26 Una fisura en la roca

Aviendha recorrió con la mirada los alrededores de la casona, abarrotados de gente que hacía preparativos para la marcha. Considerando que eran de las tierras húmedas, los hombres y las mujeres de Bashere estaban bien entrenados y actuaban con eficacia empaquetando tiendas y disponiendo sus equipos. No obstante, comparados con los Aiel, los otros habitantes de las tierras húmedas —los que no formaban parte de las tropas— eran un desastre. Las mujeres del campamento se afanaban de aquí para allá como si tuvieran la certeza de que se dejarían alguna tarea sin hacer o algún objeto sin empaquetar. Los muchachos mensajeros corrían con sus amigos procurando dar la impresión de estar ocupados para así no tener que hacer nada. Las tiendas y los bártulos de los civiles se recogían con desesperante lentitud, y necesitarían caballos, carretas y conductores para que los condujeran dondequiera que tuvieran que ir.

Aviendha sacudió la cabeza; los Aiel sólo llevaban lo que podían cargar, y una partida de guerra sólo la componían lanzas y Sabias. Y, cuando hacían falta más acompañantes que no fueran lanzas, todos los trabajadores y artesanos sabían cómo prepararse para emprender la marcha con rapidez y eficacia. En ello había honor, un honor que exigía que cada persona fuera capaz de cuidar de sí misma y de los suyos sin retrasar al clan.

De nuevo sacudió la cabeza y reanudó su quehacer. Los únicos que realmente carecían de honor en un día como el actual eran quienes no trabajaban. Metió el dedo en un balde de agua que había en el suelo delante de ella y después alzó la mano y la puso en vilo sobre un segundo balde; una gota de agua cayó en él. A continuación, Aviendha repitió la maniobra.

Era el tipo de castigo al que ningún habitante de las tierras húmedas daría importancia. Considerarían una tarea fácil que estuviera sentada en el suelo, apoyada la espalda en los troncos de la casona y moviendo la mano a uno y otro lado para vaciar un balde y llenar el otro gota a gota. Tal vez para ellos ni siquiera fuera un castigo.

Eso se debía a que la gente de las tierras húmedas era perezosa a menudo y preferiría llenar un balde gota a gota que acarrear piedras, cuando esa última tarea implicaba actividad, y la actividad era buena para la mente y el cuerpo. Pasar agua gota a gota era irrelevante, inútil. No le permitía estirar las piernas ni ejercitar los músculos, y encima lo tenía que hacer mientras todo el campamento recogía tiendas para la marcha, lo cual hacía el castigo diez veces más vergonzoso. Su toh aumentaba cada instante que pasaba sin ayudar en los preparativos, pero ella no podía hacer nada al respecto.

Excepto pasar el agua gota a gota, a gota…

Pensarlo la enfureció, pero enseguida esa cólera la hizo avergonzarse. Las Sabias jamás permitían que las emociones las dominaran de ese modo; tenía que ser paciente e intentar entender por qué la castigaban.

Hasta el simple hecho de procurar abordar el problema hacía que le entraran ganas de gritar. ¿Cuántas veces podía repasar las mismas hipótesis con las mismas conclusiones? Quizás es que era demasiado estúpida para resolver esa incógnita. Tal vez no merecía ser una Sabia.

Metió de nuevo el dedo en el balde y pasó otra gota al segundo balde. No le gustaban los efectos que esos castigos estaban teniendo en ella. Era una guerrera aunque ya no empuñara la lanza. No temía el castigo ni temía el dolor; sin embargo, cada vez con más frecuencia le asustaba la idea de perder el ímpetu y acabar siendo tan inútil como alguien que se queda con la mirada perdida en la arena.

Deseaba ser una Sabia, lo deseaba con desesperación. Le sorprendió descubrirlo, porque jamás había imaginado que pudiera volver a desear algo con un apasionamiento tan intenso como había deseado, largo tiempo atrás, empuñar la lanza. No obstante, a medida que fue conociendo a las Sabias durante los últimos meses y su respeto por ellas crecía, Aviendha se aceptó como su igual para ayudar a dirigir a los Aiel en aquellos tiempos —más peligrosos que nunca— que vivían.

La Última Batalla sería una prueba distinta de todas cuantas había afrontado su pueblo hasta entonces. ¡Amys y las otras trabajaban para proteger a los Aiel, mientras que ella estaba sentada pasando gotas de agua de un cubo a otro!

—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz.

Aviendha se llevó un susto tremendo; alzó la vista y alargó la mano hacia el cuchillo de forma tan brusca que a punto estuvo de tirar los baldes de agua. A corta distancia, una mujer de oscuro cabello corto se encontraba a la sombra del edificio, cruzada de brazos. Min Farshaw vestía una chaqueta de color azul cobalto con bordados en plata y un pañuelo atado al cuello.

Aviendha se relajó y soltó el cuchillo; ¿ahora dejaba que los habitantes de las tierras húmedas se le acercaran a hurtadillas?

—Sí, estoy bien —contestó mientras procuraba no enrojecer.

Tanto el tono como su modo de actuar deberían haber dejado claro que no deseaba que se la avergonzara con una conversación, pero Min no pareció darse cuenta de eso, sino que se volvió y echó una ojeada al campamento.

—¿No tienes… nada que hacer? —preguntó.

—Estoy haciendo lo que debo —le respondió Aviendha, que en esta ocasión fue incapaz de evitar el sonrojo.

Min asintió con la cabeza, y Aviendha procuró sosegar la agitada respiración; no podía permitirse el lujo de irritarse con esa mujer porque su primera hermana le había pedido que fuera amable con ella. Así pues, decidió no darse por ofendida; Min no sabía lo que decía.

—Se me ocurrió que podría hablar contigo —dijo Min sin apartar la vista del campamento—. No sé con quién más podría hacerlo. No confío en las Aes Sedai, ni él tampoco. De hecho, no sé si confía en mí ahora. Es posible que ni siquiera se fie de mí.

Aviendha le echó una mirada de reojo y vio que Min observaba a Rand al’Thor, que se movía a través del campamento vestido con una chaqueta negra; la luz del ocaso ponía destellos llameantes en el cabello rojizo dorado del hombre, que parecía alzarse imponente sobre los saldaeninos que lo acompañaban. Aviendha había oído hablar de los acontecimientos de la noche anterior, cuando Semirhage lo había atacado. Una Depravada de la Sombra, nada menos; ojalá hubiera podido verla antes de que él la matara. La sacudió un escalofrío.

Rand al’Thor había luchado contra la Depravada de la Sombra y la había vencido. Aunque hacía tonterías muchas veces, era un buen guerrero; y afortunado. ¿Qué otra persona viva podía jactarse de haber derrotado personalmente a tantos Depravados de la Sombra? Eso representaba mucho honor para él.

Esa última lucha lo había marcado de una forma que ella aún no entendía, pero sentía su dolor. También lo había sentido durante el ataque de Semirhage, aunque al principio lo tomó por una pesadilla, pero enseguida comprendió que se equivocaba. Ninguna pesadilla podía ser tan horrible. Todavía sentía ecos de aquel dolor terrible, de esas oleadas de un tormento agónico, del frenesí que lo agitaba.

Fue ella quien dio la alarma, pero no lo bastante deprisa. Tenía toh con él por su error; ya se ocuparía de eso cuando hubiera acabado con los castigos. Si es que acababa alguna vez.

—Rand al’Thor hará frente a sus problemas —afirmó al tiempo que pasaba otra gota de agua.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Min, que se volvió a mirarla—. ¿Es que no sientes su dolor?

—Lo siento cada instante, en todo momento —contestó Aviendha, prietos los dientes—. Pero ha de afrontar sus propias pruebas igual que yo afronto las mías. Quizá llegue el día en que él y yo podamos afrontar juntos las de ambos, pero éste no es el momento idóneo para eso.

«He de ser su igual —añadió para sus adentros—. No estaré a su lado siendo inferior a él».

Min la observó y Aviendha sintió un escalofrío. Se preguntó qué visiones vislumbraba la otra mujer; se decía que sus predicciones se cumplían siempre.

—No eres como esperaba —dijo Min por fin.

—¿Te he decepcionado? —quiso saber Aviendha, ceñuda.

—No, no me refiero a eso —repuso Min con una corta risa—. Quiero decir que me equivoqué contigo, supongo. No sabía qué pensar de ti después de esa noche en Caemlyn, cuando… En fin, la noche en que nos vinculamos con Rand. Me siento próxima a ti y, al mismo tiempo, te siento lejana. —Se encogió de hombros—. Supongo que esperaba que vinieras a buscarme en cuanto llegaste al campamento. Al fin y al cabo, tenemos cosas de las que hablar. Cuando no apareciste, me preocupé. Pensé que quizá te había ofendido.

—No tienes toh conmigo —contestó.

—Mejor —dijo Min—. A veces me preocupa todavía que lleguemos a… un enfrentamiento.

—¿Y de qué serviría un enfrentamiento?

—No lo sé. —Min se encogió de hombros—. Imaginé que sería la costumbre Aiel. Retarme a un combate de honor. Por él.

Aviendha soltó un resoplido desdeñoso.

—¿Luchar por un hombre? ¿Y quién haría tal cosa? Si tuvieras toh conmigo tal vez te exigiría que danzáramos las lanzas, pero sólo si fueses una Doncella. Y sólo si yo siguiera siéndolo. Supongo que podríamos luchar con cuchillos, pero no sería una lucha justa. ¿Qué honor podría obtenerse de un combate contra alguien sin pericia?

Min enrojeció como si la hubiera insultado. Qué reacción tan curiosa.

—Sobre eso no estoy tan segura —dijo Min, que sacó con un movimiento rápido un cuchillo que llevaba en la manga y giró el arma por encima de los nudillos—. No estoy indefensa, precisamente. —Hizo desaparecer el cuchillo por la otra manga.

¿Por qué la gente de las tierras húmedas hacía siempre tantas florituras con los cuchillos? Thom Merrilin también era propenso a actuar así. ¿Es que Min no entendía que ella podría cortarle el cuello dos veces en el tiempo que le llevaba a ella hacer aparecer ese cuchillo como un malabarista callejero? Sin embargo, Aviendha no hizo ningún comentario. Era evidente que Min se sentía orgullosa de esa habilidad y no había necesidad de avergonzarla.

—No tiene importancia —dijo mientras seguía con su tarea—. No lucharía contigo a menos que me ofendieras con un insulto grave. Mi primera hermana te considera una amiga y yo quisiera hacer lo mismo.

—De acuerdo. —Min se cruzó de brazos y desvió de nuevo la mirada hacia Rand—. En fin, supongo que eso es positivo. He de admitir que no me gusta mucho la idea de compartir.

Aviendha vaciló y después metió el dedo en el balde.

—A mí tampoco. —Al menos, no le gustaba la idea de compartir con una mujer a la que apenas conocía.

—Pues ¿qué hacemos, entonces? —preguntó Min.

—Seguir como hasta ahora —contestó—. Tú tienes lo que quieres y yo estoy ocupada con otros asuntos. Cuando llegue el momento, te lo diré.

—Tal franqueza es… loable por tu parte —dijo Min, que parecía desconcertada—. ¿Así que tienes otros asuntos que te mantienen ocupada? ¿Como por ejemplo meter el dedo en cubos de agua?

Aviendha enrojeció otra vez.

—Sí —espetó—. Exactamente eso. Si me disculpas…

Se puso de pie y se alejó, dejando atrás los baldes. Sabía que no tendría que haberse irritado, pero no había podido evitarlo. Por un lado Min, que no dejaba de referirse de forma constante a su castigo; por otro, su propia incapacidad para descifrar lo que las Sabias esperaban de ella; y, por si eso fuera poco, Rand al’Thor poniéndose en peligro cada dos por tres sin que ella fuera capaz de mover un dedo para ayudarlo.

Ya no lo soportaba. Cruzó la hierba parda del prado al tiempo que abría y cerraba los puños, procurando no pasar cerca de Rand. ¡Tal como marchaban las cosas ese día, seguro que él se fijaba en el dedo arrugado y le preguntaría por qué razón lo había tenido en remojo! Si descubría que las Sabias la estaban castigando, era muy probable que se pusiera en ridículo haciendo cualquier insensatez. Los hombres eran así, y Rand al’Thor el que más.

Cruzó a buen paso el prado; la hierba seca tenía marcas cuadradas allí donde antes se levantaban tiendas. Fue esquivando a la gente de las tierras húmedas que se movía de aquí para allá sin orden ni concierto y pasó junto a una fila de soldados que se pasaban sacos de grano unos a otros para cargarlos en una carreta enganchada a dos caballos de tiro, robustos y de fuertes cascos.

Siguió adelante haciendo un esfuerzo para no estallar. Lo cierto era que se sentía tan inclinada como Rand al’Thor a cometer una insensatez. ¿Por qué? ¿Por qué era incapaz de descifrar lo que estaba haciendo mal? Al parecer los otros Aiel del campamento también lo ignoraban aunque, por supuesto, no habían hablado con ella de los castigos. Recordaba bien haber visto correctivos similares cuando era Doncella y siempre tuvo el suficiente sentido común de mantenerse al margen de los asuntos de las Sabias.

Rodeó la carreta y se encontró de nuevo encaminándose hacia Rand al’Thor, que hablaba con tres intendentes de Davram Bashere; era una cabeza más alto que cualquiera de los tres. Uno de ellos, un hombre con un largo bigote, señaló hacia las hileras de caballos y dijo algo. Entonces Rand la vio y alzó la mano en su dirección, pero Aviendha se volvió con rapidez y se dirigió hacia el campamento Aiel, situado en el lado norte del prado.

Apretó los dientes e intentó —sin lograrlo— controlar la rabia. ¿Es que no tenía derecho a enfadarse, aunque fuera consigo misma? ¡El mundo se encaminaba hacia su fin, y ella se pasaba los días castigada! Un poco más adelante localizó a un pequeño grupo de Sabias —Amys, Bair y Melaine— de pie junto a un montón de tiendas pardas empaquetadas. Los bultos prietos, de forma oblonga, llevaban correas con el fin de cargarlos al hombro con facilidad.

Aviendha tendría que haber vuelto a los baldes y redoblar el esfuerzo para cumplir la tarea, pero no lo hizo. Como si fuera una chiquilla cargando contra un feroz nasguar sin más arma que un palo, se dirigió con paso airado hacia las Sabias, furiosa.

—Aviendha, ¿ya has acabado tu castigo? —preguntó Bair.

—No, no he acabado —respondió al tiempo que se detenía ante ellas, puesta en jarras.

El viento le tironeaba de la camisa, pero la joven dejó que la prenda se sacudiera. Los afanosos trabajadores del campamento, tanto Aiel como saldaeninos, daban un rodeo para no pasar cerca del grupo.

—¿Y bien? —insistió Bair.

—No aprendes lo bastante rápido —añadió Amys, sacudiendo la canosa cabeza.

—¿Que no aprendo lo bastante rápido, dices? —demandó Aviendha—. ¡He aprendido todo lo que me habéis pedido que aprenda! He memorizado todas las lecciones, he repetido cada punto, he llevado a cabo cada tarea. ¡He respondido a todas vuestras preguntas y os he visto asentir en un gesto de aprobación a cada una de mis contestaciones! —Las miró de hito en hito antes de proseguir:

Encauzo mejor que cualquier mujer Aiel viva. Dejé atrás las lanzas y acepté de buen grado ocupar un lugar entre vosotras. He cumplido con mi deber y he buscado honor en cada ocasión. ¡Sin embargo, seguís castigándome! No voy a tolerar más de lo mismo. O me decís qué es lo que queréis de mí o me expulsáis.

Esperaba un estallido de ira por parte de las mujeres. Esperaba expresiones de decepción. Esperaba que le explicaran que una simple aprendiza no era quien para cuestionar a unas Sabias. Esperaba, al menos, que le encomendaran un castigo mayor por su temeridad.

Amys miró a Melaine y a Bair.

—No somos nosotras quienes te castigamos, pequeña —dijo luego, escogiendo, al parecer, las palabras con cuidado—. Esos castigos llegan de tu propia mano.

—Sea lo que sea que haya hecho, no entiendo que por ello tengáis que convertirme en da’tsang. Os cubrís de vergüenza a vosotras mismas por darme ese trato.

—Pequeña —dijo Amys, que le sostuvo la mirada con intensidad—, ¿te niegas a realizar nuestros castigos?

—Sí, me niego —contestó con el corazón latiéndole desbocado.

—Crees que arriesgas tanto como nosotras, ¿verdad? —inquirió Bair, que se cubrió los ojos con la mano para resguardarlos de la luz—. ¿Supones que eres nuestra igual?

«¿Su igual? ¡No soy su igual! —pensó Aviendha con un repentino pánico—. Me quedan años de estudio. ¿Qué estoy haciendo?»

¿Podía echarse atrás ahora? ¿Pedir perdón, cumplir su toh de algún modo? Debería regresar a toda prisa a su castigo y pasar el agua de un recipiente a otro. ¡Sí! Eso era lo que tenía que hacer. Debía ir y…

—No veo motivos para seguir estudiando —se sorprendió diciendo en cambio—. Si esos castigos es todo lo que os queda por enseñarme, entonces habré de suponer que he aprendido todo lo que debo aprender, y que estoy lista para unirme a vosotras.

Apretó los dientes esperando un estallido de feroz incredulidad. ¿Qué estaba haciendo? No tendría que haber permitido que la estúpida charla de Min la sacara de quicio de ese modo.

Y entonces Bair se echó a reír.

Era una carcajada estruendosa que resultaba incongruente por salir de una mujer tan pequeña. Melaine se unió a la algazara sujetándose el estómago, algo abultado ya por el embarazo.

—¡Ha tardado más incluso que tú, Amys! —exclamó la Sabia de cabello dorado—. La chica más persistente que he visto en mi vida.

En el semblante de Amys había una expresión inusitadamente afectiva.

—Bienvenida, hermana —le dijo a Aviendha.

—¿Qué? —preguntó la joven, que pestañeó desconcertada.

—¡Ya eres una de nosotras, muchacha! —ratificó Bair—. O lo serás muy pronto.

—¡Pero si os he desafiado!

—Una Sabia no debe permitir que otras la pisoteen —explicó Amys—. Si entra a la sombra de nuestra hermandad pensando como una aprendiza, entonces nunca se verá a sí misma como una de nosotras.

Bair echó un vistazo a Rand al’Thor, que se encontraba a cierta distancia hablando con Sarene.

—No me había dado cuenta de lo importante que son nuestras costumbres hasta que estudié a esas Aes Sedai. Las que están abajo lloriquean y suplican como perros de caza, y aquellas que se consideran sus superiores no les hacen el menor caso. ¡Lo milagroso es que hayan logrado algo!

—Pero hay rangos entre las Sabias —apuntó Aviendha—. ¿No es así?

—¿Rangos? —Amys parecía desconcertada—. Algunas de nosotras tenemos más honor que otras, obtenido con sabiduría, actuaciones y experiencia.

—Pero es importante, vital incluso, que cada Sabia esté dispuesta a defender bien a los suyos —terció Melaine con el índice alzado—. Si cree que tiene razón, no puede permitir que nadie la aparte a un lado, ni siquiera otras Sabias, por expertas o mayores que sean.

—Ninguna mujer está preparada para unirse a nosotras hasta que ella misma manifieste que lo está —continuó Amys—. Ha de presentarse ante nosotras como una igual.

—Un castigo no lo es en realidad a menos que una lo acepte como tal, Aviendha —añadió Bair, sonriente—. Hace semanas que nosotras consideramos que estabas preparada, pero tú te empeñaste en seguir obedeciendo.

—Casi llegué a creer que eras orgullosa, muchacha —agregó Melaine con una sonrisa afectuosa.

—No, ya no es «muchacha» —dijo Amys.

—Oh, aún lo es. Hasta que lleve a cabo una cosa más —argumentó Bair.

Aviendha estaba mareada. Habían dicho que no aprendía con bastante rapidez. ¿Aprender a dar la cara? Ella nunca había permitido que otros la mangonearan, pero esas mujeres no eran «otras» personas cualesquiera, sino que eran Sabias, y ella, una aprendiza. ¿Qué habría pasado si Min no la hubiera irritado? Tendría que agradecérselo, aunque la otra mujer no comprendiera por qué le daba las gracias.

«Hasta que lleve a cabo una cosa más…»

—¿Qué más he de hacer?

—Rhuidean —contestó Bair.

Por supuesto. Una Sabia visitaba la ciudad más sagrada dos veces en su vida: una, cuando se convertía en aprendiza; otra, cuando se convertía en Sabia.

—Las cosas serán distintas ahora —comentó Melaine—. Rhuidean ya no es lo que era antaño.

—Lo cual no es razón para dejar a un lado las viejas costumbres —replicó Bair—. La ciudad estará abierta, pero nadie es tan necio como para meterse entre las columnas. Aviendha, tienes que…

—Bair, si no te importa, preferiría decírselo yo —la interrumpió Amys.

La otra Sabia vaciló, pero después asintió con un cabeceo.

—Sí, por supuesto. Es de justicia. Ahora te damos la espalda, Aviendha. No volveremos a verte hasta que regreses a nosotras como una hermana que vuelve de un largo viaje.

—Una hermana que hemos olvidado que conocíamos —dijo Melaine, sonriente.

Las dos se volvieron de espaldas y Amys echó a andar hacia la zona de Viaje. Aviendha tuvo que apretar el paso para alcanzarla.

—Esta vez puedes llevar la ropa puesta en señal de tu posición —aclaró Amys—. En situaciones normales yo sugeriría que viajaras a la ciudad a pie, aun cuando ahora conocemos el Viaje, pero creo que esa costumbre es mejor saltársela en este caso. Con todo, no debes Viajar directamente a la ciudad. Te sugiero que Viajes al dominio Peñas Frías y camines desde allí hasta Rhuidean. Has de pasar un tiempo en la Tierra de los Tres Pliegues para que reflexiones sobre tu peregrinaje.

—Allí necesitaré un odre de agua y víveres —convino Aviendha, con un gesto de asentimiento.

—Todo está preparado y esperándote en el dominio —informó Amys—. Esperábamos que saltaras ese abismo enseguida. Tendrías que haberlo saltado hace días considerando todas las pistas que te dimos. —Miró a Aviendha, que bajó la vista al suelo.

»No tienes por qué avergonzarte —añadió Amys—. Esa es una carga que pesa sobre nosotras. A pesar de la chanza de Bair, lo hiciste bien. Algunas mujeres se pasan meses y meses recibiendo castigos antes de decidir que no lo aguantan más. Tuvimos que ser duras contigo, pequeña, te tratamos con más dureza de lo que nunca había visto usar con una aprendiza preparada. ¡Pero es que casi no queda tiempo!

—Lo comprendo. Y… gracias —dijo Aviendha.

—Nos obligaste a ser muy creativas —comentó Amys con un resoplido—. No olvides este tiempo que has pasado y la vergüenza que sentiste, porque es la misma que cualquier da’tsang sentirá si lo relegas a su suerte. Y no pueden evadirse de ella simplemente por exigir que se los exculpe.

—¿Qué hacéis vosotras si una aprendiza afirma estar preparada para ser una Sabia durante los primeros meses de su adiestramiento?

—Azotarla unas cuantas veces y mandarle que excave unos agujeros, imagino —contestó Amys—. Ignoro si alguna vez ha ocurrido tal cosa. La que se acercó más a ese ejemplo fue Sevanna.

Aviendha se había preguntado por qué las Sabias habían aceptado a la Shaido sin protestar. La afirmación de la mujer había sido suficiente y, en consecuencia, Amys y las demás se habían visto obligadas a aceptarla.

La Sabia de cabello blanco se arrebujó en el chal.

—Las Doncellas que hacen guardia en la zona de Viaje tienen un paquete para ti. Cuando llegues a Rhuidean, dirígete al centro de la ciudad, donde encontrarás las columnas de cristal. Pasa a través de ellas y después vuelve aquí. Aprovecha bien los días que corras camino de la ciudad. Te presionamos mucho para que dispusieras de ese periodo de reflexión; probablemente será el último que tengas durante una temporada.

—La batalla está próxima —asintió Aviendha con la cabeza.

—Sí. Vuelve enseguida una vez que hayas dejado atrás las columnas. Tendremos que hablar sobre el mejor modo de ocuparnos del Car’a’carn. Ha… cambiado desde anoche.

—Comprendo. —Aviendha hizo una profunda respiración.

—Ve —exhortó Amys—. Y regresa. —Puso énfasis en la última palabra. Había mujeres que no sobrevivían a Rhuidean.

La joven sostuvo la mirada de la Sabia y asintió en silencio. En muchos sentidos, Amys había sido una segunda madre para ella. Fue recompensada con una de las contadas sonrisas de la mujer; después, la Sabia de cabello blanco le dio la espalda, igual que habían hecho antes las otras dos.

Aviendha volvió a respirar hondo mientras echaba una ojeada a través del prado pisoteado que había delante de la casona, donde Rand hablaba con los intendentes, seria la expresión y el brazo mutilado doblado a la espalda, en tanto que con el otro gesticulaba con viveza. Le sonrió, a pesar de que él no miraba en su dirección.

«Volveré por ti», pensó.

Acto seguido trotó hacia la zona de Viaje, recogió el paquete y tejió un acceso que la conduciría a una distancia segura del dominio Peñas Frías, cerca de la formación rocosa conocida como Lanza de la Doncella, desde donde correría hacia el dominio para prepararse. El acceso se abrió al familiar aire seco del Yermo.

Cruzó el acceso regocijándose —por fin— de lo que acababa de ocurrir.

Había recuperado el honor.


—Salí a través de la boca de un canal cubierto que da al río, Aes Sedai —dijo Shemerin, inclinando la cabeza ante las otras que se encontraban en la tienda—. A decir verdad, no resultó tan difícil una vez que abandoné la Torre y me encontré en la ciudad. No me atrevía a marcharme por uno de los puentes, porque no quería que la Amyrlin supiera lo que estaba haciendo.

En la tienda, alumbrada por las llamitas titilantes de dos candiles de latón, Romanda la observaba cruzada de brazos. Cinco mujeres escuchaban la historia de la fugitiva, entre ellas Lelaine, que había ido a la tienda de Romanda a pesar de los intentos de ésta para que no se enterara de la reunión. Romanda había confiado en que la esbelta Azul estaría demasiado ocupada disfrutando de su posición en el campamento como para querer tomarse la molestia de asistir a un acontecimiento tan trivial en apariencia.

A su lado se hallaba Siuan. La antigua Amyrlin se había pegado a Lelaine como una lapa. A Romanda le complacía mucho la recién descubierta habilidad de Curar una neutralización —no en vano era una Amarilla, después de todo—, pero una parte de ella deseaba que no hubiera funcionado con Siuan. Como si no tuviera bastante ya con encargarse de Lelaine. A Romanda no se le había olvidado la naturaleza artera de Siuan, aunque a otras muchas sí parecía que se les hubiera borrado de la memoria. Ser menos fuerte en el Poder no significaba una mengua en la capacidad de maquinar.

Sheriam también estaba presente, por supuesto. La Guardiana pelirroja se había sentado al lado de Lelaine. Sheriam se había encerrado en sí misma últimamente y apenas mantenía la dignidad de una Aes Sedai. Esa necia. Habría que cesarla de su cargo; cualquiera se daba cuenta de que era necesario. Si Egwene regresaba alguna vez —y Romanda rogaba que ocurriera así, aunque sólo fuera por desmontar los planes de Lelaine— entonces sería el momento oportuno de escoger una nueva Guardiana.

La otra persona que se encontraba en la tienda era Magla. Lelaine y Romanda habían discutido —de forma civilizada, por supuesto— sobre quién sería la primera en interrogar a Shemerin, y decidieron que la única solución aceptable era hacerlo juntas. Puesto que Shemerin era Amarilla, Romanda pudo convocar la reunión en su tienda; fue toda una sorpresa cuando Lelaine se presentó allí no sólo acompañada por Siuan, sino también por Sheriam. Sin embargo, no habían especificado cuántas ayudantes podían llevar, así que con Romanda sólo se encontraba Magla. La mujer, ancha de hombros, estaba sentada al lado de Romanda y escuchaba en silencio la declaración. ¿Debería haber enviado Romanda a buscar a alguien más? Habría sido una reacción demasiado evidente retrasar la reunión por ese motivo.

En realidad no era un interrogatorio; Shemerin hablaba de forma voluntaria, sin negarse a contestar a las preguntas. Se hallaba sentada en un taburete pequeño, enfrente de ellas, y había rechazado el cojín que le ofrecieron. Rara vez había visto Romanda a alguien tan decidido a castigarse a sí mismo como esa pobre pequeña.

«Nada de pequeña. Es una Aes Sedai de pleno derecho, diga lo que diga ella —pensó Romanda—. ¡Así te abrases, Elaida, por reducir a ese estado a una de nosotras!»

Shemerin había sido Amarilla. ¡Maldición! ¡Era una Amarilla! Llevaba casi una hora hablando con ellas y respondiendo preguntas sobre la situación de la Torre Blanca. Siuan fue la primera en preguntarle a la mujer cómo había escapado.

—Os pido perdón por buscar trabajo en el campamento sin presentarme ante vosotras, Aes Sedai —dijo Shemerin, gacha la cabeza—, pero había huido de la Torre contra la ley. Como Aceptada que ha salido sin permiso, soy una fugitiva. Sabía que sería castigada si me descubrían.

»Me quedé por la zona porque me es conocida y me faltaba valor para irme lejos de aquí. Cuando llegó vuestro ejército vi una posibilidad de encontrar trabajo y la aproveché. Pero, por favor, no me obliguéis a regresar. No represento ningún peligro. Llevaré la vida de una mujer corriente, con cuidado de no hacer uso de mis habilidades.

—Eres una Aes Sedai —manifestó Romanda, que procuró borrar el tono de irritación en la voz. La actitud de esta mujer corroboraba sobradamente las cosas que Egwene contaba sobre el reinado hambriento de poder de Elaida en la Torre—. Por mucho que Elaida diga lo contrario.

—Yo… —Shemerin se limitó a sacudir la cabeza.

¡Luz bendita! No es que antes hubiera sido un ejemplo de serenidad y aplomo Aes Sedai, pero era impactante ver hasta qué punto se había rebajado.

—Háblame de ese acceso al río por el canal —pidió Siuan, que se echó hacia adelante en la silla—. ¿Dónde está situado y cómo lo encontramos?

—Al lado sudoeste de la ciudad, Aes Sedai —contestó Shemerin—. A unos cinco minutos andando hacia el este desde donde están las antiguas estatuas de Eleyan al’Landerin y sus Guardianes. —Vaciló, sintiéndose de pronto ansiosa, al parecer—. Pero es un canal pequeño. No podríais meter a un ejército por allí. Yo sabía de su existencia porque tenía la tarea de ocuparme de los mendigos que viven en esa zona de la ciudad.

—De todos modos quiero un mapa —manifestó Siuan, que echó una mirada a Lelaine—. Al menos, creo que deberíamos tenerlo.

—Es una buena idea —admitió Lelaine en un repugnante tono magnánimo.

—Quiero saber algo más de tu… situación —intervino Magla—. ¿Cómo puede ser que Elaida pensara que degradar a una hermana era sensato? Egwene nos habló de este suceso y entonces también me pareció increíble. ¿Cuál era la idea de Elaida?

—Yo… No soy quién para hablar de lo que piensa la Amyrlin —contestó Shemerin.

La mujer se encogió cuando las Aes Sedai presentes en la tienda le lanzaron una mirada feroz, en absoluto sutil, por llamar Amyrlin a Elaida; todas salvo Romanda, que estaba pendiente de algo pequeño que se deslizaba por debajo del suelo de lona de la tienda y se desplazaba desde una esquina hacia el centro. ¡Luz! ¿Sería un ratón? No, era más pequeño, quizás un grillo. Romanda rebulló con inquietud.

—Pero sin duda hiciste algo para granjearte la ira de Elaida —dijo Magla—. Algo que mereciera semejante trato.

—Yo… —empezó Shemerin, que no dejaba de echar ojeadas a Siuan por alguna razón.

«Qué mujer tan necia», pensó Romanda, diciéndose que Elaida casi había actuado bien. Shemerin no tendría que haber recibido el chal, para empezar. Claro que degradarla a Aceptada tampoco era el modo de manejar la situación. A la Amyrlin no se le debería otorgar tanto poder.

Sí, no cabía duda de que había algo debajo de la lona del suelo, algo que se abría paso con decisión hacia el centro de la tienda; era un bulto muy pequeño que avanzaba a tirones, con movimientos bruscos.

—Me mostré débil ante ella —confesó al cabo Shemerin—. Hablábamos de… acontecimientos en el mundo, y yo no lo pude aguantar. No hice gala de la compostura apropiada de una Aes Sedai.

—¿Eso es todo? —preguntó Lelaine—. ¿No conspiraste contra ella? ¿No la contradijiste?

—Era leal —aseguró Shemerin al tiempo que sacudía la cabeza.

—Me cuesta creerlo —manifestó Lelaine.

—Yo le creo —opinó en tono seco Siuan—. En varias ocasiones, Shemerin demostró con creces que Elaida la tenía en el bolsillo.

—Esto sienta precedente, uno peligroso —apuntó Magla—. Así me abrase, pero lo sienta.

—Sí, en efecto —convino Romanda sin quitar ojo de lo que quiera que estuviera avanzando centímetro a centímetro por debajo de la lona—. Sospecho que utilizó a la pobre Shemerin para que sirviera de ejemplo aleccionador con el propósito de habituar a la Torre Blanca al concepto de degradación. Lo cual le permitiría llevarlo a la práctica con aquellas que son realmente sus enemigas.

Se hizo una pausa en la conversación. Las Asentadas que apoyaban a Egwene encabezarían sin duda la lista de aquellas a las que degradar, si Elaida conservaba el poder y las Aes Sedai se reconciliaban.

—¿Eso es un ratón? —preguntó Siuan mirando el suelo.

—Es demasiado pequeño. Y no tiene importancia —contestó Romanda.

—¿Pequeño? —repitió Lelaine, que se inclinó hacia adelante.

Romanda frunció el entrecejo y miró de nuevo hacia el bulto. Parecía haberse hecho más grande. A decir verdad…

El bulto dio una sacudida de repente, empujando hacia arriba. La lona del suelo se abrió y una enorme cucaracha —ancha como un higo— se coló por la raja. Romanda se echó hacia atrás, asqueada.

La cucaracha avanzó a grandes saltos por la lona agitando las antenas. Siuan se quitó un zapato con intención de aplastarla, pero por debajo del suelo de lona algo bullía cerca del desgarro y una segunda cucaracha salió por él. La siguió una tercera. Y entonces salieron en oleadas, rebosando a través de la raja como si alguien escupiera por la boca una bocanada de té demasiado caliente. En un visto y no visto, la lona se convirtió en una alfombra negra y marrón de criaturas que arañaban, se peleaban y se subían unas sobre otras en su afán por escabullirse.

Las mujeres chillaron de asco y tiraron patas arriba sillas y taburetes al levantarse de golpe. Dos Guardianes entraron en la tienda un instante después: Rorik, un hombre de espaldas anchas que estaba vinculado a Magla, y aquella roca de piel cobriza que era Burin Shaeren, vinculado a Lelaine. Al oír los gritos entraron con las espadas desenvainadas, pero la escena de las cucarachas pareció dejarlos perplejos y se quedaran parados mirando de hito en hito el raudal de asquerosos insectos.

Sheriam se encaramó a la silla, en tanto que Siuan encauzaba y empezaba a aplastar los bichos que tenía más cerca. Romanda detestaba usar el Poder Único para matar, incluso animales tan infectos, pero se sorprendió a sí misma encauzando Aire y despachurrando insectos a guadañadas. Sin embargo los bichos entraban por el desgarro de la lona demasiado deprisa y poco después el suelo bullía con aquel hervidero de cucarachas, por lo que las Aes Sedai se vieron forzadas a salir corriendo de la tienda a la oscuridad del campamento. Rorik cerró los faldones de la entrada aunque con eso no impediría que los insectos salieran retorciéndose por cualquier hueco que encontraran.

Fuera, Romanda no podía dejar de pasarse los dedos por el cabello, por si acaso, para asegurarse de que ninguna de las cucarachas se le había metido en él. La sacudió un escalofrío al imaginar a los insectos subiéndole por todo el cuerpo.

—¿Hay algo dentro a lo que tengas aprecio o sea importante para ti? —le preguntó Lelaine mientras se volvía para mirar la tienda.

A la luz de los candiles se veía las sombras de los insectos trepando por las paredes.

Romanda dedicó un pensamiento a su diario, pero sabía que sería incapaz de volver a tocar esas páginas después de que la tienda se infectara de aquel modo.

—Nada que quiera conservar ahora —contestó al tiempo que tejía Fuego—. Y nada que no pueda reemplazar.

Las otras se le unieron y la tienda estalló en llamas, con Rorik saltando hacia atrás mientras ellas encauzaban. Romanda creyó oír a los insectos estallando y chisporroteando dentro. Las Aes Sedai se retiraron por el repentino calor. En cuestión de segundos la tienda entera era una hoguera. De las tiendas cercanas salieron mujeres a mirar.

—No creo que eso fuera natural —susurró Magla—. Esos bichos eran cucarachas cuatro púas. Los marineros las ven en los barcos que navegan a Shara.

—Bien, no es lo peor que hemos visto del Oscuro —comentó Siuan, que se cruzó de brazos—. Y todavía veremos cosas peores, recordad lo que os digo. —Miró a Shemerin—. Ven, quiero que me ayudes con ese mapa.

Se marcharon con Rorik y las otras, que pondrían sobre aviso al campamento de que la mano del Oscuro lo había tocado esa noche. Romanda se quedó viendo cómo ardía la tienda, que enseguida quedó reducida a un montón de ascuas candentes.

«Luz. Egwene tiene razón —pensó—. Se acerca. Y deprisa». Y la chica estaba prisionera; se había reunido con la Antecámara la noche anterior en el Mundo de los Sueños y les había informado de la desastrosa cena servida en los aposentos de Elaida y las consecuencias de haber insultado a la falsa Amyrlin. Y, sin embargo, Egwene seguía negándose a que la rescataran.

Se encendieron antorchas y se despertó a los Guardianes como medida de precaución por si ocurría otro incidente. Romanda olió el humo. Eso era todo cuanto quedaba de lo que había poseído en este mundo.

La Torre tenía que unificarse. Costara lo que costase. ¿Estaría dispuesta a inclinarse ante Elaida con tal de conseguir tal cosa? ¿Se vestiría de nuevo como Aceptada si con ello se lograba la unidad para la Última Batalla?

Le fue imposible responder de forma afirmativa a sus preguntas. Y eso la perturbaba casi tanto como lo habían hecho esas cucarachas corriendo en desbandada.

Загрузка...