45 La torre resiste

Egwene había pedido sin prisa a través del campamento rebelde, vestida con una falda pantalón de color carmesí. El color provocó que no pocas mujeres enarcaran una ceja. Si se tenía en cuenta lo que había hecho el Ajah Rojo, no era probable que ninguna de las Aes Sedai del campamento se pusiera ropa con ninguna tonalidad de ese color. Incluso las sirvientas del campamento se habían hecho eco y habían vendido o hecho jirones sus vestidos rojos y granates.

Egwene pidió ese color a propósito. En la Torre, las hermanas habían tomado por costumbre vestir sólo el color de su Ajah y esa práctica había ayudado a exacerbar la división. Sentirse orgullosa del Ajah al que se pertenecía le parecía bien, pero creer que no se podía confiar en nadie que no vistiera los propios colores era algo peligroso.

Ella pertenecía a todos los Ajahs. En ese día, el rojo simbolizaba muchas cosas para ella: la inminente reunificación con el Ajah Rojo, un recordatorio de la división con la que era preciso acabar, y un símbolo de la sangre que se demarraría, la sangre de hombres buenos que luchaban para defender la Torre Blanca.

La sangre de las Aes Sedai que habían sido decapitadas hacía menos de una hora en cumplimiento de sus órdenes.

Siuan había encontrado el anillo de la Gran Serpiente de Egwene; era magnífico volver a lucirlo en el dedo.

El cielo tenía un color gris plomizo, y el olor a suciedad en el aire iba acompañado del movimiento que había en el campamento. Las mujeres hacían la colada a toda prisa, como si llegaran tarde a entregar la ropa antes de una fiesta. Las novicias corrían —literalmente— de una lección a otra, y las Aes Sedai las observaban con los brazos cruzados, como si fueran a fulminar con la mirada a aquellas que no mantuvieran el ritmo.

«Acusan la tensión del día —se dijo Egwene para sus adentros—. Y yo no puedo menos que sentir esa ansiedad». La noche anterior, por el ataque de los seanchan y el subsiguiente regreso de la Amyrlin, que se había pasado la mañana purgando Aes Sedai. Y ahora, a primera hora de la tarde, los tambores de guerra.

Tenía dudas de que el campamento de Bryne se encontrara en tal estado de agitación. Sus hombres estarían preparados para atacar. Era muy probable que el general hubiese estado preparado para asaltar la Torre Blanca en el mismo momento de ordenarle que lo hiciera, sin previo aviso, cualquier día del sitio. Serían sus soldados los que decidirían esa guerra, porque Egwene no llevaría a sus Aes Sedai a la batalla, donde tendrían que buscar la forma de sortear el juramento de no utilizar el Poder para matar. Esperarían allí y se las llamaría para ocuparse de la Curación.

O se las emplazaría a la lucha en el caso en que las hermanas de la Torre Blanca se unieran a la batalla participando de forma activa. La Luz confiriera sabiduría a Elaida para impedirlo. Si las Aes Sedai utilizaban el Poder unas contra otras, sería en verdad un día aciago.

«¿Acaso podría serlo más?», se preguntó. Muchas de las Aes Sedai con las que se cruzaba por el campamento la miraban con respeto, sobrecogimiento y un poco horrorizadas. Tras una larga ausencia, la Amyrlin había regresado y había traído consigo una estela de destrucción y juicios.

Se había neutralizado a más de cincuenta hermanas Negras antes de ejecutarlas. Pensar en esas muertes hacía que se le revolviera el estómago. Sheriam había dado la impresión de sentirse aliviada cuando le había llegado la hora, aunque enseguida había empezado a forcejear y a sollozar con desesperación. Confesó haber cometido crímenes turbulentos, al parecer con la esperanza de que ello sirviera de atenuante y se le concediera la amnistía.

Le hicieron apoyar la cabeza en el tajo y se la cortaron, como a todas las demás. Esa escena perduraría en la memoria de Egwene para siempre: su antigua Guardiana arrodillada, con la cabeza en posición, el vestido azul y el cabello pelirrojo bañados de repente por una luz dorada y cálida al abrirse las nubes un resquicio, justo en la posición del Sol. Y, entonces, el hacha plateada cayendo para segarle la vida. Quizás el Entramado sería más benevolente con ella la próxima vez que se le permitiera ser parte del gran tapiz. O tal vez no. La muerte no conllevaba escapar del Oscuro. El terror que se apoderó de Sheriam al final tal vez fue una señal de que pensaba eso mismo cuando el hacha la decapitó.

Ahora entendía por completo que los Aiel se rieran de una simple paliza. ¡Con gusto habría aceptado ser azotada con la vara unos cuantos días más en lugar de tener que ordenar la ejecución de mujeres con las que había trabajado y que incluso le habían caído bien!

Algunas Asentadas abogaron por el interrogatorio en lugar de la ejecución, pero Egwene se mostró inflexible. Cincuenta mujeres eran demasiadas para mantenerlas escudadas y bajo vigilancia. Además, ahora que sabían que la neutralización se podía Curar, no había otra opción. No, la historia demostraba lo escurridizas y peligrosas que podían llegar a ser las hermanas Negras, y Egwene estaba cansada de preocuparse sobre lo que podría pasar. Había aprendido de Moghedien que la codicia tenía un precio, aunque fuera una apetencia vehemente de información. Tanto ella como las demás se habían mostrado demasiado ansiosas —demasiado orgullosas de los «descubrimientos» que habían hecho— como para plantearse la conveniencia de librar al mundo de una Renegada.

Bien, pues, no iba a consentir que hubiera otro fallo similar. La ley era conocida, la Antecámara había fallado en consecuencia y no se había mantenido en secreto. Verin había muerto para poner freno a esas mujeres, y Egwene se iba a asegurar de que su sacrificio no hubiera sido en vano.

«Lo hiciste bien, Verin. Tan, tan bien…» Había ordenado repetir los Tres Juramentos a todas las Aes Sedai del campamento, y sólo se había descubierto a otras tres hermanas del Ajah Negro que no figuraban en la lista de Verin. Un trabajo concienzudo, el de la antigua Marrón.

Los Guardianes de las Negras se encontraban bajo custodia. Ya se ocuparían de ellos más adelante, cuando dispusieran de tiempo para separar los que eran realmente Amigos Siniestros de los que sólo estaban enfurecidos por la pérdida de su Aes Sedai. La mayoría de ellos buscaría la muerte, incluso los inocentes. Quizás a ésos se los podría convencer de que vivieran lo suficiente para luchar en la Última Batalla.

Cerca de veinte hermanas Negras que había en la lista de Verin habían escapado a pesar de las precauciones tomadas por Egwene. No se le ocurría cómo se habrían enterado. Los guardias de Bryne habían apresado a algunas más débiles en el Poder que intentaban escapar y también habían caído soldados para retrasarlas, pero, aun así, muchas habían escapado.

No servía de nada llorar por ello. Cincuenta Negras habían sido ajusticiadas y eso era una victoria. Espantosa, sí; pero, no obstante, una victoria.

Y así caminaba por el campamento, vestida de rojo y calzada con las botas de montar, el pelo castaño suelto al viento y adornado con cintas de color escarlata que representaban la sangre que había hecho derramar hacía poco menos de una hora. Comprendía muy bien a las hijas que le dirigían miradas furtivas, así como su preocupación encubierta y su miedo. Y su respeto. Si quedaba alguna duda sobre si era la Amyrlin, se había disipado. La habían aceptado, la temían. Y nunca jamás tendría un lugar entre ellas. La Amyrlin era una persona aparte y siempre lo sería.

Una figura vestida de azul avanzaba con aire decidido entre las tiendas y se acercó a Egwene. La altiva mujer le dedicó la reverencia apropiada, aunque como ambas caminaban deprisa Egwene no se detuvo para que le besara el anillo de la Gran Serpiente.

—Madre —empezó Lelaine—, Bryne ha mandado recado de qué todo está listo para el asalto. Dice que los puentes del oeste serían el lugar apropiado para atacar, aunque sugiere que se utilicen accesos para llevar una fuerza de sus hombres detrás de las líneas de la Torre Blanca a fin de flanquearlas. Os pregunta si eso sería posible.

No era utilizar el Poder como arma, pero se le parecía mucho. Una sutil diferencia, si bien ser Aes Sedai tenía mucho que ver con diferencias sutiles.

—Dile que yo misma abriré el acceso —respondió.

—Excelente, madre —dijo Lelaine al tiempo que inclinaba la cabeza; la perfecta y leal subordinada.

Era sorprendente lo rápido que había cambiado su actitud con respecto a ella. Se habría dado cuenta de que su única opción era pegarse por completo a Egwene y desistir de su intento de hacerse con el poder. De esa manera, no parecería una hipócrita y quizás escalaría posiciones gracias a ella… Suponiendo que lograra establecerse como una Amyrlin fuerte y poderosa.

Era una buena suposición.

Lelaine debía de haberse sentido frustrada por el cambio de carácter de Romanda. Unos pocos metros más adelante, la Amarilla esperaba a un lado del camino como si hubiera buscado hacer su entrada en el momento justo. Lucía un vestido del color de su Ajah y llevaba el pelo recogido en un majestuoso moño. Cuando Egwene llegó a su altura, Romanda le hizo una reverencia y se situó a su derecha, lejos de Lelaine, a la que apenas dedicó una ojeada.

—Madre, he llevado a cabo la investigación que me encomendasteis. No hemos tenido contacto con las enviadas a la Torre Negra. Ni el más mínimo.

—¿Te parece extraño? —preguntó Egwene.

—Sí, madre —contestó Romanda—. Hoy día, con el Viaje, han tenido tiempo de sobra para llegar allí, gestionar el asunto que se les encargó y volver. O al menos, deberían haber avisado. El silencio es inquietante.

Lo era, en efecto. Y aún más habida cuenta de que Nisao, Myrelle, Faolain y Theodrin iban en esa delegación. Todas ellas le habían jurado lealtad a Egwene; una coincidencia preocupante. Sobre todo, la marcha de Faolain y Theodrin resultaba sospechosa. Se suponía que habían ido porque no tenían Guardianes, pero las hermanas del campamento no consideraban Aes Sedai de pleno derecho a ninguna de las dos, aunque, por supuesto, nadie lo mencionaría delante de Egwene.

¿Por qué se había escogido para la delegación a esas cuatro mujeres de entre los centenares de Aes Sedai que había en el campamento? ¿Sería una mera coincidencia? Tal cosa rayaba en los límites de la verosimilitud. Entonces, ¿cuál era el motivo? ¿Acaso alguien había alejado de forma intencional a las partidarias de Egwene? Y, si era así, ¿por qué no lo habían hecho con Siuan? ¿Era obra de Sheriam? La mujer había confesado varias cosas antes de la ejecución, pero ésa no había sido una de ellas. De cualquier modo, algo pasaba con esos Asha’man. Tendrían que ocuparse de la Torre Negra más adelante.

—Madre —dijo Lelaine, llamando la atención de Egwene; la Azul no miró a su rival—, tengo más noticias.

Romanda sorbió por la nariz en un gesto de desdén.

—Cuéntame —respondió Egwene.

—Sheriam no mentía. Los ter’angreal utilizados para Soñar han desaparecido. Todos y cada uno de ellos.

—¿Cómo es eso posible? —inquirió Egwene dejando entrever un atisbo de ira.

—Sheriam era la Guardiana, madre —se apresuró a responder Lelaine—. Guardábamos todos los ter’angreal juntos, como es costumbre en la Torre Blanca, y con vigilancia. Pero ¿por qué iban los guardias a impedir a Sheriam que entrara?

—¿Qué crees que nos habría dicho al respecto? Ese robo no habría podido ocultarse durante mucho tiempo.

—No lo sé, madre —contestó Lelaine negando con la cabeza—. Los guardias dijeron que Sheriam parecía… nerviosa, cuando se llevó los ter’angreal. Esto sucedió anoche.

Egwene apretó los dientes mientras pensaba en lo que Sheriam había confesado en su hora final. El robo de los ter’angreal estaba lejos de ser lo más espeluznante que había mencionado. Elayne se pondría furiosa. Ella había hecho las copias robadas y, a pesar de que ninguna de ellas tenía tan buenos resultados como el anillo original, hacían su función. No le haría ninguna gracia que esos ter’angreal estuvieran en manos de una Renegada.

—Madre —continuó Lelaine en voz baja—, ¿y sobre las otras… confesiones de Sheriam?

—¿La de que hay una Renegada en la Torre Blanca personificando a una Aes Sedai? —preguntó Egwene.

Sheriam les había dicho que había entregado los ter’angreal a esa… persona.

Lelaine y Romanda caminaban en silencio, con la mirada al frente, como si no quisieran plantearse siquiera tan desalentadora hipótesis.

—Sí, sospecho que decía la verdad —respondió al fin Egwene—. No sólo se infiltraron en nuestro campamento, sino también en la aristocracia de Andor, de Illian y de Tear. ¿Por qué no en la Torre Blanca? —Egwene no añadió que Verin confirmaba en su libro la presencia de una Renegada. Creía que lo mejor era mantener algunas de las revelaciones de Verin en secreto.

»Yo no me preocuparía mucho sobre eso. Con la incursión a la Torre y nuestro regreso, sea quien sea esa Renegada seguro que habrá considerado prudente escabullirse y buscar un objetivo más fácil para sus maquinaciones.

El comentario no pareció reconfortar a Lelaine ni a Romanda. Las tres mujeres llegaron a los límites del campamento de las Aes Sedai, donde las esperaban las monturas así como un gran número de soldados y una Asentada de cada Ajah, sin contar el Azul ni el Rojo. No había ninguna Azul porque Lelaine era la única Asentada de su Ajah que quedaba en el campamento, y la razón por la que no había del Rojo era obvia. Egwene había escogido, en parte, vestir de rojo por ese motivo; una sutil insinuación de que todos los Ajahs deberían estar representados en la acción que se disponían a llevar a cabo. Sería por el bien de todos.

Cuando Egwene montó, reparó en que Gawyn, que la había seguido a una distancia respetuosa, también montaba. ¿De dónde había salido? No habían vuelto a hablar desde primera hora de la mañana. Egwene picó el caballo para abandonar el campamento con Lelaine, Romanda, las Asentadas y los soldados, y vio que Gawyn la seguía a una distancia segura. Aún no había pensado qué iba a hacer con él.

El campamento se encontraba casi desierto. No había nadie en las tiendas y el suelo aparecía pisoteado por hombres y caballos; atrás quedaban muy pocos. Egwene abrazó la Fuente al poco rato de salir del campamento de las Aes Sedai, preparada para crear ciertos tejidos en caso de que alguien quisiera atentar contra ella en el camino. Aún no descartaba que Elaida utilizara un acceso para obstaculizar el asalto. Era probable que la falsa Amyrlin estuviera aún muy ocupada con las secuelas de la incursión seanchan, pero ese tipo de suposiciones, como la de confiar en estar a salvo, habían sido las que habían conducido a Egwene a acabar capturada, para empezar. Como Sede Amyrlin no podía ponerse en peligro. Era frustrante, pero sabía que los días de actuar por su cuenta —de acometer una iniciativa como ella tuviera a bien— habían llegado a su fin. Podría haber muerto en lugar de haber sido capturada semanas atrás, con lo que la rebelión de Salidar habría fracasado y Elaida seguiría como Amyrlin.

Por eso Egwene conducía a su ejército desde la villa de Darein hacia la batalla. Aún quedaban rescoldos en los incendios de la Torre Blanca, ya que una densa y amplia espiral de humo se elevaba desde el centro de la isla y envolvía la alta construcción. Incluso desde la distancia, se apreciaban las brechas y los destrozos causados en el edificio por la incursión seanchan. Esos agujeros negros semejaban manchas de putrefacción en lo que, de otra manera, sería una manzana sana. Daba la impresión de que la Torre gemía, si una se quedaba mirándola. Llevaba en pie tanto tiempo, resistiendo… Había sido testigo de tantas cosas… Pero la habían herido de gravedad, tanto que aún sangraba al día siguiente.

Y, aun así, aguantaba a pie firme. ¡Aguantaba, alabada fuera la Luz! Se erguía imponente, altísima, herida pero a salvo, apuntando al sol oculto detrás de las nubes, desafiando a aquellos que querrían verla rota, por dentro y por fuera.

Bryne y Siuan esperaban a Egwene en la retaguardia del ejército. Qué pareja tan dispar hacían esos dos. El general curtido en mil batallas, con el cabello canoso en las sienes y el rostro como una armadura inflexible, firme, de rasgos angulosos; y, junto a él, la menuda mujer de rostro agradable, ataviada con vestido azul cielo; parecía tan joven que podría haber sido la nieta de Bryne a pesar de que, en realidad, tenían casi la misma edad.

Siuan hizo una reverencia desde el caballo cuando Egwene se acercó a ellos y Bryne le dedicó un saludo militar. Aún parecía preocupado, avergonzado de su papel en el rescate, aunque Egwene no tenía nada que reprocharle. Era un hombre de honor. Si se había visto forzado a participar para proteger a los mentecatos de Siuan y Gawyn, entonces Bryne era digno de elogio por mantenerlos con vida.

Al reunirse con ellos, Egwene se dio cuenta de que ambos cabalgaban muy juntos. ¿Al fin había admitido Siuan que se sentía atraída por ese hombre? Además… Bryne tenía cierto aire que le resultaba familiar, algo tan imperceptible que bien podría estar imaginándoselo, pero si se tenía en cuenta la relación entre ellos dos…

—Así que por fin has tomado otro Guardián, ¿verdad? —le preguntó a Siuan.

—Ajá —respondió la mujer, que estrechó los ojos.

Bryne parecía sorprendido. Y algo avergonzando.

—Haced cuanto podáis para evitar que se meta en líos, general —dijo Egwene mientras miraba a los ojos a Siuan—. Se ha visto envuelta en bastantes últimamente. Estoy tentada de proponeros que la utilicéis como soldado de infantería. Creo que la disciplina militar le vendría bien y le recordaría que a veces la obediencia prevalece sobre la iniciativa.

Siuan desvió la mirada, alicaída.

—Aún no he decidido qué hacer contigo, Siuan —continuó Egwene en tono más suave—. Pero despertaste mi ira y he perdido la confianza en ti. Tendrás que aplacar la primera y avivar la segunda si quieres que vuelva a fiarme de ti.

Dicho esto, Egwene apartó la vista de Siuan para mirar al general, que parecía estar pasándolo mal, quizás por verse obligado a sentir la vergüenza de Siuan.

—Vuestra valentía es digna de elogio, general, al haber dejado que os vinculara. Soy consciente de que mantenerla alejada de los problemas es una tarea que raya en lo imposible, pero confío en vos.

—Lo haré lo mejor que sepa, madre. —El general se relajó. Entonces giró el caballo para echar una ojeada a las filas de soldados—. Hay algo que deberíais ver. Seguidme, si sois tan amable.

Egwene asintió y cabalgó junto al general por la calzada adoquinada de la villa. Se había evacuado a la población y en la principal vía pública se alineaban miles de los soldados de Bryne. Siuan acompañó a Egwene y Gawyn los siguió. Lelaine y Romanda se quedaron con las otras Asentadas acatando la indicación que les hizo Egwene. La nueva obediencia que mostraban esas dos estaba resultando útil, sobre todo si se tenía en cuenta que, al parecer, habían decidido competir entre ellas para ganar su aprobación. Seguro que ambas buscaban ser elegidas como su nueva Guardiana, ahora que Sheriam había muerto.

El general la condujo hasta las líneas de vanguardia del ejército, y Egwene preparó un tejido de Aire en prevención de que alguien le disparara una flecha. Siuan la miró pero no dijo nada respecto a esa medida de precaución. No era necesaria, pues los Guardias de la Torre nunca dispararían contra una Aes Sedai, ni siquiera en medio de un conflicto como aquél. Sin embargo, no podía decirse lo mismo de los Guardianes; a veces ocurrían accidentes. A Elaida le vendría como anillo al dedo que una flecha perdida acabara en el cuello de su rival.

Cruzaron a través del pueblo y por fin se detuvieron cerca del puente de Darein, una majestuosa construcción blanca que salvaba el Erinin hasta Tar Valon. Allí estaba lo que Bryne quería enseñarle. En el puente, al otro lado del río, se encontraba un destacamento de la Guardia de la Torre protegido por un parapeto de piedras y grandes troncos; debían de ser unos trescientos. Detrás, en lo alto de la muralla, se veían más soldados, pero en total no habría más de un millar de hombres.

La fuerza de asalto de Bryne contaba con diez mil soldados.

—Ya sé que nunca fue la diferencia de efectivos lo que hizo que no atacáramos, pero la Guardia de la Torre debería de ser capaz de desplegar una fuerza mayor, sobre todo con la conscripción obligatoria de ciudadanos. Dudo que hayan pasado estos meses tallando ganchos de ropa junto al fuego y recordando los viejos tiempos. Si Chubain tiene dos dedos de frente, habrá entrenado nuevos reclutas.

—¿Y dónde están, pues? —preguntó Egwene.

—Sólo la Luz lo sabe, madre —contestó Bryne moviendo la cabeza—. Sufriremos algunas bajas para cruzar esa barrera, pero no muchas. Será una derrota aplastante.

—¿De verdad pueden haber causado tantas bajas los seanchan?

—No lo sé, madre. Fue una noche mala, con muchos incendios y muchos hombres muertos. Pero yo cifraría esas pérdidas en cientos de hombres, no en miles. Quizá la Guardia de la Torre está ocupada en quitar los escombros y apagar los incendios, pero aun así sigo creyendo que tendrían que haber desplegado una fuerza mayor cuando me vieron tomar posiciones aquí. Los he observado con el visor de lentes y más de uno de esos chicos tiene cara de cansado y los ojos irritados.

Egwene consideró la situación, agradecida por la suave brisa que soplaba río abajo.

—No habéis cuestionado la prudencia de este ataque, general.

—No suelo cuestionar lo que me ordenan, madre.

—¿Y qué opináis del asunto, si se os pregunta?

—¿Si se me pregunta? Bien, el ataque es una decisión táctica juiciosa. Hemos perdido la ventaja del Viaje, de modo que si nuestro enemigo puede reabastecerse y mantener el contacto con el exterior cuando le plazca, entonces ¿de qué sirve el asedio? Es hora de atacar o de recoger y marcharse.

Egwene asintió, pero a pesar de todo seguía indecisa. Ese ominoso humo que subía al cielo, la Torre dañada, los atemorizados soldados sin refuerzos. Todo parecía susurrarle una advertencia de ser precavida.

—¿Cuánto podemos esperar antes de que tengáis que lanzar por fuerza el asalto, general? —preguntó Egwene.

El hombre frunció el entrecejo, pero no le cuestionó el posible retraso. Alzó la vista al cielo.

—Se hace tarde. Una hora, quizá. Pasado ese plazo, habrá oscurecido demasiado y, siendo nuestro número de hombres superior al suyo, no querría que la aleatoriedad de una batalla nocturna se sumara a la incertidumbre de la lucha.

—Entonces, esperaremos una hora —dijo Egwene, acomodándose en la silla. Los demás parecían desconcertados, pero no dijeron nada. La Sede Amyrlin había hablado.

¿A qué esperaba? ¿Qué le dictaba el instinto? Egwene se puso a pensar sobre ello mientras pasaban los minutos y, al final, se dio cuenta de qué era lo que la había hecho esperar. Una vez que se diera ese paso, no habría vuelta atrás. La Torre Blanca había sufrido la noche anterior: era la primera vez que un enemigo la atacaba utilizando el Poder Único contra ella. El asalto de Egwene sería también una primera vez: la de que un grupo de Aes Sedai liderara unas tropas contra otro grupo de hermanas. Antes había habido luchas entre facciones de la Torre, choques de un Ajah contra otro que habían llegado incluso al derramamiento de sangre, como había sucedido cuando se había depuesto a Siuan. En las Crónicas Secretas se mencionaban esos sucesos.

Pero jamás la discordia había cruzado las puertas de la Torre Blanca, jamás unas tropas dirigidas por Aes Sedai habían cruzado los ríos. Y, si lo llevaba a cabo, eso marcaría para siempre su mandato como Amyrlin. Cualesquiera que fueran los logros que alcanzara después, siempre quedarían ensombrecidos por los hechos de este día.

Su deseo había sido conseguir la liberación y la unificación; en cambio, iba a utilizar la fuerza y la subyugación. Si tenía que ser así, daría la orden, pero aguardaría hasta el último momento. Si ello significaba esperar una hora angustiosa bajo el cielo nublado, oyendo los resoplidos de los caballos al notar la tensión de sus jinetes, que así fuera.

La hora de plazo dada por Bryne llegó y pasó. Egwene aún dudó unos cuantos minutos más, tantos como se atrevió a alargar la espera. Nadie acudió a engrosar los efectivos de los pobres soldados apostados en el puente. Seguían ahí, mirándolos desde detrás de su pequeño parapeto, con aire resuelto.

A su pesar, Egwene se dio la vuelta para dar la orden.

—¡Un momento! —dijo Bryne, irguiéndose sobre la silla—. ¿Qué es eso?

Egwene se volvió para mirar hacia el puente. A lo lejos, apenas visible, una comitiva avanzaba para entrar en él. ¿Habría esperado demasiado? ¿Había enviado refuerzos la Torre Blanca? ¿Su obstinada renuencia sería causa de que se produjeran más muertes entre sus hombres?

No. Ese grupo no lo componían soldados, sino mujeres con falda. ¡Eran Aes Sedai!

Egwene levantó la mano para detener cualquier ataque por parte de sus soldados. La comitiva cabalgó directamente hacia el parapeto levantado por la Guardia de la Torre y, a continuación, una mujer vestida de gris y acompañada por un único Guardián salió de detrás del parapeto. Egwene forzó la vista en un intento de ver la cara de la mujer, pero Bryne se apresuró a ofrecerle el visor de lentes. Egwene lo aceptó, agradecida, aunque ya había visto quién era la mujer: Andaya Forae, una de las nuevas Asentadas de la Antecámara escogida tras la ruptura. Del Ajah Gris. Eso quería decir que había voluntad de negociar.

El brillo del poder rodeó a la mujer y Siuan lanzó una exclamación, lo que originó que varios soldados alzaran los arcos. Egwene levantó la mano otra vez.

—Bryne —dijo con severidad—, que no se dispare una sola flecha mientras yo no dé la orden.

—¡En descanso! —gritó el general—. ¡Arrancaré la piel a tiras a cualquiera que se atreva siquiera a encajar una flecha en la cuerda!

Los hombres bajaron los arcos.

La mujer de gris utilizó un tejido que Egwene no alcanzó a distinguir y luego, con una voz claramente amplificada, anunció:

—Queremos hablar con Egwene al’Vere —dijo Andaya—. ¿Se encuentra presente?

Egwene creó el tejido para amplificar la voz.

—Heme aquí, Andaya. Diles a las otras que vienen contigo que se adelanten para que las vea.

De forma sorprendente, la obedecieron. Nueve mujeres salieron de detrás de la barricada y Egwene las escrutó una a una.

—Diez Asentadas —dijo. Devolvió el visor de lentes a Bryne y deshizo el tejido para poder hablar sin que oyeran sus palabras—. Dos por Ajah, a excepción del Azul y del Rojo.

—La cosa promete —comentó Bryne mientras se frotaba el mentón.

—O bien podrían encontrarse aquí para exigir que me rinda —apuntó Egwene—. De acuerdo —dijo, amplificando su voz de nuevo—. ¿Qué queréis de mí?

—Hemos venido… —empezó Andaya. Dudó por un momento—. Venimos a comunicaros que la Antecámara de la Torre Blanca os ha elegido para ser ascendida a la Sede Amyrlin.

Siuan dejó escapar una exclamación ahogada de sorpresa y Bryne soltó un juramento entre dientes. Varios soldados murmuraron que era una trampa. Pero Egwene se limitó a cerrar los ojos. ¿Osaría albergar la esperanza de que fuera verdad? Había dado por sentado que el rescate no deseado se había producido antes de tiempo. Sin embargo, si hubiera logrado cimentar su trabajo antes de que la sacaran Siuan y Gawyn… Abrió los ojos.

—¿Y qué pasa con Elaida? —demandó Egwene, y la voz retumbó sobre el puente—. ¿Habéis depuesto a otra Amyrlin?

Al otro lado del río se produjo un silencio.

—Están hablando entre ellas —dijo Bryne, que había levantado su visor de lentes.

Entonces sonó de nuevo la voz de Andaya:

—Elaida do Avriny a’Roihan, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin… desapareció en la incursión de anoche. Su paradero se desconoce. Se cree que ha muerto o, si no, que está incapacitada para cumplir con sus obligaciones.

—¡Por la Luz! —dijo Bryne bajando el visor.

—Es lo que se merece —murmuró Siuan.

—Ninguna mujer se merece eso —dijo Egwene a Siuan y Bryne. Sin darse cuenta, se llevó los dedos al cuello—. Más le valdría haber muerto.

—Podría ser una trampa —sugirió Bryne.

—No veo cómo podría serlo —contestó Siuan—. Andaya se encuentra sometida a los juramentos. No estaba en vuestra lista de las Negras, ¿verdad, Egwene?

Egwene negó con la cabeza.

—Aún albergo dudas, madre —argumentó Bryne.

Egwene volvió a hilar el tejido que le amplificaba la voz.

—¿Dejaréis entrar a mi ejército? ¿Aceptaréis a las otras Aes Sedai en la comunidad y reinstauraréis el Ajah Azul?

—Preveíamos esas exigencias. Sí, serán cumplidas.

Silencio. Lo único que se oía era el rumor del agua al chapalear contra la ribera.

—Entonces, acepto —contestó Egwene.

—Madre —dijo con precaución Siuan—, podría ser precipitado. Quizá deberíais hablar con…

—No es precipitado. —Egwene soltó el tejido y sintió renacer la esperanza—. Esto es lo que queríamos. —Miró a Siuan—. Además, ¿con qué derecho me sermoneas tú sobre actuar con precipitación? —Siuan bajó los ojos—. General, preparad a vuestros hombres para cruzar el puente y que las Asentadas de la retaguardia vengan aquí. Enviad corredores al campamento con la noticia y aseguraos de que vuestros hombres apostados en los otros puentes sepan que no deben atacar.

—Sí, madre —respondió Bryne; espoleó al caballo para impartir las órdenes pertinentes.

Egwene respiró hondo y taloneó a la yegua para que avanzara hacia el puente. Siuan masculló una grosería de pescador y fue tras ella. Egwene oyó también que el caballo de Gawyn la seguía y, tras él, una escuadra de soldados obedeciendo una seca orden de Bryne.

Egwene cruzó por el puente, y el cabello —adornado con las cintas rojas— ondeó al viento. La asaltó una extraña sensación de trascendencia, el peso de ser consciente de la importancia del momento al pensar lo que acababan de evitar entre todas. Esa sensación no tardó en ser remplazada por una alegría y una satisfacción crecientes.

La yegua blanca movió un poco la cabeza arriba y abajo y rozó las manos de Egwene con la sedosa crin. En el puente, las Asentadas dieron media vuelta para volver a la ciudad. La Torre se erguía frente a Egwene. Herida. Sangrante.

Pero aún aguantaba a pie firme. ¡Luz, aún resistía!

Загрузка...