la cuenta de que tendría que haberme advertido del cambio, pero se había olvidado de hacerlo. —Verin tomó otro sorbo de infusión.

»Fue entonces cuando ya no me cupo la menor duda de que me estaban dirigiendo. Casi nadie se habría dado cuenta, supongo, pero yo hice un estudio sobre la naturaleza de los ta’veren. La caravana no se había desviado hacia Murandy hacía mucho, sólo un día de viaje, pero eso, mezclado con la sensación de que tiraban de mí, fue suficiente. Hablé con Tomás y decidimos evitar ir a donde nos llevaban a la fuerza. Rasar es un sustituto inferior al Viaje, pero no impone la limitación de tener que conocer el lugar de partida. Abrí un acceso, pero cuando llegamos al final del viaje… ¡No aparecimos en Tar Valon, sino en un pueblecito al norte de Murandy!

»Eso no tendría que haber pasado. Sin embargo, cuando Tomás y yo lo meditamos nos dimos cuenta de que cuando yo abrí el acceso él estaba hablando con agrado de una excursión de caza a la que había ido en cierta ocasión, en el pueblo de Brisafiel, y en ese momento debí de tener la mente centrada en la localidad equivocada.

—Y aquí estamos —intervino Tomás, de pie tras la silla de su Aes Sedai, cruzado de brazos y con aire descontento.

—En efecto. Curioso, ¿no crees, joven Matrim? Me refiero a que acabara sin querer aquí, en tu camino, justo cuando necesitabas mucho de alguien que creara un acceso para tu ejército.

—Sigue siendo posible que se trate de una coincidencia.

—¿Y la sensación de que tiren de ti?

A eso Mat no supo qué decir.

—La coincidencia es cómo funciona el ser ta’veren —indicó Verin—. Te encuentras un objeto desechado que para ti es muy útil, u ocurre que te topas con alguien justo en el momento oportuno. Qué casualidad que las casualidades funcionen a tu favor, ¿no lo has notado? —Sonrió—. ¿Quieres apostarlo a una tirada de dados?

—No —respondió con desgana.

—Pero hay algo que me importuna —comentó Verin—. ¿No ha habido otra persona que por casualidad se cruzara en tu camino? al’Thor cuenta con esos Asha’man registrando la campiña en busca de varones con capacidad de encauzar, e imagino que áreas rurales como ésta encabezan sus listas, ya que es más probable que los encauzadores pasen inadvertidos en sitios así. Uno de ellos podría haber aparecido en tu camino y facilitarte un acceso.

—No es probable —repuso Mat con un escalofrío—. No pienso dejar a la Compañía en manos de esos tipos.

—¿Ni siquiera para llegar a Andor en un abrir y cerrar de ojos?

Mat vaciló. Bueno, tal vez por eso…

—Yo tenía que estar aquí por alguna razón —manifestó la Marrón, cavilosa.

—Sigo pensando que estáis dándole demasiada importancia a esto. —Sin poder evitarlo, Mat se agitó de nuevo en el condenado banco.

—Tal vez sí. O tal vez no. En primer lugar, deberíamos negociar el precio por llevaros a Andor. Supongo que quieres ir a Caemlyn, ¿verdad?

—¿Precio? ¡Pero si pensáis que el Entramado os ha forzado a venir hasta aquí! ¿Por qué me pedís un precio a mí?

—Porque mientras te esperaba… —alzando el índice dijo la Marrón— y para ser sincera no sabía si serías tú o el joven Perrin… comprendí que podía proporcionarte varias cosas que nadie más podría darte. —Buscó en un bolsillo del vestido y sacó varios papeles. Uno era el dibujo de Mat—. No me has preguntado de dónde lo saqué.

—Sois Aes Sedai —repuso Mat con gesto indiferente—. Supuse que vos… Bueno, ya sabéis, que lo habríais «saidareado».

—¿saidareado? —repitió ella en tono inexpresivo.

Mat se encogió de hombros.

—Este papel lo recibí, Matrim…

—Llamadme Mat —la interrumpió.

—Recibí este dibujo, Matrim —repitió la Marrón dando énfasis al nombre completo—, de una persona que es servidora de la Sombra y que me tiene por una Amiga Siniestra. Me dijo que uno de los Renegados había ordenado asesinar a los hombres que aparecen en estos dibujos. Perrin y tú corréis un gran peligro.

—No me sorprende. —Mat disimuló el escalofrío que el anuncio de la Aes Sedai le produjo—. Verin, los Amigos Siniestros tratan de acabar conmigo desde el día que salí de Dos Ríos. —Hizo una pausa—. Mejor dicho, desde un día antes de salir de Dos Ríos. ¿Qué tiene eso de nuevo?

—Esto es diferente —aseguró Verin, que se puso seria—. El nivel de peligro en el que te encuentras… Yo… En fin, pongamos que corres peligro, mucho peligro. Te sugiero que durante las próximas semanas tengas muchísimo cuidado.

—Siempre lo tengo.

—Bueno, pues ten más aún. Escóndete. No corras riesgos. Serás esencial antes de que esto haya acabado.

Mat se encogió de hombros. ¿Esconderse? Podría disfrazarse. Con ayuda de Thom sin duda cambiaría de tal forma que ni sus hermanas lo reconocerían.

—Podría hacer algo al respecto —dijo—. Un precio condenadamente bajo. ¿Cuánto tardaréis en llevarnos a Caemlyn?

—Eso no era mi precio, Matrim —lo sacó de su error la Marrón, divertida—. Sólo era una sugerencia. Un consejo al que deberías prestar oídos.

A continuación sacó un papel doblado que tenía debajo del dibujo y que estaba cerrado con un sello de cera roja como sangre.

—¿Qué es? —preguntó Mat al tiempo que lo tomaba con aire dubitativo.

—Son instrucciones que tendrás que seguir al décimo día de que os haya dejado en Caemlyn.

Mat se rascó el cuello, frunció el entrecejo e hizo intención de romper el sello.

—No abrirás las instrucciones hasta ese día —advirtió Verin.

—¿Qué? Pero…

—Ése es mi precio —se limitó a establecer la Aes Sedai.

—Maldita mujer. —Mat miró de nuevo el papel—. No pienso comprometerme a hacer nada sin saber de antemano qué es.

—Dudo mucho que mis instrucciones te parezcan rigurosas, Matrim.

Mat contempló el sello un instante y después se puso de pie.

—Ni hablar.

La Marrón frunció los labios.

—Matrim, tú no…

—Llamadme Mat —insistió mientras recogía el sombrero que tenía encima de los cojines—. Y he dicho que no hay trato. Estaré en Caemlyn dentro de veinte días de marcha, de todos modos. —Apartó las lonas de la entrada de la tienda y señaló hacia afuera—. No voy a permitir que me convirtáis en vuestra marioneta, mujer.

La Marrón no se movió, aunque sí frunció el entrecejo.

—Había olvidado lo difícil que puedes llegar a ser —dijo.

—De lo cual me enorgullezco —replicó Mat.

—¿Y si llegamos a un entendimiento, una solución intermedia? —propuso Verin.

—¿Me diréis qué hay en ese puñetero papel?

—No. Porque cabe la posibilidad de que no necesite que lleves a cabo las instrucciones que contiene. Confío en poder volver para liberarte de la carta y dejar que sigas tu camino. Pero si me es imposible…

—¿Cuál es pues la solución intermedia? —quiso saber Mat.

—Podrás elegir no abrir la carta y quemarla. Pero, si lo haces, tendrás que esperar cincuenta días en Caemlyn, por si acaso yo tardara en volver más de lo calculado.

Esa propuesta le dio que pensar. Cincuenta días era una larga espera, pero si era en Caemlyn, en lugar de viajando con sus propios medios…

¿Estaría Elayne en Caemlyn? Había estado preocupado por ella desde que había escapado de Ebou Dar. Si estuviera allí, al menos él podría conseguir que se empezara enseguida con la producción de los dragones de Aludra.

Pero ¿cincuenta días? ¿Esperando? ¿O eso o abrir la maldita carta y hacer lo que ponía en ella? No le gustaba ninguna de las dos opciones.

—Veinte días —fue su contraoferta.

—Treinta —contestó Verin mientras se ponía de pie y alzaba un dedo para cortar las objeciones que él iba a hacer—. Una solución intermedia, Mat. Entre el colectivo de Aes Sedai, creo que te pareceré mucho más flexible y dispuesta a entrar en razón que la mayoría. —Le tendió la mano.

Treinta días. Podría esperar treinta días. Miró la carta que tenía en las manos. Podría resistir la tentación de abrirla, y esperar treinta días no sería realmente una pérdida de tiempo, sólo un poco más de lo que habría tardado en llegar por sus medios a Caemlyn. ¡De hecho, el acuerdo era una puñetera ganga! Necesitaba unas cuantas semanas para poner en marcha la fabricación de los dragones, y necesitaba tiempo para descubrir algo más sobre la Torre de Ghenjei y de las serpientes y los zorros. Thom no podría protestar ya que, de todos modos, habrían tardado otras dos semanas en llegar a Caemlyn.

Verin lo observaba con un asomo de preocupación en el rostro. No debía dejar traslucir lo complacido que estaba. «Si esa mujer se da cuenta, encontrará algún modo de subirte el precio», se dijo para sus adentros.

—Treinta días —aceptó con aparente renuencia; le estrechó la mano—. Pero, cuando hayan pasado, podré marcharme.

—O puedes abrir la carta dentro de diez días y hacer lo que pone —le recordó Verin—. Una de las dos cosas, Matrim. ¿Tengo tu palabra?

—La tenéis. Pero no pienso abrir la puñetera carta. Voy a esperar treinta días y después seguiré adelante con mis asuntos.

—Veremos —dijo la Aes Sedai, sonriendo para sus adentros y soltándole la mano.

Dobló el dibujo y después sacó un pequeño portafolio del bolsillo. Lo abrió y metió dentro el dibujo; al hacerlo, Mat advirtió que dentro había un montoncito de papeles doblados y sellado, iguales que el que sostenía él en la mano. ¿Qué propósito tendrían?

Una vez que las cartas se encontraron a buen recaudo en el bolsillo, Verin sacó una gema traslúcida, un broche tallado en forma de lirio.

—Ordena que levanten el campamento, Matrim. Necesito hacer tu acceso lo antes posible, porque dentro de poco yo también he de Viajar.

—Muy bien. —Mat bajó la vista a la carta doblada y sellada que tenía en la mano. ¿Por qué actuaba Verin de un modo tan enigmático?

«¡Rayos y centellas! No voy a abrirla. Ni hablar».

—Mandevwin —llamó—, conduce a Verin Sedai a su tienda para que espere allí mientras se levanta el campamento y designa a un par de soldados para que la atiendan en cualquier cosa que necesite. Asimismo, informa a las otras Aes Sedai que Verin Sedai se encuentra aquí. Probablemente les interesará saber que ha venido, siendo como son Aes Sedai.

Mat se guardó la carta sellada debajo del cinturón y se dispuso a salir de la tienda, aunque antes añadió:

—Y que alguien le prenda fuego a ese jodido banco. No puedo creer que hayamos cargado con ese armatoste todo el camino.


Tuon había muerto. Suprimida, desechada, olvidada. Tuon había sido la Hija de las Nueve Lunas. Ahora ya sólo era una constancia dejada por escrito en la historia.

Fortuona era emperatriz.

Fortuona Athaem Devi Paendrag besó ligeramente en la frente al soldado cuando el hombre, inclinada la cabeza, se arrodilló ante ella en la corta hierba. Con el húmedo calor altaranés daba la impresión de que el verano hubiera llegado ya, pero la hierba —que sólo unas pocas semanas antes parecía exuberante y llena de vida— se había atrofiado y empezaba a amarillear. ¿Dónde estaba la yerba silvestre, los acantos, las centauras, los azulejos? Esa primavera las plantas no germinaban como era debido. Al igual que ocurría con el grano, se estropeaban y morían antes de haber crecido.

El soldado arrodillado ante Fortuona era uno de entre cinco. Detrás de los cinco soldados había doscientos miembros de los Puños del Cielo, la mejor unidad de elite de sus fuerzas de ataque. Vestían petos de oscuro cuero y yelmos de madera ligera y cuero, en forma de cabeza de insecto. Tanto los yelmos como los petos estaban adornados con el emblema del puño cerrado. Y cincuenta pares de sul’dam y damane, incluidas Dali y su sul’dam Malahavana, que Fortuona había dado para la causa. Había sentido la necesidad de sacrificar algo personal para la misión más importante de todas.

Dirigidos por sus cuidadores a fin de que estuvieran preparados para el vuelo, cientos de to’raken caminaban arremolinados por los corrales que había detrás. Para entonces, una bandada de raken ya volaba en gráciles círculos.

Fortuona bajó la vista hacia el soldado arrodillado ante ella y posó los dedos en la frente del hombre, donde antes lo había besado.

—Que tu muerte traiga la victoria —pronunció suavemente las palabras del ritual—. Que tu cuchillo derrame sangre. Que tus hijos canten tus alabanzas hasta el último amanecer.

El hombre inclinó más la cabeza. Como los otros cuatro que estaban en la fila, vestía de cuero negro. Tenía tres cuchillos colgados del cinturón, pero no llevaba capa ni yelmo. Era un hombre menudo; todos los miembros de los Puños del Cielo lo eran, y la mitad de la unidad la componían mujeres. El peso ligero siempre era una característica de quienes emprendían misiones con los to’raken. En un asalto, eran preferibles dos soldados pequeños y bien entrenados que un soldado grandullón con una pesada armadura.

La tarde llegaba a su fin; el sol empezaba a ponerse. El teniente general Yulan —que conduciría personalmente a la fuerza atacante— consideraba que era mejor emprender vuelo al acabar el día. Su misión daría comienzo en la oscuridad, la cual los ocultaría de quienes pudieran estar oteando el horizonte en Ebou Dar. En otros tiempos tal precaución no habría sido necesaria. ¿Qué importaba si la gente de Ebou Dar veía remontar el vuelo a centenares de to’raken? Las noticias no viajaban tan rápido como las alas raken.

Pero sus enemigos podían viajar mucho más deprisa de lo que deberían. Fuera un ter’angreal, un tejido o cualquier otra cosa lo que les daba esa capacidad, representaba un claro peligro. Mejor ser sigilosos. El vuelo a Tar Valon les llevaría varios días.

Fortuona se dirigió al siguiente soldado de la fila de cinco. Era una mujer y llevaba el cabello negro trenzado. Fortuona la besó en la frente y repitió las palabras rituales. Esos cinco soldados eran Puñales Sanguinarios. El anillo hecho con una piedra de un negro puro, que llevaban todos ellos, era un ter’angreal creado para un propósito en particular: les proporcionaría fuerza y velocidad, además de envolverlos en oscuridad, lo que les permitiría fundirse con las sombras.

Sin embargo, esas increíbles habilidades tenían un precio, porque los anillos absorbían la vida de sus huéspedes y los mataban en cuestión de días. Quitarse el anillo ralentizaría el proceso un poco, pero una vez activado —cosa que se hacía tocándolo con una gota de sangre de la persona mientras lo llevaba puesto— era irreversible.

Esos cinco no iban a regresar. Se quedarían en la retaguardia, fuera cual fuese el resultado del ataque, para matar tantas marath’damane como pudieran. Era un desperdicio terrible —habría que atar a la correa a todas esas damane—, pero mejor matarlas que dejarlas a disposición del Dragón Renacido.

Fortuona se acercó al siguiente soldado de la corta línea y le dio el beso y la bendición.

Habían cambiado tantas cosas en los días transcurridos desde su entrevista con el Dragón Renacido… Su nuevo nombre era sólo una de esas manifestaciones. Ahora incluso la Alta Sangre tenía que postrarse a menudo ante ella. Sus so’jhin —incluida Selucia— se habían rasurado la cabeza. A partir de ahora, mantendrían el lado derecho de la cabeza afeitado y se dejarían crecer el pelo en el lado izquierdo, trenzándolo a medida que creciera. De momento, se cubrían ese lado del cráneo con un gorro.

Los plebeyos caminaban con más confianza, con más orgullo. Volvían a tener una emperatriz. Con tantas cosas malas que pasaban en el mundo, al menos ésta era buena.

Fortuona besó al último de los cinco Puñales Sanguinarios y pronunció las palabras que los condenaban a muerte, si bien también los elevarían al heroísmo. Retrocedió, con Selucia a su lado, y el general Yulan dio un paso adelante e hizo una profunda reverencia.

—Que la emperatriz, así viva para siempre, sepa que no le fallaremos.

—Lo sabe —respondió Selucia—. La Luz os guíe. Sabed que Su Majestad, así viva para siempre, vio hoy que tres pétalos caían de una de las nuevas rosas primaverales del jardín, un augurio que vaticina vuestra victoria. Cumplid el augurio, general, y vuestra recompensa será inmensa.

Yulan se irguió y saludó llevándose el puño al pecho, de forma que el metal sonó contra el metal. Después condujo a los soldados hacia los corrales de los to’raken, con los cinco Puñales Sanguinarios delante. En cuestión de segundos, la primera criatura corría a lo largo del pasto que había detrás del corral, marcado con postes y banderolas, y a continuación se elevaba en el aire. La siguieron los demás, una escuadrilla, más de los que Fortuona había visto nunca volando a la vez en el cielo. Al tiempo que moría la última luz del ocaso, viraron hacia el norte.

Por regla general no se utilizaba a los raken y to’raken de ese modo. La mayoría de las incursiones se realizaban transportando las tropas hasta una zona donde hacían escala, y los to’raken esperaban a que los soldados regresaran del ataque. Pero esta incursión era de vital importancia. El plan de Yulan abogaba por un asalto más arrojado, de los que no se solían ver. Damane y sul’dam montadas en to’raken atacando desde el aire. Podía ser el principio de una nueva y brillante táctica. O podía conducirlos al desastre.

—Lo hemos cambiado todo —dijo Fortuona en voz queda—. El general Galgan se equivoca. Esto no situará al Dragón Renacido en una situación peor para negociar, sino que lo pondrá contra nosotros.

—¿Acaso no lo estaba ya? —preguntó Selucia.

—No —respondió Fortuona—. Éramos nosotros los que estábamos contra él.

—¿Y no es lo mismo?

—No —dijo Fortuona mientras observaba la nube de to’raken, apenas visible en el cielo—. Y me temo que pronto sabremos cuán grande es esa diferencia.

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