34 Fábulas

¡De acuerdo! —dijo Mat mientras desenrollaba uno de los mejores mapas de Roidelle sobre la mesa.

Talmanes, Thom, Noal, Juilin y Mandevwin habían colocado las sillas alrededor. A un lado del mapa de la zona, Mat desenrolló el croquis de una ciudad de tamaño mediano. Les había costado mucho encontrar a un mercader dispuesto a dibujar el mapa de Brisafiel; pero, después de lo de Hinderstap, a Mat no le apetecía entrar en una población sin saber contra qué tenían que vérselas.

El pabellón de Mat se encontraba a la sombra del bosque de pinos en el que estaban acampados. Hacía un día frío. De vez en cuando el viento soplaba y una pequeña rociada de agujas se soltaba de las ramas y caía; algunas arañaban el techo del pabellón en su camino al suelo. Fuera, los soldados se llamaban entre ellos y se oía el golpeteo metálico de las ollas mientras se distribuían las raciones de mediodía.

Mat examinó el plano de la ciudad. Ya iba siendo hora de dejar de hacer el tonto. El mundo entero había decidido ponerse en su contra; hoy día, hasta las poblaciones rurales de montaña eran trampas mortales. Lo siguiente sería que las margaritas del camino se confabularían para devorarlo.

Esa idea le dio que pensar, porque le trajo a la memoria al pobre buhonero hundiéndose en el camino de aquella población shiotana. Cuando aquel lugar fantasmal había desaparecido, había dejado atrás un prado con mariposas y flores. Entre ellas, margaritas. «Maldita sea», pensó.

Bueno, pues, Matrim Cauthon no estaba dispuesto a acabar muerto en cualquier calzada de un lugar perdido de la mano del Creador. Esta vez haría planes y estaría preparado. Asintió con un cabeceo, satisfecho.

—La posada está aquí —señaló Mat en el plano de la población— El Puño Amenazador. Dos viajeros por separado coincidieron en que era una buena posada, la mejor de las tres que tenía la ciudad. La mujer que me busca no ha hecho ningún esfuerzo por ocultar su paradero, lo cual significa que cree estar bien protegida. Por lo tanto, es de esperar que tenga guardias.

Mat sacó otro de los mapas de Roidelle, uno que reflejaba mejor los accidentes de las inmediaciones de Brisafiel. La población estaba emplazada en una hondonada rodeada por colinas suavemente onduladas, junto a un lago pequeño alimentado por manantiales de montaña. Por lo visto en el lago se criaban unas truchas excelentes, y la preparación de éstas en salazón era la ocupación principal de la ciudad.

—Quiero tres secciones de caballería ligera aquí —indicó Mat poniendo el dedo en la parte alta de una pendiente—. Estarán ocultas por los árboles, pero tendrán buena visibilidad del cielo. Si una flor nocturna roja asciende en el aire, habrán de venir al rescate directamente por la calzada principal, aquí. Tendremos a cien ballesteros apostados a ambos extremos de la ciudad, como apoyo para la caballería. En cambio, si la flor nocturna es verde, la caballería habrá de dirigirse hacia las principales calzadas de la ciudad (aquí, aquí y aquí) y asegurar su posición en ellas. — Alzó la vista y señaló al juglar.

»Thom, llevarás a Harnan, Fergin y Mandevwin como tus «aprendices», y que Noal se haga pasar por tu criado.

—¿Criado? —repitió Noal. Era un hombre huesudo y de nariz ganchuda al que le faltaban dientes. Sin embargo, era duro como una vieja espada marcada con muescas de batallas que pasa de padres a hijos—. ¿Y para qué necesita criado un juglar?

—Vale, de acuerdo. Entonces serás su hermano que hace las veces de criado. Juilin, tú…

—Espera, Mat —intervino Mandevwin; el hombre se rascó la cara, cerca del parche del ojo—. ¿Voy a ser aprendiz de un juglar? Creo que no tengo una voz muy apropiada para entonar canciones. Tú me has oído, fijo. Además, con un solo ojo, dudo que se me dé bien hacer malabares.

—Eres un aprendiz nuevo —rectificó Mat—. Thom sabe que no tienes talento alguno, pero le diste pena a causa de tu tía abuela, con la que has vivido desde que tus padres murieron en una trágica estampida de bueyes; la vieja se puso enferma de viruela trifolia y se volvió loca. Empezó a darte de comer sobras y a tratarte como el perro de la casa, Marcas, que se escapó cuando tú tenías siete años.

Mandevwin se rascó la cabeza; tenía el pelo surcado de hebras grises.

—¿Y no te parece que soy un poco mayor para ser aprendiz? —preguntó después a Mat.

—Tonterías. Eres joven de corazón y, puesto que nunca te casaste (la única mujer que has amado huyó con el hijo del curtidor), la llegada de Thom te dio una oportunidad para empezar de cero.

—Pero es que no quiero abandonar a mi tía abuela —protestó Mandevwin—. ¡Ella me cuidó desde que era un niño! Un hombre como es debido no abandona a una anciana sólo porque se le vaya un poco la cabeza.

—No hay ninguna tía abuela —le recordó Mat con exasperación—. Sólo es una fábula, un cuento que he inventado como historia de fondo para tu personaje falso.

—¿Y no puedes inventarte uno en el que parezca un hombre más respetable?

—Demasiado tarde —contestó Mat, que se puso a rebuscar en una pila de papeles que tenía en el escritorio hasta dar con unas páginas garabateadas—. Ya no te puedo cambiar. Me pasé media noche desarrollando tu historia. Es la mejor de todas, de hecho. Toma, aprende esto de memoria. —Le tendió las páginas a Mandevwin y después sacó otras cuantas y se puso a repasarlas.

—¿No te parece que estás exagerando un poco con todo esto, muchacho? —preguntó Thom.

—No voy a dejar que me pillen desprevenido otra vez, Thom. Así me aspen si lo permito. Estoy harto de meterme en trampas como un incauto. Me propongo tomar las riendas y gobernar mi destino, dejar de salir de un problema para meterme en otro peor. Va siendo hora de tomar el mando.

—¿Y eso lo haces con…? —inquirió Juilin.

—Personajes elaborados con sus historias de fondo. —Mat tendió sus páginas a Thom y a Noal—. Y lo hago condenadamente bien.

—¿Y yo qué? —quiso saber Talmanes. En los ojos del noble volvía a estar ese brillo de guasa, a pesar de que parecía hablar con total seriedad—. Deja que adivine, Mat. Soy un mercader viajero que en otro tiempo recibió entrenamiento con los Aiel y que ahora viene al pueblo porque ha oído contar que en el lago vive una trucha que insultó a su padre.

—Tonterías. —Mat le tendió sus páginas—. Eres un Guardián.

—Eso suena muy sospechoso —le hizo notar Talmanes.

—Es que se supone que tienes que resultar sospechoso. Siempre es más fácil ganar a un hombre a las cartas cuando tiene la cabeza en otro sitio. Bien, así que tú serás nuestro «caso» raro. Un Guardián que pasa por la ciudad con alguna misión misteriosa no será un acontecimiento tan grandioso como para llamar demasiado la atención, aunque para los que saben lo que han de buscar en un viajero, será una buena maniobra de distracción. Usarás la capa de Fen. Me dijo que me la prestaba; todavía se siente culpable por dejar que esas criadas se escabulleran.

—Por supuesto, ya que tú no le aclaraste que las chicas se desvanecieron, sin más —añadió Thom—. Ni que era de todo punto imposible impedir que ocurriera.

—Es que, a mi juicio, no tenía sentido contárselo —respondió Mat—. Opino que no sirve de nada darle vueltas a algo que ha quedado atrás.

—Así que un Guardián, ¿no? —dijo Talmanes mientras repasaba sus páginas—. Tengo que practicar lo del gesto ceñudo.

—No te lo estás tomando en serio —dijo Mat mirándolo con gesto impasible.

—¿Qué dices? ¿Es que alguno se lo está tomando en serio?

Ese maldito brillo en los ojos del noble. ¿De verdad había creído en algún momento que a ese hombre le costaba reírse? Lo que pasaba es que lo hacía para sus adentros. Y ésa era la forma más irritante.

—Luz, Talmanes —dijo—. En esa ciudad hay una mujer que nos busca a Perrin y a mí. Conoce nuestro aspecto tan bien que está en condiciones de hacer un dibujo más preciso que el que habría sabido hacer mi propia madre. Me provoca escalofríos, como si tuviera al mismísimo Oscuro pegado a la espalda. ¡Y yo no puedo entrar en esa puñetera ciudad, puesto que cada hombre, mujer y niño de ese lugar tiene un dibujo con mi cara y la promesa de oro a cambio de información!

»Vale, quizá me excedí algo con los preparativos, pero estoy decidido a encontrar a esa persona antes de que dé la orden de degollarme por la noche a un tropel de Amigos Siniestros, o a algo peor. ¿Me explico?

Mat miró a los ojos a los cinco hombres, asintió con la cabeza y se dirigió al faldón de la entrada del pabellón, pero se detuvo junto a la silla de Talmanes, carraspeó para aclararse la garganta y masculló casi entre dientes:

—En secreto, sientes pasión por la pintura, y querrías escapar de esta vida de muertes con la que estás comprometido. Pasas por Brisafiel de camino al sur, en lugar de tomar otra ruta más directa, porque te encantan las montañas. También abrigas la esperanza de dar con alguna noticia sobre tu hermano menor, al que no ves desde hace años. Desapareció en una expedición de caza, al sur de Andor. Tienes un pasado muy tortuoso.

Después salió a buen paso de la tienda al oscuro mediodía, aunque le dio tiempo de ver de refilón a Talmanes poniendo los ojos en blanco. ¡Maldito hombre! ¡En esas páginas había un buen drama!

A través de los pinos se veía que el cielo estaba encapotado. Otra vez. ¿Cuándo iba a acabar esto? Mat sacudió la cabeza y echó a andar por el campamento respondiendo con un cabeceo a los grupos de soldados que saludaban con gestos o palabras para mostrar su respeto a «lord Mat». La Compañía pasaría allí un día —acampada en una aislada ladera arbolada, a medio día de marcha de la ciudad— mientras hacían los últimos preparativos para el ataque. Allí los pinos amarillos eran altos, con ramas que se extendían anchurosas, y a su sombra la maleza apenas medraba. Las tiendas se agrupaban alrededor de los pinos; el aire era fresco y umbroso, con olor a savia y marga.

Vagó por el campamento para supervisar las tareas de sus hombres y comprobar que todo se realizaba con eficiencia. Los viejos recuerdos, los que le habían dado los elfinios, habían empezado a combinarse de un modo tan uniforme con los suyos propios que le costaba discernir qué impulsos provenían de ellos y cuáles eran suyos.

Era estupendo estar de nuevo con la Compañía; no se había dado cuenta de lo mucho que los había echado de menos. Sería agradable reunirse con el resto de los hombres, las tropas dirigidas por Estean y Daerid. Con suerte, habrían tenido menos complicaciones que la fuerza que estaba a sus órdenes.

Los estandartes de la caballería fueron los primeros que aparecieron en su ronda. Se encontraban separados, en un extremo del campamento; los jinetes siempre se consideraban superiores a los soldados de infantería. Ese día, como muchos otros, los hombres estaban preocupados por el alimento para sus caballos. Para un buen soldado de caballería, su montura siempre tenía prioridad. El viaje desde Hinderstap había sido muy exigente para los animales, sobre todo porque no había mucho que pacer. Esta primavera apenas crecía pasto —ni nada— y los restos de hierba que quedaban del invierno eran ralos y escasos. Además, los caballos rechazaban la paja, casi como si se hubiera puesto mala, igual que ocurría con otras provisiones. No tenían mucho grano; habían confiado en vivir de lo que ofreciera la tierra, ya que se movían muy deprisa para llevar carretas de grano.

En fin, tendría que discurrir qué hacer respecto a ese problema. Mat había asegurado a los jinetes que estaba trabajando en ello, y habían dado por buena su palabra. Lord Mat nunca les había fallado. Claro que aquellos a los que sí les había fallado se pudrían ahora en sus tumbas. Rechazó la petición de izar la bandera; tal vez después de la incursión a Brisafiel.

En ese momento no tenía verdaderos soldados de infantería; todos estaban con Estean y Daerid. Talmanes, muy atinadamente, se había dado cuenta de que necesitaban movilidad y se había hecho acompañar por tres unidades de caballería y casi cuatro mil ballesteros montados. A continuación Mat supervisó a los ballesteros e hizo un alto para observar a un par de escuadrones que practicaban el tiro en línea, al fondo del campamento.

Mat se detuvo al lado de un pino alto al que las ramas más bajas le crecían a sus buenos dos pies por encima de su cabeza y se apoyó en el tronco. La línea de ballesteros practicaba más la coordinación que la puntería; en realidad, uno no apuntaba en la mayoría de las batallas, razón por la cual las ballestas tenían tan buen resultado. Requerían una décima parte de entrenamiento que los arcos largos. Sí, por supuesto que estos últimos disparaban más deprisa y a más distancia, pero si uno no disponía de toda una vida para dedicarse a practicar, entonces esas ballestas eran una buena alternativa.

Además, el proceso de recargar una ballesta facilitaba el adiestramiento para que las filas dispararan a la vez. El capitán del escuadrón se encontraba de pie a un lado y golpeaba una vara contra el tronco de un árbol cada dos segundos para marcar un ritmo. Cada chasquido en la madera era una orden: el primero, ballesta al hombro; disparad, el segundo; ballesta abajo, tercero; y el cuarto, cranequín. De nuevo, ballesta al hombro en el quinto golpe. Los hombres estaban mejorando mucho; disparar en oleadas coordinadas tenía por resultado una matanza más consistente. Con cada cuarto golpe en el tronco salía disparada una andanada de saetas que se clavaban en los árboles.

«Vamos a necesitar más de ésas», pensó Mat al reparar en que muchas de las saetas se astillaban durante los disparos de entrenamiento. Se desperdiciaba más munición en las prácticas que en una batalla, pero ahora cada saeta valía como dos o como tres en combate. Los hombres estaban mejorando, desde luego. Si hubiera tenido a su disposición unos cuantos escuadrones como éstos cuando había combatido en las Cataratas Baño de Sangre, quizá Nashif habría aprendido la lección mucho antes.

Claro que serían mucho más útiles si pudieran dispararse más deprisa. El cranequín era lo que retrasaba el procedimiento, aunque no por tener que girarlo para tensar la cuerda, sino porque había que bajar la ballesta para armarla. Se tardaba cuatro segundos en cambiar el arma de posición. La incorporación de esas cajas y esos cranequines nuevos que Talmanes había aprendido a hacer con aquel forjador de Murandy aceleraba muchísimo el proceso. Sin embargo, ese hombre iba de paso hacia Caemlyn para vender los cranequines allí; a saber quién más los había comprado a lo largo del camino. No pasaría mucho tiempo antes de que los tuviera todo el mundo. Cualquier ventaja quedaba anulada si la tenían tanto los propios ballesteros como los del enemigo.

Esas cajas le habían proporcionado un gran éxito en Altara contra los seanchan, y detestaba perder cualquier ventaja. ¿Habría algún otro modo de hacer que las ballestas dispararan aún más deprisa?

Pensativo, supervisó unas cuantas cosas más en el campamento; los altaraneses que habían reclutado para la Compañía se estaban adaptando bien y, aparte de comida para los caballos y tal vez saetas para las ballestas, parecía haber provisiones suficientes. Satisfecho, fue a visitar a Aludra.

La mujer se había instalado casi al fondo del campamento, junto a una pequeña hendidura de la rocosa ladera. Aunque esa posición era mucho más pequeña que el claro en los árboles donde se encontraban las Aes Sedai y sus ayudantes, era un lugar bastante más aislado. Mat tuvo que zigzaguear alrededor de tres grandes lienzos de algodón colgados entre los árboles —y colocados a propósito para ocultar el lugar de trabajo de Aludra— antes de llegar a donde estaba la mujer. Y tuvo que detenerse cuando Bayle Domon alzó una mano y lo retuvo hasta que Aludra le diera permiso para entrar.

La esbelta Iluminadora de cabello oscuro, sentada en un tocón que había en el centro de su pequeño campamento, se hallaba rodeada de polvos explosivos, rollos de pergamino, un tablero para escribir notas y herramientas colocadas ordenadamente en unas tiras de tela extendidas en el suelo. No llevaba trencillas y el largo cabello le caía suelto alrededor de los hombros, por lo que su aspecto le chocó a Mat. Sin embargo, seguía siendo bonita.

«Venga ya, Mat. Ahora estás casado», se reconvino para sus adentros. Así y todo, Aludra era bonita.

Junto a la Iluminadora vio a Egeanin, que sostenía derecho el tubo de una flor nocturna para que Aludra trabajara en ella. La Iluminadora tenía arrugada la frente y fruncía los carnosos labios en un gesto de concentración mientras daba golpecitos en el tubo. A Egeanin le estaba creciendo el oscuro cabello, y eso le daba un aspecto cada vez menos parecido al de la nobleza seanchan. Mat todavía tenía problemas a la hora de decidir cómo llamar a la mujer. Ella quería que la llamaran Leilwin, y a veces Mat pensaba en ella con ese nombre. Era absurdo cambiarse de nombre sólo porque alguien te dijera que tenías que hacerlo, pero a decir verdad Mat comprendía que la mujer no quisiera irritar a Tuon. Era una jodida cabezota, Tuon, vaya que sí. De nuevo se sorprendió a sí mismo mirando hacia el sur. ¡Rayos y centellas! Seguro que se encontraba bien.

En cualquier caso, si Tuon ya no estaba con ellos, ¿por qué Egeanin continuaba con la charada de hacerse llamar Leilwin? De hecho, él la había llamado por su verdadero nombre una o dos veces después de la partida de Tuon, pero la mujer le soltó una reprimenda. ¡Mujeres! No había quien las entendiera, y a las seanchan, las que menos.

Mat echó una ojeada a Bayle Domon. El barbudo y musculoso illiano permanecía apoyado en un árbol, junto a la entrada al campamento de Aludra, con dos grandes y ondeantes trozos de tela blanca extendidos a uno y otro lado, cerca de él. Todavía mantenía la mano alzada en un gesto de advertencia. ¡Como si todo el campamento no fuera de Mat, para empezar!

Sin embargo, no intentó pasar a la fuerza. No podía permitirse el lujo de ofender a Aludra. La mujer estaba jodidamente cerca de acabar con esos diseños suyos de los dragones y él se había hecho el firme a propósito de tenerlos. ¡Pero, por la Luz bendita, cómo le requemaba tener que pasar por un puesto de control en su propio campamento!

Aludra alzó la vista de su trabajo y se recogió un mechón suelto detrás de la oreja. Reparó entonces en Mat, pero se centró otra vez en su flor nocturna y empezó a dar golpecitos de nuevo con el martillo. ¡Puñetas! Aguantar aquello le recordó a Mat por qué visitaba a Aludra tan de tarde en tarde. El puesto de control ya era malo de por sí, pero ¿es que esa mujer tenía que dar golpes con un martillo en algo que era explosivo? ¿Es que no tenía sentido común? Pero todos los Iluminadores eran así. No tenían dos dedos de frente o, como decía su padre, les faltaban unos cuantos potrillos para tener la manada completa.

—Ya puedes entrar —dijo Aludra—. Gracias, maese Domon.

—Es un placer, señora Aludra —contestó Bayle, que bajó la mano e hizo un gesto amistoso con la cabeza animando a Mat a pasar.

Éste se arregló la chaqueta y entró con intención de preguntar cosas sobre ballestas. No obstante, algo captó de inmediato su atención: extendidos en el suelo detrás de Aludra había una serie de pergaminos con dibujos detallados, así como una lista de anotaciones con números al lado.

—¿Son éstos los planos para los dragones? —preguntó con ansiedad.

Puso rodilla en tierra para examinar los pergaminos sin tocarlos. Aludra era muy quisquillosa a veces con ese tipo de cosas.

—Sí.

La mujer seguía con los golpecitos de martillo. Le echó una mirada de soslayo con cierto aire de cortedad. Mat sospechaba que era por Tuon.

—¿Y esas cifras? —se interesó, procurando pasar por alto la sensación de incomodidad.

—Materiales requeridos —contestó ella, que soltó el martillo e inspeccionó el tubo de la flor nocturna por todos los lados. Le hizo un gesto de asentimiento a Leilwin.

¡Puñetas, qué cifras tan enormes! Una montaña de carbón, azufre y… ¿guano de murciélago? Según las notas, había una ciudad especializada en producirlo, allá por las estribaciones septentrionales de las Montañas de la Niebla. ¿Qué ciudad se especializaba en la recogida de guano de murciélago, nada menos? En la lista se pedía cobre y también estaño, aunque por alguna razón no había cifras al lado de esos materiales, sólo un asterisco.

Mat sacudió la cabeza. ¿Cómo reaccionaría el pueblo llano si supiera que las majestuosas flores nocturnas sólo eran papel, pólvora y —quién lo hubiera dicho— guano de murciélago? No era de extrañar que los Iluminadores se mostraran tan reservados con su arte. No era sólo para evitar la competencia. Cuanto más descubría uno sobre el proceso, menos maravilloso y más corriente se volvía.

—Esto es un montón de material —dijo.

—Un milagro, eso es lo que me pediste, Matrim Cauthon —replicó la mujer, que tendió la flor nocturna a Leilwin y recogió la tabla de anotaciones. Hizo algunas más en la hoja sujeta en la superficie—. Ese milagro lo he desglosado en una lista de componentes. Una gesta que es milagrosa en sí, ¿no crees? No protestes por tener calor cuando alguien te ofrece el sol en la palma de la mano.

—A mí no me parece tan razonable —rezongó Mat, casi para sí mismo—. ¿Esta cifra es la suma de los costes?

—No soy escriba —dijo Aludra—. Sólo es una estimación. Esos cálculos los he llevado hasta donde sé, pero el resto habrá que dejárselo a alguien más competente. El Dragón Renacido podrá hacer frente a esos gastos.

Leilwin observaba a Mat con una expresión curiosa. Las cosas también habían cambiado para ella. Por Tuon. Pero no como él esperaba.

Mencionar a Rand le trajo a Mat la visión de los colores arremolinados, pero los rechazó al tiempo que contenía un suspiro. Tal vez Rand podía afrontar unos gastos como ésos, pero desde luego se hallaban fuera de su alcance. ¡Vaya, tendría que jugar a los dados con la mismísima reina de Andor para conseguir esa cantidad de dinero!

Pero ése era problema de Rand. Rand; así se abrasara, más le valía apreciar lo que estaba aguantando por él.

—Aquí no se incluye una estimación de la mano de obra que va a hacer falta —apuntó Mat mientras repasaba las notas—. ¿Cuántos fundidores de campanas vas a necesitar para este proyecto?

—Todos los que puedas conseguir —replicó Aludra con brusquedad—. ¿No fue eso lo que me prometiste? Todos los fundidores de campanas desde Andor a Tear.

—Supongo —contestó, aunque de hecho no había esperado que tomara sus palabras tan al pie de la letra—. ¿Y qué me dices del cobre y el estaño? Tampoco hay una estimación de eso.

—Lo necesito todo.

—Todo… ¿Qué quieres decir con «todo»?

—Todo —repitió con la tranquilidad y el laconismo que emplearía al pedir otro poco de mermelada de camemoro para echar a las gachas de avena—. Hasta la última limadura de cobre y de estaño que puedas obtener, como sea, a este lado de la Columna Vertebral del Mundo. —Aludra hizo una pausa—. Quizás eso parezca demasiado ambicioso.

—Y tanto que parece ambicioso —masculló Mat.

—Sí. Pongamos por caso que el Dragón controla Caemlyn, Cairhien, Illian y Tear. Si me proporcionara acceso a la totalidad de las minas y los depósitos de cobre y estaño de esas cuatro ciudades, supongo que sería suficiente.

—Todas las existencias —apuntó Mat en un tono inexpresivo.

—Sí.

—En cuatro de las ciudades más grandes del mundo.

—Sí.

—Y «supones» que sería suficiente.

—Creo que es lo que he dicho, Matrim Cauthon.

—Fantástico. Veré qué puedo hacer al respecto. Ya puestos, ¿quieres que el jodido Oscuro venga a sacarte brillo a los zapatos? A lo mejor podríamos desenterrar a Artur Hawkwing y convencerlo para que baile para ti.

Leilwin asestó a Mat una mirada feroz ante la mención de Artur Hawkwing. Al cabo de unos segundos Aludra acababa con las anotaciones y entonces se volvió a mirarlo. Cuando habló lo hizo con voz impasible, apenas hostil.

—Mis dragones otorgarán un gran poder a un hombre de guerra. Afirmas que lo que pido es extravagante. Sólo es lo que se necesita. —Lo miró fijamente—. No voy a decir que no esperaba esa actitud desdeñosa de ti, maese Cauthon. El pesimismo es un íntimo amigo tuyo, ¿verdad?

—Eso estaba de más —gruñó Mat mientras echaba otra ojeada a los dibujos—. Y no me relaciono con él. Es un mero conocido, en el mejor de los casos. Tienes mi palabra.

Eso provocó un resoplido por parte de Bayle; si era de regocijo o de sarcasmo Mat no habría sabido decirlo a menos que se hubiera vuelto para verle la cara. Y no lo hizo porque Aludra tenía los ojos clavados en los suyos; se sostuvieron la mirada un momento y Mat comprendió que quizás había sido demasiado brusco con ella. Tal vez se sentía incómodo cerca de la mujer. Un poco. Habían estrechado su amistad antes de que apareciera Tuon. ¿Qué significaba ese dolor velado en los ojos de la Iluminadora?

—Lo siento, Aludra —se disculpó—. No debí hablarte así.

Ella se encogió de hombros y Mat respiró hondo antes de seguir:

—Mira, sé que… En fin, es extraño que Tuon…

Aludra agitó una mano, cortándole la frase a medias.

—Da igual. Tengo mis dragones. Me diste la oportunidad de crearlos. Lo demás es irrelevante ahora. Te deseo que seas feliz.

—Bien. —Se frotó el mentón y suspiró. Mejor dejarlo estar—. En cualquier caso, espero ser capaz de llevar esto a buen término. Pides muchos recursos.

—Esos fundidores de campanas y materiales es lo que necesito. Ni más ni menos —dijo la mujer—. He hecho aquí todo lo que he podido sin recursos. Todavía necesito unas semanas para experimentar. De entrada habrá que hacer un dragón para probar. Por lo cual todavía dispones de un corto plazo para conseguir todo esto. El proyecto llevará mucho tiempo y, sin embargo, te niegas a decirme cuándo harán falta los dragones.

—No puedo responderte a algo que ni yo mismo sé, Aludra. —Mat miró hacia el norte. Sentía una especie de tirón, como si alguien le hubiera enganchado el sedal de una caña de pescar en las entrañas y recogiera la línea con suavidad, pero con insistencia. «¡Maldita sea, Rand! ¿Eres tú?» Los colores se arremolinaron—. Será pronto, Aludra —se sorprendió a sí mismo diciendo—. Queda poco tiempo. Muy poco.

Como si percibiera algo en su voz, ella vaciló un momento antes de comentar:

—Bien, pues, si tal es el caso, entonces mis peticiones no son tan extravagantes, ¿verdad? Si el mundo entra en guerra, las forjas harán falta enseguida para fabricar puntas de flecha y herraduras. Más vale pues ponerlas a trabajar ahora en mis dragones. Te diré algo: cada uno que tengamos acabado igualará el valor de mil espadas en una batalla.

Mat suspiró, se incorporó y se tocó el ala del sombrero.

—De acuerdo —dijo—. Es razonable. Suponiendo que Rand no me convierta en un trozo de carne chamuscado y crujiente en el instante en que le sugiera esto, veré lo que puedo hacer.

—Si fueras listo, harías bien en tratar con más consideración a la señora Aludra, en vez de ser tan irrespetuoso con ella —le dijo Leilwin con el peculiar estilo seanchan de arrastrar las palabras al hablar.

—¡Lo he dicho en serio! —protestó—. Al menos la última parte. Diantre, mujer, ¿es que no distingues cuando un hombre es sincero?

La seanchan lo miró como si tratara de decidir si su declaración era alguna clase de chanza. Mat puso los ojos en blanco. ¡Mujeres!

—La señora Aludra es brillante —manifestó Leilwin con seriedad—. No te das cuenta del regalo que te está haciendo con estos diseños. Vaya, si el imperio tuviera esas armas…

—Bien, pues, mucho cuidado con entregárselos, Leilwin —replicó Mat—. ¡No quiero despertarme una mañana y descubrir que has huido con esos planos para intentar recobrar tu título!

La mujer parecía ofendida porque hubiera sugerido tal cosa, aunque sería lógico que lo hiciera. Los seanchan tenían un extraño sentido del honor; Tuon no había intentado ni una sola vez huir de él a pesar de tener sobradas ocasiones de hacerlo.

Claro que Tuon había sabido casi desde el principio que se casaría con él; tenía la Predicción de esa damane. Diantre, no pensaba mirar otra vez hacia el sur. ¡No lo haría!

—Mi barco navega con otros vientos, Cauthon —se limitó a contestar Leilwin, que le dio la espalda y miró a Bayle.

—Pero tampoco nos ayudarías a combatir a los seanchan —protestó—. Parece que te…

—Estás nadando en aguas profundas, muchacho —lo interrumpió Bayle con suavidad—. Sí, aguas profundas e infectadas de escorpinas. Quizá sea el momento de que dejes de chapotear tan fuerte.

—Está bien —dijo.

¿No tendrían que tratarlo los dos con más respeto? ¿No era una especie de príncipe seanchan importante o algo así? Tendría que haber sabido de antemano que eso no lo ayudaría con Leilwin ni con el marino barbudo.

Sea como fuere, él había sido sincero. La conclusión de Aludra tenía sentido, por mucho que al principio pudiera parecer una locura. Tendrían que destinar un montón de fondos a ese proyecto. Las semanas que tardarían en llegar a Caemlyn le parecían más exasperantes ahora. ¡Esas semanas perdidas en la calzada tendrían que emplearse en construir dragones! Un hombre juicioso sabía que no tenía sentido agobiarse con las marchas largas, pero últimamente él distaba mucho de actuar como un tipo juicioso.

—Está bien —repitió. Miró de nuevo a Aludra—. Aunque, por razones que nada tienen que ver con lo dicho, me gustaría llevarme estos planos y guardarlos a buen recaudo.

—¿Razones que no tienen nada que ver? —preguntó Leilwin en un tono frío, como si buscara otra ofensa en sus palabras.

—Sí. Razones como que no quiero que estén aquí cuando Aludra atice un golpecito mal dado a una de esas flores nocturnas y la explosión la mande volando hasta el desfiladero de Tarwin.

A la Iluminadora le entró la risa al oír aquello, si bien Leilwin adoptó otra vez un gesto ofendido. Curioso lo distintas que podían ser en muchos aspectos y, sin embargo, tan iguales en muchos otros.

—Puedes llevarte los diseños, Mat —le dijo Aludra—. Siempre y cuando los guardes en ese baúl con el oro. Ése es un objeto de este campamento que recibe toda tu atención.

—Muy amable, gracias —respondió mientras se agachaba para recoger los pergaminos, sin hacer caso del insulto velado. ¿No acababan de hacer las paces? Puñetera mujer—. Por cierto, casi lo olvido. ¿Sabes algo sobre ballestas, Aludra?

—¿Ballestas?

—Sí. Se me ocurrió que debía de haber un modo de armarlas más deprisa. Ya sabes, como esos cranequines nuevos, sólo que con algún tipo de muelle o algo por el estilo. Tal vez un cranequín que se pudiera enroscar sin tener que bajar el arma antes.

—Eso no entra en mi campo profesional, Mat.

—Lo sé, pero eres muy intuitiva con este tipo de cosas y quizá…

—Tendrás que buscar a otra persona —contestó Aludra, que se volvió para recoger otra flor nocturna medio acabada—. Estoy muy ocupada.

Mat se rascó la cabeza por debajo del sombrero.

—Eso… —empezó.

—¡Mat! —llamó una voz—. ¡Mat, tienes que venir conmigo!

Mat se volvió justo cuando Olver entraba corriendo en el campamento de Aludra. Bayle alzó la mano para que se detuviera, pero Olver se agachó y pasó por debajo, como era de esperar.

—¿Qué pasa? —preguntó Mat al tiempo que se incorporaba.

—Ha llegado alguien al campamento —informó el chico con una expresión de entusiasmo plasmada en la cara.

Y esa cara era todo un espectáculo: orejas de soplillo, nariz achatada, boca demasiado grande… En un chico de su edad la fealdad resultaba simpática, pero no tendría esa suerte cuando se hiciera mayor. Quizá los soldados estaban acertados al enseñarle el uso de las armas; con una cara así, más valía que supiera defenderse.

—Eh, para el carro —le dijo al chico mientras se guardaba los diseños debajo del cinturón—. ¿Cómo que ha venido alguien? ¿Quién? ¿Y por qué me necesitas?

—Talmanes me mandó a buscarte —contestó Olver—. Cree que es alguien importante. Dice que te informe que tiene algunos papeles con tu dibujo y que ella tiene una cara muy «distintiva», sea lo que sea eso. Y que…

Olver siguió hablando, pero Mat había dejado de escucharlo. Se despidió de Aludra y de los otros con un gesto de la cabeza y después salió al trote del campamento de la Iluminadora, dejando atrás las pantallas de tela para entrar en el bosque propiamente dicho. Olver lo seguía pegado a los talones, de camino a la parte delantera del campamento.

Allí, sentada en una yegua blanca de patas cortas, se encontraba una mujer regordeta, con aspecto de abuela. Llevaba un vestido marrón y el cabello surcado de mechones grises lo tenía recogido en un moño. La rodeaba un grupo de soldados, con Talmanes y Mandevwin plantados justo delante de la montura, como dos pilares de piedra que vigilaran el paso por la bocana de un puerto.

La mujer tenía el rostro característico de una Aes Sedai; iba acompañada por un Guardián de edad avanzada. Aunque con el pelo cano, el achaparrado hombre irradiaba esa sensación de peligro inherente a los Guardianes; escrutaba a los soldados de la Compañía con aire indoblegable, cruzado de brazos.

La Aes Sedai sonrió a Mat cuando éste llegó trotando.

—Oh, qué bien —dijo con remilgo—. Has aprendido a reaccionar con más prontitud desde la última vez que nos vimos, Matrim Cauthon.

—Verin —saludó Mat, algo falto de resuello por la carrera. Miró a Talmanes, que le tendió un papel, uno de los que tenía su retrato—. ¿Habéis descubierto que alguien ha estado distribuyendo dibujos míos en Brisafiel?

—Es una forma de decirlo, sí —dijo la Marrón, riendo.

La mirada de Mat se quedó prendida en los ojos castaños de la Aes Sedai.

—Rayos y centellas —rezongó—. De modo que sois vos, ¿verdad? ¡Sois la que me está buscando!

—Y desde hace tiempo, añadiría yo —contestó Verin con ligereza—. Y muy en contra de mi voluntad.

Mat cerró los ojos. Ya podía olvidarse de su intricado plan de asalto. ¡Maldición! Y encima era un buen plan. Abrió los ojos.

—¿Cómo supisteis que estaba aquí? —preguntó a la mujer.

—Un amable mercader me vino a ver en Brisafiel hace una hora. Me explicó que acababa de tener una agradable reunión contigo y que lo recompensaste generosamente por un plano de la ciudad. Imaginé que evitaría a esa pobre ciudad una incursión de tus… asociados si venía a buscarte personalmente.

—¿Hace una hora? —Mat frunció el entrecejo—. ¡Pero si Brisafiel se encuentra a medio día de marcha!

—Oh, sí, en efecto. —Verin sonrió.

—Maldición. Conocéis el Viaje, ¿verdad?

La sonrisa de la Aes Sedai se acentuó.

—Presumo que tienes intención de llegar a Andor con este ejército, maese Cauthon —dijo la Marrón.

—Eso depende —contestó Mat—. ¿Podéis llevarnos allí?

—En muy poco tiempo. Podría tener a tus hombres en Caemlyn al caer la noche.

¡Luz! ¿Ahorrarse veinte días de marcha? ¡A lo mejor conseguía tener en producción los dragones de Aludra muy pronto! Vacilante, echó una mirada a Verin e hizo un esfuerzo para frenar el entusiasmo. Habiendo Aes Sedai de por medio, siempre se pagaba un precio.

—¿Qué queréis? —preguntó a Verin.

—Te seré sincera —respondió ella con un leve suspiro—. ¡Lo que de verdad quiero, Matrim Cauthon, es escapar de tu red ta’veren! ¿Sabes cuánto tiempo me has obligado a esperarte en estas montañas?

—¿Obligado?

—Sí. Ven, tenemos mucho que hablar —dijo la Aes Sedai.

Con un golpe de riendas hizo avanzar a su montura hacia el campamento, y Talmanes y Mandevwin se apartaron de mala gana para dejarla pasar. Mat se unió a los dos hombres y siguió con la mirada a la Aes Sedai, que se dirigió directamente a las lumbres de cocinar.

—Deduzco que no habrá asalto —comentó Talmanes; no parecía desilusionado en absoluto. Por su parte, Mandevwin se toqueteó el parche del ojo antes de preguntar:

—¿Significa eso que puedo volver con mi pobre y anciana tía abuela?

—Tú no tienes una pobre y anciana tía abuela —gruñó Mat—. Venga, oigamos lo que esa mujer tiene que decirnos.

—Vale, pero la próxima vez seré yo el Guardián, ¿de acuerdo, Mat? —propuso Mandevwin.

Mat soltó un sonoro suspiro y apretó el paso para seguir a Verin.

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