23 Una anomalia en el aire

¿Qué ha sido de las hermanas que guardaban la celda? —preguntó Cadsuane al tiempo que subía con fuertes pisadas la escalera de madera al lado de Merise.

—Corele y Nesune están vivas, gracias a la Luz, aunque las dejaron muy débiles —contestó Merise, que llevaba recogido el repulgo del vestido para no perder el paso. Narishma las seguía y las campanillas del extremo de las trenzas tintineaban con suavidad—. Daigian ha muerto. No sabemos por qué dejaron vivas a las otras dos.

—Por los Guardianes —contestó Cadsuane—. Mata a una Aes Sedai y sus Guardianes lo sabrán de inmediato; en consecuencia, nos habríamos enterado enseguida de que algo iba mal.

De todos modos, los otros Guardianes lo habrían notado; tendrían que interrogar a los hombres para ver qué habían sentido. Sin embargo, había una correlación posible.

Daigian no tenía ningún Guardián vivo; Cadsuane sintió una punzada de pesar por la agradable hermana, pero desechó la emoción. No había tiempo para eso.

—A las otras dos se les indujo una especie de trance —explicó Merise—. No vi residuos de tejidos, y Narishma tampoco. Descubrimos a las hermanas justo después de que se dio la alarma, y fuimos a buscaros en cuanto comprobamos que al’Thor estaba vivo y había acabado con el enemigo.

Cadsuane asintió con la cabeza, malhumorada. ¡Mira que encontrarse visitando a las Sabias esa noche, precisamente! Sorilea y un pequeño grupo de esas mujeres venían detrás de Narishma, y Cadsuane no quería aflojar el paso, no fuera a ser que las Aiel la pisotearan en su prisa por ver a al’Thor.

Llegaron al rellano y recorrieron con premura el pasillo hacia el cuarto de al’Thor. ¿Cómo se habría metido de nuevo en un lío tan gordo? ¿Y cómo diantres había escapado de la celda esa maldita Renegada? Alguien debía de haberla ayudado, pero eso significaba que tenían una Amiga Siniestra en el campamento. No sería de extrañar; si las había en la Torre Blanca, entonces era obvio que allí las habría también. Pero ¿qué Amiga Siniestra podría incapacitar a tres Aes Sedai? Sin duda, todas las hermanas habían notando que se encauzaba a tal nivel; o lo habían advertido los Asha’man del campamento, de haber sido un encauzador varón.

—¿Tuvo algo que ver la infusión? —preguntó en voz baja Cadsuane a Merise.

—No, que sepamos —contestó la Verde—. Sabremos algo más cuando las otras dos vuelvan en sí. Se quedaron inconscientes en el momento en que las sacamos del trance.

Cadsuane asintió con un cabeceo. La puerta del cuarto de al’Thor se hallaba abierta y las Doncellas se amontonaban fuera como un enjambre de avispas que acabara de descubrir que su nido ha desaparecido. Cadsuane no se lo podía reprochar porque, al parecer, al’Thor casi no había hablado sobre lo ocurrido. ¡Ese necio muchacho tenía suerte de seguir vivo! «Qué maldito enredo», pensó mientras se abría paso entre las Doncellas y entraba en el cuarto.

Un grupo pequeño de Aes Sedai se arracimaba al fondo de la habitación y sostenía una conversación en voz baja. Sarene, Erian, Beldeine… Todas las que había en el campamento que no estaban muertas o incapacitadas. Excepto Elza. ¿Dónde se había metido Elza?

Las tres saludaron a Cadsuane con una ligera inclinación de cabeza, pero ella apenas les prestó atención. Sentada en la cama, Min se frotaba el cuello; tenía los ojos enrojecidos, el corto cabello revuelto, y el semblante pálido. Al’Thor se encontraba junto a la ventana abierta que había al fondo. La chaqueta del chico se hallaba tirada en el suelo, hecha un gurruño, y él estaba en mangas de camisa; un viento frío entraba por la ventana y le revolvía el cabello dorado rojizo. Nynaeve lo observaba con el entrecejo fruncido.

Cadsuane recorrió la estancia con mirada escrutadora; detrás de ella, en el pasillo, las Sabias empezaron a interrogar a las Doncellas.

—¿Y bien? —preguntó Cadsuane—. ¿Qué ha ocurrido?

Min alzó la cabeza al oírla y Cadsuane vio que tenía marcas rojas en el cuello, el inicio de moretones. Rand no se volvió para mirarla. «Muchacho insolente», pensó mientras se internaba más en el cuarto.

—¡Habla, chico! —apremió—. Hemos de saber si el campamento corre peligro.

—El peligro ha sido abortado —contestó él en voz baja.

Algo en la voz de Rand hizo vacilar a Cadsuane. Había esperado encontrar en él ira o, tal vez, satisfacción. Fatiga, cuando menos. Sin embargo, la voz sonaba tranquila.

—¿Te importaría explicar qué significa eso? —demandó la Aes Sedai.

Por fin Rand se volvió y la miró. Ella dio un paso atrás de forma involuntaria, aunque no habría sabido decir el porqué. Seguía siendo el mismo muchacho estúpido. Demasiado arrogante, demasiado seguro de sí mismo, demasiado brusco. Ahora parecía envolverlo una extraña serenidad, pero era un sosiego que tenía algo de oscuro; igual que la calma que uno veía en los ojos de un condenado un momento antes de que subiera a la horca.

—Narishma —dijo Rand, mirando por encima de Cadsuane—, tengo un tejido para ti. Memorízalo; sólo te lo mostraré una vez.

Sin más, al’Thor alzó la mano hacia un lado y una barra de brillante fuego blanco salió disparada de sus dedos y alcanzó la chaqueta tirada en el suelo. La prenda desapareció en un estallido de luz.

Cadsuane ahogó una exclamación.

—¡Te dije que no usaras jamás ese tejido, chico! No vuelvas a hacerlo, ¿me has oído? Eso no es…

—Ése es el tejido que hemos de usar cuando luchemos contra los Renegados, Narishma —dijo al’Thor, interrumpiendo a Cadsuane con voz tranquila—. Si los matamos de cualquier otra forma, podrán renacer. Es una herramienta peligrosa, pero no deja de ser una herramienta. Como cualquier otra.

—Está prohibido —intervino Cadsuane.

—He decidido que no —contestó al’Thor, impávido.

—¡No tienes idea de lo que ese tejido puede ocasionar! Eres un niño jugando con…

—He visto ciudades destruidas por el fuego compacto —manifestó al’Thor, en cuyos ojos asomó una expresión acosada—. He visto a miles arder y desaparecer del Entramado por sus llamas purificadoras. Si me llamáis niño, Cadsuane, entonces ¿cómo llamar a aquellos de vosotros que sois miles de años más jóvenes que yo? —preguntó al’Thor, sosteniéndole la mirada.

¡Luz! ¿Qué le había pasado? Cadsuane hizo un esfuerzo para ordenar las ideas.

—De modo que Semirhage está muerta —dedujo.

—Peor que muerta. Y, en muchos sentidos, mejor que sea así, diría yo.

—Bien, pues, supongo que podemos seguir con…

—¿Reconocéis eso, Cadsuane? —preguntó al’Thor, señalando con un gesto de la cabeza algo metálico que había encima de la cama, en su mayor parte oculto por las sábanas.

Vacilante, Cadsuane se acercó y Sorilea echó una ojeada somera con expresión indescifrable. Por lo visto no quería verse envuelta en la conversación estando al’Thor de semejante humor, y Cadsuane no se lo reprochaba.

La Aes Sedai apartó las sábanas y dejó a la vista un par de brazaletes conocidos. El collar no estaba.

—Imposible —susurró Cadsuane.

—Eso es lo que yo daba por sentado —comentó al’Thor con esa voz terriblemente tranquila—. Me dije que, sin duda, no podía ser uno de los mismos ter’angreal a los que renuncié para entregároslos. Prometisteis que estarían protegidos y a buen recaudo.

—Bien, pues, todo aclarado —dijo Cadsuane, desconcertada, al tiempo que tapaba de nuevo los objetos metálicos.

—Lo está, sí. Envié gente a vuestra habitación. Decidme, ¿es ésta la caja donde guardabais los brazaletes? La encontramos abierta en el suelo de vuestros aposentos.

Una Doncella le mostró una conocida caja de roble. Era la suya, evidentemente. Cadsuane se volvió hacia él, encolerizada.

—¡Registraste mi habitación!

—Ignoraba que estuvieseis visitando a las Sabias —contestó al’Thor, que inclinó un poco la cabeza en un gesto de respeto hacia las Aiel, y éstas respondieron de igual modo, vacilantes—. Mandé criados a vuestro cuarto para comprobar si estabais bien, por temor a que Semirhage hubiera intentado vengarse de vos.

—No debieron tocarla —increpó Cadsuane mientras le quitaba la caja a la Doncella—. Estaba protegida con salvaguardias muy intrincadas.

—No lo suficiente, al parecer —repuso al’Thor, que se volvió y le dio la espalda. Todavía seguía junto a la oscurecida ventana, mirando hacia el campamento.

El silencio cayó sobre el cuarto. Narishma se había interesando por el estado de salud de Min, pero se calló cuando el chico al’Thor dejó de hablar. Era obvio que Rand la creía responsable del robo del a’dam masculino, pero eso era disparatado. Ella había preparado las mejores salvaguardias que conocía, pero ¿quién sabía los conocimientos que tenían los Renegados para saltarse salvaguardias?

¿Cómo había sobrevivido al’Thor? ¿Y dónde estaban las otras cosas que guardaba en la caja? ¿Tenía al’Thor en su poder la llave de acceso, o Semirhage se había adueñado de la estatuilla? El silencio prosiguió.

—¿Qué esperas? —preguntó por fin Cadsuane con toda la jactancia que fue capaz de acopiar—. ¿Que te pida disculpas?

—¿Vos? —preguntó al’Thor. No había el menor asomo de sorna en su voz, sólo la misma tranquilidad monótona—. No, sospecho que antes conseguiría que se disculpara una piedra.

—¿Entonces…?

—Quedáis exiliada de mi presencia, Cadsuane —contestó con suavidad—. Si vuelvo a veros la cara después de esta noche, os mataré.

—¡Rand, no! —gritó Min, de pie junto al lecho.

Él no se volvió hacia la joven.

Cadsuane sintió una punzada de pánico, pero un arrebato de cólera la ayudó a rechazarla.

—¿Qué? —exclamó—. Eso es una necedad, muchacho. Yo no…

Él se volvió, y de nuevo la mirada que le asestó hizo que Cadsuane dejara la frase sin terminar. En esa mirada había peligro, un viso oscuro en los ojos que le infundió un miedo más grande de lo que creyó que su viejo corazón sería capaz de resistir. Mientras lo miraba, el aire alrededor del joven pareció combarse y casi le hizo pensar que la habitación se había ensombrecido.

—Pero… —Se sorprendió balbuceando—. Pero tú no matas mujeres. Eso lo sabe todo el mundo. ¡Casi te resulta imposible poner en peligro a las Doncellas por temor a que salgan heridas!

—Me he visto obligado a revisar esa predisposición en particular —repuso al’Thor—. A partir de esta noche.

—Pero…

—Cadsuane, ¿creéis que sería capaz de mataros aquí mismo, ahora mismo, sin utilizar una espada o el Poder? —preguntó con suavidad—. ¿Creéis que, sólo porque yo desee que ocurra así, el Entramado se plegaría a mi alrededor y pararía vuestro corazón? ¿Por… coincidencia?

Cadsuane se dijo que ser ta´veren no funcionaba así. ¡Luz! No funcionaba así, ¿verdad? El chico no podía someter el Entramado a su voluntad, ¿no?

Y, sin embargo, al encontrarse con aquella mirada Cadsuane le creyó. Contra toda lógica, miró aquellos ojos y supo que, si no se marchaba, moriría.

Asintió despacio, en silencio, odiándose por hacerlo, sintiéndose muy débil.

Él le dio la espalda y miró por la ventana.

—Aseguraos de que no vea vuestro rostro. Jamás, Cadsuane. Podéis marcharos.

Aturdida, la Aes Sedai dio media vuelta y por el rabillo del ojo vio una profunda oscuridad que emanaba de al’Thor y acentuaba la anomalía en el aire. Cuando miró hacia atrás, ya no la vio. Prietos los dientes, salió del cuarto.

—Preparaos y preparad vuestros ejércitos —ordenó al’Thor a los que quedaban en la habitación, con una voz que levantó ecos a espaldas de Cadsuane—. Quiero que nos hayamos ido de aquí para el final de la semana.

Ya en el pasillo, Cadsuane se llevó una mano a la cabeza y se apoyó en la pared; el corazón le latía con fuerza y tenía las manos sudorosas. Antes peleaba con un muchacho terco, pero bueno. Alguien había cambiado ese muchacho por este hombre, el hombre más peligroso que había conocido en su vida. Se iba alejando de ellos de día en día.

Y, de momento, ella no tenía ni la más remota y maldita idea de qué hacer al respecto.

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