2 La naturaleza del dolor

Egwene se irguió, muy derecha, a pesar de que las nalgas le ardían con el ahora familiar dolor de una buena tunda a manos de la Maestra de las Novicias. Se sentía como una alfombrilla a la que acaban de sacudir el polvo con una tanda de varazos. A pesar de ello, se arregló la falda blanca y después se volvió hacia el espejo de la pared y se enjugó con cuidado las lágrimas que brillaban en el rabillo de los ojos. Esta vez sólo una en cada ojo; le sonrió a la imagen del espejo y las dos, ella y su reflejo, asintieron con un gesto de satisfacción.

En la superficie plateada del espejo se reflejaba también un cuarto pequeño revestido con paneles de madera oscura, de apariencia austera. En un rincón había una banqueta con el asiento oscurecido y pulido por años y años de uso. Estaba el escritorio de aspecto sólido, en el que descansaba el grueso tomo de la Maestra de las Novicias; la estrecha mesa —que se veía justo detrás de Egwene— tenía un sencillo dibujo labrado, pero el acolchado de cuero era lo más distintivo. Muchas novicias —y no pocas Aceptadas— se habían inclinado sobre él para que se las disciplinara por su desobediencia. Egwene casi creía que el color oscuro de la mesa se debía a incalculables lágrimas derramadas en ella, de las que muchas eran suyas.

Pero no ese día, porque sólo derramó dos y ninguna había rodado siquiera por las mejillas. Lo cual no quería decir que no sintiera dolor; tenía la impresión de que todo el cuerpo le ardiera por el escozor. En realidad, la severidad de las tundas se había incrementado a medida que pasaba el tiempo sin que ella dejara de desafiar los poderes de la Torre Blanca. Sin embargo, según aumentaban la frecuencia y la intensidad de los castigos, también crecía la resolución de Egwene de resistir. Aún no había logrado abrazar y aceptar el dolor como hacían los Aiel, pero notaba que estaba cerca de conseguirlo. Los Aiel eran capaces de reír durante la más cruel de las torturas; bien, pues ella era capaz de sonreír al momento de incorporarse de la mesa.

Cada azote que soportaba, cada dolor que sufría, era una victoria; y la victoria siempre era motivo de alegría, por mucho que le escocieran la piel o el orgullo.

De pie al lado de la mesa y reflejada en el espejo detrás de Egwene se encontraba la Maestra de las Novicias en persona. Silviana, fruncido el entrecejo, tenía la mirada puesta en la correa de cuero que sostenía en las manos. El intemporal rostro cuadrado de la mujer reflejaba un ligerísimo atisbo de desconcierto; contemplaba la correa como quien mira un cuchillo que no ha cortado o una lámpara que no se ha encendido.

Pertenecía al Ajah Rojo, hecho que ponía de manifiesto el adorno en el repulgo del sencillo vestido gris, así como el chal de flecos echado por los hombros. Era alta y fornida, y llevaba el negro cabello recogido en un moño. En muchos aspectos, Egwene la consideraba una excelente Maestra de las Novicias, aun cuando le hubiera administrado un número insólito de castigos; o tal vez por ese motivo. Silviana cumplía con su deber. ¡La Luz sabía que en la Torre había pocas de quienes se pudiera decir lo mismo!

Silviana alzó la vista y se encontró con los ojos de Egwene en el espejo; bajó la correa con rapidez y borró toda emoción en el rostro. Egwene se volvió hacia la Roja, tranquila. Silviana hizo algo poco corriente en ella: suspiró.

—¿Cuándo darás tu brazo a torcer, pequeña? —preguntó—. Reconozco que has demostrado tu postura con entereza admirable, pero debes saber que seguiré castigándote hasta que cedas. Hay que mantener el orden debido.

Egwene disimuló su sorpresa. La Maestra de las Novicias rara vez se dirigía a ella salvo para darle instrucciones o para reconvenirla. Sin embargo, ya había habido fisuras antes…

—¿Mantener el orden debido, Silviana? —preguntó Egwene—. ¿Igual que se mantiene en otras partes de la Torre?

La Maestra de las Novicias apretó los labios, se volvió e hizo una anotación en el libro.

—Te veré mañana temprano. Ahora, ve a cenar.

Ese castigo de la mañana sería por haber llamado a la Maestra de las novicias por su nombre sin añadir el honorífico «Sedai» a continuación. Y quizá también fuera porque ambas sabían que Egwene no haría una reverencia antes de salir.

—Volveré por la mañana, pero la cena ha de esperar —dijo la joven—. Se me ha ordenado que sirva a Elaida esta noche en la mesa.

La sesión con Silviana había sido larga —Egwene había llevado consigo toda una lista de infracciones— y ahora no tenía tiempo para tomar nada; el estómago le protestó ante tal perspectiva.

—¿Y no me lo dices hasta ahora? —Silviana dejó entrever un fugaz instante de emoción. ¿Era sorpresa?

—¿Habría cambiado algo que lo dijera antes?

—En tal caso, cenarás después de servir a la Amyrlin —dijo Silviana en lugar de responder a la pregunta—. Daré instrucciones a la Maestra de las Cocinas para que te guarde algo de cenar. Considerando lo a menudo que se te está dando Curación estos días, pequeña, tendrás que hacer todas las comidas. No quiero que te desplomes por falta de alimento.

Severa, pero justa. Lástima que se hubiera inclinado por el Rojo.

—De acuerdo —contestó la joven.

—Y después de cenar —continuó Silviana al tiempo que alzaba un dedo— regresarás a verme por tu falta de respeto hacia la Sede Amyrlin. Para ti nunca puede ser simplemente «Elaida». —Se inclinó sobre el gran libro y añadió—: Además, sólo la Luz sabe en qué problemas te meterás esta noche.

Cavilando sobre el último comentario de Silviana, Egwene abandonó el pequeño cuarto y salió al amplio pasillo de piedra y baldosas verdes y rojas. Quizá no había sido sorpresa la expresión que Silviana había dejado entrever al enterarse de la visita de Egwene a los aposentos de Elaida, sino que tal vez era de lástima. Elaida no tendría una buena reacción cuando Egwene le plantara cara y se comportara como hacía con todas las demás hermanas de la Torre.

¿Sería ésa la razón de que Silviana decidiera hacerla volver para darle otra tanda de correazos después de comer algo? Con las órdenes impartidas por la Maestra de las Novicias, Egwene tendría por fuerza que ingerir algo de comida antes de volver al estudio para recibir el castigo, incluso en el caso de que Elaida multiplicara los correazos que debía recibir.

Era sólo un pequeño gesto de amabilidad, pero Egwene estaba agradecida por ello; aguantar las tundas diarias ya era bastante difícil sin añadir el hecho de saltarse algunas comidas.

Pensaba en todo eso cuando dos hermanas Rojas —Katerine y Barasine— se acercaron a ella, la primera con una copa de latón en la mano; otra dosis de horcaria. Así que Elaida quería asegurarse de que no pudiera encauzar ni un hilillo mientras le servía comida. Egwene aceptó la copa sin protestar y se tomó la pócima de un trago, aunque saboreó el débil pero característico gusto a menta. Le tendió la copa a Katerine con gesto despreocupado, y la otra mujer no tuvo más remedio que cogerla, casi como si fuera la copera mayor de alguna reina.

La joven no se dirigió de inmediato a los aposentos de Elaida; el hecho de que el castigo fuera tan largo que había rebasado la hora de la cena daba pie a la irónica situación de dejarla con unos minutos de tiempo libre, y la joven no quería llegar pronto porque hacerlo sería un gesto deferente hacia Elaida. De modo que, en lugar de eso, remoloneó ante la puerta de la Maestra de las Novicias, con Katerine y Barasine. ¿Acudiría cierta persona a visitar el estudio?

En la distancia, pequeños grupos de hermanas caminaban por el pasillo de baldosas verdes y rojas; en los ojos de las mujeres se notaba un aire furtivo, como liebres al aventurarse en un claro del bosque para mordisquear hojas, pero temerosas del posible depredador que hubiera escondido en las sombras. En la actualidad, las hermanas de la Torre siempre llevaban puesto el chal y nunca salían solas del recinto de su Ajah. Algunas incluso abrazaban el Poder, como si tuvieran miedo de que las asaltaran bandidos dentro de la propia Torre Blanca.

—¿Os complace todo esto? —preguntó sin poder evitarlo.

Echó un vistazo a las dos Rojas; daba la casualidad de que ambas habían formado parte del grupo que la había capturado en el puerto.

—¿Qué es esto, pequeña? —inquirió con frialdad Katerine—. ¿Hablas a unas hermanas sin que te hayan hecho una pregunta antes? ¿Tan deseosa estás de recibir más castigos?

Llevaba un montón de color rojo en su atuendo; el vestido era de un intenso carmesí con acuchillados negros, y el oscuro cabello le caía en suaves ondas por la espalda.

Egwene pasó por alto la amenaza, pues ¿qué más podían hacerle?

—Deja a un lado los enfrentamientos por tonterías durante un momento, Katerine —respondió en cambio mientras observaba a un grupo de Amarillas que apretaron el paso al reparar en las dos Rojas—. Deja a un lado adoptar la pose de autoridad y las amenazas. Deja aparte todas esas cosas y mira, mira a tu alrededor. ¿Te sientes orgullosa de esto? La Torre ha pasado siglos sin tener una Amyrlin procedente del Rojo. Ahora, cuando por fin se le presenta la oportunidad, vuestra líder elegida le ha hecho esto. Las hermanas evitan los ojos de quienes no son de su confianza y se mueven en grupos. ¡Los Ajahs se comportan como si estuvieran en guerra unos contra otros!

Katerine se puso tensa al oír el comentario, aunque la desgarbada Barasine vaciló mientras echaba una ojeada al grupo de Amarillas que bajaba por el pasillo a buen paso, algunas de ellas lanzando miradas hacia atrás a las dos Rojas.

—¡Esto no lo ha causado la Amyrlin, sino tus estúpidas rebeldes con su traición! —replicó Katerine.

«¿Mis rebeldes? —pensó Egwene con una sonrisa para sus adentros—. ¿Así que ahora son mis, en vez de considerarme sólo una pobre Aceptada a la que embaucaron?»

—¿Acaso fuimos nosotras las que depusimos a una Amyrlin electa? —le preguntó en voz alta—. ¿Fuimos nosotras las que enfrentamos a los Guardianes o las que fracasamos a la hora de retener al Dragón Renacido? ¿Elegimos una Amyrlin con tal ansia de poder que ha ordenado la construcción de su propio palacio? ¿Una mujer que tiene a todas y cada una de las hermanas preguntándose si será la próxima a la que despojará del chal?

Como si se diera cuenta de que no debía dejarse arrastrar a una discusión con una simple novicia, Katerine no contestó. Barasine aún observaba a las Amarillas con los ojos muy abiertos. Preocupada.

—Yo diría que las Rojas no deberían ser las que amparan a Elaida, sino que por el contrario tendrían que hacer las críticas más duras, porque el legado de Elaida será vuestro legado. Recuerda eso.

Katerine le asestó una mirada feroz, y Egwene refrenó el impulso de encogerse. Quizás eso último había sido demasiado directo.

—Te presentarás esta noche ante la Maestra de las Novicias, pequeña —le informó Katerine, que puso énfasis en el tratamiento—. Le explicarás que demostraste falta de respeto a las hermanas y a la propia Amyrlin.

Egwene contuvo la lengua. ¿Por qué malgastar saliva tratando de convencer a unas Rojas?

La vetusta puerta de madera se cerró de golpe a su espalda; Egwene dio un brinco de sobresalto y miró hacia atrás. Los tapices que había a uno y otro lado del vano ondearon un poco y después se quedaran inmóviles. La joven se había dejado abierta la puerta una rendija al salir, sin darse cuenta. ¿Habría escuchado Silviana la conversación?

No quedaba tiempo para remolonear más. Por lo visto Alviarin no iba a presentarse en el estudio esa tarde. ¿Dónde estaría? Siempre llegaba a recibir el castigo a la hora en que ella salía de cumplir el suyo. La joven sacudió la cabeza y después echó a andar pasillo adelante, seguida por las dos Rojas; ahora estaban con ella casi a todas horas, siguiéndola, observándola, excepto cuando iba a los recintos de otros Ajahs para asistir a las sesiones de adiestramiento. Intentó actuar como si esas dos hermanas fueran un séquito de honor en lugar de sus carceleras. También procuró hacer caso omiso de los dolorosos pinchazos en el trasero.

Todas las señales indicaban que estaba ganándole la guerra a Elaida. Horas antes, durante la comida, Egwene había oído cuchichear a las novicias sobre el impresionante fracaso sufrido por Elaida al no lograr mantener cautivo a Rand. Hacía ya varios meses de ese hecho, y se suponía que debía ser un asunto secreto. También estaba el rumor de que los Asha’man habían vinculado hermanas a quienes se había enviado a destruirlos. Otra misión de Elaida que supuestamente debía ser secreta. Egwene se había ocupado de que esos fracasos quedaran bien grabados en las mentes de las ocupantes de la Torre, igual que había hecho con el trato inaudito dado a Shemerin.

Todo lo que las novicias cuchicheaban entre ellas llegaba a oídos de las Aes Sedai. Sí, estaba ganando, pero empezaba a perder la satisfacción que le proporcionaba antes esa victoria. ¿Quién disfrutaría viendo al colectivo Aes Sedai deshilachándose como un lienzo viejo? ¿Quién se alegraría de que Tar Valon, ciudad grandiosa entre las grandes, estuviera llena de basura? Por mucho que despreciara a Elaida era incapaz de regocijarse viendo a una Sede Amyrlin gobernar con tamaña incompetencia.

Y ahora, esa noche, se enfrentaría a Elaida en persona. La joven caminaba despacio por los pasillos, paseando para no llegar pronto. ¿Cómo debería proceder durante la cena? En los nueve días que llevaba de vuelta en la Torre, Egwene ni siquiera había visto de refilón a Elaida. Servir a esa mujer sería peligroso; si la ofendía aunque sólo fuera por una nimiedad podría enfrentarse a la ejecución. Sin embargo, no podía rebajarse con sonrisas afectadas y dándole coba; no se doblegaría ante esa mujer aunque en ello le fuera la vida.

Dobló una esquina y se frenó en seco, a punto de tropezar; el pasillo acababa de repente en un muro de piedra decorado con un colorido mural de teselas; el mosaico representaba la imagen de una antigua Amyrlin sentada en un dorado solio ornamentado y con la mano alzada en un gesto admonitorio dirigido a reyes y reinas del mundo. Según la placa embutida en la parte inferior, era una representación de Caraighan Maconar en el momento de poner fin a la rebelión en Mosadorin. Egwene reconoció vagamente el mural; la última vez que lo había visto estaba en la pared de la biblioteca de la Torre, sólo que, cuando lo vio allí, la cara de la mujer no era una máscara de sangre. Los cuerpos muertos que colgaban de aleros tampoco estaban antes en el mosaico.

Katerine se adelantó hasta llegar junto a Egwene; estaba muy pálida. A nadie le gustaba mencionar la forma anormal en que habitaciones y corredores cambiaban de sitio en la Torre. Las transformaciones servían como un serio recordatorio de que las peleas por la jerarquía eran cosas secundarias comparadas con los problemas del mundo, mucho más importantes y horribles. Ésta era la primera vez que Egwene veía no sólo un pasillo cambiado, sino también un mural. El Oscuro se agitaba, y el mismísimo Entramado se estremecía.

Egwene se volvió y se alejó a largos pasos del mural desubicado. No podía centrarse ahora en esos problemas. Para fregar bien un suelo, primero había que elegir un sitio por el que empezar y luego ponerse a trabajar. Ella había elegido el sitio: la Torre tenía que volver a ser un todo, unida e íntegra.

Por desgracia, ese desvío forzado le llevaría más tiempo, así que Egwene apretó el paso a regañadientes; no le gustaría llegar antes, pero prefería no llegar tarde. Sus dos vigilantes también caminaron más deprisa, en medio del frufrú de las faldas; mientras desandaban varios pasillos, Egwene vio de refilón a Alviarin doblando una esquina con prisa, gacha la cabeza, de camino al estudio de la Maestra de las Novicias. Así que, después de todo, acudía a su sesión de azotes. ¿Qué la habría retrasado?

Otros dos giros, seguidos de un tramo de fríos escalones de piedra, y Egwene se encontró atravesando el sector del Ajah Rojo de la Torre, ya que era la ruta más corta hasta los aposentos de la Amyrlin. En las paredes colgaban tapices rojos que resaltaban las baldosas carmesí del suelo; las mujeres que andaban por los pasillos exhibían expresiones austeras que eran casi un calco, con los chales echados con cuidado sobre los hombros y los brazos. Allí, en el sector de su propio Ajah, donde deberían sentirse seguras, parecían inseguras y desconfiadas incluso con la servidumbre que trajinaba de aquí para allá luciendo la Llama de Tar Valon en la pechera. Egwene pasó por los corredores deseando no haber tenido que caminar con tanta precipitación ya que eso la hacía parecer acobardada. En el centro de la Torre, subió varios tramos de escalones y por fin llegó al pasillo que conducía a los aposentos de la Amyrlin.

El ajetreo de sus quehaceres como novicia y las lecciones apenas le había dejado tiempo para pensar en su confrontación con la falsa Amyrlin. Ésa era la mujer que había depuesto a Siuan, la mujer que había golpeado a Rand, y la mujer que había empujado a las propias Aes Sedai al borde de la catástrofe. ¡Elaida tenía que conocer su cólera, tenía que ser humillada y avergonzada! Tenía que…

La joven se detuvo delante de la dorada puerta de Elaida.

«No», se dijo para sus adentros. Podía imaginarse la escena sin esforzarse mucho: Elaida encolerizada y ella arrojada a las oscuras celdas situadas bajo la Torre. ¿De qué serviría eso? No debía enfrentarse a esa mujer, todavía no; ello sólo conduciría a una satisfacción momentánea seguida de una frustración debilitadora.

¡Pero, Luz, tampoco podía doblegarse ante Elaida! ¡La Amyrlin no hacía nada semejante!

¿O sí? La Amyrlin hacía lo que se requería de ella. ¿Qué era más importante, la Torre Blanca o el orgullo de Egwene al’Vere? La única forma de vencer en esa batalla era dejar que Elaida pensara que estaba ganando ella. No, no… La única forma de alzarse con la victoria era dejar que Elaida pensara que no había una batalla.

¿Sería capaz de contener la lengua y ser cortés el tiempo suficiente para salir indemne del encuentro de esa noche? No podía asegurarlo; sin embargo, necesitaba marcharse del servicio de la cena a Elaida dejándole la sensación de que ella tenía el control, de que Egwene estaba convenientemente acobardada. El mejor modo de conseguir eso al tiempo que conservaba el orgullo hasta cierto punto sería no hablar nada.

Silencio. El silencio sería el arma que utilizaría esa noche. Armándose de valor, la joven llamó a la puerta.

La primera sorpresa que se llevó fue que abrió una Aes Sedai. ¿Es que Elaida no contaba con sirvientes que realizaran esa función? Egwene no reconoció a la hermana, pero la intemporalidad del rostro de la mujer era evidente. Se trataba de una Gris, a juzgar por el chal, y era delgada, pero con un busto generoso. El cabello, de color castaño dorado, le caía hasta la mitad de la espalda, y tenía una expresión acosada en los ojos, como si hubiera estado bajo una gran tensión recientemente.

Elaida se encontraba dentro, sentada, y Egwene vaciló en el umbral mientras observaba a su rival por primera vez desde que se había marchado de la Torre Blanca con Nynaeve y Elayne a dar caza al Ajah Negro, un punto de inflexión en su vida acaecido hacía una eternidad, o eso le parecía. Bien parecida y proporcionada, Elaida daba la impresión de haber perdido una pequeña parte de su severidad a cambio de un aire de seguridad; esbozaba una sonrisa, como si estuviera pensando en algo gracioso que sólo ella entendía. La silla que ocupaba más parecía un trono por las tallas y los dorados lacados en rojo y blanco. Había otro servicio puesto en la mesa, seguramente para la hermana Gris desconocida.

Egwene nunca había estado en los aposentos privados de la Amyrlin, pero podía imaginar cómo serían los que había ocupado Siuan: sencillos, aunque no austeros, justo con la ornamentación necesaria para señalar que era la estancia de alguien importante, pero no hasta el punto de convertirse en motivo de distracción. En el mandato de Siuan todas las cosas habrían tenido alguna utilidad, o tal vez más de una. Mesas con compartimentos secretos; tapices que también servían de mapas; espadas cruzadas encima de la chimenea que estaban untadas con aceite por si los Guardianes tenían que utilizarlas.

O quizá sólo era cosa de su imaginación. En cualquier caso, Elaida no sólo había ocupado varias habitaciones como aposentos privados, sino que la decoración era llamativamente cara. Esas estancias no estaban decoradas del todo —se comentaba que iba añadiendo cosas día a día—, pero lo que ya había era fastuoso y excesivo. Nuevos brocados de seda, todos en rojo, colgaban de paredes y techos. La alfombra teariana representaba aves en pleno vuelo y estaba tejida con tanta delicadeza que casi se confundía con una pintura. Repartidos por la habitación había muebles de una docena de estilos y facturas diferentes, todos ellos profusamente tallados y con incrustaciones de marfil: aquí, una serie de plantas trepadoras; allí, un diseño de acanaladuras rugosas; acullá, serpientes entrecruzadas.

Más exasperante que tanta extravagancia era la estola echada sobre los hombros de Elaida. Una estola de seis colores. ¡No de siete, de seis! Aunque Egwene no había elegido un Ajah, se habría inclinado hacia el Verde, pero eso no le impedía sentir un arrebato de cólera al ver aquel chal desprovisto del color azul. ¡Una no disolvía un Ajah sin más ni más, aunque la orden saliera de la Sede Amyrlin!

Pero Egwene se mordió la lengua; en esta reunión estaba en juego la supervivencia. Ella era capaz de soportar dolorosos correazos por el bien de la Torre, mas ¿tendría aguante para soportar también la arrogancia de Elaida?

—¿No hay reverencia? —preguntó Elaida al entrar Egwene en la estancia—. Dijeron que eras terca. Bien, pues, visitarás a la Maestra de las Novicias cuando se haya acabado esta cena y le informarás de la omisión. ¿Qué tienes que decir a eso?

«Que eres una plaga desatada sobre esta institución, tan maligna y destructiva como cualquier peste que haya atacado ciudades y gentes a lo largo de la historia. Que eres…»

Egwene apartó la vista de los ojos de Elaida y —a pesar de que la vergüenza por hacer ese gesto de sumisión la notó como una vibración en todos los huesos— inclinó la cabeza.

Elaida se echó a reír al interpretar el ademán por lo que era en realidad.

—De verdad, esperaba que fueras más problemática —dijo—. Por lo visto esa Silviana sabe hacer su trabajo, y eso está bien. Me preocupaba que también ella, como les pasa a muchas otras, demasiadas en la Torre últimamente, se hubiera arrugado. Bien, ponte a trabajar, no quiero que la cena se alargue toda la noche.

Egwene apretó los puños, pero no dijo nada. En la pared del fondo había una larga mesa de servir en la que descansaban varias fuentes de plata con pulidas tapas convexas, salpicadas de gotitas de condensación por el calor de los contenidos; asimismo había una salsera de plata. A un lado, la hermana Gris rondaba cerca de la puerta. ¡Luz! Esa mujer estaba aterrorizada. Egwene rara vez había visto semejante expresión en una hermana. ¿Qué la causaba?

—Ven, Meidani —le dijo Elaida a la Gris—. ¿Vas a estar de pie toda la noche? ¡Siéntate!

Egwene controló la momentánea sorpresa. ¿Meidani? ¡Era una de las que Sheriam y las otras habían mandado a la Torre a espiar! Mientras comprobaba los contenidos de las fuentes, echó un rápido vistazo hacia atrás. Meidani se había dirigido a la silla más pequeña y menos adornada, al lado de Elaida. ¿Llevaría siempre la Gris tantas galas para cenar? El cuello le resplandecía con las esmeraldas del collar, y el vestido verde era de la seda más cara, cortado de forma que acentuaba el busto que en otra mujer habría sido de término medio, pero que parecía exuberante en el delgado cuerpo de Meidani.

Beonin había dicho que había advertido a las hermanas Grises que Elaida sabía que eran espías, así pues ¿por qué no había huido Meidani de la Torre? ¿Qué la retenía allí? En fin, ahora al menos la expresión aterrada de la mujer tenía sentido.

—Meidani, hoy estás muy pálida —dijo Elaida que a continuación bebió vino de una copa—. ¿Estás tomando el sol al menos un rato?

—He pasado bastante tiempo enfrascada en los registros históricos, Elaida, ¿lo has olvidado? —repuso la Gris con voz insegura.

—Ah, es cierto —respondió Elaida, meditabunda—. Vendrá bien saber qué trato se dio a las traidoras en el pasado. La decapitación me parece un castigo demasiado fácil y simple. Habrá que encontrar algo especial para aquellas que han dividido nuestra Torre, aquellas que alardean de su defección. Bien, prosigue con tu búsqueda, pues.

Meidani se sentó con las manos apoyadas en el regazo; cualquier otra mujer que no fuera Aes Sedai habría tenido que enjugarse el sudor de la frente. Sosteniendo el cucharón con la mano tan prieta que tenía los nudillos blancos, Egwene removió el contenido de la sopera. Elaida lo sabía; sabía que Meidani era una espía y, sin embargo, la invitaba a cenar. Para jugar con ella, claro.

—Date prisa, pequeña—barbotó Elaida a Egwene.

La joven alzó la sopera por las asas, calientes al tacto, y se dirigió a la mesa pequeña. Llenó los cuencos con un caldo espeso de color marrón en el que flotaban setas corona de reina. Olía tanto a pimienta que cualquier otro sabor sería imposible de distinguir; era tanta la comida que se estropeaba que sin el condimento la sopa habría sido incomestible.

Egwene trabajaba de forma mecánica, como una rueda de carreta girando detrás de los bueyes. No tenía que hacer elecciones; no tenía que responder. Sólo trabajar. Llenó los cuencos con la medida justa, y después fue a buscar el cestillo del pan y colocó un trozo —no muy crujiente— en cada platillo de porcelana. Añadió en cada platillo un pedacito redondo de mantequilla que cortó con rapidez y precisión de un taco grande, dando un par de golpecitos con el cuchillo. Siendo hija de un posadero, una tenía que espabilarse y aprender a servir una comida como era debido.

Mientras trabajaba, la ansiedad que sentía iba en aumento. Cada paso era un tormento, y no debido al escozor que aún sentía en las nalgas. Ese dolor físico, cosa extraña, ahora parecía insignificante; lo hacía secundario el padecimiento de mantenerse callada, el malestar de no permitirse plantarle cara a esa espantosa mujer, tan arrogante, tan mayestática.

Cuando las dos mujeres sentadas a la mesa empezaron a tomar la sopa —pasando por alto a propósito los gorgojos que había en el pan—, Egwene se apartó a un lado de la estancia y se quedó de pie, con las manos enlazadas ante sí, muy tiesa. Elaida le echó una ojeada y a continuación sonrió viendo en eso, al parecer, otra señal de subordinación. En realidad, la joven prefería no mover ni un músculo porque se temía que cualquier cosa que hiciera tendría por colofón atizarle un buen bofetón a Elaida. ¡Luz, qué difícil era aguantarse!

—¿Qué se comenta en la Torre, Meidani? —preguntó Elaida mientras mojaba el pan en la sopa.

—No… dispongo de mucho tiempo para escuchar.

—Oh, pero sin duda sabrás algo. —Elaida se echó hacia adelante—. Tienes oídos, e incluso las Grises deben de chismorrear. ¿Qué hablan sobre esas rebeldes?

—Yo… yo… —balbució Meidani, que palideció aún más.

—Mmmm… Cuando éramos novicias no recuerdo que fueras tan lerda, Meidani. No me has causado muy buena impresión estas últimas semanas; empiezo a preguntarme por qué se te dio el chal.

La Gris abrió los ojos de par en par, y Elaida sonrió.

—Oh, sólo te tomo el pelo, pequeña —dijo—. Venga, come.

¡Bromeaba! Se burlaba de cómo había robado el chal a una mujer, humillándola a tal punto que había huido de la Torre. ¡Luz! ¿Qué le había pasado a Elaida? Egwene había tratado con ella antes, y Elaida le parecía severa, pero no tiránica. El poder cambiaba a la gente; en el caso de Elaida, parecía que ocupar la Sede Amyrlin le había quitado la severidad y la solemnidad para reemplazarlas por la crueldad y un excitante sentido de prerrogativa.

—Yo… —Meidani alzó la vista—. He oído a las hermanas expresar preocupación por los seanchan.

Elaida agitó la mano con indiferencia y sorbió un poco de sopa.

—Bah, están demasiado lejos para ser peligrosos para nosotras. Me pregunto si no estarán trabajando para el Dragón Renacido en secreto. Sea como sea, sospecho que los rumores sobre ellos son muy exagerados. —Elaida miró de soslayo a Egwene—. No deja de ser motivo de diversión para mí el hecho de que algunas crean todo lo que oyen.

Egwene no podía hablar; ni siquiera habría podido farfullar. ¿Qué pensaría Elaida de esos rumores «exagerados» si los seanchan le ciñeran un frío a’dam alrededor del cuello? Necia. A veces Egwene aún sentía esa banda metálica en la piel, irritante, imposible de quitar. A veces todavía le revolvía el estómago moverse con libertad, como si tuviera la impresión de que debería estar encerrada, encadenada al pilar de la pared por un sencillo aro de metal.

Sabía lo que había soñado, y sabía que ese Sueño era profético. Los seanchan atacarían la Torre Blanca. Elaida, evidentemente, descartaba sus advertencias.

—No, esos seanchan no representan un problema —aseguró Elaida, que hizo un gesto a Egwene para que le sirviera otro cucharón de sopa—. El verdadero peligro es la absoluta falta de obediencia demostrada por las Aes Sedai. ¿Qué tendré que hacer para poner fin a esas absurdas conversaciones en los puentes? ¿A cuántas hermanas tendré que imponer castigos antes de que reconozcan mi autoridad? —Se puso a dar golpecitos con la cuchara en el cuenco de sopa. Egwene, en la mesa de servir, cogió la sopera y retiró el cucharón del soporte de plata.

»Sí —continuó Elaida—, si las hermanas hubiesen sido obedientes, la Torre no estaría dividida. Esas rebeldes tendrían que haber obedecido en lugar de huir como una estúpida bandada de pájaros asustados. Si las hermanas fueran obedientes, tendríamos al Dragón Renacido en nuestras manos y nos habríamos ocupado hace mucho de esos hombres horribles que se entrenan en su «Torre Negra». ¿A ti qué te parece, Meidani?

—Yo… Desde luego la obediencia es importante, Elaida.

Elaida sacudió la cabeza mientras Egwene le servía la sopa en el cuenco.

—Cualquiera admitiría eso, Meidani. Te pregunté qué crees que debería hacerse. Por suerte, yo ya tengo una idea. ¿No te llama la atención que los Tres Juramentos no hagan mención a deber obediencia a la Torre Blanca? Las hermanas no pueden mentir, no pueden fabricar armas para que los hombres maten a otros hombres, y no pueden utilizar el Poder como arma contra otros, excepto en defensa propia. Esos juramentos siempre me han parecido demasiado permisivos. ¿Por qué no hay un juramento de obediencia a la Amyrlin? Si esa simple promesa formara parte de todas nosotras, ¿cuánto dolor y cuántas dificultades no se habrían evitado? Tal vez se impone llevar a cabo una revisión.

Egwene se quedó inmóvil. Hubo un tiempo en que ella no comprendía la importancia de los juramentos; sospechaba que muchas novicias y Aceptadas se habían cuestionado su utilidad. Pero había aprendido, como debía hacerlo toda Aes Sedai, cuál era su importancia. Los Tres Juramentos eran lo que hacía de una Aes Sedai lo que era, lo que aseguraba que las Aes Sedai hicieran lo mejor para el mundo. Pero, más que nada, eran el refugio donde cobijarse de las acusaciones.

Si se cambiaban… En fin, sería un desastre sin precedentes, y Elaida debería saberlo. La falsa Amyrlin siguió con la sopa, sonriendo para sí, sin duda considerando un cuarto juramento para exigir obediencia. ¿No se daba cuenta de que así socavaría la propia Torre? ¡Transformaría a la Amyrlin de líder en déspota!

La ira bullía dentro de Egwene, ardiente como la sopa que sostenía en las manos. Esa mujer, esa… ¡criatura! Ella era la causa de los problemas de la Torre Blanca, ella era la que había ocasionado la división entre rebeldes y lealistas. Ella había capturado a Rand y lo había maltratado. ¡Ella era el desastre!

Notó que temblaba. En cualquier otro momento habría estallado y le habría dicho a Elaida unas cuantas verdades. Unas verdades que bregaban por salirle de la boca y que Egwene contenía a duras penas.

«¡No, no! Si hago eso, la batalla habrá acabado para mí. Perderé la guerra», pensó la joven.

Así pues, hizo lo único que se le ocurrió para no hablar: dejó caer la sopera al suelo.

El líquido marrón roció la delicada alfombra roja con pájaros amarillos y verdes en pleno vuelo. Elaida maldijo y se levantó de un salto al tiempo que reculaba para apartarse del estropicio. Ni una gota de caldo le había manchado el vestido, lo que no dejaba de ser una lástima. Egwene tomó con tranquilidad un paño de la mesa de servir y se puso a limpiar lo que había tirado.

—¡Estúpida, torpe! —barbotó Elaida.

—Lo siento, ojalá no hubiese ocurrido —dijo Egwene.

Y era cierto. Ojalá que no hubiera ocurrido nada de aquella velada. Ojalá que Elaida no tuviera el control. Ojalá que la Torre nunca se hubiese dividido. Ojalá que no se hubiera visto obligada a derramar la sopa en el suelo. Pero lo había hecho, así que tenía que arreglarlo, de rodillas y restregando.

—¡Esa alfombra vale más que todo tu pueblo, espontánea! ¡Meidani, ayúdala! —farfulló Elaida.

La Gris no puso la menor objeción, sino que se movió con rapidez, agarró el cubo de agua helada en que se había tenido enfriando el vino, y se apresuró a ayudar a Egwene. Elaida se dirigió a la puerta, al otro extremo de la estancia, para llamar a los sirvientes.

—Mándame llamar —susurró Egwene cuando Meidani se arrodilló para cooperar en la limpieza.

—¿Qué?

—Que me mandes llamar para darme una clase —dijo en voz queda la joven al tiempo que miraba de reojo a Elaida, que estaba de espaldas—. Tenemos que hablar.

La primera intención de Egwene había sido evitar a las espías de Salidar y dejar que Beonin actuara como su mensajera, pero eran demasiadas preguntas las que tenía pendientes. ¿Por qué Meidani no había huido de la Torre? ¿Qué planeaban las espías? ¿Había adoptado medidas Elaida contra algunas de las otras y las tenía tan desmoralizadas como a Meidani?

La Gris lanzó una ojeada de soslayo a Elaida y luego volvió la vista hacia Egwene.

—Puede que a veces no lo parezca, pero sigo siendo una Aes Sedai, pequeña. No puedes ordenarme nada.

—Soy tu Amyrlin, Meidani —respondió la joven con calma al tiempo que retorcía en un bocal el paño empapado de sopa—. Y harás bien en recordarlo a menos que quieras que los Tres Juramentos se reemplacen por otros de servidumbre a Elaida para toda la eternidad.

Meidani la miró y después se encogió con los gritos de Elaida llamando a la servidumbre. Era evidente que la pobre mujer lo había pasado muy mal últimamente. Egwene le puso una mano en el hombro.

—Elaida puede ser depuesta, Meidani. La Torre volverá a estar unida. Me ocuparé de que sea así, pero hemos de mantener el coraje. Mándame llamar.

La Gris alzó la vista y estudió a Egwene.

—¿Cómo… cómo lo haces? Dicen que recibes castigos tres o cuatro veces al día, que hay que hacerte la Curación entre tanda y tanda para que puedan pegarte más. ¿Cómo lo aguantas?

—Lo aguanto porque he de hacerlo —respondió la joven, que apartó la mano del hombro de la Gris—. Igual que todas hacemos lo que debemos. Tu misión aquí vigilando a Elaida es difícil, salta a la vista, pero ten presente que tu labor no pasa inadvertida y se aprecia en lo que vale.

Egwene no sabía si a Meidani la habían enviado realmente a espiar a Elaida, pero siempre era mejor para una mujer pensar que su sufrimiento servía para un buen propósito. Al parecer era lo mejor que podía haber dicho, porque Meidani cobró ánimo y se puso erguida.

—Gracias —dijo al tiempo que asentía con la cabeza.

Elaida volvía ya, detrás de tres criadas.

—Mándame llamar —le ordenó de nuevo Egwene a Meidani en un susurro—. Soy una de las pocas en esta Torre que tienen una buena excusa para moverse entre los sectores de varios Ajahs. Puedo contribuir a restaurar lo que se ha roto, pero necesitaré tu ayuda.

—De acuerdo —aceptó la Gris tras un instante de vacilación.

—¡Tú! —espetó Elaida, que se acercó a Egwene—. ¡Fuera! ¡Quiero que le digas a Silviana que te azote con la correa como no ha azotado a ninguna otra mujer antes! ¡Quiero que te castigue, y que te Curen allí mismo y luego vuelva a azotarte! ¡Vete!

Egwene se puso de pie, le tendió el paño a una criada y después se dirigió a la salida.

—Y no creas que tu torpeza te va a permitir escapar a tus quehaceres —continuó Elaida a su espalda—. Volverás y me servirás de nuevo otro día. Y si se te ocurre derramar aunque sólo sea una gota, haré que te encierren en una celda sin ventanas ni luz durante una semana. ¿Lo has entendido?

Egwene salió del cuarto. ¿De verdad esa mujer había sido alguna vez una Aes Sedai que controlaba sus emociones?

Con todo, la propia Egwene también había perdido el control. No tendría que haberse dejado llevar al límite de tener que tirar la sopera. Había subestimado lo exasperante que podía llegar a ser Elaida, pero no volvería a ocurrir. Se tranquilizó a medida que caminaba, inhalando y exhalando. Irritarse no servía de nada. Uno no se encolerizaba con la comadreja que se colaba en el patio y se comía las gallinas; se limitaba a poner una trampa y se ocupaba del animal. Sulfurarse no tenía sentido.

Con las manos oliéndole todavía un poco a pimienta y especias, bajó al nivel inferior de la Torre, al comedor de las novicias situado junto a las cocinas. Egwene había trabajado allí con frecuencia durante los últimos nueve días; a todas las novicias se les exigía realizar ese tipo de tareas. Los olores propios de las cocinas —carbón y humo, sopas hirviendo a fuego lento y jabones ásperos— le resultaban muy familiares. De hecho, los olores no eran tan diferentes de los de la cocina de la posada de su padre, allá en Dos Ríos.

La sala de paredes blancas se hallaba vacía, sin nadie que atendiera las mesas, aunque había una pequeña bandeja en una de ellas cubierta con una tapadera de cazuela para conservar caliente la comida. También estaba allí el cojín que las novicias le habían dejado para aliviar la dureza del banco. Egwene se acercó pero, como tenía por costumbre, no utilizó el cojín, aunque agradecía el gesto. Por desgracia, lo único que encontró debajo de la tapadera fue un cuenco con la misma sopa de color marrón, si bien no había rastro del asado ni de la salsa de carne ni de las finas y alargadas alubias untadas con mantequilla que componían el resto de la cena para Elaida.

Aun así, era comida y el estómago de Egwene lo agradeció. Elaida no había ordenado que fuera de inmediato a recibir el castigo, de modo que la orden de Silviana de que comiera primero tenía prioridad. O al menos era argumento suficiente para protegerse.

Comió en silencio, sola; la sopa, en efecto, tenía muchas especias y sabía a pimienta tanto como le había olido antes, pero no le importó. Aparte de eso, estaba bastante buena; también le habían dejado unas lonchas de pan, aunque le tocaron los extremos de la pieza. En general no fue una mala comida, si se tenía en cuenta que había creído que no habría nada para ella.

Egwene comió con gesto absorto mientras oía a Laras y a las pinches de cocina trajinar con ollas en las pilas, al otro lado de la puerta del comedor, y se asombraba de lo tranquila que estaba. Había cambiado, se notaba distinta. Ver a Elaida, encararse por fin con la mujer que había sido su rival todos esos meses, la obligó a contemplar su propia labor a la luz de un enfoque nuevo.

Se había imaginado socavando la autoridad de Elaida para hacerse con el control de la Torre desde dentro; ahora se daba cuenta de que no tenía que minar la autoridad de Elaida porque esa mujer era más que capaz de conseguirlo por sí misma. ¡Diantre, ya imaginaba la reacción de las Asentadas y las cabezas de Ajah cuando Elaida anunciara su intención de cambiar los Tres Juramentos!

Esa mujer acabaría cayendo, con su ayuda o sin ella. El deber de Egwene, como Amyrlin, no era acelerar esa caída, sino hacer todo lo posible por mantener la Torre y a sus ocupantes unidas. No podían permitirse el lujo de empeorar la fisura existente; su obligación era contener el caos y la destrucción que las amenazaba a todas, reconstruir y consolidar de nuevo la Torre. Terminaba la sopa —valiéndose del último trozo de pan para rebañar el cuenco—, cuando comprendió que tenía que hacer todo cuanto estuviera en su mano para ser el pilar de fortaleza en que se apoyaran las hermanas de la Torre. Se acababa el tiempo. ¿Qué le estaba haciendo Rand al mundo sin alguien que lo guiara? ¿Cuándo atacarían los seanchan el norte? Tendrían que pasar a través de Andor para llegar a Tar Valon, y ¿qué destrucción ocasionaría eso? Seguro que contaba con algo de tiempo para reconstruir la Torre antes de que se produjera el ataque, pero no había que perder ni un momento.

Egwene llevó el plato a la cocina y lo lavó, con lo que se ganó un cabeceo de aprobación por parte de la fornida Maestra de las Cocinas. A continuación, Egwene se dirigió al estudio de Silviana; necesitaba que le diera el correctivo cuanto antes, porque tenía pensado visitar a Leane esa noche, como tenía por costumbre hacer. La joven llamó a la puerta y seguidamente entró; encontró a Silviana sentada al escritorio pasando las hojas de un grueso tomo a la luz de dos lámparas plateadas. Cuando entró Egwene, Silviana señaló la página con una fina tira de paño rojo y después cerró el libro. En la portada, desgastada por el uso, el título rezaba Reflexiones sobre la Llama Ardiente, un libro que versaba acerca del encumbramiento de varias Amyrlin. Qué curioso.

Sin traslucir el instantáneo e intenso dolor en el trasero, Egwene se sentó en la banqueta que había enfrente del escritorio y habló con calma sobre lo ocurrido durante la cena, aunque omitió el hecho de que había dejado caer la sopera a propósito. Sin embargo, sí explicó que la soltó después de que Elaida hablara de revocar y cambiar los Tres Juramentos. Aquello dejó a Silviana muy pensativa.

—Bien —dijo luego la Maestra de las Novicias mientras se ponía de pie y asía el flagelo—, la Amyrlin ha hablado.

—Sí, lo ha hecho —convino Egwene, que se puso de pie y se colocó en la mesa con la falda y la enagua alzadas para recibir la tunda.

Silviana vaciló, pero enseguida empezaron los azotes. Curiosamente, Egwene no sintió el deseo de gritar; dolía, por supuesto, pero no podía gritar. ¡Qué ridículo era ese castigo!

Recordó el dolor que había sentido al ver a las hermanas recorriendo los pasillos y mirándose unas a otras con miedo, desconfianza y suspicacia, recordó el tormento de servir a Elaida mientras se mordía la lengua para no hablar, y recordó el espanto producido por la idea de que toda la Torre estuviera obligada, por juramento, a obedecer a semejante tirana.

Todas y cada una de esas cosas provocaban un dolor intenso dentro de Egwene, una puñalada en el pecho que le partía el corazón. A medida que la paliza se alargaba, la joven se dio cuenta de que todo el daño que le hicieran a su cuerpo, fuera lo que fuera, no tendría comparación con el dolor que sentía en el alma viendo sufrir a la Torre Blanca a manos de Elaida. Comparada con ese sufrimiento anímico, la paliza resultaba ridícula.

Y entonces empezó a reírse.

No fue una risa forzada ni una risa desafiante. Era una risa producto del escepticismo. De la incredulidad. ¿De verdad creían que propinarle palizas resolvería algo? ¡Era ridículo!

Los azotes cesaron, y Egwene se volvió. Era imposible que el castigo hubiera acabado. Silviana la observaba con gesto preocupado.

—¿Te encuentras bien, pequeña? —preguntó.

—Sí, muy bien.

—¿Seguro? ¿Razonas con claridad?

«Cree que no he resistido la presión —comprendió la joven—. Me golpea y yo me río».

—Razono con absoluta claridad —contestó—. No me río porque me haya desmoronado, Silviana. Me río porque es absurdo darme estas palizas.

La expresión de la mujer se ensombreció.

—¿No lo notas? —preguntó Egwene—. ¿No sientes el dolor? ¿El sufrimiento de presenciar cómo se desploma la Torre a tu alrededor? ¿Es que cualquier paliza puede compararse a eso?

Silviana no contestó.

«Ahora lo comprendo —pensó Egwene—. No entendí lo que hacían los Aiel, di por hecho que sólo tenía que ser más dura y que sería eso lo que me enseñaría a reírme del dolor. Pero no se trata de ser duro, en absoluto. No es la fortaleza lo que me hace reír. Es la comprensión».

Dejar que la Torre cayera, que las Aes Sedai fracasaran… Ese dolor sí que la destruiría. Tenía que impedirlo, porque era la Sede Amyrlin.

—No puedo negarme a aplicarte los castigos ordenados. Lo entiendes, ¿verdad? —le dijo Silviana.

—Por supuesto. Pero, por favor, refréscame la memoria sobre algo. ¿Qué dijiste sobre Shemerin? ¿Por qué consiguió Elaida salirse con la suya y quitarle el chal?

—Porque Shemerin lo aceptó —contestó Silviana—. Se comportaba como si realmente hubiera perdido el chal. No opuso resistencia.

—No cometeré el mismo error, Silviana. Elaida dirá lo que quiera, pero eso no cambia lo que soy ni lo que es cualquiera de nosotras. Aunque intente cambiar los Tres Juramentos, habrá quienes se resistirán y serán consecuentes con lo que es correcto. Así, cuando me golpeas, golpeas a la Sede Amyrlin, y eso debería resultar lo bastante divertido para hacernos reír a las dos.

El castigo continuó y Egwene abrazó el dolor, lo incorporó a su ser, y lo juzgó insignificante, impaciente porque acabara de una vez.

Tenía mucho que hacer.

Загрузка...