43 Sellado para la llama

Egwene se encontraba sentada en su tienda, callada y con las manos en el regazo. Controlaba la conmoción, la ardiente cólera y la incredulidad.

La regordeta y bonita Chesa también estaba sentada en un cojín que había en un rincón, en silencio, y bordaba el repulgo de uno de los vestidos de Egwene. La tienda se hallaba aislada, instalada entre un grupo de árboles situado dentro del campamento de las Aes Sedai. Esa mañana no había permitido que entrara ninguna ayudante aparte de Chesa. Incluso había rehusado ver a Siuan, que sin duda había acudido para darle algún tipo de disculpa. Egwene necesitaba tiempo para pensar, para prepararse, para afrontar su fracaso.

Porque era un fracaso. Sí, lo habían forzado otros, pero esos otros eran sus seguidores y sus amigos. Sabrían de su cólera por su parte en el fiasco, pero antes tenía que reflexionar, juzgar qué tendría que haber hecho mejor.

Ocupaba el sillón de madera de respaldo alto y ornamentado con dibujos de volutas en los reposabrazos. La tienda seguía tal como estaba a su partida: el escritorio bien ordenado, las mantas dobladas, los cojines y almohadas apilados en un rincón. Y todo limpio, sin duda gracias a Chesa. Igual que un museo que se utilizaba para instruir a niños de antaño.

Egwene se había mostrado todo lo categórica que pudo con Siuan durante sus encuentros en el Tel’aran’rhiod y, sin embargo, aun así, habían ido a buscarla en contra de sus deseos. Quizás ella había sido muy reservada. El secretismo era peligroso; de hecho, era lo que había derrocado a Siuan. El tiempo que esa mujer había estado como cabeza de los informadores del Ajah Azul le había enseñado a ser mezquina con la información, que repartía poquito a poco, como un patrón cicatero el día de pago. Y así, de haber sabido las otras la importancia del trabajo de Siuan, tal vez no habrían decidido ponerse en su contra.

Egwene pasó los dedos por la bolsita suave, de un tejido muy tupido, que ahora llevaba atada al cinturón. Dentro guardaba un objeto fino y alargado, retirado en secreto de la Torre Blanca esa mañana temprano.

¿Había caído en la misma trampa que Siuan? El peligro existía. Al fin y a la postre, era Siuan quien la había instruido. Si ella hubiese explicado con más detalle lo bien que iba su trabajo en la Torre Blanca, ¿se habrían quedado al margen los otros?

Era como andar por la cuerda floja. Había muchos secretos que una Amyrlin debía guardar, porque actuar con transparencia debilitaría su autoridad. Sin embargo, con Siuan tendría que haber sido más abierta, ya que esa mujer estaba demasiado acostumbrada a actuar por su cuenta. El hecho de que se hubiera guardado el ter’angreal del sueño sin conocimiento ni permiso de la Antecámara era una muestra de ello. No obstante, ella había aprobado que lo hiciera y, de forma inconsciente, había animado a Siuan a desafiar la autoridad de las Asentadas.

Sí, ella también había cometido errores; no podía echarles toda la culpa a Siuan, Bryne y Gawyn. Era my probable que también hubiera cometido otros fallos, de modo que más adelante tendría que examinar sus propios actos con más detenimiento.

De momento, se centró en el problema más grave: había ocurrido un desastre. La habían sacado de la Torre Blanca cuando se disponía a alcanzar el éxito. ¿Qué se podía hacer al respecto? No se levantó de la silla para pasear por la tienda mientras pensaba. Pasear era indicio de nerviosismo o frustración y tenía que aprender a ser circunspecta en todo momento, no fuera a adquirir malas costumbres sin darse cuenta. Así pues, siguió sentada, apoyadas las manos en los reposabrazos.

Ese día llevaba un vestido de seda en color verde, con dibujos amarillos en el corpiño. Qué rara se sentía con esa falda. Qué… fuera de lugar. Los vestidos blancos se habían convertido en un símbolo de desafío, aunque la obligaran a ponérselos. Cambiar ahora significaba poner fin a su oposición. Estaba cansada —tanto física como emocionalmente— tras la batalla de la noche anterior, pero no debía dejarse vencer por la fatiga. Esa no sería la primera noche que pasaba casi en vela, previa a un día muy importante en cuanto a decisiones y problemas.

Se sorprendió tamborileando con los dedos en los reposabrazos e hizo un esfuerzo para relajar las manos.

Ahora era imposible regresar a la Torre Blanca como novicia. Su desafío sólo había funcionado porque era una Amyrlin cautiva. Si regresaba de forma voluntaria su actitud se entendería servil o arrogante. Además, esta vez Elaida no dudaría en ejecutarla.

Así que se encontraba metida en un atolladero, tan atrapada en la situación actual como cuando la habían prendido las vigilantes de la Torre Blanca. Apretó los dientes. Hubo un tiempo en que creía —erróneamente— que los giros imprevistos del Entramado no podían zarandear así como así a una Amyrlin, porque se suponía que ella controlaba las cosas. Todos los demás tardaban días en reaccionar, pero la Amyrlin era una mujer de acción.

Cada vez se daba más cuenta de que el hecho de ser la Amyrlin no cambiaba nada. La vida era un vendaval, daba igual si una era una moza de granja o una reina. La diferencia radicaba en que las reinas dominaban mejor el arte de ofrecer una imagen de control en medio de esa tormenta. Si Egwene se mostraba como una estatua, sin que los vientos la afectaran, se debía a que sabía cómo inclinarse con esos vientos. Era lo que daba una imagen ilusoria de control.

No. No era sólo una ilusión. La Amyrlin tenía más control, aunque sólo fuera porque se controlaba a sí misma y mantenía fuera la tempestad. Se mecía ante el empuje de las necesidades del momento, pero sus acciones estaban bien meditadas. Tenía que ser tan lógica como una Blanca, tan reflexiva como una Marrón, tan vehemente como una Azul, tan contundente como una Verde, tan compasiva como una Amarilla, tan diplomática como una Gris y, sí, tan vengativa como una Roja cuando fuera preciso.

No había vuelta a la Torre Blanca como novicia y tampoco podía esperar a seguir con las negociaciones. No una vez que los seanchan habían tenido la osadía de atacar la Torre Blanca. Y tampoco estando Rand sin la debida supervisión. Ni con el mundo sumido en el caos y la Sombra agrupando sus fuerzas para la Última Batalla. Todo lo cual la colocaba ante una difícil decisión: disponía de un ejército descansado de cincuenta mil hombres, en tanto que la Torre Blanca acababa de recibir un fortísimo golpe. Las Aes Sedai estarían agotadas, la Guardia de la Torre, herida y destrozada.

Dentro de unos días las Curaciones se habrían terminado y las mujeres estarían descansadas. E ignoraba si Elaida había sobrevivido al ataque, pero ella tenía que dar por sentado que la Roja seguía al frente de la Torre. Todo lo cual la dejaba con un margen de tiempo para actuar muy limitado.

Sabía lo que debía hacer. No disponía de tiempo para esperar a que las hermanas de la Torre Blanca tomaran la decisión correcta, así que tendría que forzarlas a aceptarla como Amyrlin.

Confiaba en que, a la larga, la historia la perdonaría.

Se levantó del sillón y abrió las lonas de la puerta, pero se paró en seco. Había un hombre sentado en el suelo, justo delante de ella.

Gawyn se puso de pie con rapidez, tan apuesto como Egwene lo recordaba. No era guapo, como su hermanastro. Gawyn era más sólido, más… tangible. Qué increíble que esas peculiaridades lo hicieran más atractivo para ella que Galad, que era más como un ser irreal, un personaje de leyenda y relatos. Como una estatuilla de cristal que se pone en una repisa para admirarla, pero sin tocarla nunca.

Gawyn era diferente. Apuesto, con ese lustroso pelo rojizo y esos ojos tan dulces. Y, mientras que Galad nunca se angustiaba por nada, el interés de Gawyn lo hacía más auténtico; al igual que su habilidad para cometer errores, por desgracia.

—Egwene —empezó mientras se colocaba bien la espada y se sacudía el polvo de las perneras del pantalón.

¡Luz! ¿Es que había dormido allí, delante de la tienda? El sol se encontraba a mitad de camino del zenit. ¡Ese hombre habría tenido que ir a descansar un poco!

Reprimió la preocupación y la intranquilidad por él. No era el momento de actuar como una muchachita perdidamente enamorada, sino como la Amyrlin.

—Gawyn —dijo a la par que levantaba una mano para que no se acercara a ella—. Ni siquiera he empezado a plantearme qué hacer contigo. Hay otros asuntos que demandan mi atención. ¿Se ha reunido la Antecámara como ordené?

—Creo que sí —respondió él, que se volvió para mirar hacia el centro del campamento.

A través de los achaparrados árboles apenas se alcanzaba a ver desde allí la gran tienda de reuniones de la Antecámara.

—En tal caso, he de presentarme ante las Asentadas. —Egwene respiró hondo y echó a andar.

—No. —Gawyn se interpuso en su camino—. Egwene, tenemos que hablar.

—Después.

—¡No, después no, maldita sea! Llevo meses esperando. Necesito saber qué hay entre nosotros. Necesito saber si tú…

—¡Basta!

Él se quedó petrificado. ¡No iba a permitir que la atrapara en esos ojos! En ese momento no.

—He dicho que aún no he analizado mis sentimientos —continuó Egwene con frialdad—. Y lo dije en serio.

Gawyn tensó la mandíbula.

—No me creo ese sosiego Aes Sedai, Egwene. No lo creo si tus ojos hablan con más sinceridad. He sacrificado…

—¿Que tú has sacrificado? —lo interrumpió, dejando que la voz denotara un poco de ira—. ¿Y lo que yo he sacrificado para reconstruir la Torre Blanca? Unos sacrificios que menoscabasteis al actuar en contra de mis expresos deseos. ¿Es que Siuan no te dijo que había prohibido que se intentara un rescate?

—Lo hizo —repuso con tirantez—. ¡Pero estábamos preocupados por ti!

—Bien, pues, esa preocupación era el sacrificio que yo exigía, Gawyn —replicó, exasperada—. ¿Es que no ves la poca confianza que has demostrado tener en mí? ¿Cómo voy a confiar en ti si vas a desobedecerme para estar más tranquilo?

Gawyn no parecía avergonzado, sólo desconcertado. Lo cual era una buena señal; como Amyrlin necesitaba un hombre que le hablara con franqueza. En privado. Pero en público necesitaba a alguien que la respaldara. ¿Es que no se daba cuenta?

—Me amas, Egwene —insistió, obcecado—. Lo noto.

—Egwene la mujer te ama —contestó—. Pero Egwene la Amyrlin está furiosa contigo. Gawyn, si vas a estar conmigo tendrás que estar con ambas, la mujer y la Amyrlin. Esperaba que tú, un hombre adiestrado para ser el Primer Príncipe de la Espada, supieras asumir esa distinción.

Gawyn desvió la vista.

—¿No lo crees, verdad? —preguntó Egwene.

—¿El qué?

—Que soy la Amyrlin. No aceptas ese título.

—Lo estoy intentando —admitió él, que volvió a mirarla—. Pero, por la Luz bendita, Egwene, cuando nos separamos sólo eras una Aceptada, y de eso no hace tanto tiempo. ¿Y ahora te han nombrado Amyrlin? No sé qué pensar.

—¿Y tampoco te das cuenta de cómo esta falta de convicción que demuestras está minando lo que hubiera podido haber entre nosotros?

—Puedo cambiar. Pero tienes que ayudarme.

—Que es por lo que quería hablar después. ¿Vas a dejarme pasar?

Gawyn se apartó a un lado con renuencia.

—Esta conversación no ha terminado —le advirtió a Egwene—. Por fin he tomado una decisión sobre algo y no estoy dispuesto a dejar de intentarlo hasta conseguirlo.

—Estupendo. —Egwene lo dejó atrás—. Ahora no puedo dedicarle tiempo a eso. He de ir a dar la orden a gente que me importa que ataque a otro grupo de gente que me importa.

—De modo que vas a hacerlo, ¿verdad? —dijo a su espalda Gawyn—. Corren por el campamento ciertas especulaciones. Han llegado a mis oídos a pesar de que apenas me he movido de aquí en toda la mañana. Hay quien cree que ordenaste a Bryne atacar la ciudad.

Egwene vaciló.

—Sería una lástima que ocurriera eso —continuó él—. Tar Valon me trae sin cuidado, pero creo saber cómo repercutiría en ti atacar la ciudad.

Egwene se volvió hacia él.

—Haré lo que deba hacerse, Gawyn —dijo, mirándolo a los ojos—. Por el bien de las Aes Sedai y de la Torre Blanca. Aunque sea doloroso. Aunque me desgarre por dentro. Lo haré si hay que hacerlo. Siempre.

Gawyn asintió despacio con la cabeza, y Egwene se encaminó hacia el pabellón situado en el centro del campamento.


—Fue culpa tuya, Jesse —dijo Adelorna, todavía con los ojos enrojecidos.

Había perdido un Guardián la noche anterior, igual que muchas otras. Pero también era dura como un feroz sabueso y saltaba a la vista que estaba decidida a no manifestar su dolor.

Jesse Bilal se calentó las manos en la taza de infusión de grosella espinosa, sin dejarse espolear por la otra mujer. La pregunta de Adelorna era inevitable; y tal vez Jesse merecía la reprimenda. Todas ellas la merecían, por supuesto, ya fuera de un modo u otro. Excepto, quizás, Tsutama, que por aquel entonces no era cabeza de su Ajah. En parte, ésa era la razón de que no se hubiera invitado a la mujer a esa reunión en particular. Eso, y el hecho de que el Ajah Rojo no gozaba del favor de los otros en ese momento.

En el cuarto pequeño y hacinado apenas cabían las cinco sillas y la estufa de leña colocada contra la pared y de la que irradiaba un agradable calorcillo. No quedaba sitio para una mesa y, menos aún, una chimenea; sólo había el espacio justo para cinco mujeres. Las más poderosas del mundo. Y, por lo visto, las más estúpidas.

Formaban una penosa hermandad esa mañana, la que siguió al mayor desastre en la historia de la Torre Blanca. Jesse echó una ojeada a la Aes Sedai que tenía al lado; Ferane Neheran —Razonadora Mayor del Blanco— era una mujer baja y gruesa que, cosa extraña entre las Blancas, a menudo se mostraba más temperamental que lógica. Ese día era una de tales ocasiones y permanecía sentada, ceñuda y cruzada de brazos; había rechazado una taza de infusión.

Junto a ella se encontraba Suana Dragand, Tejedora Mayor del Ajah Amarillo. Era fornida y tenía la barbilla prominente, muy en consonancia con su naturaleza inquebrantable. Adelorna, la que había acusado a Jesse, se hallaba sentada a su lado. Nadie podía reprochar a la Capitán General su resentimiento, precisamente a ella, que había sido azotada por Elaida y que la pasada noche había estado a punto de morir a manos de los seanchan. La esbelta mujer tenía un aspecto desaliñado, algo inusual en ella, con el pelo recogido en un moño práctico y el blanco vestido todo arrugado.

La última mujer que se hallaba en el cuarto era Serancha Colvine, Primera Agregada del Ajah Gris. Tenía el cabello castaño claro y el rostro con ese gesto perpetuo y tan peculiar que le daba aspecto de acabar de probar algo muy amargo, aunque ese día se acentuaba más que nunca.

—Tiene su punto de razón, Jesse —intervino Ferane, el tono lógico en claro contraste con su evidente disgusto—. Fuiste tú la que sugirió este curso de acción.

—«Sugerir» en un término exagerado. —Jesse tomó un sorbo de la infusión—. Me limité a mencionar que en algunos de los documentos más… privados de la Torre se menciona que en ocasiones gobernaron las cabezas de los Ajahs, en vez de la Amyrlin. —Las cabezas de los Ajahs tenían conocimiento de la existencia del decimotercer depósito, si bien no tenían permiso para visitarlo a menos que fueran asimismo Asentadas. Eso no impedía que casi todas ellas recurriesen a sus Asentadas para conseguir la información que precisaran—. Puede que yo haya actuado como mensajera, pero con frecuencia tal es el papel de las Marrones. Ninguna se mostró tan indecisa para que hiciera falta «obligarla» a seguir este curso de acción.

El razonamiento de Jesse provocó unas cuantas miradas de soslayo, y las mujeres aprovecharon para examinar con gran atención el contenido de sus tazas. Sí, todas estaban implicadas, y eran conscientes de ello. Jesse no cargaría con la responsabilidad de aquel desastre.

—De poco sirve echarle la culpa a nadie. —Suana procuró mostrarse conciliadora, aunque había un timbre de amargura en su voz.

—No voy a conformarme con tanta facilidad —gruñó Adelorna. Algunas Aes Sedai reaccionaban con tristeza a la pérdida de un Guardián; otras, con ira. No cabía duda por cuál de las dos se inclinaba la Verde—. Se ha cometido un error muy, muy grave. La Torre Blanca arde, la Amyrlin ha sido capturada por los invasores, y el Dragón Renacido sigue recorriendo el mundo sin ningún tipo de trabas. ¡Muy pronto todas las naciones sabrán nuestra desgracia!

—¿Y de qué servirá culparnos las unas a las otras? —repuso Suana—. ¿Tan infantiles somos que nos pasaremos toda la reunión discutiendo sobre cuál de nosotras acabará colgada con tal de eludir nuestra propia responsabilidad?

Jesse agradeció con un gesto las palabras de la robusta Amarilla. Ni que decir tiene que Suana había sido la primera de las cabezas de los Ajahs en acceder al plan de Jesse, por lo que era la siguiente en la fila de la metafórica horca.

—Tienes razón. —Serancha bebió un sorbo de la taza—. Hemos de hacer las paces entre nosotras. La Torre necesita liderazgo y no vamos a conseguirlo en la Antecámara.

—También en eso tenemos parte de culpa —admitió Ferane, que parecía disgustada.

Era cierto. Al principio el plan les había parecido brillante. La división de la Torre, la marcha de tantas en rebelión y la elección de una nueva Amyrlin no había sido culpa de ellas. Pero sí presentó varias oportunidades; la primera fue la más fácil de aprovechar: enviar Asentadas a las rebeldes para guiarlas y acelerar la reconciliación. Se eligió a las Asentadas más jóvenes, con sus reemplazos en la Torre destinadas a servir sólo durante un corto plazo. Las cabezas de los Ajahs estaban seguras de que ese escarceo de rebelión se sofocaría con facilidad.

No se lo habían tomado del todo en serio. Ése fue su primer error. El segundo fue más grave. Era cierto que hubo momentos en el pasado en que las cabezas de los Ajahs —no la Sede Amyrlin ni la Antecámara de la Torre— habían dirigido a las Aes Sedai. En secreto, por supuesto, pero con excelentes resultados. Vaya, pero si el mandato de Cemaile Sorenthaine habría desembocado en un completo desastre si las cabezas de los Ajahs no hubiesen intervenido. Y la actual situación parecía muy similar. Los días de la Última Batalla se aproximaban, eran tiempos muy especiales que requerían mucha atención. Atención de mujeres de mente lógica, con la cabeza en su sitio y mucha experiencia. Mujeres capaces de hablar en confianza y decidir el mejor curso que debía seguirse evitando las discusiones en las que se enredaba la Antecámara.

—¿Dónde os parece que nos equivocamos? —preguntó en tono sosegado Serancha.

Las mujeres guardaron silencio. Ninguna quería reconocer sin rodeos que el plan había sido contraproducente. Adelorna se recostó en la silla, cruzada de brazos y echando chispas, pero sin lanzar más acusaciones.

—Elaida —dijo Ferane—. Nunca fue muy… lógica.

—Un puñetero desastre, eso es lo que fue —rezongó Adelorna.

—No se debió sólo a eso —admitió Jesse—. Elegir directamente Asentadas que podíamos controlar para reemplazar a las que se enviaron con las rebeldes era una buena decisión, pero tal vez resultaba demasiado obvia. Las mujeres de nuestros Ajahs empezaron a sospechar; sé de varios comentarios que han hecho hermanas del Marrón. No pasamos tan inadvertidas como imaginamos.

—Sí —asintió Serancha—. Olía a conspiración, y eso hizo que las mujeres desconfiaran. Y además estaban las rebeldes, mucho más difíciles de controlar de lo que previmos.

Todas asintieron con la cabeza. Ellas, como Jesse, habían dado por sentado que, guiadas de forma adecuada, las rebeldes habrían vuelto a la Torre para pedir perdón. Esa división tendría que haber acabado sin más daños que unos cuantos egos heridos.

No habían contado con la resistencia ni la eficacia demostradas por las rebeldes. Todo un ejército que había aparecido alrededor de Tar Valon en mitad de una tormenta de nieve, dirigido por una de las mentes militares más preclaras de la era presente. Con una Amyrlin nueva y un cerco de una eficacia frustrante. ¿Quién lo habría imaginado? ¡Y algunas de las Asentadas enviadas habían empezado a apoyar más a las rebeldes que a la Torre Blanca!

«Jamás debimos permitir que Elaida disolviera el Ajah Azul —se dijo Jesse para sus adentros—. Las Azules podrían haberse sentido inclinadas a regresar, de no ser por eso. Sin embargo, la medida significaba tal deshonor que no dieron el brazo a torcer». Sólo la Luz sabía lo peligroso que era aquello; la historia estaba repleta de relatos sobre lo contumaces que las Azules podían llegar a ser para hacer las cosas a su manera, sobre todo si se las acorralaba.

—Creo que es hora de admitir que no hay esperanza de sacar adelante nuestros planes —dijo Suana—. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí —contestó Adelorna.

Una tras otra, las hermanas asintieron con la cabeza, al igual que hizo la propia Jesse. Hasta en aquel cuarto resultaba difícil aceptar los errores, pero era hora de poner fin a los desatinos y empezar la reconstrucción.

—Esto tiene sus propios problemas en particular —dijo Serancha, ahora más sosegada la voz.

También las otras mujeres parecían más seguras de sí mismas. No es que esas cinco se fiaran entre ellas, pero estaban mucho más cerca de conseguirlo que cualquier otro grupo con autoridad en la Antecámara.

—Hay que ocuparse del asunto —añadió Ferane—. La división ha de subsanarse.

—La rebelión era contra Elaida —dijo Adelorna—. Si ya no es Amyrlin, entonces ¿qué razón hay para rebelarse y contra qué?

—Es decir, ¿que la abandonamos? —preguntó Jesse.

—Se lo merece —sentenció Adelorna—. Repitió una y otra vez que los seanchan no representaban una amenaza. Bien, pues, ahora paga por su irreflexión en sus propias carnes.

—El rescate de Elaida está fuera de nuestro alcance —añadió Ferane—. La Antecámara ya ha discutido este punto. La Amyrlin está perdida en alguna parte entre una masa de cautivas de los seanchan, y no tenemos ni los medios ni la información necesarios para intentar ese rescate.

«Y no digamos ya las pocas ganas de hacerlo», añadió para sus adentros Jesse. Muchas de las Asentadas que habían presentado esos temas a la Antecámara eran las que habían recibido castigos por orden de Elaida. Jesse no se contaba entre ellas, pero sí estaba de acuerdo en que Elaida se lo había buscado, aunque sólo fuera por haber empujado a los Ajahs a enzarzarse unos contra otros.

—En tal caso, hay que buscar alguien que la reemplace, pero ¿quién? —comentó Serancha.

—Ha de ser alguien fuerte —apuntó Suana—. Pero también cauta, a diferencia de Elaida. Una mujer en torno a la cual las hermanas formen una piña.

—¿Qué os parece Saerin Asnobar? —sugirió Jesse—. Últimamente ha demostrado una gran sabiduría y es una persona que cae bien a todas.

—Tenías que elegir a una Marrón, claro —dijo Adelorna.

—¿Y por qué no? —preguntó desconcertada Jesse—. Imagino que todas sabréis lo bien que actuó al asumir el mando durante el ataque de anoche.

—Seaine Herimon encabezó su propia resistencia —intervino Ferane—. Diría que el momento actual pide una mujer que tenga un temperamento desapasionado para dirigirnos. Alguien que nos ofrezca una guía racional.

—Tonterías —argumentó Suana—. Las Blancas son demasiado impasibles, no queremos distanciadas a las hermanas, sino que queremos reunirlas. ¡Sanarlas! Vaya, una Amarilla…

—Estáis olvidando algo —intervino Serancha—. ¿Qué hace falta ahora? Una reconciliación. El Ajah Gris es el que se ha dedicado durante siglos a practicar el arte de la negociación. ¿Quién mejor que una Gris para encargarse de una Torre dividida y del propio Dragón Renacido?

Adelorna apretó con fuerza los antebrazos de la silla e irguió la espalda. Las otras empezaban también a ponerse en tensión y, cuando Adelorna abrió la boca para hablar, Jesse se le adelantó.

—¡Basta! —espetó—. ¿Es que vamos a pelearnos como ha estado haciendo la Antecámara toda la mañana? ¿Empecinarnos en que cada Ajah proponga a sus propios miembros y que los demás los rechacen, sin más?

El cuarto volvió a sumirse en el silencio. Era verdad; la Antecámara había estado en sesión durante horas y acababa de hacer un corto receso. Ningún Ajah se acercaba ni de lejos a obtener el respaldo necesario para una de sus candidatas. Las Asentadas no admitirían a ninguna que perteneciera a otro Ajah; había mucha animosidad entre ellas. ¡Luz, que desastre!

—Lo ideal sería una de nosotros cinco —sugirió Ferane—. Tendría sentido.

Las cinco se miraron y Jesse vio la respuesta a esa propuesta en los ojos de las demás. Eran las cabezas de los Ajahs, las mujeres más poderosas del mundo. En aquel momento estaban equilibradas en poder y, aunque se fiaran entre sí más que la mayoría, no habría forma de que ninguna permitiera el ascenso a la Sede Amyrlin de la cabeza de otro Ajah. Sería otorgarle a esa mujer demasiado poder. Tras el fracaso de su plan, la confianza había menguado más si cabía.

—Si no tomamos pronto una decisión, la Antecámara podría hacerlo por nosotras —apuntó Suana.

—Bah. —Adelorna agitó una mano en un gesto de desdén—. Están tan divididas que ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo en el color que tiene el cielo. Las Asentadas no tienen ni idea de lo que hacen.

—Al menos algunas de nosotras no elegimos Asentadas que eran demasiado jóvenes por muchos años de diferencia para ocupar un puesto en la Antecámara —arguyó Ferane.

—¿De veras? —dijo Adelorna—. ¿Y cómo solventaste tú eso, Ferane? ¿Eligiéndote a ti misma como Asentada?

Los ojos de Ferane se desorbitaron por la ira. No era una buena idea buscarle las vueltas a esa mujer.

—Todas cometimos errores —se apresuró a intervenir Jesse—. Muchas hermanas que elegimos eran peculiares. Queríamos mujeres que hicieran exactamente lo que deseábamos, pero en cambio nos encontramos con un grupo de mocosas pendencieras con una exagerada opinión de sí mismas y demasiado inmaduras para influir en mentes más moderadas.

Adelorna y Ferane pusieron todo su empeño en no mirarse la una a la otra.

—Esto nos sigue dejando con un problema sin resolver —intervino Suana—. Necesitamos una Amyrlin. La labor de sanar las heridas abiertas ha de empezar enseguida, cueste lo que cueste.

—Para ser sincera, no se me ocurre ninguna mujer a la que apoyaría un número suficiente de Asentadas —apuntó Serancha al tiempo que movía la cabeza en un gesto de negación.

—A mí sí —manifestó Adelorna casi en un susurro—. Hoy se la mencionó en la Antecámara varias veces. Sabéis a quién me refiero. Es joven y sus circunstancias son insólitas, pero en el momento actual todo es anómalo.

—No sé —dijo Suana, con el entrecejo fruncido—. Se la mencionó, sí, pero por aquellas que tienen motivos que no son de fiar.

—Saerin parece estar muy impresionada con ella —admitió Jesse.

—Es demasiado joven —argumentó Serancha—. ¿No acabamos de recriminarnos el haber elegido Asentadas sin suficiente experiencia para ese puesto?

—Es joven, sí —convino Ferane—, pero tendrás que admitir que tiene cierto… talento natural. No se me ocurre de nadie en la Torre que le plantara cara a Elaida con tanta energía como ella. ¡Y nada menos que encontrándose en su situación!

—Habéis oído los informes de lo que hizo durante el ataque —agregó Adelorna—. Puedo confirmar que son ciertos. Yo estuve con ella casi todo el tiempo.

Jesse se sorprendió al oír las palabras de la Verde. No había caído en la cuenta de que Adelorna se hallaba en el nivel veintidós durante la batalla.

—Seguro que es una exageración todo lo que se ha contado —dijo la Marrón.

—No, no lo es —Adelorna reforzó la negación con la cabeza—. Parece increíble, pero… En fin, ocurrió. Todo, de principio a fin.

—Las novicias casi la adoran —informó Ferane—. Si las Asentadas no aceptarían a una hermana de otro Ajah, ¿qué me decís de una mujer que nunca ha elegido uno, una mujer que tiene cierta experiencia (por injustificada que sea) en asumir esa posición de la que hablamos?

Jesse se sorprendió a sí misma haciendo un gesto de asentimiento. Mas ¿cómo se había ganado la joven rebelde tanto respeto de Ferane y Adelorna?

—Tengo mis dudas —dijo Suana—. Me parece otra decisión precipitada.

—¿No eras tú la que decía hace un momento que hemos de sanar las heridas de la Torre al precio que sea? —inquirió Adelorna—. ¿De verdad se te ocurre un modo mejor de conseguir que las rebeldes vuelvan con nosotras? —Se volvió hacia Serancha—. ¿Cuál es el mejor método de aplacar a un grupo desairado? ¿No sería contemporizar, ceder un poco ante ellas reconociendo lo que han hecho bien?

—Tiene razón —admitió Suana. Torció el gesto y apuró de un trago lo que quedaba en la taza—. Luz, sí que tiene razón, Serancha. Debemos hacerlo.

La Gris las fue mirando de una en una.

—Imagino que no seréis tan necias para creer que a esa mujer la podréis llevar por donde queráis, ¿verdad? No pienso acceder a esto si nos estamos limitando a crear otra marioneta. Ese plan fracasó. Fracasó estrepitosamente.

—Dudo que volvamos a encontrarnos en tal situación —adujo Ferane con un atisbo de sonrisa—. Ésta no es de las que se dejan intimidar. No tenéis más que ver cómo afrontó las medidas coercitivas de Elaida.

—Sí —asintió Jesse, que de nuevo se sorprendió a sí misma—. Hermanas, si aceptamos esta propuesta, habremos puesto fin a nuestro sueño de gobernar en la sombra. Para bien o para mal, estaremos eligiendo una Amyrlin de carácter firme.

—Yo, por mi parte, creo que es una idea espléndida —manifestó Adelorna—. Esto ya ha durado más de la cuenta.

Una a una, las demás dieron su consentimiento.


Siuan se encontraba de pie, inmóvil, bajo las ramas de un pequeño roble. El árbol estaba rodeado por el campamento y su sombra se había convertido en un espacio frecuentado por Aceptadas y novicias para tomar la comida. En aquel momento no había ninguna dedicada a esa actividad; las hermanas, demostrando un buen juicio extraordinario en esta ocasión, les habían encargado tareas para tenerlas ocupadas y que no se congregaran alrededor de la tienda donde se reunía la Antecámara.

Por ende, Siuan se encontraba sola y vio a Sheriam cerrar las lonas de la entrada al gran pabellón; ahora que Egwene había vuelto, la Guardiana tenía de nuevo autorización para asistir a las asambleas. Fue fácil percibir el tejido de una salvaguardia para evitar que alguien escuchara a escondidas, de forma que la reunión quedaba sellada para la Llama y excluía a gente curiosa con ganas de fisgar.

Una mano se posó en el hombro de Siuan, pero ella no se sobresaltó; el vínculo la había apercibido de la cercana presencia de Bryne. El general caminaba con sigilo, aunque no fuera necesario; iba a ser un excelente Guardián.

El hombre se situó a su lado, sin quitarle la mano del hombro, y ella se permitió el lujo de dar un paso que la acercó un poco más a él. La estatura y la fuerza de Bryne hacían que se sintiera cómoda. Era como saber que, aunque en el cielo atronara la tormenta o el mar se embraveciera, el casco de tu barco estaba calafateado y las velas fabricadas con la tela más fuerte.

—¿Qué creéis que les dirá? —preguntó Bryne con voz contenida.

—Para ser sincera, no tengo ni idea. Podría exigir mi neutralización, supongo.

—Dudo que lo haga. No es una persona vengativa. Además, sabe que actuasteis convencida de que hacíais lo que debíais hacer. Por su propio bien.

—A nadie le gusta que se desobedezcan sus órdenes —argumentó Siuan con una mueca—. Y a la Amyrlin menos que a nadie. Pagaré un precio por lo de anoche, Bryne. Tienes razón en que probablemente no sea de forma pública, pero me preocupa haber perdido la confianza de la chica.

—¿Y mereció la pena ese precio?

—Sí. No se daba cuenta de lo poco que faltaba para que esta pandilla se le escabullera de las manos. Tampoco sabíamos con seguridad que estuviera a salvo en la Torre durante el ataque. Si hay algo que mi pertenencia a la Torre Blanca me ha enseñado, es que hay que hacer cada cosa a su tiempo: hay momentos para reunirse y hacer planes, pero también los hay para actuar. Y no se puede esperar siempre a tener la certeza de saber cuál de ellos es.

A través del vínculo percibió que Bryne sonreía. Luz, qué bueno era tener de nuevo un Guardián. No se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos ese reconfortante núcleo de emociones en el fondo de la mente. Esa estabilidad. Los varones no pensaban igual que las mujeres, y las cosas que a ella le parecían complicadas y confusas, para Bryne eran sencillas y evidentes. Tomar una decisión y adelante. Había una claridad útil en la forma de razonar del hombre. Lo cual no significaba que no fuera complicado, sino menos inclinado a lamentar las decisiones que ya había tomado.

—¿Y qué hay de lo demás por lo que habéis pagado? —preguntó Bryne.

Siuan notó la incertidumbre, la preocupación del hombre. Se volvió hacia él, divertida.

—Qué tonto eres, Gareth Bryne.

El general frunció el entrecejo.

—Vincularte nunca fue un precio que tuviera que pagar. Pase lo que pase por este fiasco, ese aspecto de los acontecimientos de anoche fue en mi provecho, pura y simplemente.

Él soltó una risita.

—Bueno, en tal caso habré de asegurarme muy bien de que mi segunda condición sea un desatino mayor.

«Tripas de pescado», pensó Siuan. Casi se le había olvidado esa otra parte. Aunque no era probable que Bryne se lo planteara, sin embargo.

—¿Y cuándo piensas pedirme esa otra condición?

Él no contestó de inmediato, sino que se quedó mirándola mientras se frotaba el mentón.

—¿Sabéis? Creo que, de hecho, ahora os entiendo, Siuan Sanche —dijo después—. Sois una mujer de honor. Lo que pasa es que las exigencias que os hagan otros nunca serán más duras o más rigurosas que las que vos misma os hacéis. Con vuestro sentido del deber, tenéis con vos misma una deuda autoimpuesta de tal magnitud que dudo que haya ser humano capaz de saldarla.

—Cualquiera que oyera eso pensaría que estoy centrada en mí misma.

—Por lo menos no os he comparado otra vez con un jabalí.

—¡De modo que crees que soy egocéntrica! —exclamó.

Maldito hombre. Seguro que estaba notando que su comentario le había molestado y que no discutía porque sí. ¡Maldito otra vez!

—Sois una mujer obstinada, Siuan Sanche, empeñada en salvar al mundo de sí mismo. Y por ello os resulta tan sencillo restar importancia a este o aquel juramento.

Siuan hizo una profunda inhalación.

—Esta conversación se vuelve tediosa a marchas forzadas, Gareth Bryne —manifestó ella—. ¿Vas a decirme cuál es tu otra petición o me harás esperar más?

El hombre la miró a la cara durante unos segundos, pensativo, y entonces soltó:

—Bueno, francamente, estoy pensando pediros que os caséis conmigo.

Siuan parpadeó, estupefacta. ¡Luz! El vínculo revelaba que era sincero.

—Pero sólo después de que os hayáis convencido de que el mundo puede cuidar de sí mismo. No estaré dispuesto hasta entonces, Siuan. Habéis dedicado la vida a un propósito. Me ocuparé de que sobreviváis a esa empresa y espero que, cuando haya acabado, estéis dispuesta a dedicar la vida a otra cosa.

Siuan se sobrepuso a la estupefacción. No iba a permitir que un estúpido hombre la dejara sin habla.

—Bien —empezó merced a un esfuerzo—, después de todo veo que tienes sentido común. Veremos si accedo o no a esa «petición». Lo pensaré.

Bryne rió entre dientes mientras Siuan se volvía para mirar el pabellón y esperar que Egwene reapareciera. Ese hombre percibía la sinceridad en ella, igual que ella la sentía en él. ¡Luz! Ahora entendía la razón de que fuera tan frecuente el matrimonio entre las Verdes y sus Guardianes. Sentir el cariño del hombre por ella mientras ella sentía lo mismo por él le provocaba vértigo.

Era un pedazo de tonto. Y ella no lo era menos. Movió la cabeza con pesar, pero se dejó llevar y se echó hacia atrás para apoyarse un poco en él, y Bryne volvió a ponerle la mano en el hombro. Con suavidad, no con fuerza. Dispuesto a esperar. Él sí la entendía.


Egwene se encontraba delante de un grupo de rostros inexpresivos que disimulaban muy bien la ansiedad. Por costumbre, había ordenado a Kwamesa que tejiera una salvaguardia contra escuchas a escondidas, ya que la Gris de nariz afilada era la más joven de las Asentadas que había en la gran tienda. El pabellón casi parecía desierto al haber tan pocos sitios ocupados. Eran doce, dos de cada Ajah; tendría que haber habido tres de cada uno, pero todos los Ajahs habían mandado una Asentada en la representación diplomática a la Torre Negra. Las Grises ya habían reemplazado a Delana con Naorisa Cambral.

Doce Asentadas, además de Egwene y la otra mujer. Egwene no miraba a Sheriam, que se había sentado en su sitio, a un lado de la tienda. Sheriam parecía preocupada cuando entró. ¿Habría adivinado lo que Egwene sabía? No, imposible. De ser así no habría acudido a la reunión.

Con todo, ser consciente de que estaba allí —y saber lo que era— la ponía nerviosa. Con el caos del ataque de los seanchan, Siuan no había podido vigilar a la Guardiana. ¿Por qué llevaba esa mujer un vendaje en la mano izquierda? Egwene no se tragaba la explicación del accidente mientras cabalgaba, que el dedo meñique se le había enganchado en las riendas. ¿Por qué había rehusado la Curación? ¡Maldita Siuan! ¡En lugar de vigilar a Sheriam había ido a raptarla a ella!

La Antecámara guardó silencio; las mujeres esperaban ver la reacción de Egwene a su «liberación». Romanda, con vestido amarillo y el cabello peinado en un moño, estaba sentada con aire remilgado; exudaba satisfacción. Por el contrario, Lelaine —sentada al otro lado de la tienda— parecía malhumorada, aunque procuraba actuar como si la complaciera el regreso de Egwene. Después de todo aquello por lo que había pasado en la Torre Blanca, Egwene encontraba aquel pique ridículo e intrascendente.

Hizo una profunda respiración y abrazó la Fuente. ¡Qué sensación tan grata! Se había acabado la amarga horcaria que reducía su fuerza en el Poder a un hilillo. Se había acabado el tener que buscar el Poder a través de otras mujeres para que le prestaran fuerza. Se había acabado necesitar un sa’angreal. Por delicioso que hubiera sido absorber saidar a través de la vara estriada, ser fuerte por sí misma resultaba mucho más satisfactorio.

Varias de las mujeres pusieron ceño ante esa acción y no pocas abrazaron la Fuente a su vez, como un gesto reflejo, al tiempo que miraban a su alrededor como esperando una amenaza.

—Eso no será necesario —les dijo Egwene—. Aún no. Soltad la Fuente, por favor.

Hubo cierta vacilación, pero —aparentemente— la aceptaban como la Amyrlin, y el brillo del Poder fue desapareciendo en una tras otra. Salvo en Egwene.

—Me alegra mucho ver que estáis de vuelta sana y salva, madre —dijo Lelaine. Había sorteado los Tres Juramentos al añadir «sana y salva».

—Gracias —respondió Egwene con sosiego.

—Dijisteis que teníais revelaciones importantes que hacer —intervino Varilin—. ¿Es en relación con el ataque seanchan?

Egwene buscó en el bolsillo de la falda y sacó lo que guardaba en él: una vara blanca, lisa, con la cifra tres inscrita en ella con la grafía de la Era de Leyenda, cerca de la base. Sonaron varios respingos.

Egwene tejió Energía en la Vara y a continuación dijo con voz clara:

—Por la Luz, juro no pronunciar una sola palabra que no sea verdad. —Sintió cómo penetraba en ella el juramento como algo físico, atirantándole la piel, produciéndole picazón. Hacer caso omiso de las molestias no era difícil; ese dolor no era nada comparado con todo lo que había soportado—. Por la Luz, juro no crear armas para que un hombre mate a otro. Por la Luz, juro no utilizar nunca el Poder Único como arma excepto contra los Engendros de la Sombra o, como último recurso, en defensa de mi vida, la vida de mi Guardián o la de otra hermana.

El silencio se adueñó de la Antecámara mientras Egwene deshacía el tejido. ¡Qué sensación tan extraña en la piel! Era como si alguien la hubiese estirado demasiado desde la base de la nuca y a lo largo de toda la columna vertebral, tirando y amarrándola en su sitio.

—Que a partir de ahora no vuelva a pensarse que puedo eludir el cumplimiento de los Tres Juramentos —anunció—. Que a partir de ahora deje de decirse que no soy una Aes Sedai de pleno derecho. —Ninguna de las presentes mencionó que no se había sometido a la prueba para obtener el chal. De cumplir ese requisito ya se encargaría otro día—. Y, ahora que me habéis visto utilizar la Vara Juratoria y sabéis que no puedo mentir, os revelaré algo. Durante el tiempo que he pasado en la Torre Blanca una hermana acudió a mí y me confió que era del Ajah Negro.

Las mujeres abrieron los ojos como platos y varias ahogaron una exclamación.

—Sí, ya sé que no nos gusta hablar de ellas, pero ¿alguna de nosotras puede afirmar con sinceridad que el Ajah Negro no existe? ¿Podéis cumplir los juramentos mientras aseguráis que jamás os habéis planteado la posibilidad (incluso la probabilidad) de que haya Amigas Siniestras entre nosotras?

Nadie osó desdecirla. Hacía calor en la tienda a pesar de lo temprano de la hora y el aire estaba cargado. Ni que decir tiene que ninguna de ellas sudaba, ya que sabían el antiquísimo truco para evitarlo.

—Sí, es vergonzoso —continuó Egwene—, pero se trata de una verdad que nosotras, como guías de nuestra gente, debemos admitir. No en público, desde luego, si bien entre nosotras no se debe soslayar. No permitiré que la misma infección de la Torre nos contagie aquí. Somos de diferentes Ajahs, pero tenemos un único propósito. Necesitamos saber que podemos confiar las unas en las otras de forma implícita, porque en este mundo hay muy pocas cosas más que inspiren confianza.

Egwene bajó la vista a la Vara Juratoria que horas antes había recogido de manos de Saerin; la frotó con el pulgar. «Ojalá hubieras dispuesto de esto cuando me visitaste, Verin —pensó—. Puede que no te hubiera salvado, pero me habría gustado intentarlo. Tu ayuda me habría venido bien». Alzó la vista hacia las mujeres.

—No soy una Amiga Siniestra —proclamó a las presentes en la Antecámara—. Y sabéis que es imposible que diga una mentira.

Las Asentadas parecían perplejas; bien, pues, enseguida entenderían a qué venía todo aquello.

—Es hora de ponernos a prueba —continuó—. A algunas mujeres perspicaces de la Torre Blanca se les ocurrió esta idea y tengo intención de extenderla. Ahora, por turno, cada una de nosotros utilizará la Vara Juratoria para liberarnos de los Tres Juramentos y después volveremos a prestarlos, por turno. Una vez comprometidas todas, estaremos en posición de prometer que no somos servidoras de…

Sheriam abrazó la Fuente, pero Egwene ya tenía previsto que lo hiciera, de modo que interpuso un escudo entre la Fuente y la mujer, y ésta dio un respingo. Berana gritó por la sorpresa y otras cuantas mujeres abrazaron el saidar al tiempo que miraban en derredor.

Egwene se volvió y miró a Sheriam a los ojos; la mujer tenía la cara casi tan roja como el cabello y respiraba con agitación, como un conejo con la pata atrapada en un lazo y los ojos desorbitados por el miedo. Se asía la mano vendada con fuerza…

«Oh, Sheriam —pensó Egwene—. Confiaba en que Verin se hubiera equivocado respecto a ti».

—Egwene —empezó Sheriam con desasosiego—, sólo iba a…

Egwene se acercó a ella.

—¿Eres del Ajah Negro, Sheriam? —le preguntó.

—¿Qué? ¡Pues claro que no!

—¿Estás en connivencia con los Renegados?

—¡No!

—¿Tienes el cabello pelirrojo?

—Por supuesto que no, yo jamás… —enmudeció, paralizada.

«Y gracias también por ese truco, Verin», pensó con un suspiro para sus adentros.

En la tienda se hizo un profundo silencio.

—Me equivoqué al hablar, desde luego —protestó Sheriam, que sudaba profusamente—. No sabía a qué pregunta respondía. No puedo mentir, por supuesto. Ninguna de nosotras puede…

Dejó la frase en el aire cuando Egwene alzó la Vara Juratoria.

—Demuéstralo, Sheriam. La mujer que acudió a mí en la Torre me dio tu nombre como una de las cabecillas del Ajah Negro.

Sheriam sostuvo la mirada a Egwene antes de hablar en voz queda y expresión afligida:

—Oh, vaya. ¿Y quién fue la que se presentó ante vos?

—Verin Mathwin.

—En fin. —Sheriam volvió a sentarse en la silla—. He de decir que jamás lo habría esperado de ella. ¿Cómo consiguió salvar los juramentos del Gran Señor?

—Bebió veneno —respondió Egwene, con el corazón en un puño.

—Muy lista. —La mujer pelirroja asintió en silencio—. Yo sería incapaz de hacer algo así. Jamás lo haría…

Egwene creó ligaduras de Aire con las que rodeó a Sheriam y después ató los tejidos antes de volverse hacia un grupo de mujeres incrédulas, pálidas. Algunas aterradas.

—El mundo se encamina a la Última Batalla —manifestó Egwene en tono severo—. ¿Acaso esperabais que nuestros enemigos nos dejaran en paz?

—¿Quién más? —susurró Lelaine—. ¿A quién más mencionó?

—A muchas otras. Entre ellas, Asentadas.

Moria se levantó de un brinco de la silla y corrió hacia la salida. Apenas logró dar dos pasos. Una docena de hermanas envolvieron a la antigua Azul con escudos y la inmovilizaron con tejidos de Aire. En cuestión de segundos, estaba suspendida en el aire, amordazada, mientras las lágrimas le corrían por el rostro ovalado.

Caminando alrededor de ella, Romanda chasqueó la lengua.

—Las dos del Azul —hizo notar—. Tienes una forma muy dramática de hacer revelaciones, Egwene.

—Cuando te dirijas a mí utilizarás el tratamiento de «madre», Romanda —ordenó Egwene, que bajó del estrado—. Y no es tan raro que haya un porcentaje más alto de Azules aquí, ya que todo el Ajah huyó de la torre Blanca. —Sostuvo en alto la Vara Juratoria—. La razón de que haya hecho las revelaciones de esta forma es muy sencilla. ¿Cómo habríais reaccionado si me hubiera limitado a acusarlas de pertenecer al Negro sin ofrecer pruebas?

—Tenéis razón en ambos puntos, madre —admitió Romanda, que asintió con la cabeza.

—En tal caso, presumo que no te importará ser la primera en prestar los juramentos de nuevo, ¿verdad?

Romanda sólo vaciló un instante y echó una mirada a las dos mujeres inmovilizadas con ligaduras de Aire. Casi todas las mujeres presentes en la tienda abrazaban la Fuente y se miraban unas a otras como si fueran a crecerles serpientes en el pelo en cualquier momento.

Romanda asió la Vara Juratoria y siguió los pasos que le indicó Egwene para librarse de los juramentos. Saltaba a la vista que el proceso era doloroso, pero la mujer aguantó con una inhalación controlada, sibilante.

Las otras observaban con atención, pendientes de una posible treta, pero Romanda renovó directamente los juramentos. Después le tendió la vara a Egwene.

—No soy una Amiga Siniestra —afirmó—. Y jamás lo fui.

—Gracias, Romanda —dijo Egwene mientras asía la Vara Juratoria—. Lelaine, ¿quieres ser la siguiente?

—Con mucho gusto —respondió la otra mujer, que probablemente sentía la necesidad de vindicar el buen nombre del Ajah Azul.

Una tras otra, las otras Asentadas abjuraron —soltando un jadeo o un siseo por el dolor— y después renovaron los juramentos y prometieron que no eran Amigas Siniestras. Egwene dejó escapar un quedo suspiro de alivio con cada juramento de las mujeres. Verin había admitido que habría hermanas a las que no había descubierto y que cabía la posibilidad de que Egwene desenmascarara a otros miembros del Negro entre las Asentadas.

Cuando Kwamesa, la última, le devolvió la Vara a Egwene y declaró no ser Amiga Siniestra, se produjo un perceptible alivio en la tensión que reinaba en la tienda.

—Muy bien. —Egwene regresó a la cabecera de la Antecámara—. A partir de ahora seguiremos adelante todas a una. Se acabaron las riñas. Se acabaron las peleas. Todas y cada una de nosotras queremos lo mejor para la Torre Blanca (y para el mundo) desde el fondo del corazón. Al menos entre nosotras doce existe la confianza.

»Una limpieza nunca es fácil y, a menudo, resulta dolorosa. Hoy nos hemos limpiado, pero lo siguiente que hemos de hacer será igualmente doloroso.

—¿Sabéis… los nombres de muchas más? —preguntó Takima, que por una vez no parecía distraída en absoluto.

—Sí. Más de doscientas en total, repartidas por todos los Ajahs. Aquí en el campamento, entre nosotras, hay alrededor de setenta. Tengo los nombres. —Había vuelto por la noche para recoger los libros de Verin que había dejado en su cuarto. Ahora se encontraban guardados a buen recaudo en su tienda, invisibles—. Propongo que las arrestemos, aunque no será tarea fácil ya que habrá que hacerlo a un tiempo.

Su mayor ventaja, aparte del factor sorpresa, sería la naturaleza desconfiada inherente al Ajah Negro. Verin y otras fuentes apuntaban que pocas hermanas Negras conocían más de un puñado de nombres de otras mujeres de su Ajah. Había toda una reseña en el libro sobre la organización del Negro y su sistema de grupos, llamados «núcleos», entre los cuales existía una mínima interacción a fin de mantener en secreto la identidad de sus miembros. Con suerte, ese mismo sistema retardaría la capacidad de reacción para que se dieran cuenta de lo que ocurría. Las Asentadas parecían sentirse amilanadas.

—En primer lugar —continuó Egwene—, anunciaremos que hemos de transmitir noticias importantes a todas las hermanas, pero que los soldados del campamento no deben oír lo que hablemos. Emplazaremos a las hermanas por Ajahs en este pabellón, que es lo bastante grande para que quepan unas doscientas personas. Distribuiré entre vosotras la lista de los nombres de todas las hermanas Negras. Cuando entre cada uno de los Ajahs, repetiré lo mismo que os he dicho a vosotras y les explicaré que todas tendrán que renovar los Tres Juramentos sosteniendo la Vara. Estaremos preparadas para apresar a las Negras que intenten escapar. Las ataremos y las dejaremos en la tienda de audiencias.

Esa tienda era más pequeña y se comunicaba a la Antecámara por un costado que podía cerrarse, de forma que las siguientes hermanas que entraran no verían a las cautivas.

—Tendremos que hacer algo con los Guardianes —advirtió Lelaine, sombría—. Imagino que habrá que dejar que pasen con ellas y estar preparadas para apresarlos también.

—Algunos serán asimismo Amigos Siniestros, pero no todos —informó Egwene—. Y desconozco quiénes sí y quiénes no. —Verin había dejado algunas notas sobre eso, pero no muchas, por desgracia.

—Luz, qué desbarajuste —masculló Romanda.

—Ha de hacerse —dijo la altiva Berana, que movió la cabeza.

—Y ha de hacerse con rapidez para que las hermanas Negras no tengan tiempo de escapar —recalcó Egwene—. Por si acaso, pondré sobre aviso a lord Bryne para que monte un perímetro de seguridad con arqueros y hermanas en las que confiemos para que detengan a cualquiera que intente huir. Sin embargo, esa medida sólo será eficaz para aquellas que no tengan fuerza suficiente para abrir un acceso.

—No debemos permitir que las cosas lleguen a ese extremo —manifestó Lelaine—. Una guerra dentro del propio campamento…

Egwene asintió con la cabeza en un gesto de conformidad.

—¿Y qué pasa con la Torre Blanca? —se interesó Lelaine.

—Una vez que hayamos limpiado nuestro grupo, entonces haremos lo que deba hacerse para reunificar a las Aes Sedai.

—¿Os referís a…?

—Sí, Lelaine. Me propongo lanzar un asalto a Tar Valon esta noche. Haced correr la noticia y comunicad a lord Bryne que tenga preparados a sus hombres. La noticia servirá para distraer a las hermanas Negras que hay entre nosotras y hará más difícil que se percaten de lo que nos traemos entre manos.

Romanda miró a Sheriam y a Moria, suspendidas en el aire a un lado de la tienda; las dos lloraban sin rebozo, silenciadas con mordazas de Aire.

—Ha de hacerse. Presento una moción a la Antecámara para emprender la acción sugerida por la Amyrlin.

La tienda se sumió en el silencio. Después, poco a poco, cada mujer se levantó y dio su consentimiento. Fue una decisión unánime.

—La Luz nos guarde —susurró Lelaine—. Y nos perdone por lo que estamos a punto de hacer.

«Es exactamente lo mismo que estoy pensando yo, punto por punto», añadió Egwene para sus adentros.

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