Prólogo El significado de la tormenta

RRenald Fanwar se encontraba sentado en el porche —calentando la recia mecedora de roble negro que su nieto le había hecho hacía dos años— y miraba con fijeza hacia el norte.

A la masa de nubes negras y plateadas.

No había visto en toda su vida nubes como ésas; cubrían todo el horizonte septentrional y llegaban muy alto en el cielo. No eran grises, sino negras y plateadas. Nubes tormentosas y atronadoras, oscuras como una húmeda y fresca bodega a medianoche. Espectaculares relámpagos plateados —destellos de rayos que no hacían ruido— saltaban de unas a otras.

El aire estaba… denso, cargado de aromas a polvo, a tierra, a hojas secas y a lluvia que se resistía a caer. Ya era primavera y sin embargo los cultivos no crecían; ni un solo brote se había atrevido a asomar a través de la tierra.

El granjero se levantó despacio de la mecedora, que crujió y se balanceó a su espalda, y caminó hasta el borde del porche; chupó la pipa aunque estaba apagada, pero no quiso molestarse en encenderla otra vez. Las nubes lo tenían paralizado; eran tan negras… Como el humo de un fuego en la maleza, sólo que el humo de un incendio nunca llegaba tan alto en el aire. ¿Y qué pensar de las nubes plateadas? Hinchadas, resaltaban entre las negras como brillantes piezas de acero bruñido entre metal encostrado de hollín.

Renald, que había desviado la vista hacia el patio, se frotó la mejilla.

Una valla encalada cercaba un pequeño espacio salpicado de hierba y arbustos. Éstos se habían muerto, del primero al último; no habían aguantado el largo invierno. Tendría que arrancarlos dentro de poco. En cuanto a la hierba… En fin, seguía siendo paja reseca. No apuntaba ni una sola brizna verde.

El retumbo de un trueno sacudió al granjero, un sonido puro, penetrante, como un gran choque de metal contra metal. Las ventanas de la casa traquetearon, los tablones del porche temblaron y el hombre tuvo incluso la impresión de que los huesos le vibraban.

Reculó de un brinco. Ése había caído cerca, tal vez en su propiedad. Lo asaltó el deseo apremiante de comprobar los daños, porque el fuego de un rayo podía destruir a un hombre, abrasarle la tierra hasta dejarlo en la ruina. Allí arriba, en las Tierras Fronterizas, había muchas cosas que eran yesca involuntaria: hierba seca, tablillas secas, semillas secas…

Pero las nubes aún estaban lejos; era imposible que ese rayo hubiera caído en su propiedad; la masa de nubes negras y plateadas bullía y avanzaba, alimentándose y consumiéndose a sí misma.

El granjero cerró los ojos para calmarse e hizo una profunda respiración. ¿Se habría imaginado lo del rayo? ¿Acaso la cabeza le hacía agua, como bromeaba siempre Gaffin? Abrió los ojos.

Y allí estaban los nubarrones, justo encima de su casa.

Era como si hubieran avanzado de golpe, en un intento de atacar mientras desviaba la vista. Ahora dominaban el cielo y se extendían en todas direcciones, enormes, sobrecogedores. Casi se notaba su peso, que parecía estrujar el aire en derredor. Renald hizo una profunda inspiración e inhaló ese aire que de repente estaba cargado de humedad; la frente le escocía con el sudor.

Esas nubes tormentosas, negro intenso y plata, se agitaban sacudidas por blancas explosiones. De pronto se desbordaron hacia abajo como la manga oscura de un tornado que se lanzaba sobre él. El granjero gritó y levantó una mano como haría para protegerse de una luz intensa. Esa oscuridad. Esa infinita, sofocante negrura, se lo llevaría. Sabía que se lo llevaría…

Y, de repente, las nubes ya no estaban.

La pipa sonó al caer en las tablas del porche con un quedo tintineo, y el tabaco quemado se esparció por los escalones. Renald ni siquiera era consciente de haberla dejado caer; confuso, echando un vistazo al cielo azul, comprendió que se encogía acobardado por nada.

La masa de nubes volvía a encontrarse lejos, en el horizonte, a unas cuarenta leguas de distancia, y retumbaba sin hacer apenas ruido.

Recogió la pipa con mano temblorosa, salpicada de manchas de la edad, curtida por los años pasados al sol.

«No ha sido más que una mala pasada que te ha jugado la mente, Renald —se reprendió a sí mismo—. La cabeza te hace agua, tan cierto como que un huevo es un huevo».

Estaba preocupado por los cultivos; eso era lo que lo tenía con los nervios de punta. Y aunque a los chicos les hablaba con optimismo, aquello no era normal, no era natural. A esas alturas tendría que haber brotado algo; ¡llevaba cuarenta años labrando esa tierra! La cebada no tardaba tanto en germinar; pero no retoñaba, así lo abrasara la Luz. ¿Qué le pasaba al mundo? Ya no se podía contar con que las plantas germinaran y las nubes se quedaran donde debieran.

Se acercó con pesadez a la mecedora para sentarse porque las piernas le temblaban.

«Me hago viejo, eso es lo que pasa», pensó.

Toda la vida había trabajado en una granja, y en las Tierras Fronterizas no era un trabajo fácil, pero si uno se esforzaba podía ganarse bien la vida si conseguía cultivos resistentes.

Un hombre tiene tanta suerte como semillas en el labrantío, solía decir su padre.

Bien, pues, Renald era uno de los granjeros con más éxito en la comarca; lo había hecho tan bien como para comprar otras dos granjas aparte de la suya, y cada otoño llevaba al mercado treinta carretas cargadas con sus productos. En la actualidad tenía trabajando para él a seis buenos hombres que araban los campos y recorrían los cercados para repararlos y mantenerlos en buen estado. Eso no quería decir que él no se metiera en el barro a diario para enseñarles lo que era hacer un buen trabajo en el campo; uno no debía permitir que un pequeño éxito lo echara a perder.

Sí, había trabajado la tierra; o la había vivido, como siempre decía su padre. Sabía del tiempo todo lo que podía saber un hombre, y esas nubes no eran normales. Retumbaban con un ruido sordo, quedo, como cuando un animal gruñe en una noche oscura. A la espera. Acechando en el bosque aledaño.

Brincó sobresaltado por el estallido de otro trueno que sonó demasiado cercano. Pero ¿no estaban aquellas nubes a cuarenta leguas de distancia? ¿No era eso lo que había pensado antes? Más bien parecían encontrarse a diez leguas, ahora que observaba con atención la masa de nubes.

—No empieces con lo mismo —rezongó entre dientes.

Oír su propia voz le sentó bien. Sonaba a algo real. Era agradable oír otra cosa aparte de ese sordo retumbo y el esporádico chirrido de los postigos de alguna ventana. ¿No tendría que oírse dentro de la casa el trajín de Auaine preparando la cena?

—Estás cansado, eso es lo que pasa. Que estás cansado. —Metió los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó la bolsa de tabaco.

Un débil retumbo sonó a su derecha, y al principio dio por sentado que era un trueno; sin embargo, era un ruido demasiado chirriante, demasiado regular. No, no era un trueno, sino unas ruedas en movimiento.

En efecto, una carreta grande tirada por bueyes coronó la colina de Mallard, justo al este. El propio Renald le había dado ese nombre; toda buena colina necesitaba un nombre, y el camino se llamaba calzada de Mallard, así que ¿por qué no ponerle el mismo nombre a la colina?

Se echó hacia adelante en la mecedora —sin prestar atención a los nubarrones a propósito— y dirigió una mirada escrutadora hacia la calzada, con los ojos entrecerrados, para distinguir la cara del conductor. ¿Thulin? ¿El herrero? ¿Qué hacía en una carreta cargada hasta los topes? ¡Se suponía que tendría que estar trabajando en el nuevo arado que él le había encargado!

Aunque delgado para alguien de su oficio, Thulin era dos veces más musculoso que la mayoría de los granjeros, tenía el pelo oscuro, la piel curtida de los shienarianos, y se afeitaba al estilo de esa nación, aunque no llevaba el clásico copete. Quizá la familia de Thulin podría rastrear sus raíces hasta los guerreros de su tierra fronteriza, pero él sólo era un sencillo campesino, como el resto de sus vecinos. Dirigía la herrería de Corriente del Roble, cinco millas al este de la granja. Renald había disfrutado de muchas partidas de guijas con el herrero durante las tardes de invierno.

A Thulin le habían ido bien las cosas; no había visto pasar tantos años como Renald, pero los últimos inviernos lo habían impulsado a hablar de retirarse. El oficio de herrero no era para hombres mayores. Claro que el de granjero tampoco lo era. En realidad, ¿había alguna ocupación para gente mayor?

Avanzando por la calzada de tierra compacta, la carreta de Thulin se aproximó a la valla blanca de Renald.

«Vaya —pensó el granjero—, esto sí que es raro». Detrás de la carreta iba una ordenada hilera de animales: cinco cabras y dos vacas lecheras. Atadas a los costados del vehículo había jaulas con gallinas de plumas negras, y en el propio suelo de la carreta se apilaban montones de muebles, costales y barriles. La joven hija de Thulin, Mirala, iba sentada con él en el pescante, al lado de su esposa, una mujer rubia del sur. Llevaban veinticinco años casados, pero Renald aún pensaba en Gallanha como la «chica sureña».

Toda la familia viajaba en la carreta y llevaba consigo sus mejores animales de granja; en marcha, evidentemente, pero ¿adónde? ¿A visitar a alguien de la familia, quizá? Thulin y él no echaban una partida de guijas hacía… tres semanas. Tampoco es que hubiera mucho tiempo para andar de visitas, ahora que había llegado la primavera y la siembra se había hecho con tanta prisa. Alguien tendría que arreglar los arados y afilar las guadañas. ¿Quién se encargaría de eso si la herrería de Thulin se cerraba?

Renald empezaba a cargar la cazoleta de la pipa con un pellizco de tabaco justo en el momento en que Thulin detenía la carreta al lado del patio. El nervudo y canoso herrero le tendió las riendas a su hija y después se bajó del pescante de un salto; al tocar el suelo, los pies levantaron polvo del camino. Detrás de él la lejana tormenta seguía fraguándose.

Thulin abrió la puerta de la valla y subió los peldaños del porche; parecía distraído. Renald abrió la boca para saludarlo, pero Thulin se adelantó.

—He enterrado mi mejor yunque en el huerto de fresas de Gallanha, Renald —dijo el herrero—. Te acuerdas de dónde está, ¿verdad? También he metido allí mi mejor juego de herramientas. Todo está bien engrasado y dentro de mi mejor baúl forrado, para mantenerlo seco. Eso debería evitar que se oxide al menos durante un tiempo.

Renald cerró la boca y sujetó con los dientes la pipa a medio llenar. Si el herrero había enterrado el yunque… Bien, pues eso quería decir que no tenía pensado volver enseguida.

—Thulin, ¿qué…?

—Si no vuelvo —lo interrumpió el herrero—, ¿querrás desenterrar mis cosas y ocuparte de que alguien cuide de ellas? Véndeselas a alguien a quien le importen, Renald. No querría que cualquiera martilleara en ese yunque. Tardé veinte años en reunir esas herramientas, ¿sabes?

—¡Pero, Thulin! —balbuceó el granjero—. ¿Dónde vas?

El herrero se volvió, apoyó un brazo en la baranda del porche y lo miró de forma solemne con aquellos ojos castaños.

—Se acerca una tormenta —dijo—. Así que imagino que tendré que encaminarme hacia el norte.

—¿Una tormenta? —preguntó Renald—. ¿Te refieres a esa que hay en el horizonte? Sí que parece mala, Thulin. Así se abrasen mis huesos, vaya si lo parece, pero no tiene sentido huir de ella. Hemos sufrido tormentas peores.

—Como ésta no, viejo amigo. Ésta no es la clase de tormenta de la que se hace caso omiso.

—¿De qué diantres hablas, Thulin?

Antes de que el herrero contestara, Gallanha preguntó desde la carreta:

—¿Le has dicho lo de las ollas?

—Ah, sí. Gallanha ha lustrado el juego de ollas con el fondo de cobre que siempre le han gustado a tu mujer. Están en la mesa de la cocina, esperando que Auaine vaya a buscarlas si las quiere. —Dicho esto, Thulin saludó a su amigo con un gesto de la cabeza y echó a andar de vuelta a la carreta.

Renald permaneció sentado, estupefacto. Thulin había sido siempre de los que iban al grano: decía lo que tenía en la cabeza y después se marchaba. Esa era una de las cosas que le gustaban del herrero, pero también era capaz de pasar por encima de una conversación igual que un enorme canto rodado por encima de un rebaño de ovejas, dejando atontados a todos.

El granjero se levantó de la mecedora de un salto, dejó la pipa en el asiento y cruzó el patio hacia la carreta, en pos de Thulin.

«Maldita sea», pensó Renald al mirar a un lado y a otro y reparar de nuevo en la hierba seca y los arbustos muertos; había trabajado mucho en ese patio.

El herrero comprobaba las jaulas de las gallinas atadas a los costados del vehículo. Renald alcanzó a su amigo y alargó la mano hacia él, pero Gallanha lo distrajo.

—Toma, Renald —le dijo la mujer desde lo alto de la carreta—. Quédate esto. —Al inclinarse para tenderle un cesto con huevos, se le escapó un mechón rubio del moño. El granjero alargó las manos para coger el cesto—. Dáselos a Auaine. Sé que andáis cortos de gallinas por culpa de los zorros que hubo el pasado otoño.

Renald sostuvo el cesto y vio que algunos de los huevos eran blancos y otros, morenos.

—Sí, vale, pero ¿dónde vais, Gallanha?

—Al norte, amigo mío —contestó Thulin, que pasó a su lado y puso una mano en el hombro del granjero—. Habrá un ejército agrupándose, imagino. Necesitarán herreros.

—Por favor, esperad unos minutos al menos —pidió Renald al tiempo que gesticulaba con el cesto—. Auaine acaba de poner un pan, una de esas hogazas melosas que os gustan. Podemos hablar de todo esto mientras jugamos una partida de guijas.

Thulin vaciló.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo en voz suave Gallanha—. Esa tormenta se acerca.

Thulin asintió con la cabeza y subió al pescante.

—Quizá también quieras ir al norte, Renald. Si lo haces, lleva contigo todo cuanto puedas. —Hizo una pausa—. Eres bastante hábil con las herramientas que tienes aquí para hacer un trabajo de metalistería sencillo, así que toma tus mejores guadañas y conviértelas en alabardas. Tus dos mejores guadañas; no escatimes y vayas a usar otras que sean buenas, pero de inferior calidad. Han de ser las mejores, porque son las armas que vas a utilizar.

—¿Cómo sabes que habrá un ejército? ¡Maldita sea, Thulin, yo no soy un soldado!

—Con una alabarda se puede tirar a un jinete del caballo y atravesarlo —continuó Thulin como si no hubiese oído los comentarios de su amigo—. Y, ahora que lo pienso, tal vez deberías tomar la tercera mejor guadaña y hacerte un par de espadas.

—¿Y yo qué sé de forjar una espada? O de utilizarla, ya puestos.

—Puedes aprender —contestó Thulin al tiempo que se volvía hacia el norte—. Todos haremos falta, Renald. Todos. Vienen por nosotros. —Miró de nuevo a su amigo—. Tampoco es tan difícil forjar una espada. Se coge la hoja de la guadaña y se endereza; después buscas un trozo de madera que sirva como guarda para evitar que el acero del enemigo se deslice por el tuyo y te corte la mano. En su mayor parte utilizarás cosas que ya tienes.

Renald parpadeó. Dejó de hacer preguntas, pero fue incapaz de no pensar en ellas; se le amontonaban en el cerebro como cabezas de ganado tratando de abrirse paso a la fuerza para salir a la vez por una tranquera con hueco para un único animal.

—Llévate todos tus animales de la granja, Renald —aconsejó Thulin—. Te los comerás; o se los comerán tus hombres. Y querrás tener leche. Y, si no es así, entonces habrá otros que te lo trocarán por carne de res o de carnero. La comida escaseará con lo que está pasando, que se estropea todo, además de que las reservas del invierno han menguado mucho a estas alturas. Llévate todo lo que tienes: alubias, fruta seca, todo.

El granjero se recostó en la portilla del patio porque se sentía débil, con flojera en las piernas. Por fin se obligó a plantear una pregunta:

—¿Por qué?

Thulin titubeó y después se apartó de la carreta para ponerle otra vez la mano en el hombro.

—Siento ser tan brusco. Yo… En fin, ya sabes mi forma de hablar, Renald. No sé qué es esa tormenta, pero sé lo que significa. No he blandido una espada en toda mi vida, pero mi padre combatió en la Guerra de Aiel, y yo soy un hombre de las Tierras Fronterizas. Y esa tormenta significa que se acerca el final, Renald. Hemos de estar allí cuando llegue. —Hizo una pausa para volverse hacia el norte y mirar el cúmulo de nubes igual que un mozo de granja miraría a una serpiente venenosa que hubiera encontrado en mitad del huerto—. La Luz nos guarde, amigo mío. Hemos de estar allí.

Y, sin más, retiró la mano del hombro del granjero, se encaramó al pescante y arreó a los bueyes. Renald los vio ponerse en marcha hacia el norte; los siguió con la mirada durante un buen rato, sin moverse, como agarrotado.

Sonó el lejano retumbo de un trueno cual chasquido de un látigo descargándose contra las colinas.

La puerta de la casa se abrió y se cerró. Auaine, con el pelo gris recogido en un moño, se acercó a su marido; ya hacía años que tenía el cabello de ese color porque le habían salido canas muy pronto, y para Renald ese tono era algo entrañable. Plateado, más que gris. Como las nubes.

—¿Ése era Thulin? —preguntó Auaine, con la vista fija en la lejana carreta que levantaba el polvo del camino.

Una pluma negra de gallina revoloteó por encima de la calzada.

—Sí.

—¿Y no se quedó, ni siquiera para charlar un poco?

Renald negó con la cabeza.

—¡Ah, pero Gallanha ha dejado unos huevos! —La mujer se hizo cargo del cesto y empezó a pasar los huevos al delantal recogido para llevarlos a la casa—. Es un encanto. Deja el cesto ahí, en el suelo; seguro que mandará a alguien a buscarlo.

Su esposo seguía con la vista fija en el norte.

—¡Renald! —llamó Auaine—. ¿Te ha dado un aire, viejo raigón?

—Su mujer lustró sus ollas para ti —dijo él—. Esas que tienen el fondo de cobre. Las dejó en la mesa de la cocina, y dijo que son tuyas si las quieres.

Auaine se quedó callada y entonces Renald oyó un chasquido y miró hacia atrás; su mujer había aflojado la mano con que sostenía el delantal y los huevos rodaban despacio y se estrellaban en el suelo.

—¿Dijo alguna otra cosa? —preguntó después en un tono muy tranquilo.

Su marido se rascó la cabeza, en la que no le quedaba mucho pelo.

—Sí, que la tormenta se acercaba y que tenían que dirigirse al norte. Y Thulin dijo que nosotros deberíamos ir también.

Se quedaron inmóviles un momento, pero enseguida Auaine recogió el borde del delantal y evitó que se cayeran casi todos los huevos; ni siquiera dirigió una ojeada a los que estaban rotos en el suelo, porque tenía la mirada fija en el norte.

Renald giró la cabeza en esa dirección; la tormenta había avanzado de golpe otra vez, y además parecía que, de algún modo, se hubiera vuelto más oscura.

—Creo que deberíamos hacerles caso —dijo su mujer—. Iré a… Iré a preparar lo que tendremos que llevarnos de la casa. Tú ve a reunir a los hombres. ¿Comentaron cuánto tiempo estaremos fuera?

—No, ni siquiera dijeron con claridad por qué, sólo que había que ir al norte por la tormenta. Y que… Que esto es el fin.

Auaine inhaló con brusquedad al oír aquello.

—Bien, ve a avisar a los hombres para que se preparen —contestó luego—. Yo me ocuparé de la casa.

Entró y se la oyó trajinar en el interior; Renald se obligó a dar la espalda a la tormenta, rodeó la casa y entró en el corral al tiempo que llamaba a los mozos de labranza para que se reunieran con él. Eran una cuadrilla de tipos recios, esos chicos; todos ellos. Los hijos del granjero se habían marchado para hacer fortuna en otros sitios, pero sus seis trabajadores casi eran como unos hijos para él. Merk, Favidan, Rinnin, Veshir y Adamand se congregaron a su alrededor. Todavía un poco aturdido, Renald les mandó a dos de ellos que fueran a recoger a los animales; a otros dos, que empaquetaran todo el grano y los víveres que quedaban de las provisiones del invierno, y al quinto lo mandó a buscar a Geleni, que había ido al pueblo a comprar semillas nuevas por si acaso la siembra no había prendido a causa de haber utilizado el grano que tenían almacenado.

Los cinco hombres salieron a hacer sus encargos y Renald se quedó un momento más en el corral, aunque enseguida entró en el establo a buscar la pequeña fragua para sacarla a cielo abierto. No era sólo un yunque, sino una forja completa, compacta, construida para desplazarla de sitio. El granjero la tenía montada sobre rodillos, porque dentro de un establo no se podía trabajar con una fragua: se corría el peligro de que se prendiera todo el polvillo que había en el aire. Empujó de los mangos y la llevó rodando hasta el cobertizo que había a un lado del patio, construido con buenos ladrillos, en el que realizaba pequeñas reparaciones cuando hacía falta.

Una hora más tarde tenía el fuego bien atizado; no era tan hábil como Thulin, pero había aprendido de su padre que ser capaz de ocuparse de hacer algunos trabajos de forja era muy importante. A veces uno no podía malgastar las horas que harían falta en ir a la ciudad y volver sólo para arreglar un gozne roto.

Las nubes seguían allí; Renald intentó no mirarlas cuando salió del cobertizo, camino al establo. Esas nubes eran como ojos que atisbaran por encima de su hombro lo que hacía.

Dentro del establo la luz se colaba a través de rendijas en la pared y caía sobre el polvo y el heno. Él mismo lo había construido hacía unos veinticinco años; siempre pensaba que tenía que reemplazar algunos de aquellos tablones pandeados del tejado, pero ahora no había tiempo para eso.

De la pared donde estaban las herramientas descolgó la tercera mejor guadaña que tenía, pero se detuvo y, tras respirar profundamente, tomó en cambio la mejor de todas. Salió de nuevo hasta la forja y sacó de un golpe el mango de la guadaña.

Mientras echaba a un lado el mango, Veshir —el mayor de los mozos de labranza— se acercó tirando de un par de cabras y al ver la hoja de la guadaña en el fuego se le ensombreció el rostro. Ató las cabras a un poste y después corrió hacia donde se encontraba Renald, pero no dijo nada.

¿Cómo hacer algo parecido a una alabarda, aunque fuera una sencilla? Thulin dijo que eran buenas para desmontar a un jinete del caballo. Bien, tendría que reemplazar el mango por un astil más largo y recto, de madera de fresno. El extremo rebordeado del astil tendría que sobresalir del doblez de la hoja; sería como una burda punta de lanza que iría revestida con una pieza de chapa, como refuerzo. Entonces calentaría la hoja y martillearía la curvatura hasta casi la mitad para hacer un gancho con el que tirar de un hombre para desmontarlo y tal vez herirlo al mismo tiempo.

Veshir se quedó allí parado más o menos un minuto, observando; por fin se adelantó y asió al hombre mayor por el brazo.

—Renald, ¿qué estamos haciendo?

—Nos vamos al norte —contestó al tiempo que se soltaba con un brusco tirón—. La tormenta se acerca y vamos al norte.

—¿Vamos al norte sólo por una simple tormenta? ¡Eso es una locura!

Thulin tenía razón. Las cosechas… El cielo… La comida que se estropeaba de repente, sin motivo. Incluso antes de haber hablado con Thulin, ya lo sabía; muy en su interior, en lo más profundo de la mente, pero lo sabía. Esa tormenta no pasaría por encima para después desvanecerse, sin más. Había que hacerle frente.

—Veshir, has trabajado en esta granja durante… ¿cuánto tiempo, quince años? —empezó Renald mientras reanudaba su trabajo—. Fuiste el primero que contraté. Dime ¿cómo os he tratado a ti y a los tuyos?

—Bien —respondió Veshir—. ¡Pero, así me abrase, Renald, es la primera vez que hablas de dejar la granja! Las cosechas se morirán y se convertirán en polvo si las abandonamos. Ésta no es una granja de las húmedas tierras del sur. ¿Cómo vamos a irnos así, sin más?

—Porque, si no nos vamos, entonces dará igual si sembramos o no.

Veshir frunció el entrecejo.

—Hijo, harás lo que te diga y no se hable más —añadió el granjero—. Ve y acaba de reunir los animales.

Veshir se alejó enfadado, pero hizo lo que le había mandado. Era un buen hombre, aunque un poco exaltado.

Renald sacó del fuego la hoja de metal al rojo vivo, la apoyó sobre el pequeño yunque y se puso a golpear en la parte nudosa donde se unía la empuñadura con la hoja en sí para aplanarla. El sonido del martillo en el metal parecía más fuerte de lo que tendría que haber sido. Resonaba como el retumbo del trueno y los dos sonidos se mezclaron, dando la impresión de que cada golpe del martillo formaba parte de la tormenta.

Mientras trabajada, tuvo la impresión de que los repiqueteos formaban palabras, como si alguien murmurara dentro de su cabeza la misma frase una y otra y otra vez…

Se acerca la tormenta… Se acerca la tormenta…

El granjero siguió martilleando con cuidado de no tocar el filo de la cuchilla, pero enderezando la hoja, y después dando forma a un gancho en el extremo. Todavía no sabía el porqué. Pero eso no importaba.

La tormenta se acercaba y tenía que estar preparado.


Observando a los soldados patizambos que ataban —cruzado en la silla de montar— el cuerpo de Tanera envuelto en una manta, Falendre refrenó el deseo de echarse a llorar otra vez y las ganas de vomitar. Era la de rango superior y tenía que mantener cierta compostura si quería que las otras cuatro sul’dam que habían sobrevivido aguantaran el tipo. Trató de convencerse de que había visto cosas peores, batallas en las que más de una sul’dam había muerto, así como más de una damane. Sin embargo, aquello le hacía recordar la forma en que Tanera y su Miri habían perecido, y eso la espantaba.

Acurrucada a su lado, Nenci gimoteó cuando Falendre acarició la cabeza de la damane e intentó transmitir sensaciones tranquilizadoras a través del a’dam. Eso solía funcionar, pero al parecer no surtía efecto ahora. Ella misma se sentía demasiado agitada; si fuera capaz de olvidar que la damane estaba escudada y por quién lo estaba… No, no por quién, sino por qué. Nenci gimoteó otra vez.

—¿Darás el mensaje como te he dicho? —habló un hombre detrás de ella.

No, no era un hombre cualquiera. El sonido de la voz le revolvió la bilis, pero hizo el esfuerzo de darse la vuelta para mirar a quien había hablado, para buscar aquellos ojos fríos, duros. Cambiaban de color dependiendo del ángulo en que inclinaba la cabeza —ora azules, ora grises— pero siempre semejaban gemas pulidas. Había conocido a muchos hombres duros, pero ¿alguna vez se había encontrado con uno tan imperturbable como para perder una mano y poco después comportarse como si hubiera perdido un guante? Le hizo una reverencia ceremoniosa a la par que torcía el a’dam para que Nenci hiciera lo mismo. Hasta ese momento —dadas las circunstancias— las habían tratado bien considerando que eran sus prisioneras; incluso les habían dado agua para lavarse y, al parecer, no permanecerían cautivas durante mucho más tiempo. Aun así, con ese hombre, ¿quién podía afirmar que tal cosa no cambiaría? La promesa de libertad bien podría ser parte de un ardid.

—Entregaré vuestro mensaje con el rigor requerido —empezó, pero se le trabaron las palabras. ¿Qué título honorífico debía utilizar con él?—. Milord Dragón —se apresuró a finalizar la frase. Las palabras le dejaron seca la lengua, pero él asintió con la cabeza, así que debía de bastar el tratamiento.

Una de las marath’damane apareció por uno de aquellos agujeros imposibles abiertos en el aire; era una mujer joven que llevaba el cabello trenzado en una larga trenza y que lucía joyas suficientes para pasar por alguien de la Sangre, así como un punto rojo pintado en mitad de la frente, nada menos.

—¿Cuánto tiempo tienes pensado que sigamos aquí, Rand? —demandó, como si el hombre joven de ojos pétreos fuera un sirviente en lugar de ser quien era—. ¿Qué distancia hay desde este sitio hasta Ebou Dar? Esa zona está llena a rebosar de seanchan, ¿sabes?, y es muy probable que tengan soldados volando en raken en misión de reconocimiento todo en derredor de la ciudad.

—¿Te envía Cadsuane a preguntarme eso? —inquirió él, y las mejillas de la joven se sonrojaron un poco—. No estaremos mucho más, Nynaeve. Unos minutos.

La joven desvió la vista hacia las otras sul’dam y damane, éstas, siguiendo el ejemplo de Falendre, hacían como si ninguna marath’damane las observara y, sobre todo, como si no hubiera hombres con chaqueta negra. Todas se habían arreglado lo mejor posible; Surya se había lavado la sangre de la cara y la de la cara de Tabi, y Malian les había atado unas compresas grandes que les daban el aspecto de llevar puesto un extraño sombrero. Ciar se las había apañado para limpiar casi todo el vómito que se había echado por la delantera del vestido.

—Sigo pensando que debería Curarlas —habló de improviso Nynaeve—. Los golpes en la cabeza pueden tener efectos secundarios que no se notan al principio.

Endurecido el gesto, Surya movió a Tabi detrás de ella, al parecer para proteger a la damane. Como si pudiera hacerlo. Los claros ojos de Tabi estaban desorbitados por el terror.

Falendre alzó la mano en un gesto suplicante hacia el hombre joven; el hombre que decía ser el Dragón Renacido.

—Por favor, recibirán atención médica tan pronto como lleguemos a Ebou Dar.

—Déjalo estar, Nynaeve —ordenó él—. Si no quieren la Curación, no hay más que hablar. —La marath’damane lo miró ceñuda y se asió la trenza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Él desvió de nuevo la atención hacia Falendre—. La calzada a Ebou Dar se encuentra a una hora al este de aquí. Podéis llegar a la ciudad a la caída de la noche si apretáis el paso. Los escudos de las damane se desharán dentro de una media hora. ¿Es eso correcto para los tejidos del saidar, Nynaeve?

—Media hora, sí —repuso ella al cabo de unos segundos—. Pero esto no está bien, Rand al’Thor. Me refiero a mandar de vuelta a esas damane. No está bien y tú lo sabes.

Durante unos segundos los ojos del hombre se tornaron aún más fríos si cabe, aunque no se endurecieron más porque tal cosa era de todo punto imposible. En esos largos instantes las pupilas dieron la impresión de contener cavernas enteras de hielo.

—Lo que estaba o no estaba bien era fácil de distinguir cuando sólo cuidaba unas cuantas ovejas —repuso en voz queda—. Hoy día, a veces cuesta mucho apreciar la diferencia. —Dándole la espalda, alzó la voz—. Logain, lleva de vuelta a todos a través del acceso. Sí, sí, Merise, no es mi intención darte órdenes, así que, si te dignas unirte a nosotros, apresúrate porque no tardará en cerrarse.

Las marath’damane, las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai, empezaron a entrar a través de aquella demencial abertura en el aire y las siguieron los hombres de chaqueta negra —los Asha’man—, todos mezclados con los soldados de nariz aguileña. Varios de estos últimos acabaron de atar a Tanera a la silla del caballo; las monturas se las había proporcionado el Dragón Renacido. Qué extraño que les hiciera regalos después de lo que había ocurrido.

El joven de ojos pétreos se volvió hacia ella.

—Repite las instrucciones.

—He de volver a Ebou Dar con un mensaje para nuestros líderes de allí…

—Para la Hija de las Nueve Lunas —corrigió con severidad el Dragón Renacido—. Le entregarás el mensaje a ella.

A Falendre se le trabó la lengua. ¡No era en absoluto digna de hablar con alguien de la Sangre, cuanto menos con la Augusta Señora, hija de la emperatriz, así viviera para siempre! Pero la expresión de ese hombre no admitía discusión, así que ella encontraría la forma de hacerlo.

—Le entregaré el mensaje a ella —repitió Falendre—. Le diré que… que vos no le guardáis rencor por este ataque y que deseáis que se celebre una reunión.

—Que aún deseo que se celebre —corrigió el Dragón Renacido.

Que Falendre supiera, la Hija de las Nueve Lunas no sabía nada de la primera reunión; el encuentro lo había preparado Anath en secreto. Y por eso Falendre tenía la convicción de que ese hombre era el Dragón Renacido, porque sólo él era capaz de enfrentarse a una Renegada y no sólo sobrevivir al choque, sino salir victorioso de él.

¿Realmente era una de las Renegadas? La mente de la sul’dam se tambaleaba ante la mera idea. No, imposible. Y, sin embargo, allí estaba el Dragón Renacido; si estaba vivo y presente en el mundo, entonces los Renegados también lo estarían. Falendre se sentía confusa y las ideas le daban vueltas y vueltas en la cabeza, pero reprimió el terror; de eso ya se ocuparía más tarde. Ahora necesitaba mantener el control.

Se obligó a buscar aquellas gemas heladas que el hombre tenía por ojos; era menester conservar cierta dignidad aunque sólo fuera para tranquilizar a las cuatro sul’dam que habían sobrevivido. Y a las damane, por supuesto. Si las sul’dam perdían de nuevo la compostura no habría esperanza para las damane.

—Le diré que aún deseáis celebrar una reunión con ella —repitió Falendre, que se las ingenió para que la voz le sonara tranquila—. Que creéis que debe haber paz entre nuestros pueblos. Y tengo que contarle que lady Anath era… Era una Renegada.

Vio de reojo que, a través del agujero en el aire, algunas de las marath’damane empujaban a Anath, la cual conservaba un porte majestuoso a pesar de ser una cautiva. Siempre había intentado mandar más de lo que correspondía a su posición. ¿De verdad sería lo que este hombre decía que era?

¿Cómo iba a presentarse ante la der’sul’dam para explicarle esta tragedia, esta terrible pérdida? Ansiaba marcharse de allí y buscar un sitio donde esconderse.

—Debemos tener paz —dijo el Dragón Renacido—. Me encargaré de que sea así. Dile a tu señora que podrá encontrarme en Arad Doman; forzaré el fin de la batalla que se libra contra vuestras fuerzas allí. Hazle saber que haré esto como un gesto de buena voluntad, igual que lo es el hecho de que os deje libres. Ser manipulado por un Renegado no es ninguna vergüenza, sobre todo si se trata de… esa criatura. En cierto modo, ahora estoy más tranquilo; me preocupaba que uno de ellos se hubiese infiltrado en la nobleza seanchan. Tendría que haber imaginado que sería Semirhage. Siempre le han gustado los retos.

Hablaba de los Renegados con una familiaridad increíble, y a Falendre le causaba escalofríos oírle. Él la miró.

—Podéis iros —dijo antes de alejarse y entrar por la rasgadura abierta en el aire.

Qué no daría ella por tener ese modo de viajar para Nenci. La última de las marath’damane pasó por el agujero y la abertura se cerró dejando solas a Falendre y las otras; formaban un grupo penoso. Talha aún lloraba, y Malian parecía a punto de vomitar. A varias de las que habían tenido sangre en la cara antes de lavarse se les marcaban tenues reguerillos rojos en las mejillas, además de tener escamillas de sangre reseca pegadas en la piel. Falendre se alegraba de no haberse visto obligada a aceptar que se usara la Curación en ellas; había visto a uno de esos… hombres Curando a miembros del grupo del Dragón. A saber qué mácula dejaría en una persona estar bajo aquellas manos infectas.

—Sed fuertes —ordenó a las demás, aunque se sentía mucho más insegura de lo que daba a entender su actitud.

¡Las habían dejado libres! No se había atrevido siquiera a abrigar la esperanza de que las cosas acabaran así, de modo que mejor sería marcharse enseguida. Cuanto antes. Metió prisa a las otras para que montaran en los caballos que les habían dado y pocos minutos después partían hacia el sur —cada una de las sul’dam con su compañera damane al lado— en dirección a Ebou Dar.

Los acontecimientos de ese día tal vez tendrían como resultado que le quitaran a su damane, incluso que le prohibieran para siempre asir el a’dam. Al no estar Anath, habría que castigar a otra. ¿Qué diría la Augusta Señora Suroth? damane muertas, el Dragón Renacido ofendido.

Seguramente lo peor que le pasaría sería perder el acceso al a’dam; no rebajarían a da’covale a alguien como ella, ¿verdad? La idea hizo que la bilis le subiera de nuevo a la boca.

Habría que explicar lo ocurrido ese día con mucho tiento; tenía que haber un modo de que pudiera presentar los hechos de forma que salvara la vida.

Había dado su palabra al Dragón de que hablaría directamente con la Hija de las Nueve Lunas, y lo haría. Pero tal vez no de inmediato. Se imponía una profunda y concienzuda reflexión sobre todo aquel asunto.

Falendre se inclinó sobre el cuello del caballo y azuzó a la montura para que se adelantara a las otras; así no verían las lágrimas de frustración ni el dolor y el terror que le desbordaban los ojos.


Tylee Khirgan, teniente general del Ejército Invencible, detuvo el caballo en lo alto de una colina arbolada y contempló el paisaje al norte de su posición. Qué distinta era aquella tierra; su tierra natal, Maram Kashor, era una isla seca cercana a la punta meridional de Seanchan; allí los árboles lumma eran colosos que se erguían rectos y altísimos, con frondosas copas semejantes a la cresta de pelo de un miembro de la Alta Sangre.

En comparación, esas cosas que pasaban por árboles en esta tierra eran arbustos ramificados, nudosos y retorcidos. Las ramas eran como dedos sarmentosos de viejos soldados, artríticos de tantos años de sujetar una espada. ¿Cómo llamaban los lugareños a esas plantas? ¿Árboles de monte bajo? Qué extraño pensar que algunos de sus antepasados podían proceder de ese sitio, que habían viajado con Luthair Paendrag a Seanchan.

Levantando polvo a su paso, el ejército de Tylee marchaba por la calzada, allá abajo. Miles y miles de hombres; no tantos como los que tenía antes, pero no muchos menos. Habían pasado dos semanas desde el combate contra los Aiel, cuando el plan de Perrin Aybara había funcionado de forma impresionante. Combatir al lado de un hombre como él resultaba siempre una experiencia agridulce. Dulce por la depurada genialidad del lance; amarga por la preocupación de que algún día tuvieran que enfrentarse en el campo de batalla. Tylee no era de los que disfrutaban de una lucha que representara un reto; siempre había preferido alzarse con la victoria del modo más rápido y fácil, y dejarse de historias.

Algunos generales afirmaban que no tener que esforzarse significaba no verse obligado a superarse. Tylee consideraba preferible que sus hombres y ella se superaran en el campo de prácticas, y dejar la lucha esforzada para sus enemigos.

No le gustaría enfrentarse a Perrin; no le gustaría en absoluto, y no sólo porque le cayera bien.

Se oyó el ruido de cascos en la tierra. La teniente general miró hacia un lado y vio a Mishima en su caballo, un castrado de capa clara que el oficial frenó junto al suyo. Llevaba el yelmo atado a la silla, y el rostro marcado con cicatrices se mostraba pensativo. Vaya pareja hacían ellos dos; el rostro de Tylee también tenía sus buenas cicatrices.

Mishima la saludó de un modo más respetuoso, como hacía desde que había sido ascendida a la Sangre. Aquel mensaje, entregado por un jinete de raken, había sido algo inesperado; era un honor, uno al que la mujer no se había acostumbrado aún.

—¿Todavía reflexionando sobre la batalla? —preguntó Mishima.

—Así es —admitió Tylee. Hacía dos semanas de ello y aún no podía sacárselo de la cabeza—. ¿A ti qué te parece?

—¿Os referís a Aybara? —inquirió él. Aún le hablaba como un amigo, bien que evitaba mirarla a los ojos—. Es un buen soldado, aunque tal vez demasiado centrado en una cosa, demasiado motivado. Pero sólido.

—Sí, cierto —convino Tylee, que después sacudió la cabeza—. El mundo está cambiando de formas que no podemos prever, Mishima. Primero, Aybara, y luego los sucesos extraños.

El oficial asintió con un cabeceo, pensativo.

—Los hombres no quieren hablar de ello.

—Los sucesos se han repetido con demasiado frecuencia para tratarse de ilusiones provocadas por alguien —manifestó Tylee—. Los exploradores están viendo cosas.

—Los hombres no desaparecen sin más ni más —dijo Mishima—. ¿Creéis en el Poder Único?

—No sé qué es —contestó la mujer mientras miraba hacia los árboles que había alrededor. Días antes había pasado junto a algunos que empezaban a echar brotes de primavera, pero ninguno de éstos —de aspecto esquelético— tenía retoños, aunque el aire era lo bastante cálido para que hubiera pimpollos.

—¿Hay árboles como éstos en Halamak?

—No exactamente iguales —repuso Mishima—. Pero no es la primera vez que veo árboles así.

—¿No tendrían que haber retoñado a estas alturas?

—Soy soldado, general Tylee —contestó él al tiempo que se encogía de hombros.

—No me había dado cuenta —repuso la mujer con sequedad.

—Lo que quiero decir es que no presto atención a los árboles. No sangran. Quizá tendrían que haber retoñado, o tal vez no. Pocas cosas tienen sentido a este lado del océano. Árboles que no retoñan en primavera, ésa es otra singularidad. Mejor eso que más marath’damane comportándose como si fueran de la Sangre, y todo el mundo haciéndoles reverencias y doblando la cerviz ante ellas. —El capitán se estremeció.

Tylee asintió con la cabeza, pero no compartía la repulsión de su oficial; no del todo. No sabía bien qué pensar de Perrin Aybara y sus Aes Sedai, y menos de sus Asha’man. Ella tampoco sabía mucho más de árboles que Mishima, pero tenía la sensación de que deberían haber empezado a retoñar. Y esos hombres que los exploradores seguían viendo en los campos, ¿cómo podían desvanecerse de un momento a otro, incluso con el Poder Único?

Hacía unas horas, el oficial de intendencia había abierto uno de los fardos de raciones de campaña y sólo había encontrado polvo. Tylee habría ordenado buscar a un ladrón o un bromista, si el oficial de intendencia no hubiera insistido en que acababa de comprobar el fardo unos minutos antes. Karm era un hombre digno de confianza; llevaba años siendo el oficial de intendencia y era de los que no cometían errores.

Allí era muy frecuente que la comida se echara a perder. Karm decía que era por culpa del calor que hacía en esta extraña tierra. Pero las raciones de campaña no podían estropearse ni pudrirse, o por lo menos no de forma tan imprevisible. Todos los augurios eran malos en los últimos tiempos; ese mismo día por la mañana había visto dos ratas muertas, boca arriba, una con la cola de la otra en la boca. Era el peor augurio que había visto en su vida, y aún le daban escalofríos al recordarlo.

Pasaba algo. Perrin no se mostró muy inclinado a hablar de ello, pero Tylee notó que algo lo agobiaba. Ese hombre sabía mucho más de lo que había contado.

«No podemos permitirnos el lujo de luchar contra esta gente», pensó. Era un pensamiento subversivo que no podía compartir con Mishima; ni siquiera se atrevía a sopesarlo. La emperatriz, así viviera muchos años, había ordenado reclamar y reconquistar esta tierra. Suroth y Galgan eran los líderes del imperio elegidos para dicha empresa hasta que la Hija de las Nueve Lunas se manifestara y se diera a conocer. Aunque Tylee no podía saber lo que opinaba la Augusta Señora Tuon, era evidente que Suroth y Galgan compartían el deseo de ver sometida esta tierra. Prácticamente era en lo único que estaban de acuerdo.

Ninguno de ellos escucharía sugerencias para que buscaran aliados entre las gentes de aquí, en lugar de hacerse enemigos. Era un pensamiento rayano en la traición o, al menos, la insubordinación. Tylee suspiró y se volvió hacia Mishima a fin de darle la orden de buscar un lugar donde acampar para pasar la noche.

Se quedó petrificada. Una flecha de aspecto horrendo, con lengüetas, atravesaba el cuello del capitán; ni siquiera había oído el golpe al alcanzarlo. Él la miró a los ojos, estupefacto, e intentó hablar, pero sólo le salió sangre de la boca. Se deslizó de la silla y se precipitó al suelo hecho un ovillo al tiempo que algo enorme cargaba a través del matorral que la mujer tenía a un lado y, quebrando las nudosas ramas, se abalanzaba contra ella. Tylee casi no tuvo tiempo de desenvainar la espada y gritar antes de que Paño —un buen caballo de batalla que jamás le había fallado en una contienda— se encabritara llevado por el pánico y la tirara al suelo.

Quizá fue eso lo que le salvó la vida, porque el atacante blandió una espada de hoja ancha que se hundió en la silla donde estaba ella un momento antes. Tylee se incorporó con precipitación en medio del tintineo de la armadura y lanzó el grito de alerta:

—¡A las armas! ¡Nos atacan!

Su voz se unió a centenares que gritaron lo mismo casi a la par. Los hombres chillaban; los caballos relinchaban.

«Una emboscada —se dijo para sus adentros al tiempo que alzaba la espada—. ¡Y nos hemos metido de cabeza en ella! ¿Dónde están los exploradores? ¿Qué ha pasado?» Se abalanzó contra el hombre que había intentado matarla; él se revolvió con un gruñido.

Y, por primera vez, Tylee vio lo que era. Nada de un hombre, sino un ser de rasgos deformes con la cabeza cubierta por un denso pelaje castaño, y en la frente, demasiado ancha, la gruesa piel arrugada. Los ojos eran inquietantemente humanos, pero la nariz era aplastada como la de un jabalí, y en la boca le asomaban dos colmillos prominentes. El ser rugió y la salpicó con la saliva que le salió de los labios casi humanos.

«Por la sangre de mis olvidados antecesores —pensó Tylee—. ¿Con qué nos hemos topado?»

El monstruo era una pesadilla a la que habían dado cuerpo y soltado para que matara, materializada en algo que siempre había desestimado al tenerlo por una superstición.

Cargó contra el ser y desvió la ancha espada cuando intentó atacarla; giró sobre sí misma ejecutando Golpear la broza y cercenó un brazo de la bestia por el hombro. Arremetió de nuevo, y la cabeza del ser siguió al brazo hasta el suelo, cortada limpiamente. A saber cómo, el monstruo dio tres pasos tambaleantes antes de desplomarse.

Los árboles se agitaron y se oyó el chasquido de más ramas. Al final de la ladera de la colina, Tylee vio centenares de seres que habían salido de los matorrales y atacaban a la columna de hombres por el centro, sembrando el caos. Más y más monstruos salían a raudales de los árboles.

¿Cómo había ocurrido aquello? ¿Cómo habían llegado esas cosas tan cerca de Ebou Dar? Se encontraban bastante dentro del perímetro defensivo seanchan, a un solo día de marcha de la capital.

Tylee cargó ladera abajo llamando a gritos a su guardia mientras más bestias surgían de los árboles tras ella, rugiendo.


Graendal estaba reclinada en una estancia de mampostería repleta de hombres y mujeres rendidos ante su presencia —todos y cada uno de ellos ejemplares perfectos— cubiertos con poco más que una túnica de diáfana tela blanca. Un cálido fuego crepitaba en el hogar y teñía de un tono rojo como sangre una delicada alfombra; ésta tenía un diseño de muchachitas y muchachitos enredados en posturas que habrían hecho enrojecer a cualquier cortesana experta. Las ventanas abiertas dejaban pasar la luz de la tarde; desde el palacio, emplazado a considerable altura, se tenía una hermosa vista de los pinos y del lago que había allá abajo.

Tomó un sorbo de zumo de cerdadulce; lucía un vestido azul pálido de corte domani —cada vez le gustaban más las modas de esas mujeres—, sólo que el tejido del suyo era muchísimo más transparente que el que ellas llevaban. Esas domani preferían recurrir al susurro, mientras que Graendal se decantaba por un buen grito. Dio otro sorbo al zumo. Qué sabor acídulo tan interesante tenía; en la era actual era algo muy exótico, ya que los árboles sólo crecían en unas islas lejanas.

Sin previo aviso, un acceso se abrió en el centro de la estancia. Graendal masculló una maldición cuando uno de sus mejores trofeos —una suculenta joven llamada Thurasa, miembro del Consejo de Mercaderes domani— estuvo a punto de perder un brazo. El acceso dejó entrar un golpe de calor bochornoso que echó a perder la perfecta combinación del frío aire de la montaña con la calidez del hogar que había en la estancia.

No sin esfuerzo, Graendal mantuvo la compostura y se reclinó en el diván mullido en exceso; un mensajero vestido de negro entró por el portal y ella supo de inmediato lo que quería antes de que hablara. Sólo Moridin sabía dónde encontrarla.

—Mi señora, vuestra presencia es requerida por…

—Sí, sí —lo interrumpió—. Ponte derecho y deja que te vea.

El joven se quedó inmóvil de pie, sólo dos pasos dentro de la habitación. ¡Oh, qué atractivo era! Cabello rubio claro, que era tan poco habitual en muchas partes del mundo; ojos verdes tan brillantes como el musgo que crecía en los estanques; figura esbelta, firme, con los músculos justos. Graendal chasqueó la lengua. ¿Intentaba Moridin tentarla enviándole a su chico más guapo o era una elección hecha al azar?

No, no. Entre los Elegidos no existían las casualidades. Graendal estuvo a punto de lanzar un tejido de Compulsión para apoderarse del joven y quedarse con él. Sin embargo, se contuvo; una vez que una persona había experimentado ese nivel de Compulsión ya no había forma de recuperarla, y Moridin podía encolerizarse. Debía tener cuidado con los arranques de Moridin; siempre había estado desequilibrado, incluso en los primeros años. Si quería verse a sí misma como Nae’blis algún día, era importante no exasperarlo mientras llegaba el momento de atacar.

Dejó de prestar atención al mensajero —si no podía tenerlo, entonces no le interesaba— y miró a través del acceso abierto. Detestaba verse obligada a reunirse con otro de los Elegidos en las condiciones impuestas por él, y también detestaba tener que dejar su plaza fuerte y a sus juguetes, pero lo que más odiaba era actuar de forma servil con quien tendría que ser su subordinado.

Era un hecho y no había nada que hacer: Moridin era el Nae’blis. De momento. Y ello significaba que, ni que le gustara ni que no, tenía que acudir a su llamada. Así pues, dejó la bebida a un lado, se puso de pie y cruzó el acceso envuelta en los brillos dorados del bordado en el diáfano vestido de color azul.

Al otro lado la atmósfera era perturbadoramente calurosa, por lo que Graendal tejió de inmediato Aire y Agua para enfriar el ambiente a su alrededor. Se encontraba en un edificio negro de piedra, y una luz rojiza entraba por las ventanas desprovistas de cristales; ese color era indicio de un ocaso, aunque en Arad Doman sólo mediaba la tarde. Imposible que hubiera Viajado tan lejos, ¿verdad?

Los únicos muebles de la estancia eran las duras sillas de madera de un negro profundo; desde luego, a Moridin le faltaba imaginación últimamente. Todo era rojo o negro, y todas sus ideas se centraban en matar a esos estúpidos chicos del pueblo de Rand al’Thor. ¿Es que sólo ella se daba cuenta de que ese tal al’Thor era la verdadera amenaza? ¿Por qué no matarlo a él y acabar de una vez con el problema?

La respuesta evidente a esa pregunta —es decir, que hasta el momento ninguno de ellos había demostrado ser lo bastante fuerte para derrotarlo— no era algo que le gustara plantearse.

Graendal se acercó a una ventana y descubrió la razón de que la luz tuviera aquel tono herrumbroso. En el exterior, el terreno —de aspecto arcilloso— estaba teñido de rojo por el componente de hierro del suelo. Se encontraba en una torre negrísima de piedra que atraía el calor abrasador del cielo. Poca vegetación germinaba allí fuera, y la que crecía tenía manchas negras. Así que era la zona nororiental del interior de la Llaga; hacía bastante tiempo que Graendal no había estado allí. Al parecer, Moridin había localizado nada menos que una fortaleza.

Había un conjunto de chozas de pésima calidad a la sombra de la construcción fortificada, y en la distancia se veían unos recuadros que eran campos de cultivos de especies de la zona. Probablemente hacían pruebas con una variedad nueva más resistente para intentar conseguir que arraigara y creciera allí; puede que incluso fueran distintos cultivos, lo que explicaría que hubiera campos diferentes. A pesar del calor, guardias con uniforme negro rondaban por los alrededores. Había que tener soldados para rechazar los ataques de diversos Engendros de la Sombra que habitaban en lo profundo de la Llaga; esos seres no obedecían a nadie salvo al Gran Señor en persona. ¿Qué hacía Moridin en una fortaleza situada tan dentro de la Llaga?

Las especulaciones de Graendal cesaron de repente cuando unos pasos anunciaron la llegada de otros convocados. Demandred entró por el acceso que daba al sur, acompañado por Mesaana. ¿Quería eso decir que habían llegado juntos? Daban por sentado que ella desconocía su pequeña alianza, un pacto que incluía a Semirhage. Pero, en serio: si querían mantenerlo en secreto, ¿por qué no entendían que no debían acudir juntos a la llamada?

Graendal disimuló una sonrisa al saludarlos a los dos con un gesto de la cabeza y después eligió para sentarse el sillón más grande y de aspecto más cómodo entre los que había en la estancia; pasó un dedo por la suave y oscura madera notando las vetas bajo el barnizado. Demandred y Mesaana la observaron con frialdad; los conocía lo bastante bien para captar indicios de la sorpresa que les causaba verla allí. Vaya, vaya. Así que esperaban esta reunión, pero no que ella estuviera presente, ¿verdad? Sería mejor fingir que en su caso no sentía desconcierto ni asombro, y les dirigió una sonrisa enterada a los dos que provocó un destello de ira en los ojos de Demandred.

Ese hombre la hacía sentirse frustrada, aunque eso no lo admitiría jamás en voz alta. Mesaana estaba introducida en la Torre Blanca haciéndose pasar por una de las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai en la era actual. Qué fácil era interpretar las reacciones de esa mujer; los agentes de Graendal en la Torre Blanca la tenían bien informada sobre las actividades de Mesaana. Y, por supuesto, la recién forjada asociación entre ella y Aran’gar resultaba asimismo muy útil. Aran’gar estaba entre las Aes Sedai rebeldes, las que tenían la Torre Blanca bajo asedio.

No, Mesaana no la pillaba por sorpresa; y a los demás era fácil seguirles el rastro. Moridin reunía las fuerzas del Gran Señor para la Última Batalla, y sus preparativos de guerra le dejaban muy poco tiempo para ocuparse del sur, si bien sus dos adláteres, Cyndane y Moghedien, se dejaban ver por allí; pasaban el tiempo congregando a los Amigos Siniestros y, de vez en cuando, intentado ejecutar la orden de Moridin de que esos dos ta´veren —Perrin Aybara y Matrim Cauthon— fueran asesinados.

Graendal estaba convencida de que Sammael había muerto a manos de Rand al’Thor durante la lucha por Illian. De hecho —ahora que Graendal tenía una pista que apuntaba a que Semirhage había estado moviendo los hilos con los seanchan— estaba convencida de conocer los planes de los otros siete Elegidos que quedaban.

A excepción de Demandred.

¿Qué se traía entre manos ese maldito hombre? Graendal habría trocado todo cuanto sabía sobre las actividades de Mesaana y de Aran’gar a cambio de un simple indicio de los planes de Demandred. Allí estaba, apuesto, la nariz aguileña, los labios tirantes en una perpetua mueca iracunda; jamás sonreía y daba la impresión de que nunca disfrutaba con nada. A pesar de ser uno de los principales generales entre los Elegidos, parecía que la guerra no le proporcionaba placer. En cierta ocasión le había oído comentar que reiría el día que le partiera el cuello a Lews Therin, y sólo entonces.

Era un necio por albergar ese rencor; y pensar que podría estar en el otro lado, que podría haberse convertido en el Dragón si las cosas hubieran ido de otra forma… Aun así, necio o no, era muy, muy peligroso, y a Graendal no le gustaba desconocer los planes de ese hombre. ¿Dónde estaba instalado? A Demandred le gustaba tener ejércitos a sus órdenes, pero no quedaba ninguno en movimiento por el mundo.

Salvo, quizás, esas tropas de las Tierras Fronterizas. ¿Se las habría ingeniado para infiltrarse entre ellos? Esa habría sido sin duda toda una hazaña; sin embargo, a ella debería haberle llegado algún rumor, ya que tenía espías en ese campamento.

Sacudió la cabeza; ojalá tuviera algo de beber para mojarse los labios. El aire del norte era demasiado seco, y ella prefería la humedad de la atmósfera domani. Demandred se cruzó de brazos y permaneció de pie mientras Mesaana se sentaba. Ésta llevaba el pelo negro cortado a la altura de la barbilla y tenía los ojos de un tono azul desvaído; el vestido era blanco, largo hasta el suelo, sin bordados; la mujer tampoco lucía joyas. Intelectual hasta la médula. A veces Graendal pensaba que Mesaana estaba del lado de la Sombra porque le ofrecía una oportunidad mucho más interesante para investigar.

Mesaana estaba ahora dedicada por completo al Gran Señor, como el resto de ellos, pero parecía un miembro de segunda clase entre los Elegidos. Hacía alarde de cosas que no estaba en condiciones de cumplir, se aliaba con los grupos más fuertes, pero carecía de habilidad para manipularlos. Había llevado a cabo actos perversos en nombre del Gran Señor, pero nunca había conseguido los grandes logros de Elegidos como Semirhage y Demandred, y mucho menos Moridin.

Fue pensar en él, y Moridin entró en la estancia. Él sí que era una criatura hermosa; en comparación, Demandred parecía un pueblerino con cara de aldaba. Sí, ese cuerpo era mucho mejor que el anterior que había tenido. Casi era tan guapo como para tenerlo entre sus juguetes, aunque el mentón estropeaba un poco el conjunto; demasiado prominente, demasiado firme. Con todo, ese cabello negro como la noche, coronando un cuerpo alto, ancho de hombros… Sonrió al imaginarlo arrodillado, vistiendo un diáfano atuendo blanco, con una mirada de adoración en los ojos y envuelto en la Compulsión hasta el punto de no ver nada ni a nadie excepto a ella.

Mesaana se levantó de la silla tan pronto como Moridin entró, y Graendal, aunque de mala gana, hizo lo mismo. El hombre no era uno de sus juguetes; todavía. Era el Nae’blis y en los últimos tiempos había empezado a exigirles más y más muestras de obediencia. El Gran Señor le daba autoridad, y los otros tres Elegidos inclinaron la cabeza ante él con renuencia; sólo a él entre todos los hombres mostrarían deferencia. La mirada severa de Moridin registró su gesto de subordinación mientras caminaba con paso arrogante hasta el fondo de la estancia, hacia la chimenea con repisa instalada en la pared de piedras negras como el carbón. ¿Qué empujaría a alguien a construir una fortaleza de piedra negra en medio del calor de la Llaga?

Graendal se sentó otra vez. ¿Vendrían los otros Elegidos? Si no era así, ¿qué significaba esa ausencia?

Mesaana, que se adelantó un paso, habló antes de que Moridin tuviera ocasión de abrir la boca.

—Moridin, tenemos que rescatarla —dijo la mujer.

—Hablarás cuando te dé permiso para que lo hagas, Mesaana —replicó él con frialdad—. Aún no estás perdonada.

La mujer se amilanó, pero enseguida resultó obvio que estaba furiosa consigo misma por tener ese gesto de debilidad. Moridin, sin prestarle atención, dirigió la vista hacia Graendal, con los ojos entrecerrados. ¿A qué venía esa mirada?

—Puedes continuar —dijo por fin a Mesaana—, pero no olvides cuál es tu sitio.

Mesaana apretó los labios, pero no discutió.

—Moridin —prosiguió en un tono menos exigente—, comprendiste que acceder a reunirte con nosotros era de sentido común, lo que sin duda se debió a que también estabas consternado. Nosotros no disponemos de los medios necesarios para ayudarla, porque es indiscutible que estará bien vigilada por Aes Sedai y esos Asha’man. Necesitamos que nos ayudes a liberarla.

—Semirhage merece que la hayan capturado —contestó Moridin, que apoyó un brazo en la repisa de la chimenea, todavía sin volverse a mirar a Mesaana.

¿Semirhage, capturada? Graendal hacía poco que se había enterado de que la mujer se estaba haciendo pasar por una seanchan importante. ¿Qué había hecho para que la apresaran? ¡Si había presentes Asha’man, entonces la cosa tenía todos los visos de ser el propio al’Thor quien la había tomado prisionera!

A pesar de la tremenda sorpresa, Graendal mantuvo una sonrisa enterada. Demandred le dirigió una rápida ojeada; si él y Mesaana habían pedido tener esta reunión, entonces ¿por qué Moridin había mandado llamarla a ella?

—¡Pero piensa en lo que Semirhage podría revelar! —argumentó Mesaana sin hacer caso de Graendal—. Además es una de los Elegidos y nuestro deber es ayudarla.

«Y, además de eso, es miembro de la pequeña alianza que tenéis —pensó Graendal—. Tal vez el miembro más fuerte. Perderla sería un golpe para vuestra apuesta por controlar a los Elegidos».

—Desobedeció —respondió Moridin—. No tenía que intentar matar a al’Thor.

—No lo intentó —se apresuró a contradecirlo Mesaana—. La mujer que tenemos allí cree que la bola de fuego fue producto de una reacción de sorpresa, que no había intención de matar.

—¿Y tú qué opinas de eso, Demandred? —preguntó Moridin, que miró al hombre más bajo.

—Quiero a Lews Therin —repuso Demandred con voz profunda, la expresión sombría, como siempre—. Semirhage lo sabe. También sabe que, si lo hubiera matado, la habría buscado y le habría quitado la vida en represalia. Nadie matará a al’Thor. Nadie salvo yo.

—Tú o el Gran Señor, Demandred —lo corrigió Moridin, cuya voz había adquirido un timbre peligroso—. Su voluntad está por encima de todos nosotros.

—Sí, sí, por supuesto que lo está —interrumpió Mesaana, que se adelantó un poco más y el sencillo vestido barrió el espejeante suelo de mármol negro—. Moridin, el hecho es que ella no intentaba matarlo, sólo capturarlo. Yo…

—¡Claro que quería capturarlo! —bramó Moridin, y Mesaana se amilanó otra vez—. Eso fue lo que se le ordenó que hiciera. Y fracasó, Mesaana. ¡Fracasó de una forma estrepitosa al dejarlo herido en contra de mi orden expresa de que no se le hiciera daño! Y, por su incompetencia, sufrirá. No os prestaré ayuda alguna para rescatarla. De hecho, os prohíbo que le proporcionéis ayuda vosotros. ¿Queda entendido?

Por tercera vez, Mesaana se acobardó. No así Demandred, que le sostuvo la mirada a Moridin y después asintió con la cabeza. Sí, ése tenía hielo en las venas. A lo mejor Graendal lo había subestimado; bien podría ser el más fuerte de los tres, más peligroso que Semirhage. Ésta era impasible y controlada, cierto, pero a veces hacía falta un poco de emoción. La emoción podría empujar a Demandred a emprender acciones que otra persona con la cabeza más fría ni siquiera se plantearía.

Moridin bajó la vista al tiempo que flexionaba la mano izquierda, como si la tuviera agarrotada; Graendal vislumbró un atisbo de dolor en la expresión del hombre.

—Dejad que Semirhage se pudra —gruñó Moridin—. Dejad que descubra lo que significa ser ella la sometida a interrogatorio. Quizás el Gran Señor encuentre el modo de que sea útil en las próximas semanas, pero eso será él quien lo decida. Bien, ahora habladme de vuestros preparativos.

Una ligera palidez demudó el semblante de Mesaana, que echó un vistazo a Graendal; por el contrario, Demandred enrojeció como si no diera crédito a que le pidiera un informe de sus actividades delante de otra Elegida. Graendal les sonrió a los dos.

—Estoy perfectamente preparada —dijo Mesaana, que se volvió hacia Moridin—. La Torre Blanca y esas necias que la dirigen serán mías dentro de poco. Entregaré al Gran Señor no sólo una Torre Blanca dividida, sino toda una prole de encauzadoras que, de un modo u otro, servirán a nuestra causa en la Última Batalla. ¡Esta vez las Aes Sedai combatirán por nosotros!

—Osada afirmación —comentó Moridin.

—Conseguiré que sea así —afirmó Mesaana con sosiego—. Mis seguidoras infectan la Torre como una plaga invisible que pudre por dentro a un hombre de aspecto sano. Cada vez son más y más las que se unen a la causa. Algunas de forma intencionada y otras sin ser conscientes; tanto da lo uno como lo otro.

Graendal escuchaba, pensativa. Aran’gar afirmaba que, con el tiempo, las Aes Sedai rebeldes se harían con la Torre, aunque la propia Graendal lo dudaba. ¿Quién saldría victoriosa, la muchachita o la necia? ¿Importaba acaso?

—¿Y tú?—le preguntó Moridin a Demandred.

—Mi autoridad está consolidada —se limitó a responder el Elegido—. Congrego tropas y hago preparativos para la guerra. Estaremos listos.

Graendal ansiaba que añadiera algo más, pero Moridin no pidió más pormenores. Aun así, era mucho más de lo que habría logrado vislumbrar por sí misma. Al parecer Demandred ocupaba un trono y tenía ejércitos. Ejércitos que estaban agrupados. Que fueran los de las Tierras Fronterizas marchando por el este cobraba consistencia.

—Vosotros dos podéis retiraros —ordenó Moridin.

Mesaana estaba que echaba chispas por ser despedida así, pero Demandred se limitó a dar media vuelta y salir con paso majestuoso. Graendal asintió para sus adentros; tendría que vigilarlo. El Gran Señor estaba a favor de la acción, y a menudo los que contribuían con ejércitos a su causa recibían una recompensa mejor. Era muy probable que Demandred fuera su rival más importante; después del propio Moridin, desde luego.

Como a ella no le había ordenado que se fuera, Graendal se quedó sentada mientras los otros dos se retiraban. Moridin siguió en el mismo sitio, con un brazo apoyado en la chimenea. Durante un tiempo reinó el silencio en la estancia demasiado negra, y entonces un sirviente vestido con uniforme rojo entró llevando dos copas. Era un hombre feo, de cara anodina y cejas pobladas que no merecía más que un vistazo de pasada.

Graendal bebió un sorbo y saboreó un vino joven con un punto ácido, pero bastante bueno. Cada vez resultaba más difícil encontrar buen vino; la influencia del Gran Señor en el mundo contaminaba todo, estropeaba la comida, echaba a perder hasta lo que no habría tenido que estropearse.

Moridin despidió al sirviente con un gesto de la mano, sin coger su propia copa. Graendal tenía miedo de que la envenenaran, por supuesto; siempre lo temía cuando bebía en copas de otros. No obstante, Moridin no tenía motivo para envenenarla; era el Nae’blis. Cuanto más se resistían casi todos a mostrarle subordinación, más y más ejercía su voluntad con ellos empujándolos a posiciones subordinadas, como sus inferiores. Graendal sospechaba que, si él quisiera, la ejecutaría de cualquier modo que se le ocurriera y el Gran Señor se lo permitiría, así que bebió y esperó.

—¿Has recabado mucho de lo que has oído, Graendal? —preguntó Moridin.

—Tanto como era posible recabar —contestó con prudencia.

—Sé cómo ansías tener información. A Moghedien se la conoce desde siempre como la Araña que tira de los hilos desde lejos, pero en muchos sentidos tú eres mejor que ella en eso. Teje tantas telas que acaba atrapada en ellas. Tú tienes mucho más cuidado, atacas sólo cuando es atinado hacerlo, pero no te asusta el conflicto. El Gran Señor aprueba tu iniciativa.

—Mi querido Moridin, me abrumas con tus halagos —dijo mientras sonreía para sus adentros.

—No juegues conmigo, Graendal. —La voz del hombre se endureció—. Acepta los cumplidos y cállate.

La mujer respingó como si la hubiera abofeteado, pero no dijo nada más.

—He dejado que oyeras lo que decían los otros dos como recompensa. El Nae’blis ha sido elegido, pero habrá otros puestos de gran honor y gloria en el reino del Gran Señor. Algunos mucho más altos que otros. Lo de hoy ha servido para que degustes los privilegios que podrías disfrutar.

—Vivo para servir al Gran Señor.

—En tal caso, sírvele en lo siguiente —dijo Moridin mirándola con intensidad—. Al’Thor se dirige a Arad Doman. Ha de seguir vivo y sin sufrir daño hasta que se enfrente a mí el último día. Pero no hay que dejar que tenga paz en tus tierras. Va a intentar restaurar el orden, así que habrás de hallar el modo de impedir que tal cosa ocurra.

—Así se hará.

—Ve, pues. —Moridin agitó una mano con brusquedad.

Graendal se levantó de la silla, pensativa, y echó a andar hacia la puerta.

—Y, Graendal… —llamó él.

La mujer vaciló antes de volverse. Moridin seguía de pie junto la chimenea, casi de espaldas a ella. Parecía mirar al vacío, a las piedras negras de la pared opuesta. Cosa extraña, guardaba un gran parecido con al’Thor —del que Graendal tenía numerosos retratos a través de sus espías— cuando se quedaba así, como absorto.

—El final se aproxima —dijo Moridin—. La Rueda ha dado su postrer giro entre chirridos, el reloj ha perdido la cuerda, la serpiente exhala sus últimas boqueadas. Tiene que sentir dolor en el alma. Debe conocer la frustración y debe experimentar la angustia. Hazle llegar todo eso y serás recompensada.

Ella asintió con la cabeza y después salió por el acceso abierto, de vuelta a su plaza fuerte en las colinas de Arad Doman.

A maquinar.


La madre de Rodel Ituralde, que llevaba treinta años enterrada en las colinas arcillosas de su tierra natal domani, era aficionada a un dicho: Las cosas siempre empeoran antes de mejorar. Lo dijo cuando, siendo él un crío, le arrancó de un tirón el diente infectado, una dolencia que había pillado mientras jugaba a las espadas con los chicos del pueblo. Lo había dicho cuando perdió a su primer amor por un noble de pacotilla que llevaba un sombrero con plumas y cuyas manos sin callos y espada enjoyada demostraban que no sabía lo que era una batalla. Y lo habría dicho ahora si se encontrara con él en el cerro desde donde contemplaba el paso de los seanchan camino de la ciudad emplazada al abrigo del valle poco profundo que había allá abajo.

A través del visor de lentes —haciendo visera con la mano izquierda en el extremo para protegerlo del sol— observó la ciudad, Darluna. El castrado que montaba permaneció inmóvil a la luz del atardecer. Él y algunos de sus domani estaban al resguardo de un pequeño grupo de árboles; haría falta tener la suerte del Oscuro para que los seanchan lo divisaran, incluso si usaban sus visores.

Las cosas siempre empeoraban antes de mejorar. Podía decirse que había encendido un fuego en el patío de los seanchan al destruir sus depósitos de provisiones a todo lo ancho del llano de Almoth y en Tarabon, así que no debía extrañarle ver que un ejército grande como aquél —al menos ciento cincuenta mil hombres— se presentara para sofocar ese incendio. Demostraba cierto grado de respeto. Esos invasores seanchan no lo subestimaban, no. Ojalá lo hicieran.

Ituralde movió el visor para estudiar un grupo de jinetes de la fuerza seanchan. Cabalgaban en parejas, y una mujer de cada par vestía de gris, mientras que el atuendo de la otra era en rojo y azul. Estaban demasiado lejos —incluso con el visor— para distinguir los bordados en forma de rayos de los vestidos rojos y azules, y tampoco veía las cadenas que las unían entre sí, pero sabía lo que eran. Damane y sul’dam.

En ese ejército había cien parejas como poco, probablemente más. Como si con eso no fuera suficiente, divisaba en lo alto una de las bestias voladoras que, dirigida por su jinete, se acercaba para dejar caer un mensaje al general. Teniendo esas criaturas para transportar a los exploradores, el ejército seanchan contaba con una ventaja sin precedentes. Ituralde habría cambiado diez mil soldados por una de esas bestias voladoras. Otros comandantes habrían preferido las damane, con su habilidad para lanzar rayos y hacer estallar la tierra, pero las batallas —al igual que las guerras— a menudo se ganaban tanto por la información como por las armas.

Por supuesto, los seanchan también tenían mejores armas, al igual que mejores exploradores. Y también tenían tropas superiores. Ituralde se sentía orgulloso de sus domani, pero muchos de sus hombres no estaban bien entrenados o eran demasiado viejos para luchar. Casi se incluía a sí mismo en ese último grupo, ya que los años empezaban a pesarle como ladrillos amontonados encima; no obstante, ni siquiera se planteaba el retiro. De muchacho, a menudo había experimentado una sensación de urgencia, la preocupación de que cuando llegara a la mayoría de edad todas las grandes batallas hubieran terminado, de que toda la gloria estuviera ganada.

A veces envidiada la necedad de los muchachos.

—Marchan a buen paso, Rodel —dijo Lidrin. Era un joven con una cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara y que lucía un fino bigote a la moda—. Están muy deseosos de apoderarse de esa ciudad.

A Lidrin no se le había hecho la prueba como oficial antes de que la campaña actual empezara, pero ahora ya era un veterano. Aunque Ituralde y sus tropas habían ganado casi todos los enfrentamientos tenidos con los seanchan, Lidrin había visto caer a tres de sus compañeros oficiales, el pobre Jaalam Nishur entre ellos. De sus muertes, Lidrin había aprendido una de las lecciones más amargas del arte de la guerra: la victoria no significa necesariamente que uno esté vivo para celebrarla.

Lidrin no llevaba el uniforme de rigor, como tampoco lo llevaba Ituralde ni ninguno de los hombres que lo acompañaban. Esos uniformes hacían falta en otra parte, lo cual los dejaba con un ajado atuendo compuesto de sencillas chaquetas y pantalones marrones, la mayoría prestados o comprados a los lugareños.

Ituralde alzó otra vez el visor mientras pensaba en el comentario de Lidrin. Era cierto que los seanchan se movían con celeridad; planeaban apoderarse de Darluna cuanto antes. Eran conscientes de la ventaja que eso representaría, porque el ejército seanchan era un adversario listo y le había devuelto a Ituralde la emoción que creía haber dejado atrás hacía años.

—Sí, avanzan deprisa —convino—. Sin embargo, ¿qué harías tú, Lidrin? Una fuerza enemiga de doscientos mil hombres detrás de ti, y otra de ciento cincuenta mil por delante. Con adversarios por todas partes, ¿harías que tus hombres marcharan un poquito más forzados de lo debido si supieras que encontrarías refugio al final?

Lidrin no respondió. Ituralde desvió el visor para examinar campos repletos de campesinos dedicados a la siembra de primavera. En esta región, Darluna se consideraban una gran ciudad; en el oeste no había ninguna equiparable a las grandes urbes del este y del sur, por supuesto, por mucho que a la gente de Tanchico o de Falme le gustara pensar lo contrario. Aun así, Darluna estaba protegida por una maciza muralla de granito con sus buenos veinte pies de altura; no tenía nada de bonita, pero era una muralla sólida y rodeaba una ciudad lo bastante grande para dejar boquiabierto a cualquier chico lugareño. En su juventud, Ituralde la habría descrito como grandiosa. Eso había sido antes de ir a Tar Valon a luchar contra los Aiel.

En cualquier caso, era la mejor fortificación que había en la zona, y a buen seguro que los comandantes seanchan lo sabían. Podrían haber elegido hacerse fuertes en lo alto de una colina; combatir rodeados habría puesto a pleno rendimiento a esas damane. Sin embargo, eso no sólo habría acabado con la opción de una retirada, sino que los habría dejado con poquísimas posibilidades de abastecerse. Una ciudad tendría pozos y, tal vez, parte de los productos almacenados para el invierno dentro de las murallas. Y Darluna, que había tenido que desplazar a su guarnición a otra parte, era muy pequeña para que ofreciera una resistencia seria…

Ituralde bajó el visor de lentes. No necesitaba observar lo que ocurría al llegar los exploradores seanchan a la ciudad y demandar que abrieran las puertas a la fuerza invasora. Cerró los ojos, a la espera. A su lado, Lidrin exhaló un quedo suspiro.

—No se han dado cuenta —susurró el joven oficial—. ¡Suben con el grueso de sus fuerzas hacia las murallas, convencidos de que los van a dejar pasar!

—Da la orden —contestó Ituralde, que abrió los ojos.

Había un problema con unos exploradores superiores como los voladores de raken. Cuando uno tenía acceso a una herramienta tan útil, se tenía la tendencia a confiar plenamente en ella, y de ese tipo de confianza el adversario podía sacar provecho.

En la distancia, los «campesinos» de los campos arrojaron a un lado las herramientas y sacaron arcos ocultos en los surcos de la tierra. Las puertas de la ciudad se abrieron y dejaron a la vista soldados escondidos dentro, unos soldados que los raken seanchan habían informado que se encontraban a cuatro días de distancia a caballo.

Ituralde alzó el visor de lentes. La batalla empezó.


Los dedos del Profeta arañaron la tierra, abrieron surcos mientras el hombre trepaba a trompicones hacia lo alto de la colina arbolada. Sus seguidores lo seguían un poco rezagados. ¡Tan pocos! Pero él volvería a reconstruirlo todo. La gloria del Dragón Renacido lo seguía, y fuera donde fuera encontraría almas bien dispuestas, las de aquellos cuyos corazones eran puros y ardían en deseos de destruir a la Sombra.

¡Sí! ¡Nada de pensar en el pasado, sino en el futuro, cuando el lord Dragón gobernara todas las tierras! Cuando los hombres sólo estuvieran sometidos a él; y al Profeta que estaba detrás de él. Esos días serían gloriosos, oh, sí; días en que nadie osaría mofarse del Profeta ni objetaría su voluntad; días en que el Profeta no tendría que sufrir la indignidad de vivir cerca del mismísimo campamento de un Engendro de la Sombra como era ese ser, Aybara. Días gloriosos. Se acercaban los días gloriosos.

Le costaba trabajo mantener en la mente esas glorias futuras. El mundo que lo rodeaba era sucio; los hombres negaban al Dragón y buscaban a la Sombra. Incluso sus propios seguidores. ¡Sí! Por eso debía de haber caído; ésa debía de ser la razón de que murieran tantos en el asalto a la ciudad de Malden y de los Amigos Siniestros Aiel.

El Profeta había estado plenamente convencido, había dado por hecho que el Dragón protegería a los suyos, que los conduciría a una grandiosa victoria, y entonces el Profeta por fin habría hecho realidad su deseo: ¡Matar a Perrin Aybara con sus propias manos! Retorcerle con los dedos ese grueso cuello de toro. Inhaló y exhaló mientras examinaba el terreno a su alrededor y oía el sonido de sus pocos seguidores supervivientes que trepaban detrás de él. El dosel de los árboles era denso y entraba muy poca luz del sol a través de las copas. Luz. Luz radiante.

El Dragón se le había aparecido la noche anterior al ataque. ¡Había aparecido en toda su gloria, una figura de luz que brillaba en el aire, vestida con ropas relucientes! ¡Mata a Perrin Aybara! ¡Mátalo!, le había ordenado el Dragón. Y por ello el Profeta había encargado la tarea a su mejor instrumento, el querido amigo del propio Aybara. Aram había muerto. Sus hombres se lo habían confirmado. ¡Qué tragedia! ¿Era por eso por lo que no habían prosperado sus planes? ¿Era ésa la razón por la que de sus miles de seguidores ahora sólo le quedaba un mísero puñado? ¡No, no! Debían de haberse puesto en su contra, rindiendo culto a la Sombra en secreto. ¡Aram era un Amigo Siniestro! Por eso había fracasado.

El primero de sus seguidores —magullado, sucio, ensangrentado, exhausto— llegó a lo alto de la cima. Vestían ropas gastadas, ropas que no los destacaban por encima de los demás; las ropas de la simplicidad y la probidad.

El Profeta los contó: menos de un centenar. Qué pocos. Ese maldito bosque estaba tan oscuro a pesar de la luz del día… Los gruesos troncos crecían pegados unos a otros y el cielo, allá arriba, se había oscurecido al encapotarlo las nubes. La maleza de monte bajo, con arbustos de fino ramaje de puntas filosas, se enmarañaba y formaba una barrera casi artificial, y esos matojos arañaban la piel como si fueran garras.

Con esa maleza y el empinado terraplén el ejército no podría seguirlos por allí. Aunque había escapado del campamento de Aybara hacía apenas una hora, ya se sentía a salvo; irían al norte, donde Aybara y sus Amigos Siniestros no los encontrarían. Allí reconstruiría su grey; si se había quedado con Aybara era sólo porque sus propios seguidores eran lo bastante numerosos y fuertes para mantener alejados a los Amigos Siniestros que Aybara tenía a sus órdenes.

Sus amados seguidores; hombres valientes y fieles, del primero al último. Lloró su pérdida y musitó una plegaria con la cabeza inclinada. Los que quedaban se reunieron con él; estaban rendidos, pero la luz del ardiente fervor les brillaba en los ojos. Todo aquel que era débil o carecía de dedicación había huido o había acabado muerto hacía mucho tiempo. Estos eran los mejores, los más fuertes, los más fieles. Todos ellos habían matado a muchos Amigos Siniestros en nombre del Dragón Renacido.

Con ellos reconstruiría su grey, pero antes tenía que huir de Aybara, porque ahora se sentía demasiado débil para hacerle frente. Sin embargo, más adelante lo mataría. Sí, sí… Los dedos en ese cuello… Sí…

El Profeta recordó los días en que lo conocían por otro nombre, Masema. Esos tiempos se estaban haciendo muy borrosos para él, como recuerdos de una vida anterior. Naturalmente, igual que todos los hombres renacían en el Entramado, también Masema había renacido, había desechado su profana vida anterior y se había convertido en el Profeta.

El último de sus seguidores se reunió con él en la cara del repecho. Escupió a los pies de todos ellos; le habían fallado, cobardes. ¡Tendrían que haber luchado mejor! Tendría que haber estado a su alcance conquistar esa ciudad.

Giró hacia el norte y siguió adelante. El paisaje empezaba a serle conocido, aunque no tenían nada parecido en las Tierras Fronterizas. Subirían a las tierras altas y después cruzarían y entrarían en el llano de Almoth. Allí había Juramentados del Dragón, seguidores del Profeta a pesar de que muchos no lo conocían. Allí reconstruiría todo con rapidez.

Se abrió paso entre un rodal de maleza oscura y accedió a un pequeño claro. Sus hombres se apresuraron a ir tras él; pronto necesitarían comida y tendría que mandarlos a cazar. Pero nada de lumbres; no podían correr el riesgo de alertar…

—Hola, Masema —dijo una voz queda.

Lanzó una maldición al tiempo que giraba sobre sí mismo, mientras sus seguidores se amontonaban a su alrededor y sacaban las armas, ya fueran espadas, cuchillos, varas de combate o alguna media pica. El Profeta recorrió con la vista el claro a la tenue luz de la tarde para buscar a la persona que había hablado. La vio de pie en un pequeño afloramiento rocoso que había a poca distancia, una mujer con una prominente nariz saldaenina, los ojos ligeramente rasgados y el cabello negro cortado a la altura de los hombros. Vestía de verde, con falda pantalón para cabalgar, y estaba con los brazos cruzados.

Faile Aybara, esposa del Engendro de la Sombra, Perrin Aybara.

—¡Prendedla! —gritó el Profeta, señalándola.

Varios de sus seguidores se abalanzaron hacia ella con precipitación, pero la mayoría vaciló. Habían visto algo que a él le había pasado inadvertido: sombras en el bosque detrás de la esposa de Aybara, en un semicírculo; eran formas de hombres que sostenían arcos apuntados hacia el claro.

Faile hizo un gesto brusco con la mano, y las flechas volaron por el aire. Los seguidores que corrían a cumplir la orden del Profeta fueron los primeros en caer con gritos que resonaron en el silencioso bosque, antes de desplomarse en la tierra de marga. El Profeta aulló como si todas aquellas flechas atravesaran su propio corazón. ¡Sus amados seguidores! ¡Sus amigos! ¡Sus queridos hermanos!

Una flecha lo golpeó y lo lanzó hacia atrás, tirándolo al suelo. A su alrededor los hombres morían, igual que había pasado horas antes. ¿Por qué, por qué no los había protegido el Dragón? ¿Por qué? De pronto, revivió el horror de todo lo ocurrido, el terror debilitante de ver caer a sus hombres en oleadas, de verlos morir a manos de esos Amigos Siniestros Aiel.

Era culpa de Perrin Aybara. ¡Si se hubiera dado cuenta antes, en los primeros tiempos, antes incluso de reconocer al lord Dragón por quien era realmente!

—Es culpa mía —musitó el Profeta, mientras moría el último de sus seguidores.

Había hecho falta acribillar a algunos con varias flechas para pararlos.

Eso lo hizo sentirse orgulloso. Despacio, no sin esfuerzo, se puso de pie otra vez con la mano en el hombro por el que asomaba el astil de la flecha. Había perdido demasiada sangre; mareado, cayó de rodillas.

Faile bajó de las rocas y entró en el claro. Dos mujeres vestidas con pantalón la siguieron; parecían preocupadas, pero Faile hizo caso omiso de sus protestas para que se quedara atrás. Caminó directamente hacia el Profeta y después desenvainó el cuchillo que llevaba en el cinturón. Era una hoja fina con una empuñadura moldeada a semejanza de una cabeza de lobo. Eso estaba bien; al mirarla, el Profeta recordó el día en que ganó su propia arma; el día en que su padre se la dio.

—Gracias por ayudar en el asalto a Malden, Masema—dijo Faile, que se paró justo delante de él.

A continuación, impulsó el brazo hacia arriba y le incrustó el cuchillo en el corazón. Él cayó al suelo de espaldas y sintió en el pecho la calidez de su propia sangre.

—A veces una esposa ha de hacer lo que su marido no puede —oyó que Faile les decía a las otras mujeres; los párpados le aletearon, en un intento de cerrarse—. Lo que hemos hecho hoy es terrible, pero necesario. Que nadie le diga una palabra de esto a mi marido. Nunca debe saber lo que ha pasado aquí.

La voz se fue perdiendo a lo lejos. El Profeta cayó.

Masema. Ése era su nombre. Se había ganado su espada en su decimoquinto cumpleaños. Su padre estaba tan orgulloso de él…

«Se acabó, pues —pensó—. ¿Lo hice bien, padre, o fracasé?» Incapaz de mantener los ojos abiertos, los cerró y fue como si cayera en un vacío interminable.

No hubo respuesta. Se fundió con el vacío y se hundió en un infinito mar de negrura.

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