35 Un halo de oscuridad

La fresca brisa marina acarició a Rand nada más cruzar a caballo el acceso. El viento, suave y liviano como una pluma, llevaba los aromas de miles de lumbres repartidas por la ciudad de Falme en las que se preparaba el desayuno.

Rand sofrenó a Tai’daishar, no estaba preparado para los recuerdos que acompañaban a esos olores. Recuerdos de una época en la que aún no sabía con certeza cuál era su papel en el mundo. Recuerdos de una época en la que Mat no dejaba de tomarle el pelo por vestir bonitas chaquetas, a pesar de que Rand procuraba no ponérselas. Recuerdos de una época en la que se avergonzaba de los estandartes que ahora ondeaban tras él. Otrora insistía en llevarlos guardados, como si de ese modo pudiera esconderse de su propio destino.

La comitiva lo esperaba; las hebillas de los arreos sonaban, los caballos resoplaban. Rand había estado en Falme una vez, brevemente. Por aquel entonces era incapaz de quedarse en un mismo sitio durante mucho tiempo. Persiguiendo o perseguido; así había vivido durante meses. Fain, al apoderarse del Cuerno de Valere y de la daga con el rubí engastado a la que Mat estuvo vinculado, provocó que lo siguiera hasta Falme. Los colores se arremolinaron de nuevo al pensar en Mat, pero Rand hizo caso omiso. Durante esos instantes él no vivía el presente.

Falme representó un punto de inflexión que fue decisivo en la vida de Rand y tan importante como el que tuvo lugar posteriormente en las inhóspitas tierras de los Aiel, donde se reveló como el Car’a’carn. Después de Falme no volvió a esconderse, no volvió a resistirse a ser lo que era. Éste era el lugar en el que, por primera vez, se reconoció como un asesino; el lugar en el que, por primera vez, se dio cuenta del peligro que representaba para aquellos que lo rodeaban. Trató de dejarlos atrás a todos, pero fueron tras él.

En Falme, el joven pastor ardió y sus cenizas fueron arrastradas y esparcidas por los vientos del océano. De aquellas cenizas surgió el Dragón Renacido.

Rand tocó a Tai’daishar con las rodillas para que avanzara, y la comitiva reanudó la marcha. Había ordenado que los accesos se abrieran a cierta distancia de la ciudad; con suerte, fuera del alcance de la vista de las damane. Por supuesto, fueron Asha’man quienes se encargaron de abrirlos, con lo que las mujeres no podían ver los tejidos. Sin embargo, tampoco quería darles ninguna pista sobre el Viaje. La incapacidad de los seanchan para Viajar era una de las mayores ventajas que Rand tenía sobre ellos.

Falme se encontraba en una pequeña lengua de tierra —conocida como Punta de Toman— que se adentraba en el océano Aricio. Altos acantilados a lo largo de ambos lados rompían las olas y creaban un apagado y distante fragor. Desperdigados como cantos rodados en el lecho de un río, edificios construidos con piedra oscura cubrían la península; la mayoría tenía sólo un piso y eran de construcción más ancha que alta, como si los habitantes esperaran que las olas saltaran por encima de los acantilados y rompieran contra sus casas. Las praderas no estaban tan mustias como en las tierras septentrionales, pero la nueva hierba primaveral empezaba a tener un tono amarillento y desvaído, como si los brotes se arrepintieran de haber salido a la luz.

La península descendía hacia un puerto natural donde fondeaban numerosas embarcaciones seanchan. Banderas del imperio ondeaban al viento y proclamaban que la ciudad era una parte integrante de aquél. El estandarte que flameaba a mayor altura en la ciudad, orlado en azul, mostraba un halcón dorado en vuelo que asía tres rayos con las garras.

Las extrañas criaturas que los seanchan habían traído del otro lado del océano se movían por calles distantes, demasiado alejadas para que Rand alcanzara a verlas con detalle. Los raken volaban en el cielo; al parecer, los seanchan contaban con un gran número de esos animales en la ciudad. Punta de Toman estaba justo al sur de Arad Doman, y Falme sería sin duda uno de los centros de operaciones más importantes con los que contarían en su campaña hacia el norte.

Sin embargo, la actual campaña terminaría ese mismo día. Rand tenía que lograr la paz, tenía que convencer a la Hija de las Nueve Lunas para que pusiera fin a los ataques de su ejército. Esa paz sería la calma que precede a la tormenta. Él no protegería a los suyos de la guerra, tan sólo se aseguraría de que murieran por él en otro lugar. Haría lo que tuviera que hacerse.

Nynaeve cabalgaba a su lado mientras se acercaban a Falme. Llevaba un bonito vestido azul y blanco de corte domani, pero de un tejido más grueso que lo hacía mucho más recatado. Parecía ir adoptando las modas de todas las naciones por las que pasaba y llevaba los vestidos propios de cada ciudad, si bien los adaptaba a lo que, a su juicio, era adecuado o no. Quizás en otro tiempo eso le habría hecho gracia a Rand, pero ésa era otra emoción que ya no se creía capaz de experimentar. Ahora sólo sentía la fría calma interior, la impasibilidad que aislaba una fuente de rabia congelada.

Mantendría el equilibrio entre la rabia y la calma el tiempo necesario. Tenía que hacerlo.

—Otra vez aquí… —dijo Nynaeve.

En cierto modo, las multicolores joyas ter’angreal que lucía estropeaban el aspecto del elegante vestido de excelente confección.

—Sí —dijo Rand, escueto.

—Recuerdo la última vez que estuvimos en esta ciudad —dijo distraída—. Tanto caos, tanta locura… Y cuando terminó todo, te encontramos con esa herida en el costado.

—Sí —susurró Rand.

Allí había recibido la primera de las heridas que no se le curaban, al batirse con Ishamael en el cielo, por encima de la ciudad. Sintió calor en la herida al recordarlo. Calor y dolor. Había empezado a considerar ese dolor como un viejo amigo, un recordatorio de que aún estaba vivo.

—Te vi en el cielo —continuó Nynaeve—. No podía creerlo. Luego… intenté Curarte la herida, pero aún estaba bloqueada por aquel entonces y no conseguí que me dominara la ira. Min no se separaba de tu lado.

Min no los acompañaba hoy. Seguía cercana a él, pero algo había cambiado entre ellos, como Rand siempre había temido que sucediera. Cuando Min lo miraba, Rand sabía que ella lo veía estrangulándola.

Sólo unas pocas semanas atrás, Rand habría sido incapaz de impedirle que lo acompañara; de ninguna manera. No obstante, esta vez se había quedado atrás sin una sola protesta.

Frialdad. Pronto acabaría. No habría lugar para los remordimientos ni la tristeza.

Los Aiel iban por delante en previsión de una posible emboscada. Muchos de ellos lucían la banda roja ceñida a la frente. Rand no temía caer en una celada; los seanchan no lo traicionarían, a no ser que tuvieran a otro Renegado en sus filas.

Rand alargó la mano y tocó la espada que llevaba a la cintura. Era la espada curva, guardada en una vaina de color negro adornada con el sinuoso dragón rojo y dorado. Había más de una razón por la que el arma le recordaba la última vez que había estado en Falme.

—En esta ciudad maté a un hombre con la espada por primera vez —dijo Rand con tranquilidad—. Nunca he hablado de ello. Era un lord seanchan, un maestro espadachín. Verin me dijo que no encauzara en la ciudad, así que me enfrenté a él sólo con la espada. Lo vencí. Lo maté.

—Entonces, tienes derecho a llevar la marca de la garza —dijo Nynaeve con una ceja enarcada.

—No hubo testigos —arguyó Rand—. Mat y Hurin estaban luchando en otra parte. Me vieron nada más acabar la lucha, pero no presenciaron el golpe que acabó con su vida.

—¿Y qué importa que no hubiera testigos? —le respondió Nynaeve con socarronería—. Derrotaste a un maestro espadachín y, por consiguiente, eres uno de ellos. Que alguien lo viera o no, es intrascendente.

—¿Para qué llevar la marca de la garza sino para que la vean los demás, Nynaeve? —le preguntó al tiempo que la miraba.

Ella no respondió. Un poco más adelante, justo a las puertas de la ciudad, los seanchan habían instalado un pabellón a rayas negras y blancas y a su alrededor parecía haber centenares de parejas de sul’dam y damane. Las damane llevaban el característico vestido gris, y las sul’dam, el rojo y azul con el relámpago en la pechera. Por su parte, Rand sólo había llevado unos cuantos encauzadores: Nynaeve, tres Sabias, Corele, Narishma y Flinn. Una pequeña parte de los que estaban a sus órdenes, sin contar con las fuerzas estacionadas al este. Pero no, era mejor llevar una guardia simbólica para demostrar que iba en son de paz. Si la reunión se convertía en una batalla, la única esperanza de Rand era una rápida huida a través de un acceso. Eso… o hacer algo para acabar con la batalla por sí solo.

La estatuilla del hombre sosteniendo la esfera colgaba en la silla de montar, a su alcance. Con ella, bien podría enfrentarse a cien damane. A doscientas. Aún recordaba el poder que había manejado a la hora de limpiar el saidin; un poder capaz de destruir ciudades, de destruir a cualquiera que se interpusiera en su camino.

No, no se llegaría a tales extremos. No podía permitirse ese desenlace. Seguro que los seanchan sabían que atacarlo sólo conduciría al desastre. Rand había ido a reunirse con ellos otra vez, consciente de que un traidor entre sus filas había intentando capturarlo o matarlo. Tendrían que reconocer su buena voluntad.

Pero si no lo hacían… Rand asió la llave de acceso, por si acaso, y la introdujo en el enorme bolsillo de la chaqueta. Tras ello, respiró hondo, se calmó para alcanzar el vacío y, desde él, abrazó el Poder Único.

Se tambaleó; las náuseas y el mareo amenazaron con tirarlo del caballo. Se aferró a Tai’daishar con las piernas, asió con fuerza la figurilla que guardaba en el bolsillo y apretó los dientes. En algún rincón de su mente, Lews Therin se despertó. El demente forcejeó encarnizadamente para asir el Poder Único. Cuando al final Rand se hizo con el control, se dio cuenta de que estaba inclinado sobre la silla de montar y de que hablaba para sí mismo entre dientes.

—¡Rand! —lo llamó Nynaeve.

Rand se irguió. Él era Rand, ¿verdad? Algunas veces, después de forcejeos como ése, le costaba trabajo recordar quién era. ¿Había logrado aislar finalmente a Rand —el intruso— y se había convertido en Lews Therin? El día anterior se había despertado a mediodía acurrucado en una esquina de la habitación, llorando y murmurando cosas acerca de Ilyena. Notaba en los dedos el suave tacto del largo cabello dorado de la mujer, recordaba tenerla abrazada contra sí y también ver su cuerpo inerte a sus pies, muerta a causa del Poder Único.

¿Quién era él? ¿Acaso importaba realmente?

—¿Te encuentras bien? —preguntó de nuevo Nynaeve.

—Estamos bien —respondió Rand, sin darse cuenta de que utilizaba el plural hasta que pronunció las palabras.

Iba recuperando la visión a pesar de que seguía un poco borrosa. Desde la batalla en que Semirhage lo había dejado sin mano lo veía todo un poco distorsionado. Ya casi ni reparaba en ello.

Enderezó la espalda y absorbió un poco más de Poder a través de la llave de acceso, hinchiéndose de saidin. Era tan dulce a pesar de las náuseas que le provocaba… Anhelaba absorber más, pero se refrenó. Ya estaba asiendo más Poder de lo que cualquier hombre podía asir sin ayuda. Con eso bastaría.

Nynaeve observó el débil resplandor de la esfera que sostenía en alto la estatuilla que aferraba Rand.

—Rand…

—Sólo he absorbido un poco más, como medida de precaución —le respondió.

Cuanto más Poder Único asía una persona, más difícil resultaba escudarla. Si las damane intentaban capturarlo, se llevarían una sorpresa por su resistencia. Incluso podría llegar a resistir un círculo completo.

—No volverán a capturarme —susurró—. Nunca más. No me pillarán por sorpresa.

—Tal vez deberíamos dar media vuelta —comentó Nynaeve—. Rand, no tenemos por qué reunirnos con ellos según sus condiciones. No…

—Nos quedamos —la interrumpió Rand—. Nos reuniremos con ellos aquí y ahora.

Un poco más adelante, en el pabellón, se distinguía una figura sentada a una mesa, en un estrado. En el lado opuesto de la mesa había otra silla situada a la misma altura. Un detalle que lo sorprendió; por lo que sabía de los seanchan, había esperado tener que discutir para recibir el mismo tratamiento que un miembro de la Sangre.

¿Era aquélla la Hija de las Nueve Lunas? ¿Esa chiquilla? Rand avanzó con el entrecejo fruncido, pero advirtió que no era una cría, sino una mujer muy menuda. Vestía ropajes negros y tenía la piel oscura, como la de los Marinos; en la cara, redonda y de expresión tranquila, llevaba ceniza de color grisáceo. Tras observarla mejor, Rand le calculó una edad cercana a la suya.

Respiró hondo y desmontó del caballo. Era hora de que acabara la guerra.


El Dragón Renacido era un hombre joven. A pesar de que ya se lo habían dicho, Tuon se sorprendió.

¿Por qué le sorprendía su juventud? Los grandes conquistadores solían ser jóvenes. El mismo Arthur Hawkwing, el gran fundador del imperio, era un hombre joven cuando había iniciado sus conquistas. Los conquistadores, los que dominaban el mundo, se consumían rápidamente, como velas sin despavesar el pabilo.

Al desmontar del enorme castrado negro y acercarse al estrado, los botones de la chaqueta negra brillaron; aparte de los bordados dorados y rojos que llevaban los puños de la prenda —al fijarse en ellos resultaba obvio que le faltaba una mano—, no lucía ningún otro tipo de adorno, como si no viera motivos para desviar de su rostro las miradas, atraídas por las galas.

Tenía pelo rojo oscuro, como un atardecer intenso. Su porte era regio, de andares firmes, con pasos seguros y la vista fija al frente. A ella la habían instruido para caminar de esa manera, para no dar cuartel allí donde pisara. Se preguntó quién lo habría preparado a él. Lo más probable es que se hubiera rodeado de los mejores instructores para que le enseñaran a conducirse al estilo de reyes y líderes. Aun así, los informes decían que había crecido como granjero en una aldea rural. ¿Una historia difundida a propósito para darle credibilidad y que tuviera un gran ascendiente sobre los plebeyos, quizás?

Subió al estrado; una marath’damane iba a su izquierda. La mujer, que lucía un vestido del color del cielo en un día claro con ribetes del color de las nubes, llevaba el pelo recogido en una oscura trenza y se había engalanado con joyas demasiado llamativas. A juzgar por el gesto —ceño fruncido y labios apretados— parecía estar molesta por alguna razón. Tuon se estremeció al verla. Cualquiera pensaría que después de haber viajado con Matrim estaría más acostumbrada a las marath’damane. Pero no. Eran criaturas aberrantes, peligrosas. Antes estaría más cómoda con una krait enroscada en el tobillo y sintiendo el cosquilleo de la lengua del ofidio en la piel, que teniendo cerca a una damane sin atar a la correa.

Y, si la marath’damane resultaba inquietante, qué decir de los dos hombres que caminaban a la derecha del Dragón. Uno de ellos, poco más que un muchachito, llevaba el pelo tejido en trenzas atadas con campanillas. El otro era un hombre mayor, con pelo blanco y rostro curtido. A pesar de la diferencia de edad entre ellos, ambos caminaban con el pavoneo despreocupado del hombre muy familiarizado con la batalla. Y los dos vestían chaquetas negras, con brillantes alfileres prendidos en los cuellos altos. Se los conocía como Asha’man, hombres que encauzaban. Abominaciones que más valía matar cuanto antes. En Seanchan había habido unos pocos que, en su ansia por obtener una inesperada ventaja, habían intentado entrenar a los Tsorov’ande Doon, esos Huracanes de Alma Negra. Los muy necios habían caído enseguida, a menudo destruidos por las mismas armas que pretendían controlar.

Tuon se armó de valor. Karede y los Guardias de la Muerte que la rodeaban se pusieron en tensión, aunque de forma apenas perceptible: apretar los puños a los costados, inhalar y exhalar despacio… Tuon no se volvió hacia ellos, si bien hizo un gesto encubierto a Selucia.

—Debéis mantener la calma —advirtió la Voz a los hombres con suavidad.

Lo harían, como era de esperar; pertenecían a la Guardia de la Muerte. Tuon odiaba tener que hacer el comentario, ya que implicaba hacerles perder prestigio, pero no iba a permitir que hubiera un percance. Reunirse con el Dragón Renacido sería peligroso y eso no había forma de evitarlo. Ni siquiera con sus veinte damane y sul’dam a cada lado del pabellón. Ni siquiera con Karede detrás de ella y el capitán Musenge y una tropa encubierta de acechantes arqueros apostada en un tejado, listos para disparar. Ni siquiera con Selucia a su derecha, tensa y dispuesta a caer sobre quien fuera, como un yagavi al acecho en las peñas altas. Aun con todo eso, era vulnerable. El Dragón Renacido era un incendio desatado inexplicablemente dentro de una casa, y uno no podía evitar que produjera daños en la habitación; la única esperanza era salvar el edificio.

Él caminó directamente hacia la silla colocada enfrente de Tuon y se sentó, sin pararse a pensar si ella lo admitía como su igual. Los demás se preguntarían por qué llevaba todavía las cenizas de duelo, por qué no se había proclamado aún emperatriz. El periodo de duelo había quedado atrás, pero Tuon no había ocupado el trono.

Y se debía a ese hombre. La emperatriz no podía reunirse con nadie como un igual, ni siquiera con el Dragón Renacido. La Hija de las Nueve Lunas, en cambio… Ese hombre podía presentarse como su igual. Y por eso había retrasado el nombramiento. Era poco probable que el Dragón Renacido reaccionara bien a que otra persona se pusiera por encima de él, por mucho que esa otra persona tuviera un motivo perfectamente legítimo para hacerlo.

En el momento en que el hombre se sentaba, el destello de un lejano relámpago trazó un arco entre dos nubes, aunque Malai —una de las damane capacitadas para hacer vaticinios sobre los fenómenos atmosféricos— había insistido en que no se avecinaban lluvias. Relámpagos en un día despejado. «Ve con pies de plomo y ten cuidado con lo que dices», se exhortó para sus adentros, interpretando el augurio. Tampoco es que fuera muy esclarecedor. ¡Si pisara con más cuidado flotaría en el aire!

—Sois la Hija de las Nueve Lunas —dijo el Dragón Renacido; lo afirmó, no lo preguntó.

—Vos sois el Dragón Renacido —respondió ella.

Al contemplar aquellos ojos acerados comprendió que su primera impresión era errónea. No era un hombre joven. Sí, el cuerpo encajaría en un hombre de esa edad, pero esas pupilas… Eran de unos ojos viejos.

Él se inclinó un poco hacia adelante, y de nuevo los Guardias de la Muerte se pusieron en tensión; se oyó el crujido del cuero endurecido.

—Sellaremos la paz —dijo al’Thor—. Hoy. Aquí.

Selucia emitió un quedo resoplido. Las palabras del hombre sonaban como una orden. Tuon le había mostrado un gran respeto al colocarlo a su nivel, pero uno no daba órdenes a la familia imperial.

al’Thor miró a la Voz.

—Podéis decirle a vuestra guardaespaldas que se tranquilice —expuso con sequedad—. Esta reunión no desembocará en un conflicto.

—Es mi Voz —aclaró Tuon con cuidado—, y mi Palabra de la Verdad. Mi guardaespaldas es el hombre que está detrás de mí.

al’Thor resopló con suavidad. Así que era un hombre observador. O afortunado. Eran pocos los que identificaban con acierto el verdadero cometido de Selucia.

—Queréis la paz —dijo Tuon—. ¿Y las condiciones para vuestra… propuesta?

—No es una propuesta, sino una necesidad —respondió al’Thor. Hablaba con suavidad. Toda la gente de estas tierras hablaba tan deprisa… Sin embargo, la palabras de al’Thor tenían peso. Le recordaba a su madre—. La Última Batalla se avecina. Sin duda vuestro pueblo recordará las profecías. Si proseguís con esta guerra vuestra, nos pondréis en peligro a todos. Mis fuerzas, las de todo el mundo, hacen falta en la lucha contra la Sombra.

La Última Batalla se dirimiría entre el imperio y las fuerzas del Oscuro. Eso lo sabía todo el mundo. Las profecías indicaban con claridad que la emperatriz derrotaría a los servidores de la Sombra, y entonces enviaría al Dragón Renacido a batirse en duelo con el Devorador de la Luz.

¿Cuántas cosas se habían cumplido en él? No parecía que estuviera ciego aún, así que eso aún estaba por venir. El Ciclo Essanik decía que se erguiría sobre su propia tumba y lloraría. ¿O esa profecía se refería a que los muertos caminaran, como ya estaba pasando? Desde luego, algunas de esas apariciones habían caminado sobre sus tumbas. A veces los escritos eran ambiguos.

Estas gentes parecían haber olvidado muchas de las profecías, igual que habían olvidado los juramentos de estar atentos al Retorno. Eso no lo dijo, no obstante. «Sé cuidadosa con lo que dices…»

—Entonces, ¿creéis que la Última Batalla está cerca? —preguntó.

—¿Cerca? —repitió al’Thor—. Tanto como un asesino que echa el fétido aliento en la nuca de su víctima mientras le pasa el cuchillo por la piel. Tan cerca como la última campanada de medianoche después de que hayan sonado las otras once. ¿Cerca? Sí, claro que está cerca. Terriblemente cerca.

¿La locura se habría apoderado ya de él? De ser así, eso haría las cosas mucho más difíciles. Lo observó buscando indicios de demencia. Parecía estar controlado.

Una suave brisa sopló desde el mar y pasó bajo el dosel haciendo ondear las lonas y llevando consigo el olor a pescado podrido. En la actualidad eran muchas las cosas que se echaban a perder.

«Esos seres, los trollocs…», pensó. ¿Qué vaticinaba su aparición? Tylee los había destruido y los exploradores no habían encontrado más. Contemplando la intensidad de ese hombre, vaciló. Sí, la Última Batalla estaba próxima, quizá tanto como él afirmaba. Razón de más para que ella unificara estas tierras bajo su bandera.

—Sin duda os dais cuenta de por qué es tan importante esto —dijo el Dragón—. ¿Por qué lucháis contra mí?

—Somos el Retorno —respondió Tuon—. Los augurios señalaron que había llegado la hora de que volviéramos, y esperábamos hallar un reino unido, listo para aclamarnos y dejarnos ejércitos para la Última Batalla. En cambio encontramos una tierra dividida que había olvidado sus juramentos y que no estaba preparada para nada. ¿Cómo es que no entendéis que hemos de luchar? Para nosotros no es un placer mataros, como tampoco es motivo de alegría para un padre castigar a un hijo descarriado.

—¿Decís que somos hijos para vosotros? —preguntó al’Thor con incredulidad.

—Sólo era una metáfora.

Él se quedó callado un momento y después se frotó el mentón con la mano que le quedaba. ¿La culparía a ella por haber perdido la otra? Falendre le había contado lo ocurrido.

—Así que una metáfora —dijo por fin—. Acertada, quizá. Sí, estas tierras carecían de unidad, pero yo he fraguado su unión. Puede que la soldadura sea débil, pero aguantará lo suficiente. De no ser por mí, vuestra guerra de unificación sería encomiable. Tal como están las cosas, sólo sois una distracción. Hemos de tener paz. Nuestra alianza sólo tiene que durar hasta que yo haya muerto. —Los ojos de ambos se encontraron y se sostuvieron la mirada—. Y os aseguro que eso no tardará mucho en ocurrir.

Tuon estaba sentada a la mesa con los brazos cruzados; la mesa era ancha, y por más que al’Thor alargara el brazo no llegaría a tocarla. Había sido premeditado, pero la precaución era ridícula vista en retrospectiva. No le haría falta utilizar la mano para matarla. Mejor no pensar en eso.

—Si sois consciente de la importancia de la unificación, entonces quizá deberíais aunar vuestras naciones bajo la bandera seanchan, hacer que los vuestros presten los juramentos y…

La mujer que permanecía de pie detrás de al’Thor, la marath’damane, fue abriendo los ojos más y más a medida que ella hablaba.

—No —la interrumpió al’Thor.

—Pero sin duda tenéis que daros cuenta de que un único dirigente, con…

—No —repitió él con suavidad y, sin embargo, con más firmeza. Con más peligro—. No consentiré que haya ni una sola persona más atada a vuestras viles correas.

—¿Viles? ¡Es la única forma de manejar a quienes encauzan!

—Hemos sobrevivido siglos sin necesitarlas.

—Y habéis…

—Ése es un punto en el que no cederé —manifestó al’Thor.

Los guardias de Tuon —incluida Selucia— rechinaron los dientes, y los primeros llevaron la mano a la empuñadura de la espada. La había interrumpido dos veces seguidas. A la Hija de las Nueve Lunas. ¿Cómo podía ser tan osado?

Porque era el Dragón Renacido, por eso. Pero lo que decía era una insensatez. Se inclinaría ante ella cuando fuera emperatriz. Las profecías lo exigían; y a buen seguro que eso significaba que sus reinos se unirían al imperio.

Tuon había dejado que la conversación se le fuera de las manos. Muchas personas a este lado del océano eran susceptibles en lo tocante al tema de las marath’damane. Seguramente comprendían la lógica que había en atar a la correa a esas mujeres, pero no renunciaban a sus tradiciones así como así; debía de ser por eso por lo que los perturbaba tanto hablar de ello.

Tenía que dirigir la conversación hacia otros derroteros, hacia un terreno que hiciera bajar la guardia al Dragón Renacido. Tuon lo observó con atención.

—¿Se reducirá a esto nuestra conversación? ¿A sentarnos uno frente al otro para hablar sólo de nuestras diferencias? —le preguntó.

—¿Y de qué otra cosa podemos hablar? —preguntó él a su vez.

—Quizá de algo que tenemos en común.

—Dudo que haya mucho en ese terreno que sea relevante.

—¿De veras? ¿Y qué me decís de Matrim Cauthon?

Sí, eso sí que lo sorprendió. El Dragón Renacido parpadeó y abrió un tanto la boca.

—¿Mat? ¿Conocéis a Mat? ¿Cómo…?

—Me raptó —explicó Tuon—. Y me llevó a la fuerza a través de casi toda Altara.

El Dragón Renacido se había quedado boquiabierto, pero cerró la boca y dijo casi en un susurro:

—Ahora recuerdo. Os vi. Con él. No os relacioné con aquel rostro. Mat… ¿qué has estado haciendo?

«¿Que nos viste?», pensó Tuon, escéptica. Así que la locura ya se había manifestado. ¿Haría que fuera más fácil manipularlo o más difícil? Probablemente lo último, por desgracia.

—Bien, confío en que Mat tuviera sus motivos —dijo por último al’Thor—. Siempre los tiene. Y en ese momento le parecen tan lógicas…

De modo que era cierto que Matrim conocía al Dragón Renacido; sería un excelente recurso que utilizar. Tal vez ésa era la razón de que se lo hubieran puesto en su camino, para disponer de medios con los que descubrir cosas sobre al’Thor. Era necesario recobrar a Matrim para que la ayudara en ese terreno.

A Matrim no le gustaría, pero tendría que atender a razones. Era el Primer Príncipe de los Cuervos. Había que ascenderlo a la Alta Sangre, afeitarle la cabeza y enseñarle a llevar un estilo de vida apropiado. Todo ello le parecía una lástima a Tuon, aunque ni siquiera ella misma entendía el porqué.

No pudo menos que preguntar algo más sobre él, en parte porque el tema de conversación parecía perturbar a al’Thor y en parte porque sentía curiosidad.

—¿Qué clase de hombre es el tal Matrim Cauthon? He de confesar que me pareció un sinvergüenza indolente que enseguida encuentra una disculpa para eludir juramentos prestados.

—¡No habléis así de él! —Cosa increíble, las palabras las barbotó la marath’damane que estaba de pie junto a la silla de al’Thor.

—Nynaeve… —empezó al’Thor.

—No me pidas que me calle, Rand al’Thor —dijo la mujer al tiempo que se cruzaba de brazos—. También es amigo tuyo. —Después volvió la vista hacia Tuon y la miró a los ojos. ¡A los ojos! ¡Una marath’damane!

»Matrim Cauthon es uno de los mejores hombres que conoceréis en vuestra vida, alteza —continuó la mujer—, y no permitiré que se hable mal de él. Lo que es justo, es justo.

—Nynaeve tiene razón —admitió al’Thor de mala gana—. Es un buen hombre. Puede que Mat parezca un poco grosero a veces, pero como amigo es todo lo que uno querría encontrar en un compañero. Aunque rezongue por lo que la conciencia lo fuerza a hacer.

—Me salvó la vida —dijo la marath’damane—. Me rescató arriesgando mucho y poniéndose en peligro cuando nadie más pensó en ir a buscarme. —Los ojos le ardían por la cólera—. Sí, bebe y juega demasiado, pero no habléis de él como si lo conocieseis, porque no lo conocéis. A pesar de las apariencias, tiene un corazón de oro, y si le habéis hecho daño…

—¿Hacerle daño? ¡Él me raptó a mí!

—Si lo hizo tendría un motivo —intervino al’Thor.

¡Qué lealtad! Una vez más se vio obligada a reconsiderar su opinión sobre Matrim Cauthon.

—Sin embargo, esto es irrelevante —continuó al’Thor, que se puso de pie de improviso.

Uno de los Guardias de la Muerte desenvainó la espada, y al’Thor asestó una fría mirada al hombre mientras Karede se apresuraba a hacerle una seña al guardia, que envainó el arma, avergonzado.

al’Thor puso la mano en la mesa, con la palma hacia abajo. Se echó un poco hacia adelante y retuvo los ojos de Tuon con la mirada. ¿Quién podría apartar la vista de aquellos intensos ojos grises, semejantes al acero?

—Nada de eso tiene importancia. Mat no tiene importancia. Nuestras similitudes y nuestras diferencias no importan. Lo único importante es la necesidad, y yo os necesito.

Se inclinó un poco más hacia ella, imponente. No sufrió ningún cambio, pero de pronto fue como si midiera cien pies de altura. Habló con la misma voz tranquila, penetrante, pero ahora había en ella un atisbo de amenaza. Un algo incisivo.

—Debéis poner fin a los ataques —dijo casi en un susurro—. Debéis firmar un tratado conmigo. Y no se trata de una petición. Es mi voluntad.

Tuon se encontró de repente deseando obedecerlo. Complacerlo. Un tratado. Sí, un tratado sería excelente, le daría la posibilidad de estabilizar su dominio en las naciones ocupadas. Planearía cómo reinstaurar el orden en Seanchan. Reclutaría soldados y los entrenaría. Ante ella se abrieron tantas posibilidades como si de pronto su mente hubiera decidido contemplar todas las ventajas de la alianza y ninguno de los fallos.

Buscó esos fallos, los problemas que reportaría la unión con ese hombre. Pero se licuaron y resbalaron de su mente; era incapaz de asirlos y establecer objeciones. El silencio se apoderó del pabellón; hasta la brisa se calmó.

¿Qué le estaba pasando? Notaba que le faltaba la respiración, como si un gran peso le oprimiera el pecho. ¡La sensación era de no ser capaz de hacer otra cosa excepto doblegarse a la voluntad de ese hombre!

La expresión de al’Thor era adusta. A despecho de la luz de la tarde, el rostro masculino estaba en sombras, mucho más que todo cuanto había bajo el pabellón. Incapaz de apartar los ojos de los del Dragón Renacido, Tuon empezó a respirar con inhalaciones cortas y rápidas. Por el rabillo de los ojos le pareció atisbar algo alrededor del hombre: una oscura neblina, un halo de negrura que emanaba de él y hacía que el aire ondulara a su alrededor, como cuando el calor era excesivo. La garganta se le contrajo y empezaron a formarse palabras. «Sí, sí. Haré lo que digáis. Sí. Debo hacerlo. Debo…»

—No —dijo, la palabra apenas un susurro.

La expresión del hombre se tornó más sombría y ella percibió su ira por la forma en que aplastó la mano contra la madera, los dedos temblorosos de presionar. Por la forma en que tensó la mandíbula. Por la forma de abrir más los ojos. Con tanta intensidad…

—Necesito… —empezó al’Thor.

—No —repitió Tuon con creciente seguridad—. Os postraréis ante mí, Rand al’Thor. No será al contrario.

¡Qué oscuridad! ¿Cómo podía contenerla dentro de sí un hombre? Parecía proyectar una sombra tan grande como una montaña.

No podía aliarse con un ser así. Ese odio hirviente la aterraba, y el terror era una emoción con la que no estaba familiarizada. A ese hombre no se lo podía dejar libre para que hiciera lo que quisiera. Había que controlarlo. Él la contempló un momento más.

—De acuerdo —dijo luego con voz gélida.

Giró sobre sus talones y echó a andar alejándose del pabellón sin mirar atrás. Su séquito fue tras él; todos ellos, incluida la marath’damane de la trenza, parecían desasosegados, como si ni siquiera ellos supieran a quién —o a qué— seguían al ir tras él.

Tuon lo siguió con la mirada, jadeante. No podía permitir que los demás advirtieran su agitación; no debían saber que, en el último momento, había tenido miedo de él. Estuvo mirándolo hasta que la figura montada a caballo se perdió más allá de las cuestas. Y las manos aún le temblaban. No se atrevía a hablar por miedo a que le fallara la voz.

Nadie dijo nada durante el rato que tardó en tranquilizarse. Quizás estaban tan alterados como ella. Por fin, mucho después de que al’Thor se hubo marchado, Tuon se puso de pie y se volvió para mirar a los miembros de la Sangre reunidos allí: generales, soldados y guardias.

—Soy la emperatriz —dijo en voz queda.

Todos a una cayeron de hinojos ante ella; incluso la Alta Sangre se postró.

No hacía falta ninguna otra ceremonia. Oh, sí, habría un rito formal de coronación en Ebou Dar, con procesiones y desfiles y audiencias. Ella recibiría el juramento personal de fidelidad de cada miembro de la Sangre y tendría la posibilidad —siguiendo la tradición— de ejecutar a cualquiera de ellos por su propia mano, sin razón alguna, si creía que se había opuesto a que subiera al trono.

Habría todo eso y más, pero su declaración era la verdadera coronación, la pronunciada por la Hija de las Nueve Lunas tras el periodo de duelo.

Las celebraciones empezaron en el instante en que les dio permiso para levantarse del suelo. Habría una semana de júbilo y festejos. Un tiempo de regocijo necesario. El mundo la necesitaba. Necesitaba una emperatriz. Todo iba a cambiar a partir de ese momento.

Mientras los da’covale se incorporaban y empezaban a entonar alabanzas a su coronación, Tuon se acercó al general Galgan.

—Transmitid mis palabras al general Yulan —ordenó en voz baja—. Decidle que prepare el ataque a las marath’damane de Tar Valon. Hemos de arremeter contra el Dragón Renacido, y deprisa. No podemos permitir que ese hombre acumule más poder del que ya tiene.

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