27 El castrado achispado

Mat no logró escabullirse del campamento sin las Aes Sedai, por supuesto. Malditas mujeres.

Cabalgaba por la antigua vía pavimentada, ahora sin que lo siguiera la Compañía. Sin embargo, iba acompañado por tres Aes Sedai, dos Guardianes, cinco soldados, Talmanes, un caballo de carga y Thom. Por lo menos Aludra, Amathera y Egeanin no se habían empeñado en ir. El grupo ya era demasiado numeroso con los que iban.

Los pinos amarillos que jalonaban la calzada olían a savia, y el aire era una melodía de llamadas de pinzones de montaña. Mat había ordenado que la Compañía se detuviera poco antes del mediodía y aún faltaban varias horas para el ocaso. Cabalgaba un poco adelantado al grupo de Aes Sedai y Guardianes; después de negarle los caballos y los fondos a Joline, esas mujeres no estaban dispuestas a permitir que les ganara otro punto, sobre todo teniendo la posibilidad de obligarlo a llevarlas al pueblo, donde al menos pasarían una noche en una posada disfrutando de lechos blandos y baños calientes.

Tampoco discutió con mucho empeño. Detestaba que se diera más a la lengua a costa de la Compañía, y las mujeres chismorreaban, incluso si eran Aes Sedai. Pero, de todos modos, no era probable que la Compañía pasara sin causar revuelo por el pueblo. Si alguna patrulla seanchan se metía por esos sinuosos caminos de montaña… En fin, la única opción que tenía él era conducir a la Compañía a un paso regular hacia el norte, punto. No servía de nada lamentarse.

Además, empezaba a sentirse bien de nuevo, cabalgando a lomos de Puntos calzada adelante, con el frío airecillo primaveral. Había tomado por costumbre ponerse una de sus chaquetas viejas, una roja con ribetes marrones, desabrochada para dejar a la vista la vieja camisa de color avellana que llevaba debajo.

De eso se trataba, de viajar por pueblos nuevos, jugar a los dados en las posadas, dar pellizcos a unas cuantas camareras… No pensaría en Tuon. Puñetera seanchan. Estaría bien, ¿verdad?

Casi sentía comezón en las manos por las ganas de lanzar los dados. Había pasado muchísimo tiempo desde que había estado sentado en un rincón en alguna parte jugando con tipos corrientes. Llevarían la cara un poco más sucia y usarían un lenguaje más zafio, pero tendrían tan buen corazón como cualquier hombre; o mejor que la mayoría de los nobles.

Talmanes cabalgaba un poco más adelante; probablemente él querría encontrar una taberna mejor, un establecimiento en el que jugar una partida de cartas en lugar de tirar los dados, pero Mat dudaba de que hubiera mucho donde elegir. Era un pueblo de buen tamaño; de hecho, más parecía una ciudad pequeña, aunque no creía probable que tuviera más de tres o cuatro posadas, así que las opciones serían limitadas.

«Un buen tamaño», pensó Mat sonriendo para sus adentros mientras se quitaba el sombrero y se rascaba la nuca. Hinderstap «sólo» tendría tres o cuatro posadas, lo cual lo convertía en una ciudad pequeña. ¡Vaya, pero si aún recordaba cuando consideraba a Baerlon una gran ciudad, y probablemente no era mucho más grande que Hinderstap!

Un caballo se puso a su lado; Thom leía de nuevo aquella maldita carta. El aire agitaba los blancos cabellos del larguirucho juglar, que tenía una expresión pensativa, fija la mirada en las palabras escritas como si no las hubiera leído ya mil veces.

—¿Por qué no guardas eso? —le dijo, y Thom alzó la vista del papel.

A Mat le había costado trabajo convencerlo para que fuera al pueblo con ellos, pero Thom lo necesitaba, le hacía falta distraerse.

—Hablo en serio, Thom —prosiguió—. Sé que estás ansioso por ir en busca de Moraine, pero pasarán semanas antes de que podamos separarnos de los demás para emprender ese viaje. Con leer la carta una y otra vez sólo conseguirás impacientarte.

El juglar asintió en silencio y dobló el papel con actitud reverente.

—Tienes razón, Mat —admitió—. Pero hace meses que llevo encima esta carta y, ahora que la he compartido contigo, me siento… En fin, que lo único que quiero es ponerme a ello.

—Lo sé.

Mat miró hacia el horizonte. Moraine. La Torre de Ghenjei. Casi tuvo la sensación de ver la construcción surgiendo, imponente, a lo lejos. Hacia allí lo llevaba su derrotero, y Caemlyn sólo era un paso más a lo largo del camino. Si Moraine seguía viva… Luz, ¿qué significaría tal cosa? ¿Cómo reaccionaría Rand?

El rescate era otra razón por la que Mat notaba que le hacía falta una buena noche de jugar a los dados. ¿Por qué había accedido a acompañar a Thom para entrar en la torre? Esos jodidos zorros y serpientes… No tenía el menor deseo de volver a verlos.

Pero tampoco podía dejar que Thom fuera solo. Había algo de inevitable en todo aquello, como si una parte de sí mismo hubiera sabido desde el principio que tendría que volver y hacer frente a esas criaturas. Ya se la habían jugado dos veces, y los elfinios le habían embarullado el cerebro con todos esos recuerdos que le habían implantado en la cabeza. Tenía que saldar una cuenta con ellos, de eso no cabía duda.

Mat no sentía mucho aprecio por Moraine, pero no la dejaría en poder de esas criaturas aunque fuera una Aes Sedai. Maldición. Era posible que incluso sintiera la tentación de salvar a uno de los propios Renegados si estuviera atrapado allí.

De hecho, una de las Renegadas lo estaba, porque Lanfear había caído a través del mismo portal que Moraine. Diantre, ¿qué iba a hacer si se topaba con ella? ¿De verdad la rescataría también?

«Eres un idiota, Matrim Cauthon —se increpó—. De héroe, nada, sólo un necio, sin más».

—Iremos a rescatar a Moraine, Thom —dijo luego en voz alta—. Tienes mi palabra, maldita sea. La encontraremos. Pero hemos de dejar a la Compañía en algún lugar seguro, y necesitamos información. Bayle Domon dice que sabe dónde está la torre, pero no me sentiré satisfecho hasta que lleguemos a una ciudad grande y husmeemos en busca de los rumores y chismes que haya sobre esa torre. Alguien tiene que saber algo. Además, necesitaremos suministros, y dudo que encontremos lo que nos hace falta en estos pueblos de montaña. Hemos de llegar a Caemlyn si es posible, aunque, de camino allí, quizás hagamos un alto en Cuatro Reyes.

Thom asintió con la cabeza, aunque a Mat no le pasó inadvertido que lo exasperaba dejar a Moraine atrapada, torturada y quién sabía qué más. En los relucientes ojos azules de Thom había una expresión distante. ¿Por qué le importaba tanto? ¿Qué era Moraine para él sino otra Aes Sedai más, como las responsables de que el sobrino de Thom perdiera la vida?

—Maldición —masculló Mat—. ¡Se supone que no tenemos que pensar en cosas así, Thom! Vamos a pasar una buena noche jugando a los dados y riendo. Y puede que también haya tiempo para una o dos canciones.

Thom asintió de nuevo en silencio, aunque adoptó una expresión más relajada. Detrás de la silla llevaba atado el estuche del arpa, y Mat pensó que sería estupendo verlo abrir otra vez ese estuche.

—¿Tienes pensado hacer malabarismos para sacar gratis la cena otra vez, aprendiz? —preguntó Thom con un brillo divertido en los ojos.

—Mejor eso que intentar tocar la condenada flauta —rezongó Mat—. Nunca se me dio bien. Rand sí que se aficionó a tocarla, ¿verdad?

Los colores giraron dentro de la cabeza de Mat y se concretaron en una imagen de Rand sentado solo en una habitación, con las piernas estiradas; llevaba una camisa profusamente bordada; había una chaqueta negra y roja tirada en el suelo, arrugada, junto a la pared de troncos que estaba a un lado. Rand tenía una mano en la frente, como si tratara de librarse de un dolor de cabeza apretándosela. La otra mano…

El otro brazo terminaba en un muñón. La primera vez que Mat había visto esa imagen —hacía unas pocas semanas— había sufrido una fuerte impresión. ¿Cómo había perdido la mano Rand? Recostado en esa postura, inmóvil, casi ni parecía estar vivo. Sin embargo, daba la impresión de que movía los labios, como si mascullara o hablara entre dientes. «¡Luz! —pensó Mat—. ¡Maldita sea, mira lo que te estás haciendo a ti mismo!»

En fin, al menos no se encontraba cerca de él. «Puedes darte con un canto en los dientes», se dijo Mat para sus adentros. No es que hubiera llevado una vida fácil en los últimos tiempos, pero también podría haberse quedado atrapado cerca de Rand. Sí, claro, Rand era un amigo, pero no tenía intención de estar con él cuando se volviera loco y matara a todos los que conocía. Una cosa era la amistad y otra la estupidez. Lucharían juntos en la Última Batalla, por supuesto; eso era inevitable. Pero esperaba estar al otro lado del campo de batalla, lejos de los dementes encauzadores de saidin.

—Ah, Rand. Ese chico podría haberse ganado la vida como juglar, lo garantizo —comentó Thom—. Puede que incluso como un bardo de verdad si hubiera empezado de más joven.

Mat sacudió la cabeza para desechar esa visión. «Maldición, Rand. Déjame en paz».

—Esos sí que eran buenos tiempos, ¿eh, Mat? —Thom sonrió—. Nosotros tres viajando río Arinelle abajo.

—Y con Myrddraal persiguiéndonos por razones desconocidas —añadió Mat en voz lúgubre—. O Amigos Siniestros intentando apuñalarnos por la espalda cada vez que nos dábamos la vuelta.

—Mejor eso que los gholam y los Renegados tratando de asesinarnos.

—Eso es como decir que das las gracias por tener un nudo corredizo al cuello en vez de una espada en la barriga.

—Al menos te puedes escapar del nudo corredizo, Mat. —Thom se atusó el largo y blanco bigote con los nudillos—. Una vez que tienes clavada la espada, poco puedes hacer al respecto.

Mat vaciló y después se sorprendió estallando en carcajadas. Se frotó el pañuelo que llevaba ceñido al cuello.

—Supongo que tienes razón en eso, Thom. Supongo que tienes razón, sí. En fin, de momento, ¿por qué no olvidamos todo eso por hoy? ¡Venga, finjamos que todo es igual que antes!

—No sé si eso es posible, muchacho.

—Pues claro que sí —insistió Mat, testarudo.

—¿De veras? —preguntó Thom, divertido—. ¿Quieres volver a ser aquel chico que creía que el viejo Thom Merrilin era el hombre más sabio y más viajero que había visto en su vida? ¿Volverás a actuar como un campesino bobalicón que me mira extasiado y se aferra a mi chaqueta cada vez que pasemos por un pueblo en el que haya más de una posada?

—Eh, un momento. Yo no era tan palurdo, ni mucho menos.

—Permíteme que discrepe, Mat —lo contradijo Thom entre risas.

—No recuerdo gran cosa de entonces. —Mat se rascó la cabeza otra vez—. Aunque sí me acuerdo de que Rand y yo no lo hicimos nada mal solos, después de que nos separamos de ti. Al menos llegamos a Caemlyn. Y te llevamos la jodida arpa intacta, ¿o no?

—La madera del marco tenía unos cuantos rasguños…

—¡De eso nada, puñetas! —exclamó Mat al tiempo que lo señalaba con el dedo—. Rand dormía prácticamente con esa arpa. Ni siquiera se nos ocurrió la idea de venderla aunque teníamos tanta hambre que nos habríamos zampado las botas si no las hubiésemos necesitado para llegar a la siguiente ciudad.

Los recuerdos que Mat guardaba de aquellos días eran un tanto confusos, llenos de lagunas, como un cubo de hierro que se hubiera oxidado al dejarlo mucho tiempo a la intemperie. Pero había hilvanado varias cosas.

—No podemos volver al pasado, Mat —dijo Thom, riendo de buena gana—. La Rueda ha girado, para bien o para mal, y seguirá girando mientras se apagan las luces y los bosques oscurecen, mientras las tormentas estallan y el cielo se desploma. La Rueda gira y girará. La Rueda no es la esperanza, es indiferente a todo. Simplemente es, sin más. Pero, mientras gire, la gente tendrá esperanza, sentirá interés. Pues por cada luz que se apague, otra alumbrará con el tiempo, y cualquier tormenta devastadora a la larga se extinguirá. Mientras la Rueda gire. Mientras gire…

Mat guió a Puntos para que rodeara una grieta muy profunda que había en la vieja calzada. Un poco más adelante, Talmanes charlaba con varios de los guardias.

—Eso suena como una canción, Thom —comentó Mat.

—Ajá —convino el viejo juglar, casi con un suspiro—. Es una antigua canción que la mayoría ha olvidado. He descubierto tres versiones, todas con la misma letra, pero entonadas con melodías diferentes. Supongo que el entorno me ha hecho pensar en ella; se cuenta que Doreille en persona escribió el poema original.

—¿El entorno? —preguntó Mat, sorprendido, mientras miraba los pinos amarillos.

Thom asintió con la cabeza.

—Esta calzada es antigua, Mat. Muy antigua. Probablemente lleva aquí desde antes del Desmembramiento. Los puntos de referencia como este entorno tienden a encontrar el modo de entrar a formar parte de canciones y relatos. Creo que esta zona es lo que en tiempos se llamó las Colinas Hendidas. De ser así, entonces nos encontramos en lo que antaño era Coremanda, justo al lado de los Dominios del Águila. Te apuesto a que, si ascendemos a algunas de esas colinas más altas, encontraremos viejas fortificaciones.

—¿Y eso que tiene que ver con Doreille? —preguntó Mat, sintiéndose incómodo.

Doreille había sido reina de Aridhol.

—Que visitó estos parajes —contestó Thom—. Y escribió varios de sus más exquisitos poemas en los Dominios del Águila.

«Lo recuerdo, maldita sea», pensó Mat. Se acordaba de estar en las murallas de la fortaleza situada en las alturas, un lugar muy frío en lo alto de la montaña; contemplaba desde allá arriba una larga y sinuosa calzada destrozada y un ejército con gallardetes morados que cargaba ladera arriba bajo una lluvia de flechas. Las Colinas Hendidas. Una mujer en el balcón. La reina en persona.

Lo sacudió un escalofrío que desvaneció el recuerdo. Aridhol era una de las antiguas naciones que habían existido mucho tiempo atrás, cuando Manetheren era una potencia. La capital de Aridhol tenía otro nombre: Shadar Logoth.

Hacía mucho tiempo que Mat no sentía el tirón de la daga del rubí. Casi empezaba a olvidar lo que había sido estar vinculado a ella, si es que era posible olvidar algo así. Pero a veces recordaba aquel rubí, rojo como su propia sangre, y entonces la vieja ansia, el viejo anhelo, volvía a infiltrarse en su ser…

Mat sacudió la cabeza para rechazar esos recuerdos. ¡Maldición, se suponía que estaba divirtiéndose!

—¡Qué tiempos, muchacho! —comentó Thom con aire distraído—. Últimamente me siento viejo, Mat, como una alfombrilla descolorida que está tendida para que el aire la seque y en la que apenas se insinúan los colores que antaño lucían tan intensos. A veces me pregunto si te soy de alguna utilidad ya. No parece que me necesites.

—¿Qué? ¡Pues claro que te necesito, Thom!

El juglar entrado en años lo miró.

—El problema contigo, Mat, es que eres realmente bueno mintiendo, a diferencia de esos otros dos muchachos.

—¡Hablo en serio! Qué diantres, lo digo de verdad. Supongo que podrías marcharte y contar relatos y viajar como solías hacer, pero las cosas aquí podrían ponerse bastante difíciles y desde luego echaría en falta tus consejos y tu buen tino. Puñetas, seguro que te echaría de menos. Un hombre necesita tener amigos en los que confiar, y yo pondría mi vida en tus manos en cualquier momento.

—Vaya, Matrim —dijo Thom, que alzó la vista; los ojos le relucían, risueños—, ¿así que ahora levantas el ánimo a un hombre cuando está deprimido, convenciéndolo de que se quede y haga algo importante, en lugar de marcharse en busca de aventuras? Eso suena tremendamente responsable. ¿Qué te pasa?

—El matrimonio, supongo. —Mat torció el gesto—. ¡Pero que me aspen si dejo de beber y de jugar!

Un poco más adelante, Talmanes se giró en la silla y lanzó una mirada a Mat para después poner los ojos en blanco. Thom se echó a reír al ver el gesto de Talmanes.

—Bueno, muchacho, no era mi intención desanimarte. Sólo era un poco de cháchara. Todavía me quedan unas cuantas cosas que enseñar a este mundo. Si realmente soy capaz de liberar a Moraine… En fin, ya veremos. Además, tiene que haber alguien que sea testigo de lo que pasa y que después lo vuelque en una canción, llegado el momento. Saldrá más de una balada de todo esto. —Se giró en la silla y rebuscó en las alforjas—. ¡Ah! —exclamó al tiempo que sacaba su capa de juglar adornada con parches multicolores y se la echaba por los hombros con un floreo.

—Bien, cuando escribas sobre nosotros es posible que te encuentres con unos cuantos marcos de oro por el trabajo, si encuentras la forma de incluir un bonito verso sobre Talmanes. Ya sabes, algo sobre que tiene un ojo que mira en direcciones raras, y que a menudo lleva ese perfume que le recuerda a uno el de una cabreriza.

—¡He oído eso! —gritó Talmanes desde delante.

—¡Ésa era mi intención! —repuso Mat.

Thom rió con ganas mientras tiraba de la capa y se la colocaba de forma que luciera más.

—No prometo nada. —Soltó otra risa—. Sin embargo, si no te importa, Mat, creo que me separaré del grupo una vez que lleguemos al pueblo. Los oídos de un juglar podrían recoger información que no se daría en presencia de soldados.

—Cualquier información será bienvenida —dijo Mat mientras se frotaba el mentón. Un poco más adelante, el camino giraba; Vanin había dicho que encontrarían el pueblo justo detrás del recodo—. Me siento como si hubiese viajado a través de un túnel durante meses, sin ver ni oír nada del mundo exterior. Diantre, sería estupendo saber dónde anda Rand aunque sólo sea para no ir allí.

Los colores giraron y le mostraron a Rand, pero éste se encontraba de pie en un cuarto sin vistas al exterior, por lo que la imagen no le dio a Mat ninguna pista sobre su paradero.

—La vida es ese túnel casi siempre, me temo —comentó Thom—. La gente espera que un juglar le lleve noticias, así que las sacamos y las cepillamos para exhibirlas, pero muchas de las «noticias» que contamos sólo son otro lote de relatos, en muchos casos más ficticios que las baladas de hace un milenio.

Mat asintió con la cabeza.

—Además —añadió Thom—, veré si consigo obtener alguna pista para la incursión.

La Torre de Ghenjei. Mat se encogió de hombros.

—Es más probable que encontremos lo que buscamos en Cuatro Reyes o en Caemlyn.

—Sí, lo sé, pero Olver me hizo prometer que lo comprobaría. Si no hubieses encargado a Noal que tuviera distraído al chico, no me habría extrañado que al abrir tus alforjas te lo hubieras encontrado dentro. Deseaba muchísimo venir.

—Una noche de baile y juego no es la distracción más adecuada para un chico —rezongó Mat—. Ojalá no ocurra que los hombres del campamento lo corrompan más de lo que lo haría una taberna.

—Bueno, seguro que se quedará tranquilo y sin meter jaleo una vez que Noal saque el tablero. —Olver estaba convencido de que, si jugaba a serpientes y zorros lo suficiente, descubriría alguna estrategia secreta para derrotar a los alfinios y los elfinios—. El chico aún cree que va a venir a la torre con nosotros —añadió Thom en voz más baja—. Sabe que no puede ser uno de los tres, pero su plan es esperarnos fuera. Y quizás irrumpir en la torre para salvarnos si no volvemos enseguida. No quiero estar presente cuando descubra la verdad.

—Yo tampoco —convino Mat.

Más adelante, los árboles se abrieron a un pequeño valle con verdes pastos que crecían altos en las colinas que lo flanqueaban. Una ciudad de varios cientos de edificios se alzaba al abrigo de las vertientes; por el centro de la población corría un arroyo de montaña. Las casas eran de piedra gris oscura, todas con una gran chimenea, y de la mayoría salía humo. Los tejados tenían mucha caída para aguantar lo que sin duda serían inviernos de mucha nieve, aunque ahora lo único blanco visible estaba en las lejanas cumbres. Ya había trabajadores que trajinaban en varios tejados reemplazando los tejamaniles estropeados durante el invierno; cabras y ovejas se apacentaban en los prados de las laderas, vigiladas por pastorcillos.

Aún quedaban unas cuantas horas de luz y otros hombres trabajaban en fachadas de tiendas y en cercas. Otros caminaban por las calles del pueblo sin prisa. En conjunto, la pequeña ciudad tenía un aire relajado, mezcla de laboriosidad y holganza.

Mat se situó junto a Talmanes y los soldados.

—Es una agradable vista —comentó el noble—. Empezaba a pensar que todas las poblaciones del mundo se estaban cayendo a pedazos o se encontraban abarrotadas de refugiados o bajo el dominio de los invasores. Ésta al menos no parece que vaya a desvanecerse ante nuestras narices.

—Quiera la Luz que no —deseó Mat con un escalofrío al pensar en la ciudad de Altara que había desaparecido—. Sea como sea, esperemos que no les importe tratar con unos cuantos desconocidos. —Miró a los soldados; los cinco eran Brazos Rojos, de los mejores que tenía—. Tres de vosotros, id con las Aes Sedai. Sospecho que no querrán quedarse en la misma posada que elija yo. Nos reuniremos por la mañana.

Los soldados saludaron y Joline resopló cuando pasó con su caballo, sin mirar a Mat de forma intencionada. Ella y las otras se dirigieron cuesta abajo en un pequeño grupo, seguidas por los soldados de Mat.

—Aquello parece una posada —señaló Thom hacia un edificio grande situado en el lado oriental del pueblo—. Estaré allí.

Saludó con la mano y después picó a su montura, que partió al trote, y siguió adelante con la capa de juglar ondeando a la espalda. Llegar antes le daría más oportunidades de hacer una entrada espectacular.

Mat echó una ojeada a Talmanes, que se encogió de hombros. Los dos avanzaron cuesta abajo con dos soldados de escolta; debido al recodo del camino, se aproximaban desde el sudoeste. La antigua calzada seguía al nordeste del pueblo; resultaba chocante que una calzada tan grande pasara a través de un pueblo así y siguiera adelante, aunque fuera una vía vieja y destrozada. Maese Roidelle aseguraba que los conduciría directamente a Andor. Estaba demasiado estropeada para utilizarla como calzada principal y el recorrido que llevaba no pasaba ya por grandes ciudades, de modo que había caído en el olvido. Sin embargo, Mat daba las gracias por la suerte que habían tenido de encontrarla, ya que las vías principales por Murandy estaban plagadas de seanchan.

Según los mapas de Roidelle, la villa de Hinderstap se especializaba en la producción de corderos y queso de cabra para suministrar a varias ciudades y dominios de feudos de la región. Los lugareños tendrían que estar acostumbrados a ver forasteros. De hecho, varios chiquillos llegaron corriendo de los campos en el momento en que divisaron a Thom y su capa de juglar. El hombre causaría un alboroto, pero sería un revuelo conocido para ellos. La presencia de las Aes Sedai, en cambio, se convertiría en algo memorable.

«Qué se le va a hacer», pensó Mat mientras avanzaba junto a Talmanes por la calzada bordeada de hierba. Mantendría el buen humor; esta vez no permitiría que las Aes Sedai se lo agriaran.

Para cuando Mat y Talmanes llegaron al pueblo, Thom ya estaba rodeado por un pequeño gentío. El viejo juglar se mantenía muy erguido en la silla y hacía malabarismos con tres bolas de colores —para lo que utilizaba sólo la mano derecha— mientras charlaba de sus viajes por el sur. Los lugareños vestían chalecos y capas verdes de un grueso tejido afelpado; parecían prendas cálidas, aunque tras un examen más detenido Mat advirtió que muchas de ellas —ya fueran capas, chalecos o pantalones— tenían rotos que se habían remendado con primorosos zurcidos.

Otro grupo de gente —mujeres en su mayoría— se había reunido alrededor de las Aes Sedai. Bien; Mat casi había esperado que los lugareños se asustaran. Uno de los que se hallaban a un lado del grupo de Thom echó una ojeada evaluadora a Mat y a Talmanes. Era un tipo fornido, con gruesos brazos que dejaban al descubierto las mangas de lino, recogidas hasta el codo a pesar del fresco airecillo primaveral. Los tenía cubiertos de vello oscuro, un color en consonancia con la barba y el cabello.

—Tenéis aspecto de noble —dijo el hombre mientras se acercaba a Mat.

—Es un prí… —empezó Talmanes antes de que Mat lo cortara con precipitación.

—Supongo que lo parezco, sí —habló Mat sin quitar ojo a Talmanes.

—Soy Barlden, el alcalde de aquí —se presentó el hombre, que se cruzó de brazos—. Podéis entrar en el pueblo y negociar si queréis, pero sabed que no nos sobra gran cosa.

—Seguro que al menos habrá algo de queso —comentó Talmanes—. Eso es lo que producís aquí, ¿verdad?

—Todo lo que no se ha estropeado o se ha puesto mohoso lo necesitamos para nuestros clientes habituales —respondió el alcalde Barlden—. Así son las cosas en estos tiempos. —Vaciló un instante—. Pero si tenéis telas o ropas con las que comerciar, tal vez podríamos apartar algo para que comieseis hoy.

«¿Para que comamos hoy? —repitió Mat para sus adentros—. ¿Los trece?» Tendría que llevar al campamento una carreta llena, como poco; sin olvidar la cerveza que les había prometido a sus hombres.

—También debo informaros que tenemos toque de queda. Negociad y calentaos junto a los hogares un rato, pero sabed que todos los forasteros han de estar fuera de la ciudad antes de caer la noche.

Mat alzó la vista al cielo.

—¡Pero apenas faltan tres horas para que se haga de noche!

—Son nuestras reglas —replicó Barlden, cortante.

—Es ridículo —dijo Joline, que se apartó de las mujeres del pueblo. Acercó su caballo un poco más a Mat y a Talmanes, con sus Guardianes pisándole los talones, como siempre—. Maese Barlden, no podemos aceptar esa absurda prohibición. Comprendo que seáis cauteloso en los tiempos que vivimos, pero sin duda veréis que tales reglas no deberían aplicarse en nuestro caso.

El hombre mantuvo los brazos cruzados, sin decir nada.

Joline apretó los labios y arregló las riendas que sostenía en las manos a fin de dejar bien a la vista el anillo de la Gran Serpiente.

—¿Acaso el símbolo de la Torre Blanca significa tan poco hoy día?

—Respetamos a la Torre Blanca. —Barlden desvió los ojos hacia Mat. Era listo; sabía que sostener la mirada de una Aes Sedai solía debilitar la determinación de cualquiera—. Sin embargo, nuestras reglas son estrictas, mi señora. Lo lamento.

Sus palabras se ganaron un resoplido de Joline.

—Sospecho que los posaderos de vuestro pueblo no estarán nada satisfechos con tal disposición. ¿Cómo les va a alcanzar para vivir si no pueden alquilar cuartos a los viajeros?

—Las posadas reciben compensaciones —replicó con aspereza el alcalde—. Tres horas. Haced lo que hayáis venido a hacer y marchaos. Procuramos ser amistosos con todos los que pasan por aquí, pero no podemos permitir que se rompan nuestras normas.

Sin más, se dio la vuelta y echó a andar. Mientras se alejaba se le unió un grupo de hombres fornidos, varios de los cuales llevaban hachas. No con aire amenazador, sino de forma despreocupada, como si hubieran salido a cortar leña y por casualidad cruzaran por la pequeña ciudad en aquel momento. Juntos. En la misma dirección que el alcalde.

—Vaya, menudo recibimiento —masculló Talmanes.

Mat asintió con un cabeceo. En aquel instante los dados se pusieron a repicar dentro de su cabeza. «¡Maldición!» Decidió no hacerles caso. De todos modos, nunca servían para nada.

—Vayamos a buscar una taberna —dijo, y taloneó a Puntos.

—Aún estás decidido a prologar la velada, ¿no es así? —comentó Talmanes, sonriente, al situarse junto a Mat.

—Veremos —contestó Mat, que seguía escuchando los dados a pesar suyo—. Veremos.

Mat localizó tres posadas en el primer recorrido que hicieron por el pueblo. Había una al final de la calle principal y tenía dos faroles encendidos en la entrada aunque todavía no era de noche. Las paredes encaladas y los cristales limpios de las ventanas atraerían a las Aes Sedai como el fuego a las polillas. Ésa sería la posada destinada a mercaderes y dignatarios que estuvieran de viaje y tuvieran la mala fortuna de encontrarse en aquella comarca.

Pero ahora los forasteros no podían hacer noche allí. ¿Cuánto tiempo llevaría implantada la prohibición? ¿Cómo salían adelante esas posadas? Proporcionaban un baño y una comida, pero sin alquilar habitaciones…

A Mat le sonaba a pura filfa el comentario del alcalde respecto a que las posadas recibían compensaciones, porque si no hacían nada provechoso para el pueblo, ¿por qué pagarles? Era simplemente absurdo.

En cualquier caso, Mat no se encaminó hacia la bonita posada ni a la que Thom había elegido antes; ésa no se encontraba en la vía principal, sino en una calle ancha situada al nordeste. Sería adecuada para el viajero medio, hombres y mujeres respetables a los que no les hacía gracia gastar de más sin necesidad. El edificio se encontraba bien conservado; las camas estarían limpias y las comidas serían satisfactorias. Los lugareños la visitarían de vez en cuando para tomar unos tragos, sobre todo cuando pensaran que sus esposas no les quitaban ojo.

La última posada habría sido la más difícil de encontrar si Mat no hubiera sabido dónde buscarla. Estaba a tres calles del centro, en la esquina occidental del pueblo. Fuera no colgaba ningún rótulo; sólo se veía un tablero —en el que había labrado lo que parecía un caballo ebrio— por dentro de una de las ventanas. Ninguna de esas ventanas tenía cristales.

Del interior salían luz y risas. Casi todos los forasteros se sentirían incómodos ante la ausencia de un letrero que invitara a entrar o de faroles en la calle cerca de la posada; aunque más bien era una taberna. Mat dudaba de que alguna vez hubiera tenido algo más que unos pocos jergones en la parte trasera para alquilarlos por un cobre. Allí era donde los trabajadores del lugar se relajaban. Acercándose el anochecer, muchos ya se habrían dirigido al establecimiento. Era un sitio para relacionarse y distraerse un rato, un lugar en el que fumar un pellizco de tabaco con los amigos. Y para jugar unas partidas de dados.

Mat sonrió y desmontó, tras lo cual ató a Puntos en el poste que había fuera. Talmanes suspiró.

—Supongo que tienes claro que aguarán la bebida —argumentó el noble.

—Entonces tendremos que pedir el doble de rondas —contestó Mat mientras desataba unas cuantas bolsas de monedas de la silla y se las guardaba en los bolsillos interiores de la chaqueta.

Indicó con un gesto a los soldados que se quedaran y cuidaran de los caballos. El animal de carga llevaba un cofre con monedas que contenía los ahorros de Mat, ya que jamás se jugaría la soldada de la Compañía.

—Bien, de acuerdo —accedió Talmanes—. Pero que sepas que voy a asegurarme de que tú y yo vayamos a una taberna como es debido cuando lleguemos a Cuatro Reyes. Conseguiré educarte, Mat. Ahora eres un príncipe y tendrás que…

Mat alzó una mano e hizo callar a Talmanes. Después señaló el poste y el noble suspiró de nuevo, desmontó y ató su caballo. Mat fue hacia la puerta de la taberna, respiró hondo y entró.

Los hombres se apiñaban alrededor de las mesas, con las capas dobladas por encima de las sillas o colgadas en perchas, desabrochados los chalecos rotos y zurcidos, y las mangas arremangadas. ¿Por qué la gente de ese pueblo vestía ropa que antes debía de haber sido muy bonita pero que ahora estaba estropeada y remendada? Tenían montones de ovejas y, en consecuencia, lana de sobra.

De momento, Mat pasó por alto lo singular que tenía aquello. Los hombres que estaban en la taberna jugaban a los dados, bebían jarras de cerveza en mesas pegajosas y daban azotes en el trasero a las camareras cuando pasaban cerca. Parecían exhaustos y a muchos se les cerraban los ojos por el cansancio. Pero eso era de esperar tras un día de trabajo; a pesar de los ojos cansados, había una continua cháchara casi palpable en la sala, voces que se superponían en murmullos bajos y retumbantes. Unos cuantos alzaron la vista cuando Mat entró y otros fruncieron el entrecejo al fijarse en la calidad de su ropa, pero la mayoría no le prestó atención.

Talmanes fue en pos de él de mala gana, aunque no era el tipo de noble al que le importara codearse con gente de clase social más baja; en realidad, a pesar de tener por costumbre desaprobar las preferencias de Mat, había visitado no pocas tabernas sórdidas en sus tiempos. De modo que Talmanes fue tan rápido como Mat en arrimar una silla a una de las mesas en la que unos cuantos hombres estaban sentados. Mat sonrió de oreja a oreja y lanzó una moneda de oro a la camarera que pasaba para que trajera bebida. Eso sí que llamó la atención, tanto a los que ocupaban la mesa como a Talmanes.

—¿Qué haces? —susurró el noble, inclinándose hacia él—. ¿Es que quieres que nos abran en canal en el momento que salgamos de aquí?

Mat se limitó a sonreír. En una de las mesas cercanas se jugaba una partida de dados. Parecía la modalidad de la Zarpa de Gato, o al menos ése era el nombre que los participantes le daban la noche que Mat había jugado por primera vez. En Ebou Dar se llamaba la Tercera Joya, y en Cairhien había oído denominarla Plumas al Aire. Era el juego perfecto para su propósito. Sólo lanzaba los dados un jugador, con un montón de observadores que hacían apuestas en contra o a favor de sus tiradas.

Mat respiró hondo y después arrimó la silla a la mesa, soltó una corona de oro con un manotazo en el tablero, justo en el centro de un círculo húmedo de cerveza que había dejado el culo de una jarra; jarra que ahora sostenía un tipo bajo que había perdido casi todo el pelo pardusco, pero el poco que le quedaba le caía largo, alrededor del cuello. Casi se atragantó con la cerveza.

—¿Os importa si hago una tirada? —preguntó Mat a los ocupantes de la mesa.

—Yo… no sé si podemos cubrir eso —dijo un hombre que tenía barba negra y corta—. Milord —añadió tardíamente.

—Mi oro contra vuestra plata —contestó Mat, a la ligera—. Hace siglos que no juego una buena partida de dados.

Talmanes acercó la silla, interesado. Había visto a Mat hacer eso mismo en otras ocasiones, apostar oro y ganar plata. Su buena suerte compensaba la diferencia, y siempre acababa con ganancias; a veces ganaba incluso apostando oro contra monedas de cobre, pero era una táctica que no le reportaba apenas beneficio porque al cabo del rato los hombres que apostaban o se quedaban sin dinero o decidían dejar de jugar. Y Mat acababa con un puñado de monedas de plata y nadie contra quien jugar.

Eso no solucionaría la apurada situación actual. El ejército tenía dinero de sobra; lo que necesitaba era comida y, en consecuencia, había llegado el momento de probar algo diferente. Varios de los hombres pusieron monedas de plata y Mat cogió los dados y tiró. Afortunadamente, uno de los dados salió con un solo punto y el otro, con dos. Derrota directa al acabar la ronda con la primera tirada.

Talmanes parpadeó y los hombres que había alrededor de la mesa miraron a Mat con aire consternado, como si les avergonzara haber apostado contra un noble que saltaba a la vista que no esperaba perder. Ésa era la forma más sencilla de meterse uno en problemas.

—Vaya, fijaos —dijo Mat—. Supongo que ganáis. El dinero es vuestro.

Hizo rodar la moneda de oro al centro de la mesa para que se la repartieran entre los hombres que habían apostado contra él, según las reglas.

—¿Qué tal otra ronda? —propuso Mat, que soltó dos coronas de oro.

En esta ocasión hubo más jugadores que apostaron. De nuevo, lanzó los dados y perdió, lo que provocó un ataque de tos a Talmanes al atragantarse. Mat había perdido otras veces; esas cosas ocurrían, incluso a él, pero ¿dos tiradas seguidas?

Echó rodando las dos monedas a los ganadores y a continuación sacó cuatro más. Talmanes le puso una mano en el brazo.

—No te ofendas, pero quizá deberías dejarlo —le dijo en voz baja—. Todo el mundo tiene una mala noche. Terminemos las bebidas y vayamos a comprar las provisiones que podamos antes de que caiga el sol.

Mat sonrió mientras observaba cómo las apuestas se multiplicaban contra sus cuatro monedas. Tuvo que añadir una quinta moneda puesto que eran muchos los apostantes. Haciendo caso omiso de Talmanes, lanzó y perdió de nuevo. Talmanes gimió, después alargó la mano y se apoderó de una de las jarras encargadas por Mat, que por fin traía la camarera.

—No pongas esa cara lúgubre —susurró Mat, calculando el peso de la bolsa que tenía en la mano mientras se hacía con otra de las jarras—. Es justo lo que quería que pasara.

Talmanes enarcó una ceja y bajó la jarra.

—Puedo perder cuando quiero, si es para bien —le explicó Mat.

—¿Cómo es posible perder para bien? —preguntó Talmanes al tiempo que observaba la discusión de los hombres sobre cómo dividir el oro de Mat.

—Espera y verás.

Mat dio un trago de cerveza. Estaba aguada, como Talmanes se temía. Mat se volvió a la mesa y contó unas cuantas monedas de oro.

A medida que pasaba el tiempo, más y más gente se agrupaba alrededor de la mesa. Mat se aseguró de ganar algunas tiradas, igual que tenía que perder un poco cuando se pasaba la noche ganando, porque no quería levantar sospechas sobre su racha de mala suerte. Sin embargo, poco a poco, las monedas que tenía en las bolsas acabaron en manos de los hombres que jugaban contra él. Poco después el silencio reinaba en la taberna, con los hombres apiñados alrededor de Mat y esperando su turno para apostar contra él. Hijos y amigos habían corrido a buscar a padres y primos y los habían arrastrado a El Castrado Achispado, que era como se llamaba la posada.

En cierto momento —durante un descanso entre rondas mientras Mat esperaba otra jarra de cerveza— Talmanes hizo un aparte con él.

—No me gusta esto, Mat —susurró el nervudo noble.

Hacía rato que el sudor le había marcado regueros en la empolvada frente rasurada, por lo que se lo había enjugado con el pañuelo y había dejado la piel limpia.

—Ya te lo dije. —Mat echó un trago de la cerveza aguada—. Sé lo que hago.

Los hombres vitorearon cuando uno de ellos se bebió tres jarras de cerveza seguidas, una tras otra. El aire olía a sudor y a cerveza embarrada que se había derramado en el suelo de madera para después acabar pisoteada por las botas de los que llegaban de los pastos.

—No me refiero a eso —dijo Talmanes, que echó una ojeada a los hombres alegres—. Puedes derrochar tu dinero si quieres, siempre y cuando guardes unas monedas para pagarme las copas de vez en cuando. Eso ya no me preocupa.

—¿Qué, entonces? —quiso saber Mat.

—Hay algo raro en esta gente, Mat. —Talmanes habló muy bajo, sin dejar de echar ojeadas hacia atrás—. Mientras tú jugabas yo he charlado con ellos. Los trae sin cuidado el mundo: el Dragón Renacido, los seanchan, nada de nada… Ni lo más mínimo.

—¿Y qué? Son gente sencilla.

—La gente sencilla debería preocuparse más incluso —contradijo Talmanes—. Están atrapados aquí, entre ejércitos enemigos, pero se limitan a encogerse de hombros cuando les hablo de ello y después beben un poco más. Es como si… Como si estuvieran demasiado centrados en su celebración. Como si eso fuera lo único que les importa.

—Perfecto, entonces —aseguró Mat.

—No tardará en oscurecer —le recordó Talmanes, que echó una ojeada hacia la ventana—. Llevamos aquí una hora, es posible que más. Quizá deberíamos…

En ese momento, la puerta de la posada de abrió con un violento portazo, y el corpulento alcalde entró acompañado por los hombres que anteriormente se habían reunido con él en la calle principal, aunque ahora no llevaban las hachas. No pareció complacerles descubrir a medio pueblo dentro en la taberna, jugando con Mat.

—Mat —empezó de nuevo Talmanes.

Mat alzó la mano para que se callara.

—Esto es lo que hemos estado esperando que ocurriera.

—¿En serio? —preguntó el noble.

Mat se volvió hacia los jugadores en la mesa de dados, sonriente. Casi todas sus bolsas estaban vacías de monedas, pero le quedaban suficientes para unas cuantas tiradas más, sin contar con el dinero que había dejado fuera, por supuesto. Recogió los dados y contó varias coronas de oro; la multitud empezó a echar monedas propias, muchas de las cuales, a esas alturas, eran las de oro que le habían ganado a él.

Mat tiró y perdió, lo que provocó un griterío clamoroso de los participantes. A juzgar por su expresión, Barlden parecía querer echar de allí a Mat —se hacía tarde y no podía faltar mucho para el ocaso—, pero el hombre vaciló cuando vio que Mat sacaba otro puñado de monedas de oro. La codicia tentaba a todo el mundo, y las reglas «estrictas» podían acomodarse si se presentaba la oportunidad y hacía un guiño lo bastante incitante.

Mat tiró de nuevo y perdió. Más griterío.

Buscó en el bolsillo y sólo encontró aire. Los hombres que lo rodeaban se mostraron cariacontecidos, y uno pidió una ronda de bebidas para «ayudar al pobre y joven noble a olvidar su mala suerte».

«No lo veo probable, puñetas», pensó Mat, que disimuló una sonrisa. Se puso de pie al tiempo que alzaba las manos.

—Creo que se hace tarde —dijo a los ocupantes de la sala.

—Tardísimo —intervino Barlden, mientras se abría paso entre unos cuantos malolientes cabreros con chaquetas de cuello de borra—. Deberíais iros, forastero. Y no penséis que voy a obligar a estos hombres a devolveros lo que os han ganado en buena lid.

—Ni se me ocurriría sugerirlo —contestó hablando de forma que arrastraba un poco las palabras—. ¡Harnan, Delarn! —llamó a voz en grito—. ¡Traed el cofre!

Los dos soldados que esperaban fueran entraron a toda prisa unos instantes después cargados con el pequeño cofre que Mat había traído en el animal de carga. La taberna se sumió en el silencio cuando los soldados lo llevaron hacia la mesa y lo pusieron en ella. Mat sacó la llave con cierta torpeza y después abrió la cerradura, tras lo cual alzó la tapa y dejó a la vista el contenido.

Oro. Un montón de oro. Era prácticamente todo el dinero que le quedaba de sus fondos privados.

—Hay tiempo para otra tirada —dijo Mat a los estupefactos parroquianos que abarrotaban la sala—. ¿Hay apuestas?

Los hombres empezaron a echar monedas hasta que el montón tuvo gran parte de lo que Mat había perdido. No era ni de lejos suficiente para igualar lo que había en el cofre. Observó el montón y se dio golpecitos en el mentón con el dedo.

—Eso no es bastante, amigos. Puedo aceptar apuestas desiguales, pero si esta noche sólo hay tiempo para hacer otra tirada quiero tener la posibilidad de salir de aquí con algo.

—Es todo cuanto tenemos —dijo uno de los hombres en medio de varias voces que pedían a Mat que siguiera adelante y lanzara los dados, de todos modos.

Mat suspiró y cerró la tapa de cofre.

—No —dijo. Incluso Barlden observaba con un brillo especial en los ojos—. A menos que… —Hizo una pausa—. Vine aquí para comprar suministros. Supongo que podría aceptar un trueque. Podéis quedaros con las monedas que habéis ganado, pero apostaré este cofre contra el avituallamiento. Víveres para mis hombres, unos cuantos barriles de cerveza, una carreta para cargarlo todo…

—No queda tiempo. —Barlden echó un vistazo hacia las ventanas; fuera empezaba a oscurecer.

—Pues claro que sí. —Mat se inclinó hacia adelante—. Me marcharé después de esta tirada. Tenéis mi palabra.

—Aquí no se quebrantan las reglas —insistió el alcalde—. El precio por hacerlo es demasiado alto.

Mat esperaba las protestas de los hombres que jugaban oponiéndose al alcalde, suplicándole que hiciera una excepción, pero nadie abrió la boca. De repente sintió un escalofrío de miedo. Si después de perder tanto acababan echándolo de una patada…

Desesperado, alzó de nuevo la tapa del cofre dejando a la vista las monedas de oro que guardaba.

—Os daré la cerveza —dijo de repente el posadero—. Y, Mardry, tú tienes una carreta y un tiro de caballos. Está a una calle de distancia.

—Sí —confirmó Mardry, un hombre de rostro franco, de corto cabello oscuro—. Apostaré eso.

Los hombres empezaron a gritar que podían apostar comida, como grano de las despensas, patatas de las bodegas… Mat miró al alcalde.

—Todavía debe de faltar… ¿Cuánto? ¿Media hora para que caiga la noche? ¿Por qué no vemos lo que pueden reunir? El almacén del pueblo podría conseguir parte de esto, si pierdo. Apuesto que le vendría bien un poco de dinero extra, con el invierno que hemos tenido tan crudo.

Barlden vaciló y después asintió con la cabeza, sin quitar ojo al cofre de las monedas. Los hombres gritaron de alegría y echaron a correr en busca de la carreta mientras otros sacaban rodando los barriles de cerveza. No pocos fueron al trote a sus casas o al almacén del pueblo. Mat los vio marchar y esperó en la sala de la taberna, que se vaciaba con rapidez.

—Sé lo que os traéis entre manos —le dijo el alcalde a Mat. El hombre no parecía tener prisa para ir a recoger nada.

Mat se volvió hacia él con gesto interrogante.

—No permitiré que nos engañéis con una milagrosa tirada ganadora al final de la partida. —Barlden se cruzó de brazos—. Usaréis mis dados, y os moveréis despacito y con tiento cuando los tiréis. Sé que habéis perdido muchas partidas aquí, según me han informado los hombres, pero sospecho que si os registramos encontraremos un par de juegos de dados escondidos en vuestra persona.

—Podéis registrarme si queréis —ofreció Mat, alzando los brazos en cruz.

Barlden vaciló.

—Os habréis librado de ellos, claro —dijo por último—. Es un buen ardid, vestiros como un noble y usar dados cargados para que perdáis en lugar de ganar. No hay ningún hombre lo bastante temerario para tirar oro así con dados falsos.

—Si tan seguro estáis de que los estoy engañando, entonces ¿por qué habéis dado vuestro consentimiento para seguir con esto?

—Porque sé cómo pararos los pies —replicó el alcalde—. Como he dicho, usaréis mis dados para esta tirada. —Vaciló, después sonrió y tomó el par de dados que seguían en la mesa y que Mat había usado. Los lanzó. Salieron con un uno y un dos. Volvió a lanzarlos y sacó el mismo resultado.

—Mejor aún —añadió con una gran sonrisa—. Usaréis éstos. De hecho… la tirada la haré yo por vos. —A la tenue luz de la sala, el rostro de Barlden adquirió una expresión realmente siniestra.

Mat sintió de nuevo una punzada de pánico. Talmanes lo agarró del brazo.

—Está bien, Mat, creo que deberíamos irnos —dijo.

Mat alzó la mano. ¿Funcionaría su suerte si otra persona hacía la tirada? A veces la suerte le funcionaba para impedir que fuera herido en combate. De eso estaba seguro, ¿verdad?

—De acuerdo, tiraréis vos —le dijo a Barlden.

El hombre se quedó estupefacto.

—Podéis hacer la tirada —repitió Mat—. Pero valdrá igual que si hubiese lanzado yo. Una tirada ganadora y salgo de aquí con todo. Una tirada perdedora y me pondré en camino con mi sombrero y mi caballo, y vos os quedaréis con el jodido cofre. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Mat tendió la mano a Barlden para estrechársela, pero el alcalde se echó hacia atrás y cerró el puño, como protegiendo los dados.

—No —dijo—. No tendréis la oportunidad de cambiar estos dados, viajero. Salgamos fuera y esperemos. Y no os acerquéis a mí.

Siguieron las instrucciones del alcalde y, abandonando la bochornosa taberna que apestaba a cerveza, salieron a la calle; los soldados de Mat sacaron el cofre. Barlden exigió que el cofre continuara abierto para que no dieran el cambiazo. Uno de sus secuaces se puso a hurgar el cofre con un dedo todo alrededor y mordió monedas a fin de asegurarse de que estaba realmente lleno y que las monedas eran auténticas. Mat esperó, apoyado en la puerta, mientras la carreta llegaba allí y los hombres que había dentro de la taberna empezaban a sacar rodando los barriles de cerveza y los subían a la caja del vehículo.

El sol era poco más que una neblina rojiza en el horizonte, detrás de aquellas malditas nubes. Mientras esperaba, Mat vio que el alcalde estaba cada vez más nervioso. ¡Pero qué maniático era ese hombre con sus reglas, puñeta! Bueno, ya les enseñaría a él y a sus hombres.

¿Que les enseñaría qué? ¿Que nadie podía derrotarlo? ¿Y qué demostraba eso? Vio cómo la carreta se llenaba más y más de barriles y comestibles, y empezó a sentir una extraña sensación de culpabilidad.

«No estoy haciendo nada malo. Tengo que alimentar a mis hombres ¿verdad? —razonó para sus adentros—. Esta gente hace apuestas limpias, y yo también. Nada de dados cargados. Nada de trampas».

Excepto por su suerte. Bien, pues, su suerte era una habilidad propia, como la que tuviera cada hombre. Algunas personas nacían con talento para la música y se convertían en bardos y juglares. ¿Quién sentía envidia o veía con malos ojos que se ganaran la vida con ese don que el Creador les había dado? Él tenía suerte y la utilizaba. ¿Qué tenía de malo hacerlo?

Aun así, conforme los hombres regresaban a la taberna, Mat empezó a percibir lo que Talmanes había notado antes. Había un aire de crispación en aquellos hombres. ¿No se habían mostrado deseosos en exceso por jugar? ¿No habían sido temerarios con sus apuestas? ¿Qué era aquella expresión en los ojos, una mirada que Mat había confundido con agotamiento? ¿Bebían para celebrar el final de la jornada o lo hacían para desechar aquel aire acosado que tenían en la mirada?

—Quizás estabas en lo cierto —le dijo a Talmanes, que observaba el sol casi con tanta ansiedad como el alcalde.

Los últimos rayos se deslizaban por las vertientes de los tejados arriba hacia los caballetes y le daban al color avellana un tono más anaranjado. El sol poniente era un resplandor detrás de las nubes.

—Entonces ¿podemos irnos? —preguntó Talmanes.

—No. Nos quedamos.

Y los dados dejaron de repicar dentro de su cabeza. Fue un silencio tan repentino, tan inesperado, que se quedó paralizado. Aquello bastó para hacerle creer que había tomado la decisión equivocada.

—Nos quedamos, maldita sea —repitió—. Jamás me he echado atrás en una apuesta y no voy a hacerlo ahora.

Un grupo de jinetes regresó con sacos de grano cargados en los caballos. Era sorprendente lo mucho que motivaba un poco de dinero. Llegaban más jinetes cuando un muchachito apareció corriendo por la calzada.

—Alcalde —dijo, dando tirones al chaleco púrpura de Barlden; la prenda llevaba entrecruzadas rasgaduras remendadas por la pechera—, madre dice que las mujeres forasteras no han acabado de bañarse y les está metiendo prisa, pero…

El alcalde se puso tenso y lanzó una mirada airada a Mat, que en respuesta resopló con sorna.

—No creo que esté a mi alcance conseguir que esa pandilla se apresure —comentó después—. Si fuera a meterles prisa lo más probable es que se empecinaran como mulas plantadas en el camino y tardarían el doble.

Talmanes seguía observando las sombras cada vez más alargadas por toda la calzada.

—Maldición —murmuró—. Si esos fantasmas aparecen otra vez, Mat…

—Esto es otra cosa —contestó Mat mientras los recién llegados echaban el grano en la carreta—. La sensación es diferente.

El vehículo ya estaba cargado hasta los topes con comestibles; un buen botín para haberlo conseguido en un pueblo de ese tamaño. Era justo lo que los soldados de la Compañía precisaban, lo suficiente para empujarlos a seguir adelante, para que estuvieran alimentados hasta llegar a la siguiente ciudad. Esa comida no valía el precio de lo que había en el cofre, desde luego, pero casi cubría todo lo que había perdido dentro jugando a los dados, sobre todo estando incluidos los caballos y la carreta. Eran buenos animales de tiro, recios, bien cuidados a juzgar por el aspecto de la capa de pelo y los cascos.

Mat abrió la boca para decir que era suficiente, pero en ese momento advirtió que el alcalde cuchicheaba con un grupo de hombres. Eran seis, con los chalecos deslucidos y viejos, y el negro cabello desaseado. Uno gesticulaba en dirección a Mat y sostenía lo que parecía ser una hoja de papel en la mano. Barlden sacudió la cabeza, pero el hombre del papel gesticuló con más insistencia.

—Eh, fíjate —apuntó en voz baja Mat—. ¿Qué pasa ahí?

—Mat, el sol… —insistió Talmanes.

El alcalde hizo un seco ademán, y los hombres desastrados se apartaron con movimientos furtivos. Los que habían llevado la comida se estaban amontonando en el centro de la calle, crecientemente oscura; la mayoría miraba hacia el horizonte.

—Alcalde —llamó Mat—, ya es suficiente. ¡Tirad los dados!

Barlden vaciló y le echó una ojeada, tras lo cual bajó la vista hacia los dados que tenía en la mano, casi como si se hubiese olvidado de ellos. Los hombres que lo rodeaban asintieron con aire anhelante, así que alzó el puño para sacudir los dados; desde el centro de la calle miró a Mat a los ojos y lanzó los dados al suelo, entre ellos. Sonaron demasiado fuerte, como truenos de una minúscula tormenta, como huesos repicando unos contra otros.

Mat contuvo el aliento. Hacía mucho tiempo que no había tenido motivos para preocuparse por una tirada de dados; se inclinó para seguir los brincos y vueltas de los cubos blancos contra la tierra del suelo. ¿Cómo funcionaría su suerte con la jugada de otra persona?

Los dados se pararon. Un par de cuatros. Una tirada ganadora directa. Mat soltó un largo suspiro de alivio, aunque sentía correrle por la sien una gota de sudor.

—Mat… —llamó Talmanes en un tono quedo que lo hizo alzar la vista.

Los hombres apiñados en la calle no parecían complacidos. Varios gritaron de entusiasmo hasta que sus amigos les explicaron que una jugada ganadora del alcalde significaba que Mat se llevaba la apuesta. La tensión se apoderó de la multitud, y Mat buscó los ojos de Barlden.

—Idos —dijo el hombretón a la par que gesticulaba hacía él con asco y se daba la vuelta—. Coged vuestro botín y salid de aquí. Y no regreséis jamás.

—De acuerdo. —Mat estaba más relajado—. En tal caso, os doy las gracias por jugar. Nosotros…

—¡Idos! —bramó el alcalde.

Miró a los últimos restos de luz del sol en el horizonte y después maldijo y empezó a hacer gestos a los hombres para que entraran en El Castrado Achispado. Algunos remolonearon y lanzaron a Mat miradas hostiles y consternadas, pero los gestos apremiantes del alcalde los indujeron a entrar deprisa en la posada de techo bajo. La puerta se cerró dejando fuera a Mat, Talmanes y los dos soldados plantados en la calle, solos.

De pronto, se hizo un silencio inquietante. No había un solo lugareño en la calle. ¿No tendría que llegar algo de ruido del interior de la taberna, al menos? ¿El entrechocar de jarras o los refunfuños por perder la apuesta?

—En fin. —La voz de Mat retumbó contra las fachadas de las silenciosas casas—. Supongo que eso es todo. —Se dirigió hacia Puntos y tranquilizó al animal, que había empezado a moverse de un lado para otro, con nerviosismo—. ¿Ves, Talmanes? Te dije que no había por qué preocuparse.

Y entonces empezaron los gritos.

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