15 Un sitio por el que empezar

Rand despertó en el suelo de un pasillo. Se sentó y oyó el rumor lejano de agua. ¿El arroyo que pasaba junto a la casona? No, no era eso. Las paredes y el suelo de este lugar eran de piedra, no de madera. No había velas ni lámparas colgadas de la mampostería y, sin embargo, había luz; una luz ambiental en el aire.

Se puso de pie y se estiró la chaqueta roja; lo chocante era que sentía una extraña tranquilidad, que no estaba asustado. Aquella estancia le resultaba conocida de algo, un recuerdo lejano en la memoria. ¿Cómo había llegado allí? El pasado reciente era brumoso y parecía resbalar sobre él como jirones de niebla que se desvanecían poco a poco…

«No», se dijo para sus adentros con firmeza. Los recuerdos obedecieron y volvieron de golpe, en respuesta a la fuerza de su determinación. Antes se encontraba en la casona domani esperando el informe de Rhuarc sobre la captura de los primeros miembros del Consejo de Mercaderes. Min leía Cada castillo —una biografía—, sentada en el amplio sillón verde de la habitación que compartían.

Él se había sentido exhausto, como le pasaba a menudo últimamente, y se había ido a acostar; se había quedado dormido. ¿Era esto el Mundo de los Sueños? Aunque lo había visitado alguna que otra vez, no sabía casi ningún dato específico. Egwene y las caminantes de sueños Aiel hablaban de este sitio con reserva, sopesando lo que decían.

Pero el lugar donde se hallaba parecía distinto de aquel mundo onírico; además le resultaba familiar, por raro que pudiera parecer. Observó el pasillo; era tan largo que se perdía en las sombras; en las paredes, a intervalos regulares, había puertas de madera seca y agrietada. «Sí… —pensó aferrándose al recuerdo—. Ya he estado aquí antes, pero de eso hace mucho tiempo».

Eligió una de las puertas al azar —sabía que daba igual por cuál de ellas optara— y la abrió. Al otro lado había un cuarto no muy grande; al fondo se veía una serie de arcos de piedra gris, y más allá un pequeño patio y un cielo de llameantes nubes rojas. Las nubes se dilataban y salían unas de otras, como burbujas de agua hirviendo; eran nubes de una tormenta inminente, antinatural donde las hubiera.

Observó con más detenimiento y vio que cada nube cobraba la forma de un rostro atormentado, con la boca abierta en un grito silencioso. A continuación la nube se hinchaba, se expandía, el rostro se desfiguraba, la mandíbula se movía, las mejillas se contraían, los ojos se abombaban. Entonces se partía, otras caras salían y crecían en su superficie, chillando y borbotando. Era un espectáculo hipnótico y aterrador por igual.

No había suelo más allá del patio. Sólo aquel cielo terrible.

Rand no quería mirar a la izquierda del cuarto; allí se encontraba el hogar. Las piedras que conformaban el suelo, la chimenea y las columnas estaban deformadas, como si se hubieran derretido por efecto de un calor extremo. Lo que había al límite de su visión parecía oscilar y cambiar. Los ángulos y las proporciones del cuarto eran erróneos; igual que lo eran cuando había estado allí, mucho tiempo atrás.

No obstante, esta vez había algo diferente, algo relacionado con los colores. Muchas de las piedras, ennegrecidas, tenían el aspecto de haberse quemado, y las surcaba una red de fisuras. Una luz roja, lejana, brillaba en el interior de las piedras, como si contuvieran un núcleo de lava. En algún momento había habido una mesa allí, ¿verdad? Lustrada, de madera fina, con una hechura de líneas corrientes que creaba un contraste perturbador con los ángulos deformados de las piedras.

La mesa había desaparecido, pero delante del hogar había dos sillones de respaldo alto, de cara al fuego, ocultando a quienesquiera que estuvieran sentados en ellos. Rand se obligó a caminar hacia allí; las botas resonaron en las piedras que ardían. No sentía calor, ni en las piedras ni proveniente del fuego del hogar. Contuvo la respiración y el corazón le palpitó desbocado conforme se acercaba a esos sillones. Le daba miedo lo que encontraría en ellos.

Los rodeó. En el de la izquierda había un hombre sentado; era alto, joven, de rostro cuadrado y ojos azules, arcaicos; el fuego del hogar se reflejaba en ellos y teñía los iris con una tonalidad casi púrpura. El otro sillón se hallaba vacío, por lo que Rand fue hacia allí y se sentó para sosegar los latidos del corazón y observar la danza de las llamas. Había visto a ese hombre antes, en visiones semejantes a las que surgían cuando pensaba en Mat o en Perrin.

Los colores no aparecieron esta vez cuando pensó en sus amigos. Eso era extraño, pero —en cierto modo— no del todo inesperado. Las visiones que había tenido del hombre que ocupaba el otro sillón eran diferentes de las relacionadas con Perrin y Mat. Eran más viscerales y, de algún modo, más reales. A veces, durante esas visiones, Rand casi había tenido la sensación de que si alargaba la mano tocaría a ese hombre, pero le daba miedo lo que podría ocurrir si lo hacía.

Sólo se había encontrado con él en una ocasión, en Shadar Logoth. El desconocido le había salvado la vida y Rand se preguntaba a menudo quién era ese hombre. Ahora, en este lugar, Rand lo supo por fin.

—Estás muerto —susurró—. Yo te maté.

El hombre no apartó la vista del fuego del hogar mientras se reía. Era una risa destemplada, profunda, gutural, en la que no había verdadero alborozo. Tiempo atrás Rand había conocido a ese hombre sólo como Ba’alzamon —un nombre para el Oscuro— y creyó, necio de él, que al matarlo había derrotado a la Sombra de forma definitiva.

—Te vi morir —dijo Rand—. Te atravesé el pecho con Callandor, Isham…

—Ése no es mi nombre —lo interrumpió el hombre, todavía con la vista fija en las llamas—. Ahora se me conoce por el de Moridin.

—El nombre es irrelevante —replicó Rand, enfadado—. Estás muerto y esto sólo es un sueño.

—Sólo un sueño —repitió Moridin riendo entre dientes—. Sí. —Iba vestido todo de negro, color que sólo aliviaba el bordado rojo de las mangas de la chaqueta.

Por fin Moridin lo miró. Las llamas del fuego del hogar proyectaban intensos reflejos rojos y anaranjados sobre el semblante anguloso y los ojos que no parpadeaban.

—¿Por qué te lamentas y protestas siempre por todo? Sólo un sueño. ¿Sabes que muchos sueños son más reales que el mundo de vigilia?

—Estás muerto —repitió Rand, sin dar el brazo a torcer.

—Y tú. Yo también te vi morir a ti, ¿sabes? Desatando tu ira en una tempestad sobrenatural, creando toda una montaña para señalar tu tumba. Cuán arrogante.

Al descubrir que había matado a todos los que amaba, Lews Therin había absorbido el Poder de la Fuente Verdadera hasta destruirse a sí mismo y, en el proceso, el Monte del Dragón había surgido de las entrañas del mundo. La mención de aquel acontecimiento siempre llevaba aullidos de dolor y de rabia a la mente de Rand.

Pero esta vez sólo hubo silencio.

Moridin desvió la vista de nuevo hacia las llamas que no irradiaban calor. Al lado, en las piedras del hogar, Rand percibió movimiento: trémulos fragmentos de sombras apenas visibles a través de las grietas de las piedras. El calor abrasador irradiaba más allá, como roca derretida, y esas sombras se agitaban, frenéticas. Aunque apagado, Rand oyó el ruido de arañazos y lo identificó con ratas. Había ratas detrás de las piedras; atrapadas al otro lado, consumidas poco a poco por el terrible calor, arañaban con las garras los resquicios de las grietas en su afán por escapar y no morir calcinadas.

Algunas de esas garras casi parecían diminutas manos humanas.

«Sólo es un sueño», se repitió para sus adentros con firmeza. Sólo un sueño. Pero sabía la verdad que había en lo dicho por Moridin. Su enemigo seguía vivo. ¡Luz! ¿Cuántos de los otros habrían vuelto también? Apretó el reposabrazos del sillón con fuerza, encolerizado. Tal vez tendría que haber experimentado terror, pero hacía mucho tiempo que había dejado de huir de ese ser que estaba a su lado y de su amo. En Rand ya no había lugar para el miedo; de hecho, tendría que ser Moridin el que estuviera asustado, porque la última vez que se habían encontrado los dos, Rand lo había matado.

—¿Cómo has vuelto? —espetó.

—Hace mucho tiempo te ofrecí la posibilidad de que el Gran Señor te devolviera tu amor perdido. ¿No crees, pues, que para él es sencillo recobrar a quien lo sirve?

Otro de los nombres del Oscuro era Señor de la Tumba. Sí, claro que le sería fácil, aunque Rand querría haber podido rebatirlo. ¿Por qué se sorprendía de que sus enemigos regresaran, si el Oscuro tenía la capacidad de devolver la vida a los muertos?

—Todos renacemos —continuó Moridin—, se nos reincorpora al tejido del Entramado una y otra vez. La muerte no es barrera para mi señor, salvo para aquellos que perecen por el fuego compacto. Esos están fuera de su alcance, y lo asombroso es que podamos recordarlos.

De modo que algunos de los otros sí estaban realmente muertos. El fuego compacto era la clave, pero ¿cómo se había metido Moridin en su sueño si él levantaba salvaguardias todas las noches? Echó una ojeada a su adversario y notó algo raro en los ojos del hombre: unas minúsculas motas negras se movían por el blanco de los globos oculares y lo cruzaban de un lado a otro, como partículas de ceniza que flotaran a capricho de un viento suave.

—El Gran Señor puede otorgarte la cordura, ¿sabes? —dijo Moridin.

—La última vez que me hiciste el regalo de la cordura no me proporcionó consuelo alguno —replicó Rand, sorprendido al oír lo que decía.

Ése era un recuerdo de Lews Therin, no suyo. Sin embargo, Lews Therin había desaparecido de su mente. Lo chocante era que, en cierto sentido, se sentía más firme allí, en un lugar donde todo lo demás parecía inestable. Por fin todas las partes de sí mismo encajaban mejor. No a la perfección, por supuesto, pero sí mejor de lo que estaban en la memoria reciente.

Moridin soltó un resoplido suave, pero no dijo nada. Rand volvió la vista hacia el hogar y contempló los parpadeos y ondulaciones de las llamas. Creaban formas —como las nubes—, pero éstas eran de cuerpos descabezados, esqueléticos, con la espalda arqueada por el dolor, que se retorcían durante un instante en el fuego, convulsos, antes de deshacerse en la nada con un chisporroteo.

Rand se quedó un rato contemplando el fuego, absorto. Cualquiera los habría tomado por dos viejos amigos que disfrutaban del calor de la chimenea en invierno. Sólo que las llamas no proporcionaban calor y él volvería a matar a ese hombre. O volvería a morir a manos de él.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Moridin, tamborileando los dedos en el reposabrazos del sillón.

«¿Que he venido?», pensó Rand, sobresaltado. ¿Es que no lo había llevado Moridin allí?

—Estoy tan cansado… —continuó Moridin mientras cerraba los ojos—. ¿Eres tú o soy yo? Querría estrangular a Semirhage por lo que hizo.

Rand frunció el entrecejo. ¿Estaba loco Moridin? A decir verdad, Ishamael parecía haber perdido la cabeza al final.

—No es el momento de que luchemos los dos. —Moridin hizo un gesto con la mano a Rand—. Vete, déjame en paz. Ignoro lo que sería de nosotros si nos matáramos el uno al otro. De todos modos, el Gran Señor te tendrá en su poder a no mucho tardar. Su victoria está asegurada.

—Ha fracasado antes y volverá a fracasar —contestó Rand—. Lo derrotaré.

Moridin rompió a reír de nuevo, con la misma desgana de antes.

—Es posible —dijo luego—. Pero ¿crees que eso importa? Piénsalo. La Rueda gira y gira sin tregua, las eras se suceden una y otra vez y los hombres combaten al Gran Señor. Pero algún día vencerá y, cuando lo haga, la Rueda se detendrá.

»Por eso tiene asegurada la victoria. Creo que será en esta era, pero si me equivoco, entonces será en otra. Si tú sales victorioso, eso sólo conducirá a otra batalla. Cuando salga victorioso él, todo acabará. ¿No te das cuenta de que no hay esperanza para ti?

—¿Es ésa la razón de que te pasaras a su bando? —inquirió Rand—. Siempre estabas lleno de ideas, Elan. La lógica te destruyó, ¿no es así?

—No hay camino hacia la victoria —manifestó Moridin—. El único camino viable es seguir al Gran Señor y prevalecer durante un tiempo, antes de que todo acabe. Los otros son unos necios. Van en pos de ambiciosas recompensas para toda la eternidad, pero no habrá eternidad. Sólo el ahora, los últimos días.

Otra vez rió y en esta ocasión sí había regocijo en la risa. Verdadero placer.

Rand se puso de pie y Moridin lo miró con recelo, pero siguió sentado.

—Hay un modo de vencer, Moridin —afirmó—. Me propongo acabar con él, matar al Oscuro. Que la Rueda gire sin su constante corrupción.

No hubo reacción en el otro hombre, que tenía la vista fija en las llamas.

—Estamos conectados —dijo Moridin por fin—. Sospecho que por eso viniste aquí, aunque ni yo mismo entiendo el vínculo que nos une. Dudo que seas capaz de entender la magnitud de la estupidez de tu aserto.

Rand tuvo un acceso de cólera, pero lo controló; no respondería a la provocación.

—Veremos —replicó.

Buscó el contacto con el Poder Único; lo percibió distante, muy, muy lejos. Al asirlo sintió un brusco tirón, como si lo arrastrara un sedal de saidin. El cuarto desapareció y también lo hizo el Poder Único cuando Rand entró en una profunda negrura.


Rand dejó por fin de agitarse violentamente en sueños, y Min contuvo la respiración confiando en que no empezara otra vez. La joven estaba sentada sobre las piernas dobladas, envuelta en una manta, y leía en el sillón colocado en un rincón del dormitorio. Una lamparilla titilaba y danzaba encima de la mesita baja que había al lado y que iluminaba la pila de libros mohosos: Esquisto caído, Señales y advertencias, Monumentos del pasado. Históricos, casi todos ellos.

Rand suspiró suavemente, pero no se movió; Min respiró y volvió a acomodarse en el sillón, señalando con el dedo la página que leía de un ejemplar de Meditaciones, de Pelateos. A pesar de estar los postigos de la ventana echados durante la noche, oía al viento murmurar entre los pinos. La habitación olía un poco a humo del extraño fuego. La rápida reacción de Aviendha había reducido a una simple molestia lo que podría haber sido un desastre en potencia. Tampoco es que la hubieran recompensado por su acción; las Sabias seguían haciéndola trabajar con más dureza que si fuera la peor mula de un mercader.

A Min le había sido imposible acercarse a ella lo bastante para sostener una conversación, a pesar de que llevaban juntas en el campamento un tiempo. No sabía qué pensar de la otra mujer. Se habían sentido un poco más cómodas aquella tarde, cuando habían compartido el oosquai, pero del trato de un día no nacían amistades, y ella —para qué negarlo— se sentía incómoda con la idea de compartir.

Echó otra ojeada a Rand, que estaba tendido boca arriba, con los ojos cerrados y respirando con normalidad ahora. Tenía el brazo izquierdo por encima de las mantas, con el muñón al aire. Min no entendía cómo conseguía dormir, con esas heridas del costado. No bien había pensado en ellas, la joven sintió el dolor como una parte del enroscado nudo de emociones que era la vaga presencia de Rand en el fondo de su mente. Ella había aprendido a hacer caso omiso del dolor; no había tenido más remedio. Y para él debía de ser mucho, muchísimo más intenso. No sabía cómo podía soportarlo.

Gracias a la Luz no era una Aes Sedai, pero de algún modo lo había vinculado a ella. Resultaba asombroso saber dónde se encontraba, o si estaba agitado. Casi había conseguido que las emociones de Rand no la desbordaran, excepto cuando eran fruto de la pasión. Pero ¿qué mujer no querría sentirse desbordaba en momentos así? Con el vínculo era una experiencia… especialmente estimulante que le permitía sentir por igual su propio deseo y el enardecido vendaval que era el deseo de Rand por ella.

Pensar en eso la hizo enrojecer, así que abrió Meditaciones para distraerse. Rand necesitaba dormir y no iba a privarlo del descanso. Además, ella debía investigar, aunque se le habían presentado conclusiones que no le gustaban.

Esos libros habían pertenecido a Herid Fel, el filósofo asesinado, despedazado por Engendros de la Sombra. Fel había descubierto algo en esos libros, algo que iba a decirle a Rand; algo relacionado con la Última Batalla y los sellos de la prisión del Oscuro. A Fel lo habían matado justo antes de que pasara esa información. Quizá fuera una coincidencia; quizá los libros no tenían nada que ver con su muerte. O tal vez sí. Min estaba resuelta a encontrar las respuestas, por Rand y por el propio Herid.

Dejó Meditaciones y recogió Pensamientos en medio de las ruinas, una obra de hacía más de mil años. Había señalado una página con un papelito, el de la nota —ahora raída— que Herid le había enviado a Rand poco antes de que lo mataran. Min la abrió y volvió a leerla.

El convencimiento y el orden procuran fortaleza. Hay que limpiar los escombros antes de poder construir. Lo explicaré la próxima vez que nos veamos. Que no venga la chica. Demasiado bonita.

Imaginó que leyendo algunos libros del filósofo podría seguir el rumbo de sus ideas. Rand le había pedido al filósofo información para sellar la prisión del Oscuro. ¿Descubrió Fel lo que ella creía haber descubierto?

Movió la cabeza, mortificada. ¿Qué diantres hacía ella empeñada en resolver un misterio para eruditos? Pero ¿quién más había para intentarlo? Una hermana Marrón estaría mejor preparada, mas ¿podían confiar en ellas? Hasta las que habían prestado juramento a Rand podían decidir que lo mejor para él era no hacerlo partícipe de ciertos secretos. El propio Rand se encontraba demasiado ocupado y, en los últimos tiempos, demasiado impaciente para leer libros. Con lo cual, sólo quedaba ella. Empezaba a enlazar fragmentos de lo que Rand tendría que hacer, pero había más —mucho más— que todavía no sabía. Presentía que se hallaba cerca de conseguirlo, pero le preocupaba revelarle a Rand lo que había descubierto. ¿Cómo reaccionaría?

Con un suspiro, se puso a repasar el libro. Jamás habría imaginado que ella, precisamente ella, se convertiría en una mentecata por culpa de un hombre. Y sin embargo, allí estaba, siguiéndolo dondequiera que fuera, anteponiendo sus necesidades a las de ella. Lo cual no significaba que lo siguiera como un perro, a pesar de lo que dijera la gente del campamento. Si acompañaba a Rand era porque lo amaba y porque sentía —literalmente— que él la correspondía. A despecho de la dureza que lo estaba invadiendo poco a poco, a despecho de la irritabilidad y la desolación de su vida, Rand la amaba. Así que ella hacía todo lo posible por ayudarlo.

Si lograra resolver aquel enigma —la incógnita de sellar la prisión de Oscuro— conseguiría algo que no sólo sería por Rand, sino por el propio mundo. ¿Qué importaba si los soldados del campamento ignoraban su valía? Sin duda era mejor que todos dieran por sentado que ella no merecía ser tenida en cuenta. Cualquier asesino que fuera a matar a Rand pensaría que podía desentenderse de ella. El asesino en ciernes descubriría enseguida —con sorpresa— los cuchillos que Min llevaba escondidos en las mangas. No era tan buena con ellos como Thom Merrilin, pero sabía manejarlos con la soltura necesaria para matar.

Rand se dio la vuelta en la cama, pero no se despertó. Lo amaba. No había elegido enamorarse de él, pero el corazón —o el Entramado o el Creador o lo que quiera o quienquiera que dispusiera esas cosas— lo había decidido por ella. Y ahora no cambiaría lo que sentía aunque pudiera hacerlo. Aunque amarlo significara correr peligro, aunque significara soportar las miradas de los hombres del campamento, aunque significara… compartirlo con otras.

Rand se rebulló otra vez. En esta ocasión gimió y abrió los ojos mientras se sentaba en la cama. Se llevó la mano a la cabeza; a saber cómo, parecía estar más agotado que cuando se había ido a dormir. Sólo llevaba puesta parte de la ropa interior, y tenía el torso al descubierto. Se quedó sentado unos segundos interminables y después se levantó y se dirigió hacia la ventana cerrada. Min cerró el libro.

—¿Se puede saber qué haces, pastor? ¡Apenas has dormido un par de horas!

Él abrió los postigos y la ventana, dejando a la vista la oscura noche que aguardaba fuera. Un soplo errabundo de aire hizo temblar la llama de la lámpara.

—Rand… —lo llamó; apenas alcanzó a oírle cuando le contestó.

—Está dentro de mi cabeza. Había desaparecido durante el sueño, pero ahora ha vuelto.

Min hizo un gran esfuerzo para no hundirse en el sillón. Luz, cómo detestaba escuchar los desatinos de Rand. Había albergado la esperanza de que cuando limpiara el saidin él se libraría de las alucinaciones producto de la infección.

—¿Quién? —preguntó, manteniendo la voz impávida con gran esfuerzo—. ¿La voz de… Lews Therin?

Él se volvió, con el nocturno cielo encapotado enmarcándole el rostro en tanto que la débil luz de la lámpara dejaba envueltos en sombra gran parte de los rasgos de la cara.

—Rand, tienes que hablar con alguien. —Min dejó el libro y se reunió con él en la ventana—. No puedes guardarte todo dentro.

—He de ser fuerte.

Min le tiró del brazo para que se volviera hacia ella.

—¿Mantenerme alejada significa que eres fuerte? —preguntó.

—No te estoy…

—Sí, claro que sí. Ahí están pasando cosas, detrás de esos ojos Aiel tuyos. Rand, ¿crees que dejaré de amarte por lo que oyes?

—Te asustarías.

—Oh, vaya. —La joven se cruzó de brazos—. De modo que soy una flor delicada, ¿es eso?

Rand abrió la boca sin encontrar palabras con las que contestar, como le pasaba antes, cuando sólo era un pastor viviendo una aventura.

—Min, sé que eres fuerte. Sabes que es cierto.

—Entonces, confía en que soy lo bastante fuerte para soportar la carga que llevas encima —respondió ella—. No podemos actuar como si no hubiese ocurrido nada. —Hizo un esfuerzo para continuar—. La infección te dejó secuelas. Sé que es así. Pero, si no te sientes capaz de compartirlo conmigo, ¿con quién lo compartirás?

Rand se pasó la mano por el pelo y después se dio la vuelta y empezó a pasear por la habitación.

—¡Maldita sea, Min! Si mis enemigos descubren mis debilidades les sacarán partido. Voy como un ciego corriendo en la oscuridad por un camino desconocido. ¡No sé si hay tajos en la calzada ni si al final acaba en un precipicio!

—Cuéntamelo. —Min lo sujetó por el brazo cuando pasó ante ella.

—Creerás que estoy loco.

—Ya pienso que eres un palurdo ignorante, por lo cual dudo que mi opinión sobre ti empeore mucho más.

Él la observó y parte de la tensión que había en su semblante se borró. Tomó asiento al borde de la cama con un quedo suspiro. Era un progreso.

—Semirhage tenía razón —empezó Rand—. Oigo… cosas. Una voz. La de Lews Therin, el Dragón. Habla conmigo y reacciona a lo que me rodea. A veces intenta asir el saidin a través de mí, y… Y en ocasiones tiene éxito. Está ido, Min. Loco. Pero las cosas que es capaz de hacer con el Poder Único son asombrosas.

Se quedó mirando al vacío y Min se estremeció. ¡Luz! ¿Dejaba que la voz que había en su cabeza blandiera el Poder Único? ¿A qué se refería? ¿Significaba eso que permitía que la parte perturbada de su cerebro tomara el control? Rand sacudió la cabeza.

—Semirhage afirma que eso no es más que la locura, desvaríos de mi mente, pero Lews Therin sabe cosas que yo ignoro. Cosas sobre la historia, sobre el Poder Único. Tuviste una visión sobre mí que mostraba dos personas fusionadas en una. ¡Eso significa que Lews Therin y yo somos distintos! Somos dos personas, Min. Él es real.

Ella se acercó y se sentó a su lado.

—Rand, él es tú. O tú eres él. Proyectado de nuevo en el Entramado. Esos recuerdos y esas cosas que puedes hacer son retazos de lo que fuiste antes.

—No. Min, él está loco, y yo no. Además, él fracasó. Yo no lo haré. No fracasaré, Min. No haré daño a quienes amo, como le ocurrió a él. Y, cuando derrote al Oscuro, no será para que regrese poco después a fin de aterrorizarnos otra vez.

¿Tres mil años era «poco después»? Lo rodeó con los brazos.

—¿Qué importa si es otra persona o si simplemente son recuerdos del pasado? La información es útil.

—Sí —contestó él; de nuevo parecía distante—. Pero me da miedo usar el Poder Único. Cuando lo hago, corro el riesgo de que tome el control. No es de fiar. Lews Therin no tenía intención de matarla, pero eso no cambia el hecho de que lo hiciera. Luz… Ilyena…

¿Era así como les ocurría a todos? ¿Cada cual dando por hecho que estaba cuerdo realmente y que era el «otro» que tenían dentro de la cabeza el que hacía cosas horribles?

—Eso ya ha acabado, Rand —le dijo mientras lo estrechaba contra sí—. Sea esa voz de quien sea, no irá a peor. El saidin está limpio.

Rand no contestó, pero se relajó. Min cerró los ojos y disfrutó de la sensación de la calidez del hombre a su lado; sobre todo porque se había dejado abierta la ventana.

—Ishamael está vivo —dijo Rand.

Min abrió los ojos de golpe.

—¿Qué? —¡Justo cuando empezaba a sentirse a gusto!

—Lo visité en el Mundo de los Sueños. Y antes de que lo preguntes: no, no era una pesadilla ni el delirio de un loco. Fue real y no podría explicarte por qué lo sé. Tendrás que fiarte de mí.

—Ishamael —musitó ella—. ¡Pero si lo mataste!

—Sí. En la Ciudadela de Tear. Ha vuelto, con un rostro nuevo y un nombre nuevo, pero es él. Tendríamos que habernos dado cuenta de que ocurriría, porque el Oscuro no renunciaría a herramientas tan útiles sin oponer resistencia. Su alcance llega más allá de la tumba.

—Entonces, ¿cómo vamos a vencer? Si todos los que matamos regresan…

—Fuego compacto. Los mataré definitivamente.

—Cadsuane dijo…

—Me da igual lo que dijo Cadsuane —bramó—. Es mi consejera y me aconseja, nada más. Soy el Dragón Renacido y yo decidiré cómo luchamos. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Sea como sea, no importa si los Renegados vuelven a la vida, no importa a quién o qué manda contra nosotros el Oscuro. Al final lo destruiré, si es posible. Y, si no, entonces al menos lo encerraré bajo sellos tan seguros que el mundo podrá olvidarse de él. —Bajó la vista para mirarla.

»Por eso necesito… la voz, Min. Lews Therin sabe cosas. O las sé yo. Sea como sea, los conocimientos están ahí. En cierto modo, la propia infección del Oscuro será su perdición, porque me dio acceso a Lews Therin.

Min desvió la vista hacia los libros. El trozo de papel con la nota de Herid todavía asomaba entre las páginas de Pensamientos en medio de las ruinas.

—Rand, tienes que destruir los sellos de la prisión del Oscuro.

Él la miro con el entrecejo fruncido.

—Estoy segura de ello —insistió Min—. He estado leyendo los libros de Herid durante todo este tiempo y creo que es lo que quería decir con lo de «limpiar los escombros». Para reconstruir la prisión del Oscuro, antes tienes que abrirla. Quitar el parche puesto en la Perforación.

Esperaba que se mostrara incrédulo y, para gran sorpresa de la joven, él se limitó a asentir con la cabeza.

—Sí, suena lógico —dijo luego—. Dudo que muchos quieran oír esa idea. Si los sellos se rompen, no hay forma de saber lo que ocurrirá. Si no logro contenerlo…

Las profecías no anunciaban que Rand vencería, sólo que lucharía. Min se estremeció otra vez —¡maldita ventana!—, pero miró a Rand a los ojos cuando afirmó:

—Vencerás. Lo derrotarás.

—¿Fe en un demente, Min? —dijo él con un suspiro.

—Fe en ti, pastor.

De repente la joven vio que empezaban a girar visiones alrededor de la cabeza de Rand. Casi siempre conseguía no hacerles caso, a menos que fueran nuevas, pero ahora las seleccionó. Luciérnagas consumidas en la oscuridad. Tres mujeres ante una pira. Fogonazos de luz, oscuridad, sombra, señales de muerte, coronas, heridas, dolor y esperanza. Una tempestad alrededor de Rand al’Thor más intensa que cualquier tormenta real.

—Seguimos sin saber qué hacer —comentó él—. Los sellos ya están lo bastante frágiles para poder romperlos con las manos, pero después ¿qué? ¿Cómo lo detengo? ¿Dice algo sobre eso en tus libros?

—No podría asegurarlo —admitió—. Las pistas, si es que se trata de eso, son ambiguas. Seguiré buscando, te lo prometo. Encontraré esas respuestas para ti.

Él asintió con la cabeza, y a Min le sorprendió percibir la confianza del hombre a través del vínculo. Aquélla era una emoción tan poco frecuente en Rand en los últimos tiempos que casi daba miedo, pero no parecía irradiar tanta dureza como en días anteriores; aún era una roca, pero, quizá se abrían algunas grietas con el propósito de dejarla entrar. Era un comienzo.

Ciñó los brazos alrededor de Rand y volvió a cerrar los ojos. Un sitio por el que empezar, pero, quedaba tan poco tiempo… En fin, habría qué arreglárselas.


Resguardando con cuidado la vela encendida, Aviendha encendió el farol colgado de un palo; la llama titiló e iluminó el prado a su alrededor. En las hileras de tiendas se oían los ronquidos de los soldados. La noche era fría y despejada, y a lo lejos sonaba el matraqueo de las ramas; un búho solitario ululó. Aviendha estaba exhausta.

Había cruzado el prado cincuenta veces encendiendo y apagando el farol para después regresar al trote a fin de encender la vela en la casona antes de volver despacio, con cuidado —protegiendo la llama— para encender el farol otra vez.

Otro mes de ese tipo de castigos y probablemente se volvería tan loca como un habitante de las tierras húmedas. ¡Las Sabias se despertarían una mañana y la encontrarían yendo a darse un chapuzón en el río o llevando un odre medio lleno de agua o —incluso— montando a caballo por puro placer! Suspiró, demasiado cansada para pensar más, y se volvió hacia el sector Aiel del campamento para ir a dormir por fin.

Alguien estaba de pie detrás de ella.

Se sobresaltó y llevó la mano a la daga, pero se relajó al reconocer a Amys. De todas las Sabias, sólo ella —una antigua Doncella— habría podido acercarse con tanto sigilo a Aviendha.

La Sabia tenía las manos enlazadas delante; el chal marrón y la falda ondearon ligeramente con el aire. A la joven se le puso carne de gallina con la última ráfaga, más fría que las anteriores. El cabello plateado de Amys parecía casi fantasmagórico a la luz vespertina; una aguja de pino arrastrada por el aire se le había enganchado en un mechón.

—Abordas tus castigos con tanta… entrega, pequeña —dijo Amys.

Aviendha bajó la vista. Aludir a sus actividades era avergonzarla. ¿Se le acababa el tiempo? ¿Las Sabias habían decidido al fin dejarla por imposible?

—Por favor, Sabia, sólo hago lo que el deber me exige.

—Sí, lo haces. —Amys se pasó la mano por el pelo y encontró la aguja de pino, que tiró en la hierba seca—. Y, asimismo, no lo haces. A veces, Aviendha, estamos tan preocupados con lo que tenemos que hacer que no nos paramos a pensar qué es lo que no hemos hecho.

Aviendha se alegraba de que estuviera oscuro, porque así no se vio su sonrojo. A lo lejos, un soldado tocó la campana para dar la hora; el metal sonó con once repiques melancólicos. ¿Qué contestar a los comentarios de Amys? No parecía que hubiera una respuesta apropiada.

La salvó un destello de luz, justo más allá del campamento; era apenas perceptible, pero en la oscuridad no resultaba difícil ver el parpadeo.

—¿Qué pasa? —preguntó la Sabia al advertir la expresión de Aviendha, y se volvió para mirar en aquella dirección.

—Luz —contestó la joven—. En la zona de Viaje.

Amys frunció el entrecejo y al punto ambas echaron a andar hacia allí. Enseguida se encontraron con Damer Flinn, Davram Bashere y una reducida guardia de saldaeninos y Aiel que entraban en el campamento. ¿Qué pensar de un ser como Flinn? La infección se había limpiado, pero ese hombre —como muchos de los otros— había acudido para pedir que se los instruyera antes de que tal cosa ocurriera. Aviendha habría ido en busca del Cegador de la Vista antes que hacer algo así, pero al final habían demostrado ser unos instrumentos muy valiosos.

Amys y Aviendha se apartaron a un lado mientras el pequeño grupo se encaminaba a buen paso hacia la casona, alumbrada exclusivamente por las lejanas antorchas titilantes y el cielo encapotado en lo alto. Aunque la mayor parte de la fuerza enviada para reunirse con los seanchan eran soldados de Bashere, también había varias Doncellas en el grupo. Amys buscó la mirada de una de ellas, una mujer de cierta edad llamada Corana; ésta se quedó retrasada y, aunque en la oscuridad no era fácil saberlo, parecía preocupada. O quizás enfadada.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Amys.

—Los invasores, esos seanchan —Corana pareció escupir la palabra—, han accedido a tener otra reunión con el Car’a’carn.

Amys asintió con un cabeceo; sin embargo, Corana —el corto cabello agitado por el frío viento— resopló de forma sonora.

—Habla —pidió la Sabia.

—El Car’a’carn tiene demasiado empeño en lograr la paz —repuso la Doncella—. Esos seanchan le han dado motivos para declarar una guerra a sangre y fuego, pero él sonríe tontamente y se muestra condescendiente. Me siento como un perro que ha sido adiestrado para ir a lamerle los pies a un desconocido.

Amys miró a Aviendha.

—¿Y a ti que te parece esto? —le preguntó.

—Mi corazón se identifica con lo que dice ella, Sabia, pero aunque el Car’a’carn sea un necio en ciertas cosas, no es ése el caso ahora. Mi mente está de acuerdo con él y, en esta ocasión, haré lo que me dicta la mente.

—¿Cómo puedes decir eso precisamente tú? —espetó Corana, que puso énfasis en lo último, como dando a entender que Aviendha, una Doncella hasta no hacía mucho, debería comprenderlo.

—¿Qué es más importante, Corana? —replicó la joven alzando el mentón—. ¿La discusión que sostienes con otra Doncella o el enfrentamiento de tu clan con su enemigo?

—El clan está antes, por supuesto, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Los seanchan merecen que les presentemos batalla y tienes razón al decir que duele ofrecerles la paz, pero olvidas que tenemos un enemigo mayor —aclaró Aviendha—. El mismísimo Cegador de la Vista tiene un enfrentamiento con todos los hombres, y nuestro deber está por encima de cualquier lucha entre naciones.

—Habrá tiempo de sobra para enseñarles a los seanchan el peso de nuestras lanzas en otro momento —manifestó Amys, asintiendo a lo dicho por Aviendha, pero Corana sacudió la cabeza.

—Sabia, hablas como un habitante de las tierras húmedas. ¿Qué nos importan sus profecías y sus historias? El deber de Rand al’Thor como Car’a’carn es mucho más importante que su deber para con los habitantes de estas tierras. Tiene que conducirnos a la gloria.

Amys asestó una mirada durísima a la Doncella rubia.

—Hablas como un Shaido —dijo secamente.

Corana le sostuvo la mirada un instante, si bien enseguida se achantó y apartó los ojos.

—Perdón, Sabia —se disculpó por último—. He incurrido en toh. Pero deberías saber que los seanchan tienen mujeres Aiel en su campamento.

—¿Qué? —exclamó Aviendha.

—Están atadas a la correa —explicó Corana—, como sus domesticadas Aes Sedai. Las exhibían como trofeos cuando llegamos, sospecho que a propósito. Reconocí a muchas Shaido entre ellas.

Amys emitió un gruñido bajo. Ni que fueran Shaido ni que no, que hubiera Aiel retenidas como damane era un grave insulto. Y los seanchan hacían alarde de sus cautivas; aferró la daga con fuerza.

—¿Y qué dices ahora? —inquirió Amys mirando a Aviendha.

La joven rechinó los dientes.

—Lo mismo, Sabia, aunque casi preferiría cortarme la lengua que admitirlo.

Amys asintió en silencio y volvió a mirar a la Doncella.

—No creas que olvidaremos el insulto de esa gente, Corana. La venganza llegará. Una vez que esta guerra acabe, los seanchan sentirán la andanada cerrada de nuestras flechas y las puntas de nuestras lanzas. Pero será después. Ve a decirles a los dos jefes de clan lo que me has contado.

Corana asintió con un cabeceo —cumpliría su toh con Amys más tarde, en privado— y se marchó. Damer Flinn y los otros ya habían llegado a la casona; ¿despertarían a Rand? Ahora dormía, aunque Aviendha tuvo que amortiguar el vínculo a mitad de su castigo nocturno para no tener que soportar sensaciones que prefería evitar; es decir, si las sentía de forma indirecta.

—Se dirán palabras peligrosas sobre esto entre las lanzas —advirtió Amys, pensativa—. Habrá llamamientos a la lucha, exigencias de que el Car’a’carn renuncie a sus intentos de firmar la paz.

—¿Se quedarán a apoyarlo si se niega? —preguntó Aviendha.

—Por supuesto que sí. Son Aiel. —Amys miró a la joven de reojo—. No tenemos mucho tiempo, pequeña. Quizás ha llegado el momento de dejar de tratarte con mimo. Pensaré en castigos mejores para ti a partir de mañana.

«¿Tratarme con mimo? —Aviendha siguió con la mirada a Amys mientras la Sabia se alejaba—. ¡Es imposible que se le ocurra nada más inútil o deshonroso!»

Sin embargo, había aprendido hacía tiempo a no subestimar a Amys. Con un suspiro, Aviendha emprendió un trote ligero en dirección a su tienda.

Загрузка...