30 Un viejo consejo

Gawyn guardaba pocos recuerdos de su padre —nunca se había comportado como tal, al menos con él— pero sí recordaba con mucha precisión un día en los jardines del palacio de Caemlyn. Él se encontraba a la orilla de un pequeño estanque y lanzaba piedrecillas al agua. Taringail paseaba por el Pretil de la Rosa con el joven Galad a su lado.

La escena seguía siendo vívida en la mente de Gawyn. El intenso olor de las rosas en pleno florecimiento, las ondas plateadas del agua del estanque, los pececillos dispersándose lejos de la roca en miniatura que él acababa de arrojarles… Veía con todo detalle a su padre: alto, apuesto, con el cabello un poco ondulado. Incluso entonces, Galad caminaba con la espalda muy recta y el gesto serio. Unos meses más tarde, Galad lo salvaría de morir ahogado en ese mismo estanque.

Gawyn oyó a su padre pronunciar unas palabras que jamás olvidaría. Opinara lo que opinara de Taringail Damodred, aquel consejo tenía visos de ser cierto:

Hay dos categorías de personas en las que nunca debes confiar, le dijo a Galad mientras pasaban cerca de él. La primera agrupa a las mujeres bonitas. La segunda, a las Aes Sedai. La Luz se apiade de ti, hijo, si alguna vez tienes que enfrentarte a alguien que sea las dos cosas.

La Luz se apiade de ti, hijo, oyó de nuevo la voz de su padre.

—Es que no veo posible desobedecer el deseo expreso de la Amyrlin en este asunto —dijo Lelaine con remilgo mientras removía la tinta en el pequeño tintero que tenía en el escritorio.

Ningún hombre se fiaba de las mujeres bellas, por fascinantes que fueran; pero muy pocos eran conscientes de la verdad expresada por Taringail: una chica bonita, al igual que un carbón que se ha enfriado lo justo para no parecer que está caliente, podía ser mucho, muchísimo más peligrosa.

Lelaine no era hermosa, pero sí bonita, sobre todo cuando sonreía: esbelta y grácil, sin asomo de gris en el oscuro cabello, el óvalo de la cara almendrado y labios carnosos. Lo miró con unos ojos demasiado hermosos para pertenecer a una mujer astuta. Y ella parecía saberlo. Se daba cuenta de que era justo lo bastante atractiva para llamar la atención, pero no tan deslumbrante como para despertar recelo en los hombres.

Así pues, esa mujer pertenecía a la clase más peligrosa, que parecía normal, que hacía pensar a los hombres que tal vez podría atraer su atención. No era bonita al estilo de Egwene, que te hacía desear estar con ella; la sonrisa de esa mujer te hacía desear contar los cuchillos que llevabas en el cinturón y en las botas sólo para asegurarte de que no tenías ninguno enfilado a la espalda aprovechando que estabas distraído.

Gawyn se encontraba de pie junto al escritorio, a la sombra del techo plano de la tienda azul. Lelaine no lo había invitado a que se sentara ni él había solicitado ese privilegio. Hablar con una Aes Sedai, en especial con una importante, requería sensatez y comedimiento. Prefería quedarse de pie; quizás así se mantendría más alerta.

—Egwene trata de protegeros —argumentó Gawyn al tiempo que reprimía la frustración—. Ésa es la razón de que os ordenara que renunciaseis a llevar a cabo un rescate. Es evidente que no quiere que os arriesguéis, y se excede en su abnegación. —«Si no fuera así, jamás os habría permitido que la empujaseis a ser Sede Amyrlin», añadió para sus adentros.

—Pues parece estar muy segura de que no corre peligro —comentó Lelaine mientras mojaba la pluma en la tinta.

A continuación se puso a escribir en una hoja de papel; era una nota para alguien. Gawyn tuvo la delicadeza de no echar un vistazo para leer lo que ponía, aunque no le pasó inadvertido el gesto calculado de la mujer: demostrarle que no era lo bastante importante para exigir que le prestara atención. Prefirió no darse por enterado y pasar por alto el desaire. Intentar intimidar a Bryne no había funcionado, así que menos iba a funcionar con esa mujer.

—Lo que intenta es calmar vuestra preocupación, Lelaine Sedai —dijo en cambio.

—Tengo bastante buen ojo para la gente, joven Trakand, y no creo que la Amyrlin se sienta en peligro. —Sacudió la cabeza. Llevaba un perfume que olía a flores de manzano.

—No dudo de vuestra capacidad —contestó él—. Pero si supiera cómo os comunicáis con ella tal vez lo entendería mejor. Si pudiera…

—Se te ha advertido que no preguntes sobre eso, muchacho —respondió Lelaine con su suave y melodiosa voz—. Deja a las Aes Sedai lo que compete a las Aes Sedai.

Prácticamente la misma respuesta que todas las hermanas daban a su pregunta de cómo se comunicaban con Egwene. Apretó los dientes por la frustración. ¿Y qué esperaba? Lo que quiera que fuera tenía que ver con el uso del Poder Único. Después de tanto tiempo en la Torre Blanca seguía sin saber apenas nada de lo que podía y no podía hacerse con el Poder.

—Al margen de todo eso —continuó Lelaine—, la Amyrlin está convencida de que no corre el menor peligro, y lo que hemos descubierto por lo que nos contó Shemerin refuerza y corrobora lo que Egwene nos ha dicho. Elaida está tan ebria de poder que no considera una amenaza a la legítima Amyrlin.

Había algo más que esa mujer no decía, eso era obvio para Gawyn. No conseguía que ninguna le diera una respuesta clara sobre la situación actual de Egwene. Había oído rumores de que estaba encerrada en una celda y que ya no le permitían moverse libremente por la Torre como una novicia. ¡Pero sacar información a una Aes Sedai era casi tan fácil como batir rocas para hacer mantequilla!

Gawyn respiró hondo; no podía perder los nervios. Si lo hacía, nunca conseguiría que Lelaine atendiera su petición. Y la necesitaba. Bryne no movería un dedo sin la autorización de las Aes Sedai y, por lo que había deducido, la mejor posibilidad de conseguirlo era a través de Lelaine o de Romanda. Todo el mundo parecía hacer caso a la una o a la otra.

Por suerte Gawyn había descubierto que podía poner a la una en contra de la otra. Una visita a Romanda casi siempre tenía como respuesta otra invitación de Lelaine. Claro que, para empezar, la razón por la que estaban deseosas de hablar con él poco tenía que ver con Egwene. Sin duda la conversación se desviaría en esa dirección en cualquier momento.

—Quizá tengáis razón, Lelaine Sedai —dijo en un intento de cambiar de táctica—. Tal vez Egwene cree realmente que está a salvo, pero ¿no existe la posibilidad de que se equivoque? ¿Creéis de verdad que Elaida dejaría que una mujer que afirma ser la Amyrlin deambulara por la Torre Blanca a su albedrío? Parece evidente que eso no es más que una forma de exhibir a una rival capturada antes de ejecutarla.

—Quizá. —Lelaine siguió con la nota; escribía con soltura y tenía una letra un tanto recargada—. Sin embargo, ¿no he de respaldar a la Amyrlin aunque esté equivocada?

Gawyn no contestó. Por supuesto que la mujer podía saltarse los deseos de la Amyrlin. Sabía lo bastante sobre la política de las Aes Sedai para comprender que eso ocurría continuamente. Pero decirlo no le serviría de nada.

—Aun así… —añadió Lelaine con aire absorto—, tal vez pueda presentar una moción a la Antecámara. Quizá conseguiríamos persuadir a la Amyrlin de que tomara en consideración una nueva súplica. Veremos si soy capaz de formular otra argumentación distinta.

«Veremos» o «Tal vez pueda» o «Lo tomaré en consideración». Nunca un compromiso firme; cada remedo de oferta llegaba generosamente embadurnado con grasa de pato para escurrir el bulto con facilidad. ¡Luz, qué harto estaba de las respuestas Aes Sedai!

Lelaine alzó la vista y lo miró con una sonrisa.

—Bien, ya que he accedido a hacer algo por ti, tal vez te sientas inclinado a ofrecerme algo a cambio. Las grandes hazañas rara vez se culminan sin la colaboración de muchos participantes, como sabrás.

—Decid lo que queréis, Aes Sedai —dijo Gawyn con un suspiro.

—Tu hermana, según todos los informes, ha hecho un trabajo admirable para legitimar su posición en Andor —empezó Lelaine, como si no hubiese dicho casi exactamente lo mismo las tres últimas veces que se había reunido con él—. Sin embargo, tuvo que pisar unos cuantos pies para asegurarse el trono. ¿Qué enfoque crees que dará a lo referente a los campos de frutales de la casa Traemane? Durante el reinado de tu madre los tributos de tasación de tierras eran muy favorables para los Traemane. ¿Revocará Elayne ese privilegio especial o intentará utilizarlo como miel para suavizar a quienes tenía en contra?

Gawyn ahogó otro suspiro. La conversación, como siempre, volvía a centrarse en Elayne. Estaba convencido de que ni Lelaine ni Romanda tenían verdadero interés en rescatar a Egwene; estaban más que satisfechas con el creciente poder que les reportaba la ausencia de la joven. No, se reunían con él debido a la nueva reina sentada en el Trono del León.

Y no tenía la más remota idea de por qué una Aes Sedai del Ajah Azul estaba interesada en los tributos de tasación de campos de frutales. No creía que Lelaine buscara beneficios monetarios; no era el estilo Aes Sedai. Pero querría influencia, una forma de asegurarse una relación favorable con las casas nobles andoreñas. Gawyn se resistió a contestar. ¿Por qué ayudar a esa mujer? ¿De qué iba a valerle?

No obstante… ¿Estaba seguro de que la Aes Sedai no haría nada para lograr la liberación de Egwene? Si su rechazo hacía que las reuniones dejaran de ser útiles para Lelaine, ¿las suspendería? ¿Se encontraría sin acceso a la única fuente de influencia en el campamento, por pequeña que fuera?

—Bueno —contestó por fin—, creo que mi hermana será más estricta de lo que fue mi madre. Siempre ha opinado que la posición ventajosa de los cultivadores de árboles frutales ya no tenía justificación.

Advirtió que Lelaine, con disimulo, empezaba a tomar notas de lo que le decía al pie de la página. ¿Sería ésa la verdadera razón de haber preparado la pluma y la tinta?

No tenía otra opción que responder con toda la sinceridad que pudiera, aunque debía tener cuidado para no permitir que lo presionara demasiado a fin de conseguir información. Su relación con Elayne era lo único con lo que negociar, y debía racionar su utilidad para que durara lo más posible. Le fastidiaba; Elayne no era una moneda para hacer cambalaches.

Pero era lo único que tenía.

—Entiendo —dijo Lelaine—. ¿Y en cuanto a los cultivos de cerezos en el norte? Últimamente no han sido muy productivos, y…


Sacudiendo la cabeza, Gawyn salió de la tienda. Lelaine lo había azuzado para que hablara de las tasas tributarias andoreñas durante casi una hora. Y, una vez más, Gawyn no sabía si había conseguido algo útil a cambio durante la visita. ¡A ese paso no liberaría nunca a Egwene!

Como siempre, una novicia de blanco esperaba fuera de la tienda para escoltarlo hasta que saliera del campamento interior. En esa ocasión, la novicia era una mujer baja y rellenita que parecía tener bastantes más años de los adecuados para ir de blanco.

Gawyn dejó que la mujer lo condujera entre las tiendas del campamento de las Aes Sedai; la novicia procuraba fingir que sólo era una guía, en vez de la escolta que se cercioraba de que se marchaba como le habían ordenado. Bryne tenía razón: las mujeres no querían que hubiera nadie —sobre todo soldados— rondando sin motivo justificado por su ordenada y pequeña imitación de Torre Blanca. Se cruzaron con grupos atareados de mujeres de blanco que marchaban deprisa por las pasarelas y lo observaban con esa mirada de ligera desconfianza que hasta la gente más amistosa dedica a un forastero. También se cruzó con Aes Sedai, siempre seguras de sí mismas, daba igual que se vistieran con rica seda o con paño tosco. Vio algunos grupos de trabajadoras, mujeres mucho más aseadas que las que había en el campamento del ejército; de hecho, caminaban casi con aires de Aes Sedai, como si hubieran obtenido cierto grado de autoridad por haber sido admitidas en el campamento «de verdad».

Todos esos grupos se entrecruzaban por un espacio abierto y cuadrado de malas hierbas pisoteadas que constituía la zona comunal. Lo más desconcertante que había visto en ese campamento estaba relacionado con Egwene. Cada vez era más consciente de que allí la gente la consideraba realmente la Amyrlin. No era un simple señuelo puesto para atraer las iras sobre sí ni era un insulto premeditado con el fin de exasperar a Elaida. Para ellas, Egwene era la Amyrlin, punto.

Sí, era evidente que había sido elegida porque las rebeldes querían a alguien fácil de controlar, pero no la trataban como una marioneta; tanto Lelaine como Romanda hablaban de ella con respeto. La ausencia de Egwene era una ventaja para ellas, puesto que creaba un vacío de poder; en consecuencia, la aceptaban como una fuente de autoridad. ¿Sería él el único que recordaba que era una Aceptada hacía sólo unos meses?

La situación la había superado y se le había escapado de las manos. Sin embargo, también había impresionado a la gente de ese campamento. Era como cuando su madre había subido al trono de Andor muchos años atrás.

Pero ¿por qué se negaba a que la rescataran? ¡Por lo que había oído, el Viaje era un gran redescubrimiento, obra de la propia Egwene! Tenía que hablar con ella y entonces comprobaría si su renuencia a escapar era fruto del temor de poner en peligro a otras o si se debía a otra cosa.

Desmaneó a Reto del poste en el límite entre los campamentos de las Aes Sedai y del ejército, se despidió con un gesto de la cabeza de su novicia acompañante y subió a la silla, desde donde comprobó la situación del sol. Dirigió su montura hacia el este, a lo largo de un camino entre ambos campamentos, y emprendió un trote rápido. No le había mentido a Lelaine cuando le dijo que tenía otra cita, ya que había prometido reunirse con Bryne. Claro que había acordado la cita porque sabía de antemano que quizá necesitaría una disculpa para escapar de la Aes Sedai. Eso se lo había enseñado Bryne: no era señal de cobardía preparar la retirada por anticipado, sino simple y llanamente una buena estrategia.

Su buena hora de cabalgada más tarde, Gawyn encontró a su antiguo maestro donde habían planeado encontrarse: uno de los puestos de guardia del perímetro exterior. Bryne llevaba a cabo una inspección semejante a aquella a la que Gawyn había recurrido como excusa para ocultar su huida a los Cachorros. El general montaba en su castrado bayo de enorme hocico, cuando Gawyn llegó al trote a través de yerbajos de primavera y maleza rala. El puesto de guardia se hallaba en una depresión de suave declive, con una buena vista de la ruta de entrada por el norte. Los soldados mantenían una actitud respetuosa en presencia de su general y encubrían la hostilidad que sentían hacia Gawyn. Se había corrido la voz de que era él quien dirigía las incursiones contra ellos con tanto éxito. Un estratega como Bryne podría respetar a Gawyn por su capacidad aunque estuvieran en bandos opuestos, pero esos hombres habían visto morir a compañeros a manos de las tropas de Gawyn.

Bryne giró al caballo hacia él y lo saludó con un cabeceo.

—Llegas más tarde de que lo dijiste, hijo.

—¿Pero no más tarde de que lo esperabais? —repuso, frenando a Reto.

—En absoluto —contestó con una sonrisa el fornido general—. Visitabas a una Aes Sedai.

Gawyn sonrió también al oír eso último y los dos hicieron dar media vuelta a las monturas y emprendieron camino hacia las colinas despejadas del norte. Bryne tenía planeado inspeccionar todos los puestos de guardia del lado occidental de Tar Valon, una tarea que implicaba mucho tiempo a caballo, razón por la que Gawyn se había ofrecido a acompañarlo. Poca cosa más tenía que hacer para pasar el tiempo; eran contados los soldados que aceptaban entrenarse con él, y los que accedían lo intentaban con más dureza de lo normal para provocar un «accidente». Por otro lado, las Aes Sedai aguantaban hasta cierto punto sus insistentes requerimientos. En cuanto a las guijas, Gawyn no tenía la mente clara para jugar; estaba demasiado nervioso, demasiado preocupado por Egwene y demasiado frustrado por la falta de progreso en su objetivo. Para ser sincero, nunca había sido un buen jugador de guijas, al contrario que su madre. Bryne siempre le había insistido en que lo practicara de todas formas, como un método para aprender estrategia en batallas.

Las laderas de las colinas estaban salpicadas de yerbajos amarillentos y arbustos llamados alaudares, que eran unos matorrales de ramas nudosas, con hojas minúsculas y ligeramente azules. Deberían estar cubiertos de flores silvestres, pero no había florecido ni una. El paisaje tenía un aspecto enfermizo, pajizo a trozos y azul blanquecino en otros, con cantidades generosas de matas secas y muertas que no habían rebrotado tras el crudo invierno.

—Bien, ¿vas a contarme cómo fue la reunión? —preguntó Bryne mientras cabalgaban seguidos por una guardia de honor de varios soldados.

—Me da la sensación de que ya lo sabéis.

—Oh, no lo sé. Son tiempos extraños y las cosas extrañas están a la orden del día. Tal vez Lelaine decidió dejar las maquinaciones a un lado durante un rato y en cambio dar oídos a tus ruegos.

Gawyn torció el gesto y rezongó:

—Creo que sería más fácil dar con un trolloc dedicado a tejer que con una Aes Sedai alejada de las maquinaciones.

—Me parece que ya te lo advertí.

A eso no había réplica posible, así que se limitaron a cabalgar en silencio durante un rato. A la diestra quedaba el río, lejano, y más allá, los tejados y la Torre de Tar Valon. Una prisión.

—A la larga tendremos que hablar de ese grupo de soldados que dejaste atrás, Gawyn —le dijo de pronto Bryne, fija la vista al frente.

—No me parece que haya nada de lo que hablar —contestó Gawyn, lo que no era del todo verdad. Sospechaba lo que Bryne le preguntaría y no quería entrar en esa conversación.

—Necesito información, muchacho. —Bryne sacudió la cabeza—. Posición, número de efectivos y pertrechos… Sé que operabais desde una de las aldeas al este, pero ¿desde cuál? ¿Cuántos erais? ¿Qué clase de apoyo os prestaban las Aes Sedai de Elaida?

—Vine aquí para ayudar a Egwene —repuso Gawyn, también con la vista al frente—, no para traicionar a aquellos que confiaban en mí.

—Ya lo has hecho.

—No —espetó Gawyn con firmeza—. Los abandoné, sí, pero no los he traicionado. Y no tengo ninguna intención de hacerlo.

—¿Y esperas que deje pasar una posible ventaja sin aprovecharla? —preguntó Bryne, que se volvió para mirar a Gawyn—. ¡Lo que guardas en la cabeza podría salvar vidas!

—O segarlas, según se mire.

—No compliques las cosas, Gawyn.

—¿O qué? ¿Ordenaréis que sea sometido a interrogatorio?

—¿Sufrirías por ellos?

—Son mis hombres —respondió Gawyn con sencillez.

«O al menos lo eran», se dijo para sus adentros. De cualquier manera, ya estaba harto de que las circunstancias y las guerras hicieran de él un pelele. No serviría a la Torre Blanca, pero tampoco ofrecería su espada a las rebeldes. Su corazón y su honor pertenecían a Egwene y a Elayne. Y, si no podía entregárselos a ellas, serían de Andor —y del mundo entero— ya que daría caza a Rand al’Thor y se aseguraría de verlo muerto.

Rand al’Thor. Gawyn no creía lo que Bryne decía en defensa de ese hombre. Sí, sabía que Bryne pensaba lo que decía, pero se equivocaba. Podía pasarles incluso a las personas más sensatas, engatusadas por el carisma que irradiaba un ser como al’Thor. ¡Pero si hasta había embaucado a Elayne! La única manera de ayudarlos a todos sería desenmascarar a ese Dragón y deshacerse de él.

Volvió la vista hacia Bryne, que miraba de nuevo hacia adelante; lo más seguro es que siguiera pensando en los Cachorros. Era poco probable que ordenara que lo interrogaran. Gawyn conocía demasiado bien al general y su sentido del honor. No lo interrogarían, pero Bryne podría optar por apresarlo. Sería juicioso facilitarle un poco de información.

—Son muchachos, Bryne —le dijo. El general frunció el entrecejo—. Muchachos que apenas han superado la instrucción. Tendrían que estar entrenándose, no en un campo de batalla. Tienen buen corazón y su habilidad es aceptable, pero ya no representan ninguna amenaza para vos ahora que me he ido. Yo era el único que conocía vuestras estrategias. Sin mí, les será más difícil continuar con sus ataques. Sospecho que, si continúan atacando, pronto les llegará su hora. No hay necesidad de que yo se la adelante.

—De acuerdo, esperaré —respondió Bryne—. Pero, si se suceden los ataques con igual eficacia, te volveré a hacer la misma pregunta.

Gawyn asintió. Lo mejor que podía hacer por los Cachorros era ayudar a poner fin a la división reinante entre la Torre y las rebeldes. Pero eso parecía superar —con mucho— sus posibilidades. Quizás después de liberar a Egwene podría plantearse cómo hacerlo. ¡Luz! No tenían intención de llegar a las manos, ¿verdad? Bastante terribles habían sido las escaramuzas habidas tras la deposición de Siuan Sanche. ¿Qué podía suceder si se enfrentaran los dos ejércitos allí, a las puertas de Tar Valon? ¿Aes Sedai enfrentándose a Aes Sedai y Guardianes a Guardianes en un campo de batalla? Desastroso.

—No se debe llegar a esos extremos —se sorprendió Gawyn manifestando en voz alta.

Bryne observó al joven mientras avanzaban por el campo.

—No podéis atacar, Bryne —prosiguió—. Una cosa es sitiar la ciudad, pero ¿qué haríais si os ordenaran tomarla al asalto?

—Lo que siempre he hecho. Obedecer.

—Pero…

—Di mi palabra, Gawyn.

—¿Cuántas vidas vale esa palabra? Asaltar la Torre Blanca sería un desastre. Tanto da cuán desairadas se sientan estas Aes Sedai rebeldes. Si toman la ciudad con las armas no habrá reconciliación posible.

—Esa decisión no nos corresponde a nosotros. —Bryne lo observó, pensativo.

—¿Qué? —preguntó Gawyn al reparar en la mirada del general.

—Me preguntaba por qué te preocupas por eso. Creía que sólo estabas aquí por Egwene.

—Yo… —Gawyn se quedó sin palabras.

—¿Quién eres, Gawyn Trakand? —preguntó Bryne presionando a Gawyn—. ¿A quién te debes, realmente?

—Me conocéis mejor que la mayoría, Gareth.

—Sé quién se suponía que eras —respondió Bryne—. El Primer Príncipe de la Espada entrenado por Guardianes, pero sin estar vinculado a ninguna mujer.

—¿Acaso no es eso lo que soy? —le preguntó Gawyn a su vez, malhumorado.

—Tranquilo, hijo —dijo Bryne—. No pretendía insultarte, tan sólo era una observación. Sé que nunca fuiste tan dogmático como tu hermano, centrado en un único propósito. Supongo que debí darme cuenta y ver esto en ti.

Gawyn se volvió hacia el envejecido general. ¿De qué diantres hablaba?

—Es algo a lo que no se enfrentan muchos soldados, Gawyn. —Bryne suspiró—. Sí, tal vez se lo plantean, pero no dejan que los atormente. Es una pregunta para otro tipo de personas, para los que están arriba.

—¿A qué os referís? —preguntó Gawyn, perplejo.

—A escoger un bando —respondió Bryne—. Y, una vez hecho, preguntarse si fue la decisión correcta. Los soldados de a pie no tienen que realizar esta elección, pero nosotros, los que lideramos… Sí, ahora lo noto en ti. Esa habilidad que tienes con la espada no es un don de poca monta. ¿A favor de quién lo utilizarás?

—De Elayne —respondió al punto Gawyn.

—¿Como lo haces ahora? —le preguntó Bryne con sorna.

—Bueno, una vez que haya salvado a Egwene, sí.

—¿Y si Egwene no quiere irse? Conozco esa mirada que hay en tus ojos, muchacho, y también sé unas cuantas cosas sobre Egwene al’Vere. No abandonará el campo de batalla hasta que no haya un vencedor.

—Me la llevaré conmigo, a Andor.

—¿Te la llevarás a la fuerza, igual que entraste en mi campamento? ¿Te vas a convertir en un camorrista, en un matón conocido exclusivamente por su habilidad para castigar o matar a quienes no están de acuerdo contigo?

Gawyn no respondió.

—¿A quién servir? —continuó Bryne, pensativo—. Algunas veces nuestra propia destreza nos asusta. ¿De qué sirve la maestría en el combate si no se tiene una salida para descargar esa energía? ¿Qué es? ¿Un talento desaprovechado? ¿El camino para convertirse en un asesino? Tener el poder de proteger y defender es una sensación sobrecogedora, así que buscas ofrecer tu espada a alguien, a alguien que la utilice con sabiduría. La necesidad de decidir te corroe, incluso después de haberlo hecho. Veo más esa pregunta en los jóvenes. Los perros viejos como yo nos contentamos con tener un lugar frente al hogar. Si alguien nos dice que luchemos, no queremos remover demasiado las cosas. Los jóvenes, en cambio, se hacen preguntas.

—¿Vos también os las hiciste? —preguntó Gawyn.

—Sí, más de una vez. Aún no era capitán general durante la Guerra de Aiel, sino capitán de compañía. Me hacía muchas preguntas por aquel entonces.

—¿Que os asaltaron dudas sobre el bando al que debíais lealtad en la Guerra de Aiel, nada menos? —se escandalizó Gawyn, fruncido ceño—. Vinieron a masacrarnos.

—No venían por nosotros —contestó Bryne—. Sólo buscaban a los cairhieninos. Claro que, de primeras, era difícil saber sus intenciones; pero, para ser sincero, muchos de nosotros empezamos a hacernos preguntas. Laman merecía morir como murió. ¿Por qué teníamos que interponernos? Tal vez muchos más debieron haberse hecho esa pregunta.

—¿Cuál es la respuesta, pues? —inquirió Gawyn—. ¿En qué depositar la confianza? ¿A quién servir?

—No lo sé —respondió con sinceridad Bryne.

—Entonces, ¿por qué planteárselo siquiera? —dijo Gawyn, que hizo detenerse al caballo.

Bryne hizo lo propio y se volvió hacia él.

—No sé la respuesta porque no hay sólo una. Cada persona tiene la suya propia. Cuando era joven, luchaba por honor. Más tarde me di cuenta de que no había honor en matar a nadie y comprendí que había cambiado. Entonces luché porque estaba al servicio de tu madre. Confiaba en ella. Cuando me falló, volví a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué había sido de todos aquellos años a sus órdenes, de todos los hombres que maté en su nombre? ¿Acaso importaba? ¿Tenía algún significado cualquiera de esas cosas?

Bryne dio media vuelta y sacudió las riendas, reemprendiendo la marcha. Gawyn se apresuró a alcanzarlo y se puso a su lado.

—¿Te preguntas por qué estoy aquí, y no en Andor? —inquirió Bryne—. Es porque no puedo dejarlo pasar. Es porque el mundo está cambiando y necesito ser parte de ese cambio. Es porque, una vez que se me despojó de todo lo que tenía en Andor, necesitaba otro lugar donde servir. El Entramado me ofreció esta oportunidad.

—¿Y la cogiste simplemente porque estaba ahí?

—No, lo hice porque soy un estúpido. —Bryne lo miró a los ojos—. Pero me quedé porque era lo correcto. Lo que se ha dividido debe volver a unirse, y ya he visto lo que unos pésimos gobernantes son capaces de hacer con sus reinos. No podemos permitir que Elaida arrastre al mundo en su caída.

Gawyn dio un respingo.

—Sí —dijo Bryne—. En verdad, he llegado a pensar como ellas. ¡Esas necias mujeres! Pero por la Luz, Gawyn, están en lo cierto. Lo que hago es correcto. Ella tiene razón.

—¿Quién?

Bryne sacudió la cabeza al tiempo que mascullaba:

—Maldita mujer.

«¿Egwene?», se preguntó Gawyn para sus adentros.

—Mis razones no son importantes para ti, hijo —continuó Bryne—. No eres uno de mis soldados, pero… Tendrás que tomar algunas decisiones. Dentro de poco deberás escoger un bando y deberás saber por qué lo hiciste. Es todo lo que puedo decirte.

Bryne taloneó al caballo y lo puso a un paso más rápido. A lo lejos, Gawyn distinguió otro puesto de guardia; se quedó rezagado mientras Bryne y sus hombres se acercaban al puesto.

Escoger un bando. ¿Y si Egwene no quería irse con él?

Bryne tenía razón: se avecinaba algo. Se olía en el aire, se sentía en la mortecina luz que lograba atravesar las nubes. Se notaba a lo lejos, hacia el norte, crepitando como una energía invisible en aquel oscuro horizonte.

Guerra, batallas, conflictos, cambios. Gawyn tuvo la sensación de no saber distinguir un bando del otro. Cuanto menos, saber cuál elegir.

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