14 Se abre una caja

Así que ésta es una de las Depravadas de la Sombra —dijo Sorilea.

Mirando con gesto pensativo a Semirhage, la Sabia de cabello blanco dio una vuelta alrededor de la prisionera. Desde luego, Cadsuane no esperaba ver temor en alguien como Sorilea; la Aiel era una persona baqueteada, como una estatua deteriorada por tormentas sin cuento, que había aguantado con paciente estoicismo el azote de los vientos, y entre los Aiel se la tenía como modelo de excepcional fortaleza. Había llegado a la casona hacía poco tiempo, con los que habían presentado a al’Thor el informe de Bandar Eban.

Cadsuane había previsto que encontraría muchas cosas entre los Aiel que seguían a Rand al’Thor: guerreros feroces, costumbres extrañas, honor y lealtad, inexperiencia en cuanto a astucia y política. Y no se había equivocado. Pero lo que desde luego no esperaba encontrar era a una igual; y menos en una Sabia casi incapaz de encauzar. Aun así, por raro que pudiera parecer, así era como veía a la Aiel de tez curtida como un cuero.

Lo cual no significaba que confiara en Sorilea; la Sabia tenía sus propios objetivos, que podrían no coincidir del todo con los suyos. Sin embargo, consideraba a la Aiel competente, y en la actualidad había muy pocas personas en el mundo que merecieran ese calificativo.

De improviso, Semirhage dio un respingo y Sorilea ladeó la cabeza. La Renegada no colgaba en el aire en ese momento, sino que estaba de pie, con el vestido marrón encostrado por la suciedad y el oscuro y corto cabello enredado por no haber sido cepillado hacía mucho. Todavía denotaba un aire de superioridad y control; igual que habría hecho Cadsuane de encontrarse en una situación similar.

—¿Qué son esos tejidos? —preguntó Sorilea mientras los señalaba.

Los tejidos en cuestión eran el motivo de que Semirhage diera un respingo de vez en cuando.

—Un recurso mío, algo personal —contestó Cadsuane, que deshizo y rehízo los tejidos para mostrarle cómo se ejecutaban—. Tocan un sonido en los oídos y cada pocos minutos irradian un destello de luz dirigido a los ojos del sujeto para impedirle dormir.

—Esperas fatigarla al punto de inducirla a que hable —comprendió la Sabia, sin dejar de estudiar a la Renegada.

Semirhage estaba aislada por una salvaguardia a fin de que no las oyera, por supuesto. A pesar de llevar casi dos días sin dormir como era debido, la mujer mantenía una expresión serena, abiertos los ojos, si bien unas luces cegadoras le impedían ver. Sin duda dominaba alguna técnica mental con la que mantener a raya el agotamiento.

—Dudo que esto consiga que se venga abajo —reconoció Cadsuane—. ¡Bah! Casi ni se inmuta, aparte de un pequeño respingo.

La Aes Sedai, Sorilea y Bair —una Sabia añosa sin capacidad para encauzar— eran las únicas que se encontraban en el cuarto, porque las Aes Sedai encargadas de mantener el escudo de Semirhage estaban sentadas fuera.

—Una Depravada de la Sombra no se deja manipular con tanta facilidad —convino en voz alta Sorilea, que asintió con la cabeza al comentario de Cadsuane—. Aun así, haces bien en intentarlo, habida cuenta de tus… limitaciones.

—Podríamos hablar con el Car’a’carn e intentar convencerlo para que nos entregue a esta mujer durante un tiempo —sugirió Bair—. Unos cuantos días de… delicado interrogatorio Aiel y nos diría todo lo que quisieras.

Cadsuane esbozó una sonrisa evasiva. ¡Como si ella fuera a permitir que otras dirigieran el interrogatorio! Los secretos de esa mujer eran demasiado valiosos para ponerlos en riesgo, incluso si era en manos de aliadas.

—Bien, podéis preguntárselo si queréis, pero dudo que al’Thor haga caso —contestó—. Ya sabéis lo estúpido que puede llegar a ser ese chico en lo que se refiere a hacer daño a una mujer.

Bair suspiró. Resultaba chocante imaginar a esa mujer con aspecto de abuela involucrada en un «delicado interrogatorio Aiel».

—Sí, creo que tienes razón —admitió la mujer mayor—. Rand al’Thor es dos veces más testarudo que cualquier jefe de clan que conozco. Y también el doble de arrogante. ¡Esa presunción de que las mujeres somos incapaces de aguantar el dolor tan bien como los hombres!

Cadsuane resopló con desdén.

—Para ser sincera, me he planteado colgar y azotar a ésta, ¡y que las prohibiciones de al’Thor se las trague la Sombra! Pero no creo que funcionara. ¡Bah! Hemos de encontrar algo que no sea el dolor para quebrantarla.

Sorilea seguía sin quitarle ojo a Semirhage.

—Querría hablar con ella —dijo la Sabia.

Cadsuane hizo un gesto para deshacer los tejidos que impedían a Semirhage ver y oír y después se volvió hacia Sorilea y Bair. La Renegada parpadeó —sólo una vez— para aclararse la vista y después se volvió hacia Sorilea y Bair.

—Ah, Aiel —dijo—. Qué buenos servidores fuisteis antaño. Decidme, ¿cuesta mucho asumir cómo traicionasteis vuestros juramentos? Vuestros antepasados pedirían a gritos que se os castigara si supieran cuántas muertes son obra de sus descendientes.

Sorilea no mostró ninguna reacción a las malintencionadas palabras de la Renegada. Cadsuane sabía algunos detalles de lo que al’Thor había revelado sobre los Aiel, cosas que le llegaban de segunda o tercera mano. Al parecer, al’Thor afirmaba que antaño los Aiel seguían la Filosofía de la Hoja —comprometidos a no agredir a nadie—, antes de que traicionaran sus juramentos. Cadsuane estaba interesada en esos rumores y su interés aumentó al oír que Semirhage los corroboraba.

—Por su aspecto parece más humana de lo que imaginaba —le comentó Sorilea a Bair—. Su forma de expresarse, el tono de voz, el acento, aunque suenan un poco raros se entienden con facilidad. No me esperaba esto.

Semirhage estrechó los ojos un instante al oír las palabras de la Sabia. Qué curioso. Esa reacción era más intensa que cualquiera de las provocadas por los castigos aplicados hasta el momento. Los destellos de luz y los ruidos sólo generaban pequeños espasmos involuntarios. El comentario de Sorilea, sin embargo, parecía haber afectado a Semirhage a un nivel emocional. ¿Es que las Sabias iban a tener éxito en lo que ella fracasaba desde hacía tiempo?

—Creo que eso es lo que tenemos que recordar —contestó Bair—. Una mujer no es más que una mujer, tenga los años que tenga y sean cuales sean los secretos que guarda. La carne se puede cortar, la sangre se puede derramar, los huesos se pueden romper…

—A decir verdad, casi me siento decepcionada, Cadsuane Melaidhrin —agregó Sorilea al tiempo que sacudía la canosa cabeza—. Esta criatura tiene colmillos muy pequeños.

Semirhage no reaccionó en esta ocasión; de nuevo era dueña de sí misma, el semblante sereno, la expresión de los ojos imperiosa.

—Sé un poco sobre vosotros, nuevos Aiel sin juramentos, y sobre vuestras interpretaciones del honor. Disfrutaré muchísimo investigando cuánto dolor y sufrimiento harán falta antes de que miembros de vuestros clanes se cubran de vergüenza. Decidme: ¿hasta dónde creéis que habré de presionar antes de que uno de vosotros mate a un herrero y se coma su carne?

Sabía más que «un poco» si comprendía la condición casi sagrada que los herreros tenían para los Aiel. Sorilea se puso tiesa con el comentario, pero lo dejó pasar; volvió a tejer la salvaguardia para impedir que la prisionera oyera y a continuación, tras una pausa, también colocó los globos de luz frente a los ojos de Semirhage. Sí, era débil en el Poder, pero aprendía muy, muy deprisa.

—¿Es atinado tenerla así? —preguntó la Sabia en un tono que implicaba que a cualquier otra persona se lo habría exigido.

Para Cadsuane suavizaba sus modos, cosa que casi provocó una sonrisa en la Aes Sedai. Sorilea y ella eran como dos viejos halcones acostumbrados a dirigir el cotarro, que ahora se veían obligados a buscarse una percha en árboles vecinos. Tratar con deferencia a otros no le resultaba fácil a ninguna de las dos.

—Si tuviera que elegir —continuó la Sabia—, creo que le cortaría el cuello y dejaría el cadáver a secar en el polvo. Mantenerla con vida es como tener una picanegra de mascota.

—¡Bah! —dijo Cadsuane con gesto agrio—. Tienes razón respecto al peligro, pero matarla ahora sería peor. Al’Thor no puede (o no quiere) decirme el número exacto de Renegados a los que ha matado, pero da a entender que al menos la mitad de ellos siguen vivos. Estarán allí para luchar en la Última Batalla, y cada tejido que aprendamos de Semirhage será uno menos que puedan utilizar para sorprendernos.

Sorilea no parecía convencida, pero no insistió más sobre ello.

—¿Y el objeto? —preguntó la Sabia en cambio—. ¿Puedo verlo?

Faltó poco para que Cadsuane replicara un «no» con brusquedad, pero… Sorilea le había enseñado el Viaje, una herramienta increíblemente poderosa. Hacerlo había sido una ofrenda, una mano tendida, y ella necesitaba trabajar con esas mujeres, sobre todo con Sorilea. Al’Thor era un plan demasiado complejo para llevarlo sola una mujer.

—Venid conmigo —dijo Cadsuane, que abandonó el cuarto de madera seguida por las Sabias.

En el pasillo, Cadsuane dio instrucciones a las hermanas —Daigian y Sarene— de que se aseguraran de mantener despierta y con los ojos abiertos a Semirhage. No era probable que eso funcionara, pero era la mejor estrategia que Cadsuane tenía de momento.

Aunque… También tenía esa mirada fugaz, ese atisbo de ira que había mostrado por el comentario de Sorilea. Cuando uno controlaba la rabia de una persona también podía controlarle las otras emociones. Tal era la razón de que se esforzara con tanto empeño en enseñar a al’Thor a que controlara el genio.

Control y rabia. ¿Qué era lo que Sorilea había dicho y que había provocado esa reacción? Que Semirhage parecía decepcionantemente humana. Era como si la Sabia hubiese esperado que una Renegada fuera tan monstruosa como un Myrddraal o un Draghkar. ¿Y por qué no? Los Renegados habían sido personajes de leyenda durante tres mil años, unas sombras imponentes de oscuridad y misterio. Podría resultar decepcionante descubrir que, en muchos sentidos, eran los seguidores más humanos del Oscuro: mezquinos, destructivos y polemistas. Al menos así era como al’Thor afirmaba que actuaban. Era tan extraño oírlo hablar de ellos con esa familiaridad…

No obstante, Semirhage estaba demostrando ser algo más que una simple humana; esa pose, ese control de cuanto la rodeaba, era una fuente de fortaleza para ella.

Cadsuane sacudió la cabeza. Demasiados problemas y muy poco tiempo. El vestíbulo de madera era otro recordatorio de la estupidez del chico al’Thor; aún olía a humo, y era lo bastante intenso para que resultara desagradable. Por el agujero abierto en la fachada de la casona —tapado sólo con una tela— se colaba el frío aire de las noches primaverales. Tendrían que haberse mudado, pero él argumentaba que no estaba dispuesto a dejar que nadie lo ahuyentara y lo hiciera salir corriendo.

Casi parecía ansioso de que llegara la Última Batalla; o tal vez sólo se había resignado, y para llegar hasta allí sentía que debía abrirse paso a la fuerza a través de las banales reyertas de la gente como un viajero que en plena noche se abre camino a través de bancos de nieve para llegar a la posada. El problema era que al’Thor no estaba preparado para la Última Batalla; Cadsuane lo percibía en su forma de hablar, en el modo de actuar, y en cómo observaba el mundo con esa expresión sombría, casi aturdida. Si el hombre que era en ese momento se enfrentaba al Oscuro para decidir el destino del mundo, Cadsuane temía por la suerte de todos.

La Aes Sedai y las dos Sabias llegaron a la habitación de Cadsuane, un cuarto sólido e intacto que tenía una buena vista del prado pisoteado y del campamento instalado enfrente. No era exigente en cuanto a la decoración: una cama maciza, un baúl con cerradura y un palanganero con espejo; era demasiado mayor e impaciente para molestarse por algo más.

El baúl constituía un señuelo; en él guardaba algo de oro y otros objetos de poco valor, relativamente. Sus posesiones más valiosas las llevaba puestas —en forma del ter’angreal de adornos— o las guardaba bajo llave en una caja de documentos deslustrada que descansaba en la repisa del espejo. De roble gastado y con la tintura deslucida de forma irregular, la caja tenía bastantes melladuras y manchas para darle un aspecto usado, pero tampoco estaba tan ajada para que pareciera fuera de lugar con sus otras cosas. Mientras Sorilea cerraba la puerta una vez que hubieron entrado las tres, Cadsuane desarmó las trampas de la caja.

A la Aes Sedai le llamaba la atención que fueran tan pocas las hermanas que ensayaban innovaciones con el Poder Único. Aprendían de memoria tejidos tradicionales cuya validez había quedado probada al paso del tiempo. Sí, era cierto que experimentar con el Poder Único podía resultar desastroso, pero era factible realizar muchas extrapolaciones sencillas sin correr riesgos. El tejido utilizado para la caja era una de esas aplicaciones. Hasta hacía poco había usado un tejido estándar de Fuego, Energía y Aire para que se destruyera cualquier documento guardado en la caja si un intruso la abría. Muy eficaz, pero algo falto de imaginación.

El nuevo tejido era mucho más versátil: no destruía los objetos metidos en la caja; Cadsuane no estaba segura de si se podían destruir. En cambio, los tejidos —ejecutados a la inversa para hacerlos invisibles— saltaban en flujos retorcidos de Aire y capturaban a cualquiera que se encontrara en la habitación al abrirse la caja. Después, otro tejido emitía un sonido fuerte que imitaba cien trompetazos al tiempo que unas luces destellaban en el aire para dar la alarma. Los tejidos se accionarían también si alguien abría la caja, la movía o simplemente la tocaba con el más delicado de los flujos del Poder Único.

Cadsuane alzó la tapa y retiró la mano con rapidez; la precaución no estaba de más, porque dentro de esa caja se hallaban dos objetos que representaban un peligro muy serio.

Sorilea se acercó y se asomó para mirar dentro. Uno de los objetos era una figurilla que medía alrededor de un pie y que representaba a un hombre sabio, con barba, sosteniendo en alto una esfera. El otro era un collar de metal negro y dos brazaletes: un a’dam creado para un hombre. Con ese ter’angreal una mujer podía convertir en su esclavo a un varón encauzador y controlar su habilidad para utilizar el Poder Único. Tal vez podría controlarlo por completo; no lo sabía porque no habían probado el collar. Al’Thor lo había prohibido.

Pasando por alto la estatuilla, Sorilea centró la atención en los brazaletes y el collar; entonces dejó escapar un quedo siseo.

—Ese objeto es malévolo.

—Sí —convino con ella Cadsuane. Pocas veces habría calificado a un simple objeto de «malévolo», pero ése lo era—. Nynaeve al’Meara afirma tener algún conocimiento sobre este objeto, y aunque no he conseguido sacarle cómo sabe esas cosas, afirma que sólo existía un a’dam masculino y que arregló las cosas para que fuera arrojado al océano. Sin embargo, también admite que no vio personalmente que se dispusiera de él y, en consecuencia, cabe la posibilidad de que los seanchan lo hayan utilizado como molde.

—Esa posibilidad me preocupa mucho —manifestó Sorilea—. Si una de las Depravadas de la Sombra o incluso alguna seanchan lo capturara con esto…

—Que la Luz se apiade de todos —susurró Bair.

—¿Y la gente que tiene estas cosas es la misma con la que al’Thor quiere firmar la paz? —Sorilea sacudió la cabeza—. La mera creación de estas abominaciones sería merecedora de una guerra a sangre y fuego. He oído decir que hay otros semejantes. ¿Qué pasa con ésos?

—Están guardados en otra parte —contestó Cadsuane mientras cerraba la tapa—. Junto con los a’dam femeninos que encontramos. Unas conocidas mías, Aes Sedai que se retiraron del mundo, están haciendo pruebas para tratar de descubrir su punto débil.

También tenían en su poder Callandor. Cadsuane detestaba haber tenido que dejar la espada fuera de su alcance, pero creía que el sa’angreal todavía guardaba secretos que desentrañar.

—Guardo éste aquí porque busco una forma de probarlo con un hombre —prosiguió—. Esa sería la mejor manera de descubrir el punto débil. Pero al’Thor no permite que ninguno de sus Asha’man sea atado a la correa, ni siquiera durante unos segundos.

Ese razonamiento desagradó a Bair.

—Algo así como probar la resistencia de una lanza ensartándosela a alguien —rezongó.

Sorilea, por el contrario, asintió en un gesto de anuencia; ella lo entendía.

Una de las primeras cosas que Cadsuane —explicó— hizo después de apoderarse de esos a’dam femeninos fue ponerse uno y practicar modos de escapar del collar. Ni que decir tiene que lo había probado en circunstancias muy controladas, con mujeres en las que confiaba para que la ayudaran a zafarse de él. Al final fue lo que tuvieron que hacer, porque Cadsuane no consiguió encontrar la forma de lograrlo por sí misma.

Pero si tu enemigo planeaba hacerte algo, debías descubrir cómo contrarrestarlo aunque ello significara tener que atarte con correa. Al’Thor no lo entendía; cuando se lo había planteado, el chico se había limitado a rezongar algo sobre «ese maldito arcón» y sobre ser golpeado.

—Tenemos que hacer algo con este hombre —dijo Sorilea, que sostuvo la mirada de Cadsuane—. Ha empeorado desde la última vez que lo vimos.

—En efecto —convino la Aes Sedai—. Se ha vuelto un verdadero experto en hacer caso omiso de mis enseñanzas.

—Entonces, hablemos de ello —propuso Sorilea, que se acercó un taburete—. Hay que discurrir un plan, por el bien de todos.

—Por el bien de todos —reiteró Cadsuane—. Por el propio al’Thor, principalmente.

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