3 Los conceptos del honor

Aviendha se agachó con sus hermanas de lanza y unos cuantos exploradores Descendientes Verdaderos en lo alto de una colina baja y herbosa, desde donde observaron a los refugiados. Formaban un grupo lastimoso, esos habitantes de las tierras húmedas domani, sucias las caras de no haber visto una tienda de vapor hacía meses, y sus niños demacrados, tan hambrientos que ni fuerza tenían para llorar. Una pobre mula tiraba de un carro entre el centenar de personas que avanzaban con dificultades, cargadas con las cosas que no habían amontonado en el carro. Tampoco es que hubiera mucho. Andaban con paso cansino en dirección nordeste a lo largo del camino, que tenía poco de calzada. Tal vez había un pueblo en esa dirección; quizá sólo escapaban de la inseguridad que reinaba en las tierras costeras.

El paisaje montañoso estaba despejado a excepción de alguno que otro agrupamiento de árboles. Los refugiados no habían visto a Aviendha y sus compañeros a pesar de que se encontraban a menos de un centenar de pasos; la joven nunca había conseguido entender cómo estaban tan ciegos los habitantes de las tierras húmedas. ¿No vigilaban ni tenían presente cualquier singularidad en el horizonte? ¿No se daban cuenta de que viajar tan cerca de una cresta de colina era tanto como invitar a que unos exploradores los espiaran? Tendrían que haber asegurado la colina con sus propios exploradores antes de acercarse a ella.

¿No les importaba? Aviendha se estremeció. ¿Cómo podía no importarle a alguien que hubiera unos ojos vigilándolo, ojos que podían ser de un guerrero o una Doncella armados con lanzas? ¿Tantas ganas tenían de despertar del sueño? Aviendha no le tenía miedo a la muerte, pero había una gran diferencia entre abrazarla y desear encontrarla.

«Las ciudades son el problema», pensó. Eran sitios pestilentes, corrompidos, como heridas supurantes que nunca se curaban. Había algunas mejores que otras —Elayne hacía una labor admirable con Caemlyn— pero incluso la mejor de todas reunía a demasiadas personas y las habituaba a sentirse cada vez más cómodas permaneciendo en un mismo lugar. Esos refugiados se habían acostumbrado a viajar y habían aprendido a usar los pies en lugar de depender de los caballos, como hacían tan a menudo los habitantes de las tierras húmedas, y así no les sería tan difícil abandonar sus ciudades. Entre los Aiel, los artesanos estaban entrenados para defenderse a sí mismos, los niños sabían vivir durante días de lo que les ofrecía la naturaleza, e incluso los herreros eran capaces de viajar grandes distancias a buen paso. Todo un septiar podía estar en condiciones de ponerse en marcha en el plazo de una hora con todo lo que necesitaban cargado a la espalda.

Sí, los habitantes de las tierras húmedas eran raros, sin duda, pero aun así los refugiados seguían dándole lástima. Experimentar esa emoción la sorprendió, porque, aunque no fuera desalmada, su deber estaba en otro lado, con Rand al’Thor. No había razón para que se sintiera abatida por un grupo de habitantes de las tierras húmedas a los que ni siquiera conocía. Sin embargo, en el tiempo que había pasado con su primera hermana Elayne había comprendido que no todas las personas de esas tierras eran pusilánimes y débiles; sólo la mayoría. Había ji en cuidar de aquellos que no podían hacerlo por sí mismos.

Observando a esos refugiados, Aviendha intentó verlos como los vería Elayne, pero todavía le costaba entender la forma de liderazgo de su primera hermana. No se parecía al sencillo liderazgo de un grupo de Doncellas en un ataque, que era instintivo y eficaz por igual. Elayne no buscaría indicios de soldados escondidos o de peligro para esos refugiados, sino que se sentiría responsable de ellos aun cuando no eran sus coterráneos. Encontraría el modo de enviarles comida, incluso de utilizar sus tropas para afianzar un área segura en la que se instalaran y, de esta manera, hacerse con un trozo de ese país para sí misma.

En otro tiempo Aviendha habría dejado esas ideas a los jefes de clan y a las señoras del techo, pero ya no era una Doncella y lo había aceptado como un hecho. Ahora vivía bajo otro techo; le avergonzaba haberse resistido al cambio tanto tiempo.

No obstante, eso le planteaba un problema: ¿Qué honor había ahora para ella, sin ser ya Doncella ni ser del todo una Sabia? Toda su identidad había estado ligada a esas lanzas, y su ser, forjado en el acero de las puntas, tan seguro como que el fuego las había templado en la fragua. Había crecido con la convicción de que sería una Far Dareis Mai; de hecho, se había unido a las Doncellas lo antes posible, y se había sentido orgullosa de su vida y de la de sus hermanas de lanza. Habría servido a su clan y a su septiar hasta el día en que hubiera caído por una lanza derramando hasta su última gota de agua en el suelo reseco de la Tierra de los Tres Pliegues.

Ésta no era la Tierra de los Tres Pliegues, y había oído preguntarse a un algai’d’siswai si los Aiel volverían allí algún día. Sus vidas habían cambiado, y ella desconfiaba de los cambios. No se los podía localizar ni ensartar con la lanza; eran más silenciosos que el mejor de los exploradores y más letales que cualquier asesino. No, nunca se había fiado del cambio, pero lo aceptaría; aprendería de los métodos de Elayne y a pensar como un jefe.

Encontraría honor en su nueva vida. De algún modo lo haría.

—No son una amenaza —susurró Heirn, agazapado con los Descendientes Verdaderos, al otro extremo de las Doncellas.

Rhuarc también observaba a los refugiados, vigilante.

—Los muertos caminan —manifestó el jefe del clan Taardad—. Y sin previo aviso los hombres caen presas del mal del Cegador de la Vista, con la sangre corrompida como el agua de un pozo contaminado. Ésos quizá sean unos infelices que huyen de los estragos de la guerra, o tal vez son cualquier otra cosa. Nos mantendremos a distancia.

Aviendha echó otra ojeada a la columna de refugiados que se iba alejando. No creía que Rhuarc tuviera razón; esas personas no eran fantasmas ni monstruos en los que siempre se percibía algo… anómalo; a Aviendha le provocaban una desazón desagradable, como si estuvieran a punto de atacarla.

Con todo, Rhuarc era sabio; uno aprendía a ser cauteloso en la Tierra de los Tres Pliegues, donde hasta una ramita podía matarte. El grupo de Aiel abandonó la cresta de la colina y descendió a la llanura de hierba marchita que se extendía más allá. Aun después de llevar meses en las tierras húmedas, a Aviendha todavía le resultaba chocante el paisaje. Allí los árboles eran altos, con ramas largas y excesivos retoños; cuando los Aiel cruzaban parches de amarillenta hierba primaveral entre las hojas caídas del invierno, todo parecía tan repleto de agua que Aviendha casi esperaba que las briznas y las hojas reventaran al pisarlas. Sabía que los habitantes de las tierras húmedas decían que la actual era una primavera anormalmente tardía, pero ya era más fértil que su tierra natal.

En la Tierra de los Tres Pliegues, un septiar habría reclamado de inmediato como suya esa pradera —con colinas que proporcionaban puntos de vigilancia y cobijo— y la habría utilizado para cultivos. Aquí, sólo era una más entre un millar de extensiones de tierra virgen. De eso también tenían culpa las ciudades; las más cercanas se hallaban demasiado lejos para que esa área fuera un buen sitio para las granjas de los habitantes de las tierras húmedas.

Los ocho Aiel cruzaron con rapidez el herbazal serpenteando entre laderas, moviéndose deprisa y con sigilo; con su atronador galope, los caballos no tenían comparación con los pies de un hombre. Unas bestias terribles… ¿Por qué se empeñarían los habitantes de las tierras húmedas en montarlos? Qué desconcertante. Aviendha empezaba a entender el modo de pensar de un jefe o una reina, pero sabía que jamás comprendería del todo a los habitantes de las tierras húmedas. Eran demasiado raros, incluso Rand al’Thor.

Mejor dicho, en especial Rand al’Thor. La joven sonrió al evocar los ojos serios del hombre; recordaba su olor a los jabones de estas tierras, que olían a aceite, mezclado con el peculiar aroma almizcleño y terroso que era el suyo propio. Se casaría con él; en cuanto a eso estaba tan decidida como Elayne, y ahora que eran primeras hermanas podrían casarse las dos con él, como era debido. Sólo que, ¿cómo iba a casarse ella con nadie? Su honor estaba en sus lanzas, pero Rand al’Thor las llevaba ahora a la cintura, batidas y forjadas en forma de hebilla de cinturón que ella le había entregado con sus propias manos.

Él le había propuesto matrimonio tiempo atrás. ¡Un hombre proponiendo matrimonio! Otra de esas costumbres raras de esas tierras húmedas; incluso dejando a un lado lo fuera de lugar que estaba —y pasando por alto el insulto que su proposición era para Elayne— Aviendha nunca habría aceptado a Rand al’Thor como su esposo. ¿Es que no entendía que una mujer debía aportar honor a su matrimonio? ¿Qué podía ofrecer una simple aprendiza? ¿Aceptaría que se uniera a él como alguien inferior? ¡Sería motivo de gran vergüenza para ella hacer tal cosa!

Él no debía de entenderlo. Aviendha no lo tenía por un hombre cruel: sólo era corto de alcances. Iría a él cuando estuviera preparada; entonces dejaría la guirnalda nupcial a sus pies, cosa que no haría mientras no supiera quién era ella.

Los conceptos del ji’e’toh eran complejos; Aviendha sabía cómo medir el honor como una Doncella, pero las Sabias eran seres diferentes por completo. Creía que había ganado un poco de prestigio a los ojos de sus maestras; por ejemplo, le habían permitido pasar bastante tiempo con su primera hermana en Caemlyn. Claro que, de improviso, habían llegado Dorindha y Nadere y habían informado a Aviendha que había descuidado su preparación. La habían agarrado como a una niña a la que se sorprende escuchando a escondidas fuera de la tienda de vapor y se la habían llevado a remolque para reunirse con el resto del clan, que se desplazaba a Arad Doman.

Y ahora… ¡Ahora las Sabias la trataban con menos respeto que antes! No se habían ofrecido a enseñarle nada; de algún modo había dado un paso en falso a su modo de ver, cosa que le revolvía el estómago. ¡Incurrir en vergüenza ante las Sabias era tan malo como demostrar miedo delante de alguien tan valiente como Elayne!

Hasta ese momento las Sabias le habían permitido tener cierto honor al dejarle cumplir castigos, pero Aviendha no sabía qué había hecho para incurrir en su desagrado, para empezar. Preguntar sólo aumentaría la vergüenza, por supuesto. Hasta que no desentrañara el problema, no recobraría su toh y, lo que es peor, corría el peligro de volver a cometer el mismo error. Mientras no esclareciera ese problema, seguiría siendo una aprendiza y no podría llevar una guirnalda nupcial a Rand al’Thor.

La joven rechinó los dientes; otra mujer habría llorado, pero ¿de qué serviría? Fuera cual fuera su error, se había echado esa mancha y su deber era arreglarlo. Recobraría el honor y se casaría con Rand al’Thor antes de que muriera en la Última Batalla.

Eso significaba que lo que quiera que fuera que debía descubrir tenía que averiguarlo enseguida. Cuanto antes.

Se encontraron con otro grupo Aiel que esperaba en un claro, en medio de un pequeño pinar; el suelo estaba cubierto por una espesa capa de agujas y el cielo se perdía de vista entre los altísimos troncos. En el centro del claro se encontraban cuatro Sabias, todas ellas vestidas con la clásica falda marrón de lana y la blusa blanca. Aviendha llevaba un atuendo parecido que ahora le resultaba tan familiar como antes lo fuera el cadin´sor. El grupo de exploradores se desperdigó; guerreros y Doncellas se dirigieron hacia los miembros de sus clanes o de sus asociaciones. Rhuarc fue a reunirse con las Sabias, y Aviendha lo siguió.

Las cuatro Sabias —Amys, Bair, Melaine y Nadere— le lanzaron una mirada; Bair, la única Aiel del grupo que no pertenecía a los Taardad ni a los Goshien, había llegado no hacía mucho, tal vez para coordinar cosas con las otras. Fuera por uno u otro motivo, ninguna de las mujeres parecía complacida. Aviendha vaciló; si se marchaba ahora, ¿no daría la impresión de que intentaba evitar atraer su atención? ¿Y si al quedarse incurría más aún en el descontento de las mujeres?

—¿Y bien? —se dirigió Amys a Rhuarc.

Aunque Amys tenía el cabello blanco, su aspecto era el de una mujer bastante joven. En su caso no se debía a la manipulación del Poder, sino que había empezado a encanecer siendo aún una chiquilla.

—Era como los exploradores lo describieron, sombra de mi corazón —contestó Rhuarc—. Otro grupo lastimoso de refugiados de las tierras húmedas. No vi peligro alguno en ellos.

Las Sabias asintieron con la cabeza, como si fuera eso lo que esperaban oír.

—Es el décimo grupo de refugiados en menos de una semana —comentó la envejecida Bair con una expresión pensativa en los ojos de un tono azul desvaído.

—Sí —confirmó Rhuarc—. Corren rumores de ataques seanchan a puertos del oeste. Tal vez la gente se ha trasladado tierra adentro para evitar los combates. —Lanzó una mirada a Amys—. Este país hierve como agua vertida en una piedra caliente al fuego. Los clanes no saben bien qué quiere de ellos Rand al’Thor.

—Fue muy claro —señaló Bair—. Le complacerá que vosotros y Dobrain Taborwin aseguréis Bandar Eban, como pidió que se hiciera.

Rhuarc asintió con la cabeza.

—Con todo —agregó después—, sus intenciones siguen sin estar claras. Nos pidió que restaurásemos el orden. ¿Quiere eso decir que actuemos como guardias de ciudad de las tierras húmedas? Esa no es tarea para los Aiel. No podemos conquistar el lugar, por lo cual no podemos tomar el quinto, quedaban lo que hacemos recuerda mucho una ocupación. Las órdenes del Car’a’carn pueden ser claras y confusas a la vez. Creo que tiene un don especial para eso.

Bair asintió con la cabeza, sonriendo.

—Quizá pretende que hagamos algo con esos refugiados —dijo la Sabia.

—¿Y qué deberíamos hacer? —preguntó Amys al tiempo que sacudía la cabeza—. ¿Es que somos Shaido y se espera que hagamos gai’shain a los habitantes de las tierras húmedas? —El tono de voz dejaba bien claro la opinión que tenía tanto de los Shaido como de la idea de hacer gai’shain a la gente de esas tierras.

Aviendha asintió en un gesto de conformidad. Como decía Rhuarc, el Car’a’carn los habían mandado ir a Arad Doman a «restaurar el orden». No obstante, ése era un concepto de estas tierras; los Aiel llevaban consigo su propio orden. En guerras y batallas había caos, cierto, pero todos y cada uno de los Aiel sabían cuál era su sitio y actuarían de acuerdo con ello. Los niños pequeños entendían honor y toh, y un dominio seguiría funcionando después de que todos los líderes y Sabias hubieran muerto.

No ocurría así con la gente de las tierras húmedas. Salían en desbandada como una espuerta de lagartijas a las que se deja caer de pronto en piedras calientes. Tan pronto como sus líderes estaban ocupados o distraídos, reinaba el caos y el bandidaje, los fuertes abusaban de los débiles y ni siquiera los herreros quedaban a salvo.

¿Qué esperaba Rand al’Thor que hicieran los Aiel al respecto? No podían enseñar ji’e’toh a toda una nación. Rand al’Thor les había dicho que evitaran matar tropas domani, pero esas tropas —a menudo corruptas y entregadas al bandidaje— eran parte del problema.

—Quizás explique algo más cuando lleguemos a esa casa de campo donde se encuentra —intervino Melaine al tiempo que sacudía la cabeza de forma que el cabello rubio rojizo brilló al reflejar la luz. Empezaba a notársele el embarazo bajo la blusa de Sabia—. Y, si no lo hace, entonces no cabe duda de que será mejor para nosotros seguir aquí, en Arad Doman, que pasar más tiempo haraganeando de vuelta en la tierra de los asesinos del árbol.

—Como digáis —accedió Rhuarc—. Pongámonos pues en marcha. Aún queda un buen trecho que correr.

Se apartó para hablar con Bair. Aviendha dio un paso, pero una mirada severa de Amys la dejó paralizada.

—Aviendha, ¿cuántas Sabias iban con Rhuarc para vigilar a esa gente de las tierras húmedas? —preguntó la mujer de cabello blanco.

—Ninguna excepto yo —admitió la joven.

—Ah, ¿es que ahora eres una Sabia? —inquirió Bair.

—No —se apresuró a negar Aviendha, que se avergonzó más aún al enrojecer—. Me he expresado mal.

—Entonces habrá que castigarte —dijo Bair—. Ya no eres una Doncella, Aviendha. A ti no te corresponde explorar; eso es cometido de otros.

—Sí, Sabia.

La joven agachó la cabeza. No había pensado que ir con Rhuarc la haría incurrir en vergüenza, ya que había visto a otras Sabias hacer tareas semejantes.

«Pero no soy una Sabia —se recordó para sus adentros—. Sólo soy una aprendiza». Bair no había dicho que una Sabia no pudiera explorar, sólo que a ella no le correspondía hacerlo. Tenía que ver con ella personalmente y con lo que quiera que hubiera hecho —o que quizá seguía haciendo— que disgustaba a las Sabias.

¿Pensarían que se había vuelto blanda al estar tanto tiempo con Elayne? A la propia Aviendha le preocupaba que tal cosa fuera verdad; durante el tiempo pasado en Caemlyn se había sorprendido disfrutando con las sedas y los baños. Al final, sólo hacía débiles objeciones cuando Elayne encontraba cualquier excusa para que se pusiera un vestido frívolo y nada práctico, lleno de bordados y encaje. Era una suerte que las otras hubieran ido a buscarla.

Las «otras» seguían plantadas allí mirándola con expectación, los rostros inflexibles y severos cual rojas piedras del desierto. Aviendha rechinó los dientes de nuevo. Acabaría el aprendizaje y obtendría honor. Lo haría.

Sonó la llamada para emprender la marcha, y hombres y mujeres vestidos con cadin’sor empezaron a correr en pequeños grupos. Las Sabias se movían con igual ligereza que los guerreros a pesar de las voluminosas faldas. Amys tocó a Aviendha en el brazo.

—Correrás conmigo y así podremos discutir tu castigo.

La joven corrió a trote vivo junto a la Sabia. Era una velocidad que cualquier Aiel era capaz de mantener casi por tiempo indefinido. Su grupo, desde Caemlyn, se había encontrado con Rhuarc cuando éste viajaba desde Bandar Eban para reunirse con Rand al’Thor en la parte occidental del país. Dobraine Taborwin, un cairhienino, todavía mantenía el orden en la capital, donde supuestamente había localizado a un miembro del organismo dirigente domani.

Quizás el grupo de Aiel podría haber Viajado a través de un acceso el trecho que quedaba, pero no estaba lejos —sólo unos pocos días a pie— y habían partido temprano para llegar a la hora convenida sin utilizar el Poder Único. Rhuarc quería explorar en persona parte del entorno próximo a la casa de campo que Rand al’Thor utilizaba como base. Otras partidas de Aiel Goshien o Taardad se reunirían con ellos en la base utilizando accesos si hacía falta.

—¿Qué opinas de las exigencias del Car’a’carn de que estemos aquí en Arad Doman, Aviendha? —le preguntó Amys mientras corrían.

La joven reprimió el impulso de fruncir el entrecejo. ¿Qué pasaba con su castigo?

—Es una petición poco corriente —contestó—, pero Rand al’Thor tiene muchas ideas raras, incluso para ser un habitante de las tierras húmedas. Esta tarea no será la más inusual que nos ha encargado.

—¿Y el hecho de que Rhuarc se sienta incómodo con la tarea?

—Dudo que el jefe de clan se sienta incómodo. Sospecho que Rhuarc sólo dice lo que oye a otros, una forma de pasar información a las Sabias. No quiere avergonzar a otros revelando sus temores.

Amys asintió en silencio. ¿A qué venían esas preguntas? Seguro que Amys había llegado a la misma conclusión; no acudiría a ella a pedirle consejo.

Corrieron en silencio un rato, sin que hubiera mención alguna a los castigos. ¿Habían olvidado las Sabias su desconocido desaire? Seguro que no la deshonrarían así; tenían que darle tiempo para pensar lo que había hecho o, de otro modo, su vergüenza sería insoportable. Podría errar de nuevo, y esta vez aún peor.

Amys no dejaba entrever lo que pensaba; la Sabia había sido en tiempos Doncella, como Aviendha, y era dura incluso para una Aiel.

—¿Y del propio al’Thor? ¿Qué opinas sobre él? —preguntó a la joven.

—Lo amo.

—No he preguntado a Aviendha la niña boba, sino a Aviendha la Sabia.

—Es un hombre con muchas cargas —respondió Aviendha con pies de plomo—. Me temo que muchas de esas cargas las hace más pesadas de lo que deberían ser. Hubo un tiempo en que pensé que sólo había una forma de ser fuerte, pero aprendí de mi primera hermana que me equivocaba. Rand al’Thor… Creo que aún no ha aprendido eso, y me preocupa que confunda la dureza con la fortaleza.

Amys asintió de nuevo, como aprobando el comentario. ¿Serían esas preguntas una especie de prueba?

—¿Te casarías con él? —preguntó la Sabia.

«Creía que no hablábamos sobre Aviendha la niña boba», pensó la joven, aunque, por supuesto, no lo dijo. Una no le hablaba así a Amys.

—Me casaré con él —contestó en cambio—. No es una posibilidad, sino una certidumbre.

El tono empleado le reportó una mirada seca de Amys, pero Aviendha no se amilanó. Cualquier Sabia que se equivocara al hablar merecía que se la corrigiera.

—¿Y la mujer del oeste, Min Farshaw? —inquirió Amys—. Es evidente que lo ama. ¿Qué harás respecto a ella?

—Eso es algo que me atañe a mí —respondió Aviendha—. Llegaremos a algún arreglo. He hablado con Min Farshaw y creo que será fácil abordar el asunto con ella.

—¿Os convertiréis en primeras hermanas también? —quiso saber Amys, con un timbre que sonaba un tanto divertido.

—Llegaremos a un arreglo, Sabia.

—¿Y si no es así?

—Lo será —afirmó Aviendha con firmeza.

—¿Por qué estás tan segura?

La joven vaciló. Una parte de ella deseaba responder a esa última pregunta con el silencio, salvar ese terreno espinoso sin contestar a Amys. Pero sólo era una aprendiza y, si bien Amys no podía obligarla a hablar, sabía que seguiría presionándola hasta sacarle lo que quería. Aviendha esperaba no incurrir en mucho toh por responderle.

—¿Sabes lo de las visiones de esa mujer, Min? —preguntó.

Amys asintió con la cabeza.

—Una de esas visiones asocia a Rand al’Thor con las tres mujeres que amará. Otra asocia mis hijos con el Car’a’carn.

No dijo nada más y Amys no insistió. Era suficiente. Las dos sabían que sería más fácil encontrar a un Soldado de Piedra batiéndose en retirada a que una visión de Min no se cumpliera.

Por un lado, era positivo saber que Rand al’Thor sería suyo, aunque tuviera que compartirlo. No le importaba en cuanto a Elayne, por supuesto, pero Min… En fin, la verdad era que no la conocía. Sin embargo, la visión constituía un consuelo; aunque también resultaba irritante. Ella amaba a Rand al’Thor porque así lo quería, no porque estuviera destinada a amarlo. Claro que la visión de Min no garantizaba que Aviendha pudiera casarse con Rand, de modo que quizás lo que le había dicho a Amys estaba equivocado. Sí, él amaría a tres mujeres y tres mujeres lo amarían a él, pero ¿encontraría ella el modo de casarse con Rand?

No, el futuro no era seguro y, por alguna razón, eso la reconfortó. Quizá tendría que preocuparse, pero no lo hizo. Recobraría su honor y entonces se casaría con Rand al’Thor; tal vez él muriera poco después, pero también podía ocurrir que ese día les tendieran una emboscada y ella cayera abatida por una flecha. Preocuparse no resolvería nada.

El toh, sin embargo, era otra cosa muy distinta.

—He errado al hablar, Sabia —dijo—. Di por hecho que la visión indicaba que me casaría con Rand al’Thor, y eso no es verdad. Las tres lo amaremos, y aunque ese sentimiento suele ir parejo con el matrimonio, no lo sé con seguridad.

Amys asintió con la cabeza. No había toh; Aviendha había rectificado enseguida lo dicho. Eso estaba bien, porque no añadía más vergüenza a la que ya acumulaba.

—Bien, pues, discutamos el castigo de hoy —dijo Amys con la vista fija en el camino que tenía ante sí.

Aviendha se relajó un poco; así que aún disponía de tiempo para descubrir lo que había hecho mal. Los habitantes de las tierras húmedas parecían desconcertados por cómo enfocaban los castigos los Aiel, pero ellos entendían poco de honor. El honor no se ganaba por el hecho de que te castigaran, sino porque aceptando y soportando el castigo se recobraba el honor. Esa era el alma del toh: la voluntad de rebajarse uno mismo a fin de recuperar lo perdido. Le extrañaba que las gentes de aquí no lo entendieran; de hecho, era extraño que no siguieran el ji’e’toh de forma espontánea, por instinto. ¿Qué era la vida sin honor?

Amys, como debía ser, no le diría lo que había hecho mal. Sin embargo, Aviendha no estaba teniendo éxito en discurrir la respuesta por sí misma, y sería causa de menos vergüenza para ella si la descubría a través de una conversación.

—Sí, debería ser castigada—tanteó con cautela la joven—. El tiempo pasado en Caemlyn amenazaba con volverme endeble.

—No eres más blanda que cuando llevabas las lanzas, muchacha —repuso Amys con un resoplido—. Yo diría que eres un poco más fuerte. El tiempo que has pasado con tu primera hermana era importante para ti.

De modo que no se trataba de eso. Cuando Dorindha y Nadere habían ido a buscarla habían dicho que tenía que seguir con el entrenamiento como aprendiza. No obstante, desde que los Aiel habían salido hacia Arad Doman, Aviendha no había recibido lecciones. Le habían asignado la tarea de acarrear agua, de arreglar chales y de servir el té. Le habían aplicado todo tipo de castigos sin apenas explicaciones de lo que había hecho mal, y cuando hacía algo obvio —como ir a explorar cuando no debería hacerlo— la severidad del castigo siempre era mayor de lo que merecía la infracción cometida.

Casi daba la impresión de que fuera el castigo lo que las Sabias quisieran enseñarle, pero eso no podía ser. No era una habitante de las tierras húmedas a la que se tenía que enseñar los conceptos del honor. ¿De qué servía un castigo continuo e inexplicable, aparte de advertir de un grave error que hubiera cometido?

Amys se acercó a ella mientras desataba algo que llevaba en la cintura. Era una bolsa de paño que tenía el tamaño de un puño.

—Hemos llegado a la conclusión de que somos demasiado permisivas con tu enseñanza —dijo—. El tiempo es muy valioso y no hay lugar para las delicadezas.

Aviendha disimuló la sorpresa. ¿Que los castigos anteriores habían sido delicados?

—En consecuencia —continuó Amys al tiempo que le tendía la bolsa pequeña—, toma esto. Dentro hay semillas. Algunas son negras, otras son marrones y otras son verdes. Esta noche, antes de dormirte, separarás los colores y después contarás cuántas hay de cada uno. Si te equivocas, las mezclaremos y volverás a empezar.

Aviendha se quedó boquiabierta y casi se paró al trompicar. Acarrear agua era un trabajo necesario; arreglar la ropa era un trabajo necesario; cocinar era un trabajo necesario, sobre todo cuando el pequeño grupo de avanzadilla no se había hecho acompañar por ningún gai’shain.

Pero eso… ¡Eso era algo completamente inútil! No sólo carecía de importancia, sino que era frívolo. Era la clase de castigo reservado exclusivamente para las personas más tozudas, las que acumulaban más vergüenza. Casi… ¡Casi parecía que las Sabias la llamaran da’tsang!

—Por los ojos del Cegador de la Vista —susurró mientras reanudaba la marcha con esfuerzo—, ¿qué he hecho mal?

La Sabia le echó una mirada y Aviendha desvió la vista. Las dos sabían que no quería respuesta a esa pregunta. Tomó la bolsa en silencio. Era el castigo más humillante que había recibido en toda su vida.

Amys se apartó para correr con las otras Sabias. Aviendha se sacudió de encima el estupor, y la determinación volvió a ella; su error debía de haber sido más trascendente de lo que pensaba. El castigo de Amys era una indicación de ello, un indicio.

Abrió la bolsa y echó un vistazo dentro; había tres bolsitas de algode más pequeñas y vacías para facilitar la separación, y miles de minúsculas semillas que casi las sepultaban. Era un castigo pensado para hacerlo evidente, para procurarle más vergüenza. Lo que quiera que hubiese hecho era ofensivo no sólo para las Sabias, sino para todos los que estaban a su alrededor, aunque —como era su caso— no lo supieran.

Aquello sólo consiguió que su determinación cobrara más firmeza.

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