47 El que perdió

Rand no regresó a sus aposentos de inmediato. El fallido encuentro con los fronterizos lo había desestabilizado. No se debía al malintencionado intento de atraerlo a Far Madding, lo cual resultaba frustrante, pero no inesperado. La gente siempre intentaba controlarlo y manipularlo, y los fronterizos no eran diferentes.

No, era otra cosa lo que lo había alterado, algo que no lograba definir del todo. Y, así, deambulaba por la Ciudadela de Tear con dos Doncellas Aiel siguiéndole los pasos, en tanto que su presencia sobresaltaba a criados y ponía nerviosos a los Defensores.

Los corredores giraban y doblaban. Las paredes —allí donde los tapices ornamentales no las cubrían— tenían el color de la arena mojada, pero eran mucho más sólidas que cualquier tipo de roca que Rand conocía, además de extrañas, insólitas, cada tramo uniforme y suave, un recordatorio de que esa construcción no era natural.

Rand se sentía igual. Tenía el aspecto y la hechura de un humano; es más, tenía las peculiaridades y los antecedentes inherentes a uno. Sin embargo, era algo que ningún humano —ni siquiera él mismo— alcanzaba a entender. Una figura de leyenda, una creación del Poder Único, tan anormal como un ter’angreal o un fragmento de cuendillar. Lo vestían como un rey, igual que decoraban aquellos corredores con borlas doradas y alfombras rojas, igual que adornaban las paredes con tapices, en cada uno de los cuales se representaba a un famoso general teariano. Esos ornatos estaban pensados para embellecer, aunque también servían para encubrir. Los tramos de pared desnuda ponían en relieve hasta qué punto era aberrante aquel sitio. Alfombras y tapices conseguían darle un aspecto más… humano. Igual que una corona y una elegante chaqueta en Rand servían para que lo aceptaran. Se suponía que los reyes eran un poco diferentes. Daba igual que la naturaleza de Rand, oculta bajo la corona, fuera mucho más ajena a la de ellos. Daba igual que su corazón fuera el de un hombre muerto largo tiempo atrás, que sus hombros se hubieran creado para cargar con el peso de la profecía, que su alma estuviera aplastada bajo las necesidades, los deseos y las esperanzas de un millón de personas.

Dos manos. Una para destruir, la otra para salvar. ¿Cuál de ellas había perdido?

Era fácil extraviarse en la Ciudadela. Desde mucho antes que el Entramado empezara a destejerse, esos corredores tortuosos de roca marrón ejercían una influencia engañosa que desorientaba. Se habían diseñado para confundir a posibles atacantes. Se llegaba de repente a intersecciones y, además de existir pocos puntos de referencia por los que guiarse, los pasillos interiores de la fortaleza no tenían ventanas. Los Aiel decían que se habían quedado impresionados por lo difícil que les había resultado tomar la Ciudadela. No fueron los Defensores los que les habían impresionado, sino la magnitud de la extensión y el trazado del monstruoso edificio.

Por suerte, la caminata de Rand no tenía un propósito concreto; sólo quería andar.

Había aceptado lo que tenía que ser. Entonces, ¿por qué lo irritaba tanto esa aquiescencia? Una voz en lo más profundo de su ser —no en la mente, sino en el corazón— había empezado a estar en desacuerdo con lo que hacía. No era estridente ni violenta, como la de Lews Therin. Sólo susurraba, era un apagado runrún, como una desazón arrumbada. Algo no iba bien. Algo no encajaba…

«¡No! —se dijo para sus adentros—. He de ser fuerte. ¡Por fin me he convertido en lo que he de ser!»

Se detuvo en el pasillo, prietos los dientes. En el amplio bolsillo de la chaqueta llevaba la llave de acceso. La toqueteó, siguió con las yemas de los dedos los contornos fríos y suaves. No se atrevía a dejarla al cuidado de un servidor por muy de fiar que éste fuera.

«Hurin —comprendió de pronto—. Eso era lo que me incomodaba. Haber visto a Hurin».

Echó a andar de nuevo y enderezó la espalda. Tenía que ser fuerte en todo momento, o al menos aparentarlo.

Hurin era una reliquia de una vida anterior, de aquellos tiempos en que Mat todavía se burlaba de las chaquetas de Rand. Tiempos en que Rand albergaba la esperanza de casarse con Egwene y, de algún modo, regresar a Dos Ríos. Había viajado con Hurin y Loial, resuelto a detener a Fain y recuperar la daga de Mat para demostrar que era un amigo. Aquéllos eran tiempos mucho más sencillos, aunque él no lo sabía entonces, tiempos en que se habría preguntado si ocurriría algo peor que pensar que sus amigos lo odiaban.

Vislumbró un remolino de colores. Perrin caminaba a oscuras por un campamento, con aquella espada de piedra recortándose imponente en el aire, por encima de él. La visión cambió a Mat, que aún seguía en esa ciudad. ¿Sería Caemlyn? ¿Por qué Mat podía estar cerca de Elayne mientras que él tenía que permanecer tan alejado? Apenas percibía las emociones de la mujer a través del vínculo. Cómo la echaba de menos. Hubo un tiempo en que ambos se habían robado besos entre los muros de esta misma fortaleza.

«No —se reprendió—. Soy fuerte». La añoranza era una emoción que le estaba prohibida. La nostalgia no lo conduciría a ningún sitio. Procuró borrar esas sensaciones mientras se metía en el hueco de una escalera y bajaba los peldaños, ejercitando el cuerpo hasta conseguir que la respiración se redujera a jadeos.

«¿Huimos del pasado, pues? —preguntó Lews Therin en un susurro—. Sí, eso está bien. Mejor soslayarlo que afrontarlo».

El tiempo compartido con Hurin había llegado a su fin en Falme. De aquellos días sólo quedaba un recuerdo borroso. Los cambios que se habían producido en él entonces —ser consciente de que debía matar, de que jamás volvería a retomar el estilo de vida que amaba— eran cosas a las que no debía dar más vueltas. Separado de sus amigos, había salido para Tear casi delirante, viendo a Ishamael en sueños.

Eso último había empezado a pasarle otra vez.

Resollando, Rand irrumpió en uno de los niveles bajos de la fortaleza, seguido por las Doncellas, que no jadeaban. Avanzó por el pasillo y entró en una sala enorme, con hileras de columnas robustas y tan anchas que un hombre no alcanzaría a rodearlas con los brazos. El Corazón de la Ciudadela. Varios Defensores se pusieron firmes y saludaron a Rand cuando pasó ante ellos.

Se dirigió hacia el centro de la sala, al Corazón. En otros tiempos Callandor colgaba allí, suspendida en el aire, resplandeciente con la luz. La espada de cristal se hallaba ahora en poder de Cadsuane. Ojalá esa mujer no hubiera cometido otra pifia y la hubiera perdido, como había pasado con el a’dam masculino. A decir verdad, le daba igual. Callandor era un objeto imperfecto ya que, para utilizarlo, un encauzador tenía que estar subordinado a la voluntad de una mujer. Además, era poderoso, pero ni de lejos tanto como el Choedan Kal. La llave de acceso era una herramienta mucho mejor. Rand acarició la estatuilla con suavidad mientras contemplaba el lugar donde Callandor pendía antaño.

Eso siempre lo había incomodado. Callandor era el arma mencionada en las profecías. El Ciclo Karaethon vaticinaba que la Ciudadela no caería hasta que el Dragón Renacido empuñara Callandor. Algunos eruditos habían interpretado que ese pasaje de las profecías implicaba que la espada jamás sería empuñada. Pero las profecías no funcionaban así, existían para que se cumplieran.

Rand había estudiado la Profecía Karaethon pero, por desgracia, desentrañar su significado era como tratar de desenmarañar una cuerda de cien yardas enredada. Con una mano.

Asir la Espada que no Puede Tocarse fue una de las primeras profecías fundamentales que se habían cumplido. Sin embargo, ¿el hecho de que empuñara Callandor era una señal irrelevante o había significado un paso adelante? Todo el mundo conocía la profecía, pero pocos se planteaban la pregunta que debería haber sido inevitable: ¿por qué? ¿Por qué tenía él que asir la espada? ¿Para utilizarla en la Última Batalla?

Como sa’angreal, la espada era inferior, y dudaba mucho que se hubiera creado para utilizarla sólo como espada. ¿Por qué no se hablaba en las profecías de los Choedan Kal? Los había utilizado para limpiar la infección del saidin. La llave de acceso le proporcionaba un poder mucho mayor de lo que Callandor podría darle, aparte de que ese poder no conllevaba ataduras. La estatuilla era libertad, mientras que Callandor sólo era otro arcón. Aun así, en las profecías no había referencia alguna a los Choedan Kal y sus llaves.

Eso lo frustraba, porque las profecías eran —en cierto modo— el arcón más temible y opresivo de todos. Estaba atrapado en ellas. Acabarían asfixiándolo.

«Les advertí…» susurró, Lews Therin.

«¿Qué les advertiste?», demandó Rand.

«Que el plan no funcionaría —respondió Lews Therin en tono quedo—. Que la fuerza bruta no lo contendría. Calificaron de temerario mi plan, pero esas armas que crearon eran demasiado peligrosas. Demasiado aterradoras. Ningún hombre debería manejar semejante Poder…»

Rand se debatió con los pensamientos, con la voz, con los recuerdos. No recordaba apenas nada del plan de Lews Therin para sellar la prisión del Oscuro. Los Choedan Kal… ¿se habrían construido con ese propósito?

¿Era ésa la respuesta? ¿Acaso Lews Therin había optado por la elección equivocada? ¿Por qué, entonces, no se hacía mención de ellos en las profecías?

Rand se dio la vuelta para abandonar la cámara vacía.

—Que se deje de montar guardia en este lugar a partir de ahora —les dijo a los Defensores—. No hay nada que valga la pena proteger. Ni siquiera estoy seguro de que lo haya habido alguna vez.

Los hombres parecían conmocionados, mortificados como niños castigados por un padre amado. Pero se aproximaba una guerra, y Rand no estaba dispuesto a dejar atrás soldados para defender una sala vacía.

Apretó los dientes y salió al pasillo a zancadas. Callandor. ¿Dónde la tendría escondida Cadsuane? Rand sabía que la mujer se había instalado en unos aposentos de la Ciudadela, de nuevo forzando los límites de su orden de exilio. Tendría que hacer algo al respecto; tal vez expulsarla de la Ciudadela. Subió corriendo los peldaños y después salió del hueco de escalera a un piso cualquiera, al azar, para seguir moviéndose. Se volvería loco si se sentaba en aquel momento.

Se había esforzado tanto para impedir que lo ataran… Sin embargo, como último recurso, las profecías se encargarían de que hiciera lo que se suponía que debía hacer. Eran más manipuladoras, más taimadas que cualquier Aes Sedai.

La cólera brotó dentro de él, arremetiendo contra las compuertas que la constreñían. La queda voz interior se estremeció ante aquella tempestad. Rand apoyó el brazo izquierdo en la pared y agachó la cabeza mientras apretaba los dientes.

—Seré fuerte —musitó. Pero la ira no desaparecía. ¿Por qué iba a desaparecer? Los fronterizos lo desafiaban. Los seanchan lo desafiaban. Las Aes Sedai fingían obedecerle, si bien cenaban con Cadsuane a sus espaldas y bailaban al son que ella tocaba.

Cadsuane era quien más lo desafiaba al quedarse cerca de él desobedeciendo sus órdenes y tergiversando sus intenciones. Sacó la figurilla y la toqueteó. La Última Batalla se avecinaba, amenazadora, y él se pasaba el poco tiempo que tenía cabalgando para reunirse con gentes que lo insultaban. El Oscuro destejía un poco más el Entramado de día en día y quienes habían jurado proteger las fronteras se ocultaban en Far Madding.

Echó una ojeada a su alrededor al tiempo que respiraba hondo. En ese pasillo había algo que le resultaba familiar, aunque no sabía bien el porqué; tenía el mismo aspecto que todos los demás, con alfombras doradas y rojas. Un poco más adelante había una intersección.

Tal vez no debía haber dejado sobrevivir a los fronterizos tras su desafío. Quizá debería volver y encargarse de que aprendieran a temerlo. Pero no. No los necesitaba; podía dejárselos a los seanchan. Ese ejército fronterizo serviría para retrasar a sus enemigos allí, en el sur. Quizás ese obstáculo impediría que los seanchan se le acercaran por los flancos mientras él se ocupaba del Oscuro.

Pero… ¿Tal vez tenía ahí la solución para frenar a los seanchan de una vez por todas? Bajó la vista a la llave de acceso. Una vez había intentado utilizar Callandor para combatir contra los invasores extranjeros. En aquel momento no entendía la razón de que resultara tan difícil controlar la espada, y sólo después del desastroso ataque Cadsuane le explicó lo que sabía sobre el sa’angreal: que él debía formar un círculo con dos encauzadoras antes de poder manejar con seguridad la Espada que no es una Espada.

Aquél había sido su primer gran fracaso como comandante.

Sin embargo, ahora disponía de un arma mejor, la más poderosa jamás creada; era imposible que un ser humano pudiera manejar más Poder Único de lo que él había utilizado para limpiar el saidin. Destruir a Graendal y Refugio de Natrin había requerido sólo una parte muy pequeña de lo que él era capaz de absorber.

Si dirigía esa fuerza contra los seanchan, entonces podría marchar a la Última Batalla con tranquilidad, sin tener que preocuparse de lo que tendría a la espalda. Les había dado, no una, sino varias oportunidades. Había advertido a Cadsuane, le había dicho que haría que la Hija de las Nueve Lunas se sometiera a él… de un modo u otro.

No le llevaría mucho tiempo.

«Ahí —dijo Lews Therin— Ahí resistimos».

Rand frunció el entrecejo. ¿Qué mascullaba ese demente? Miró a su alrededor. El suelo del ancho pasillo era de baldosas rojas y negras que formaban dibujos. Unos pocos tapices ondulaban con suavidad en la paredes. Con un sobresalto, Rand advirtió que varios lo representaban a él tomando la Ciudadela, enarbolando Callandor, matando trollocs.

«La batalla con los seanchan no fue nuestro primer fracaso —susurró Lews Therin—. No, nuestro primer fracaso ocurrió aquí, en este pasillo».

Exhausto tras la lucha contra trollocs y Myrddraal. Con la dolorosa punzada en el costado. La Ciudadela resonando todavía con los gritos de los heridos. Sintiéndose capaz de hacer cualquier cosa. Lo que fuera.

De pie junto al cadáver de una chiquilla. Una niñita. Y Callandor brillando en su mano. El pequeño cadáver se había sacudido.

Moraine lo había frenado. Traer a los muertos de vuelta a la vida estaba más allá de sus posibilidades, le había dicho.

«Cómo me gustaría tenerla aquí», pensó Rand. A menudo había hecho que se sintiera frustrado, pero ella —más que ninguna otra persona— parecía captar exactamente lo que se esperaba de él. Había conseguido que estuviera más dispuesto a hacerlo, incluso cuando estaba enfadado con ella.

Dio media vuelta. Moraine tenía razón. Él no podía devolver la vida a los muertos. En cambio, era un experto en dar muerte a los vivos.

—Id a buscar a vuestras hermanas de lanza —ordenó por encima del hombro a sus guardias Aiel—. Vamos a la batalla.

—¿Ahora? —preguntó una de ellas—. ¡Está anocheciendo!

«¿Tanto llevo caminando?», se preguntó Rand, sorprendido.

—Sí. La oscuridad no importa, ya me ocuparé yo de crear luz de sobra. —Tanteó la estatuilla y sintió un estremecimiento de emoción y de horror a la vez. Ya había hecho retroceder a los seanchan hacia el océano una vez. Volvería a hacerlo. Solo.

Sí, los haría retroceder… Al menos, a los que quedaran vivos.

—¡Id! —les gritó a las Doncellas.

Las mujeres se marcharon trotando pasillo adelante. ¿Qué había sido de su autocontrol? Últimamente el hielo había perdido grosor.

Regresó hacia el hueco de escalera y subió unos cuantos tramos, hacia su alojamiento. Los seanchan conocerían su cólera. ¿Se atrevían a provocar al Dragón Renacido? ¿De modo que les ofrecía la paz y se reían de él?

Abrió sin miramientos las puertas de sus aposentos y acalló a los ansiosos Defensores que montaban guardia con un brusco gesto de la mano. No se hallaba de humor para escuchar su cháchara.

Irrumpió en tromba en el cuarto y se irritó al descubrir que los guardias habían permitido que entrara alguien. Una figura desconocida estaba de espaldas a él y contemplaba el paisaje a través de las puertas abiertas del balcón.

—¿Qué…? —empezó a decir Rand.

El hombre se volvió. No era un extraño. No era alguien desconocido en absoluto.

Era Tam. Su padre.

Rand reculó, tambaleándose. ¿Se trataba de una aparición? ¿Algún artificio insidioso del Oscuro? Pero no, era Tam. Imposible confundir los ojos afables del hombre. Aunque más bajo que él, Tam siempre había dado la impresión de ser más sólido que el mundo que lo rodeaba. Imposible mover el amplio torso y las piernas firmes, y no porque tuviera una fuerza excepcional. En sus viajes, Rand había conocido hombres mucho más fuertes. La fuerza era pasajera, pero Tam era real. Permanente, estable. Con sólo mirarlo uno se sentía reconfortado.

Pero el consuelo se daba de bruces con lo que Rand era ahora. Sus mundos se encontraron —la persona que había sido y la persona en que se había convertido— como un chorro de agua en una piedra al rojo vivo. La una, quebrándose; el otro, tornándose vapor.

Tam se quedó inmóvil, indeciso, en las puertas del balcón, iluminado por dos titilantes lámparas de pie que había en el cuarto. Rand comprendía la vacilación del hombre. Tam no era su verdadero padre; su padre biológico había sido Janduin, jefe de clan de los Taardad Aiel. Tam sólo era quien lo había encontrado en la ladera del Monte del Dragón.

Sólo era el hombre que lo había criado. Sólo era el hombre del que había aprendido todo cuanto sabía. Sólo era el hombre al que Rand quería y reverenciaba. Y siempre sería así, aunque no fuera de su misma sangre.

—Rand. —La voz de Tam sonó cohibida.

—Por favor —habló Rand, todavía impresionado—. Siéntate, por favor.

Tam asintió con la cabeza. Cerró las puertas del balcón y después se dirigió hacia uno de los sillones. Rand también se sentó. Los dos hombres se miraron a través del cuarto. Las paredes de piedra estaban desnudas porque Rand las prefería sin adornos de tapices o cuadros. La alfombra era amarilla y roja, y tan grande que llegaba hasta las cuatro paredes.

La habitación daba una impresión de ser demasiado perfecta. Un jarrón con flores recién cortadas se encontraba justo en el lugar en que debía estar. Los sillones en el centro, colocados con precisión. No parecía un cuarto en el que vivir. Como tantos otros lugares en los que había estado Rand, éste tampoco era el hogar. No había tenido un verdadero hogar desde que había salido de Dos Ríos. Tam sentado en un sillón y él en otro. Rand cayó en la cuenta de que todavía llevaba en la mano la figurilla, así que la soltó en la alfombra, a su lado. Tam le miró el muñón, pero no dijo nada. Entrelazó las manos y las apretó con fuerza, sin duda deseando tener algo que hacer. Tam siempre se había sentido más cómodo hablando de cosas molestas cuando tenía algo que hacer con las manos, ya fuera comprobar las correas de un arnés o esquilando ovejas.

«Luz —pensó Rand, asaltado por un repentino deseo de estrechar a Tam en un abrazo. La familiaridad y los recuerdos lo desbordaron. Tam llevando brandy a la Posada del Manantial para Bel Tine. El deleite que era para Tam encender la pipa. Su paciencia y su afabilidad. La inesperada marca de la garza en la hoja de su espada—. Lo conocía tan bien y, sin embargo, rara vez he pensado en él últimamente».

—¿Cómo…? —empezó Rand—. Tam, ¿cómo llegaste aquí? ¿Cómo me has encontrado?

Tam soltó una risita queda.

—En estos últimos días has estado enviando mensajeros de continuo a todas las grandes ciudades notificándoles que reunieran y prepararan sus ejércitos para la guerra. Creo que uno tendría que estar ciego, sordo y ebrio para no saber dónde dar contigo.

—¡Pero mis mensajeros no pasaron por Dos Ríos!

—Yo no estaba en Dos Ríos. Algunos de nosotros hemos luchado al lado de Perrin.

«Por supuesto», se dijo para sus adentros Rand. Nynaeve debía de haberse puesto en contacto con Perrin, preocupada como se sentía por Mat y por él. Los colores se arremolinaron ante su vista. Habría sido fácil para Tam regresar con ella.

¿De verdad estaba manteniendo esta conversación? Había renunciado a volver a Dos Ríos, incluso a ver de nuevo a su padre. Qué agradable sensación, a pesar de lo embarazoso de la situación. El rostro de Tam tenía más arrugas que antes, y algunos mechones del negro cabello por fin se habían rendido y ahora eran plateados, pero él seguía siendo el mismo.

Era tanta la gente que había cambiado a su alrededor (Mat, Perrin, Egwene, Nynaeve), que parecía un milagro encontrar a alguien de su vida anterior que siguiera siendo igual. Tam, el hombre que le había enseñado a buscar el vacío. Para él, Tam era una roca más firme y más fuerte que la propia Ciudadela. El estado de ánimo de Rand se ensombreció un poco.

—Un momento, espera —empezó—. ¿Perrin ha estado utilizando a la gente de Dos Ríos?

—Nos necesitaba —repuso Tam, asintiendo con la cabeza—. Ese muchacho realizó un número de equilibrista que habría impresionado a cualquier artista de un espectáculo ambulante. Con los seanchan y los hombres del Profeta por medio, y no digamos ya con los Capas Blancas y la reina…

—¿La reina? —lo interrumpió Rand.

—Ajá —confirmó Tam—. La madre de Elayne, aunque afirma que ya no es la reina.

—Entonces, ¿está viva? —preguntó Rand.

—Lo está, aunque no gracias a los Capas Blancas, que de ser por ellos… —respondió Tam con aversión.

—¿Y ha visto a Elayne? —se interesó Rand—. Mencionaste a los Capas Blancas… ¿Cómo topó Perrin con ellos? —Tam empezó a responderle, pero Rand alzó la mano—. No, espera. Puedo tener el informe de Perrin directamente cuando quiera. No voy a dedicar el tiempo que pasemos juntos haciéndome tú de mensajero.

Tam esbozó una sonrisa.

—Ay, hijo —dijo, todavía con las diligentes manos entrelazadas ante sí—, en verdad lo han conseguido. Han ido y han hecho un rey de ti. ¿Qué ha pasado con el muchacho larguirucho que miraba todo con los ojos muy abiertos en Bel Tine? ¿Dónde está ese chico inseguro al que crié durante todos esos años?

—Muerto —repuso de inmediato Rand.

—Eso es evidente. —Tam asintió despacio—. Entonces, debes de saber que… Bueno, que yo…

—¿Que no eres mi padre? —lo atajó Rand.

Tam asintió con la cabeza y agachó los ojos.

—Lo he sabido desde el día que salí de Campo de Emond —repuso Rand—. Hablaste de ello en tus sueños febriles. Me negué a creerlo durante un tiempo, pero al final me persuadieron los hechos.

—Sí, ya veo cómo. Yo… —Se apretó las manos con más fuerza—. Nunca tuve intención de mentirte, hijo. Oh, vaya, supongo que ya no debería llamarte así, ¿verdad?

«Puedes llamarme hijo —pensó Rand—. Eres mi padre, da igual lo que digan algunos». Sin embargo, fue incapaz de decirlo en voz alta.

El Dragón Renacido no podía tener un padre porque sería una debilidad de la que sacarían provecho, incluso más que de una mujer como Min. Tener amantes se daba por supuesto, pero el Dragón Renacido debía encarnar la figura de un mito, un ser tan grande como el propio Entramado. Ya le costaba trabajo conseguir que la gente lo obedeciera tal como estaban las cosas, de modo que, si llegaba a saberse que tenía cerca a su padre, ¿qué repercusiones tendría? ¿O si se descubriera que el Dragón Renacido se apoyaba en la firmeza de un pastor?

La voz queda de su interior gritaba a más no poder.

—Lo hiciste muy bien, Tam —se sorprendió a sí mismo diciendo—. Al mantener en secreto mi verdadera procedencia, seguramente me salvaste la vida. Si la gente hubiese sabido que era un niño abandonado y se hubiera descubierto que me encontraste nada menos que cerca del Monte del Dragón… En fin, la noticia se habría difundido. Es más que posible que me hubieran asesinado de pequeño.

—Oh, entonces, bien, me alegra haberlo hecho así.

Rand recogió la llave de acceso —tenerla en la mano también lo reconfortaba— y después se puso de pie. Tam hizo lo mismo con rapidez. A medida que pasaba el tiempo, se comportaba cada vez más como un subordinado o un ayudante.

—Llevaste a cabo un gran servicio, Tam al’Thor —dijo Rand—. Al protegerme y criarme, has abierto la puerta a una nueva era. El mundo está en deuda contigo y me ocuparé de que no te falte de nada el resto de tu vida.

—Un detalle que aprecio en lo que vale, señor, pero sólo hice lo que debía —contestó Tam—. Además, tengo todo cuanto necesito.

¿Estaba disimulando una sonrisa? Tal vez su parrafada había sido demasiado ampulosa. De repente Rand tuvo la impresión de que el ambiente del cuarto era sofocante, por lo que se dirigió hacia las puertas del balcón y volvió a abrirlas. El sol hacía rato que se había puesto y la oscuridad cubría la ciudad. Una vivificante brisa oceánica lo acarició cuando salió al balcón y se apoyó en el antepecho, bajo la noche.

Tam se puso a su lado.

—Me temo que perdí tu espada —comentó Rand antes de ser consciente de lo que decía. Era una estupidez.

—No tiene importancia. Ni siquiera estoy seguro de que la mereciera, de todos modos —contestó Tam.

—¿De verdad eras un maestro espadachín?

—Supongo —admitió Tam, con un gesto de asentimiento—. Maté a un hombre que lo era, delante de testigos, pero jamás me perdoné por ello… a pesar de que era necesario hacerlo.

—A menudo, las cosas que deben hacerse parecen ser las que menos nos gusta tener que hacer.

—Es la verdad más grande que he oído en mi vida —contestó Tam con un suave suspiro, y se acodó en el antepecho. Abajo, en la oscuridad, empezaban a brillar los recuadros de ventanas encendidas—. Es tan extraño… Mi muchacho, el Dragón Renacido. Todas esas cosas que oí contar durante mis viajes por el mundo, y resulta que formo parte de ellas.

—Pues imagina cómo me siento yo.

—Sí —dijo Tam riendo—. Sí, supongo que entiendes muy bien a lo que me refiero, ¿verdad? Tiene gracia, ¿no?

—¿Gracia? No, no es eso —dijo, sacudiendo la cabeza—. Mi vida no me pertenece. Soy un títere para el Entramado y las profecías, una marioneta creada para bailar por bien del mundo antes de que me corten las cuerdas.

—Eso no es cierto, hijo —lo contradijo Tam, ceñudo—. Eh… señor.

—Pues soy incapaz de verlo de otro modo.

Tam cruzó los brazos sobre el pulido antepecho de piedra y a continuación habló.

—Supongo que lo entiendo. Recuerdo haber experimentado algunas de esas emociones yo mismo, en mis tiempos como soldado. ¿Sabes que combatí contra Tear? Cualquiera habría pensado que venir aquí me traería recuerdos dolorosos, pero a menudo un enemigo acaba siendo igual que otro. No guardo rencores.

Rand puso la llave de acceso encima del antepecho, pero la sujetó con fuerza. No se inclinó para apoyarse, como Tam, sino que permaneció muy derecho, recta la espalda.

—Un soldado tampoco tiene muchas posibilidades de escoger sobre su propio destino —comentó Tam mientras daba golpecitos con un dedo en el antepecho—. Los que toman las decisiones son hombres más importantes. Hombres como… En fin, como tú.

—Pero no soy yo quien las toma, sino que lo hace el Entramado por mí. Yo tengo menos libertad incluso que los soldados. Tú podrías haber huido, haber desertado. O, al menos, salir del ejército por medios legales.

—¿Y para ti no hay escapatoria? —preguntó Tam.

—No creo que el Entramado me lo permitiera —repuso Rand—. Lo que hago es demasiado importante, y volvería a meterme en vereda. En realidad, ya lo ha hecho una docena de veces.

—¿Y querrías huir de verdad? —inquirió Tam.

Rand no contestó.

—Yo habría podido marcharme de esas guerras, pero, al mismo tiempo, me habría sido imposible —explicó Tam—. A menos, claro, que hubiera traicionado lo que era. Creo que pasa lo mismo contigo. ¿Qué importancia tiene que puedas huir cuando sabes que no vas a hacerlo?

—Voy a morir al final de este conflicto —dijo Rand—. Y no tengo elección.

Tam se puso erguido y frunció el entrecejo. En ese instante, Rand se sintió como si volviera a tener doce años.

—No quiero oírte hablar así —dijo el hombre mayor—. Aunque seas el Dragón Renacido, no lo admito. Siempre se tiene elección. Tal vez no puedas elegir dónde te ves obligado a ir, pero sigues teniendo una elección.

—¿Y eso, cómo?

Tam posó la mano en el hombro de Rand antes de contestar:

—La elección no es siempre qué quieres hacer, hijo, sino por qué lo haces. Cuando era soldado había hombres que luchaban por dinero, nada más. Había otros que luchaban por lealtad, lealtad hacia sus compañeros o a la corona o a lo que fuera. El soldado que muere por dinero y el que muere por lealtad están muertos los dos, pero hay una diferencia entre ellos: una muerte fue por algo importante. La otra no.

»Ignoro si es cierto que tengas que morir para que todo esto acabe, pero los dos sabemos que no vas a huir de ello. Aunque hayas cambiado, hay cosas que siguen siendo iguales. Así que no admitiré quejas a propósito de esto.

—No me quejaba… —empezó Rand.

—Lo sé —lo atajó Tam—. Los reyes no se quejan. Deliberan. —Era como si citara a alguien, aunque Rand no tenía idea de a quién. De forma inesperada Tam soltó una corta carcajada—. Bah, no tiene importancia —continuó—. Rand, creo que eres capaz de sobrevivir a esto. No me entra en la cabeza que el Entramado no te dé algo de paz considerando el servicio que nos estás haciendo a todos. Pero eres un soldado que va a la guerra y lo primero que aprende un soldado es que puede morir. Tal vez no esté en tu mano elegir las tareas que te encomienden, pero sí puedes escoger por qué las llevas a cabo. ¿Por qué vas a la batalla, Rand?

—Porque he de hacerlo.

—Ésa no es razón suficiente. ¡A los cuervos con esa mujer! Ojalá hubiera acudido antes a mí. Si lo hubiera sabido…

—¿Qué mujer?

—Cadsuane Sedai —respondió Tam—. Me trajo aquí, dijo que tenía que hablar contigo. ¡Antes me mantuve alejado porque pensé que sólo te faltaba tener a tu padre metiéndose en tus cosas!

Tam siguió hablando, pero Rand había dejado de escucharlo.

Cadsuane. Tam había ido por Cadsuane. No era porque Tam hubiera aprovechado la oportunidad al ver a Nynaeve. No era porque quería ver cómo le iba a su hijo. Por nada de eso, sino porque lo habían manipulado para que fuera.

¿Es que esa mujer no iba a dejarlo en paz nunca?

Las emociones que había despertado Tam con su presencia eran tan fuertes que habían derretido el hielo. Demasiado cariño era como demasiado odio. El uno y el otro le hacían experimentar sentimientos, lo cual era algo que él no podía permitirse.

Pero lo había hecho y, de repente, el sentimiento casi lo desbordó. Un estremecimiento lo sacudió y le dio la espalda a Tam. ¿Esa conversación era otro de los juegos de Cadsuane? ¿Era Tam parte de ese juego?

—Rand… —llamó Tam—. Lo siento, no debí mencionar a la Aes Sedai. Me dijo que podrías enfadarte si la mencionaba.

—¿Y qué más te dijo? —demandó mientras se giraba hacia el fornido hombre con brusquedad.

Tam retrocedió un paso, inseguro. La brisa nocturno soplaba alrededor de los dos, y las luces de la ciudad eran meros puntos, allá abajo.

—Bueno, me dijo que debía hablarte de tu juventud, recordarte tiempos mejores —contestó Tam—. Ella opinaba que…

—¡Esa mujer me manipula! Y te manipula a ti —añadió en voz queda, mirando a Tam a los ojos—. ¡Todo el mundo me ata con cuerdas!

La cólera bullía en su interior e intentó contenerla, pero era muy difícil. ¿Dónde estaba el hielo, la tranquilidad? Desesperado, Rand buscó el vacío, procuró volcar todas sus emociones en la llama de la vela, como Tam le había enseñado a hacer tanto tiempo atrás.

El saidin aguardaba allí mismo. Sin pensarlo, Rand lo asió y, al hacerlo, las emociones se adueñaron de él, emociones que creía haber dejado atrás. El vacío saltó en pedazos pero, de algún modo, el saidin siguió allí, forcejeando con él. Gritó cuando la náusea lo asaltó con violencia, y volcó la ira en ella, desafiante.

—Rand, deberías saber que…

—¡CÁLLATE! —aulló Rand al tiempo que arrojaba al suelo a Tam con un flujo de Aire. Se debatía con la ira por un lado y con el saidin por el otro, y entre ambos amenazaban con aplastarlo.

Era por esto por lo que debía ser fuerte. ¿Es que no se daban cuenta? ¿Cómo podía un hombre reír cuando tenía que vérselas con fuerzas como aquéllas?

—¡Soy el Dragón Renacido! —le gritó al saidin, a Tam, a Cadsuane y al mismísimo Creador—. ¡No seré vuestra marioneta! —Apuntó a Tam con la llave de acceso, a su padre, que estaba tirado en el suelo de piedra del balcón—. ¡Vienes enviado por Cadsuane, fingiendo que me quieres, pero lo que haces es desenrollar otra de sus cuerdas para atármela al cuello! ¿Es que nunca me veré libre de todos vosotros?

Había perdido el control, pero no le importaba. Querían que sintiera. ¡Pues, bien, sentiría! ¿Querían que riera? ¡Reiría mientras se consumían en el fuego!

Gritándoles a todos, tejió hilos de Aire y Fuego. Lews Therin aulló dentro de su mente mientras el saidin intentaba destruirlos a ambos. Y la queda voz que le hablaba desde el corazón, desapareció. Se perdió.

Saliendo del centro de la llave de acceso, un finísimo haz de luz apareció delante de Rand. El tejido para crear el fuego compacto se urdió ante él y el brillo de la estatuilla se intensificó conforme Rand absorbía más Poder.

A la luz de ese brillo, Rand vio el semblante de su padre alzado hacia él, mirándolo.

Aterrorizado.

«¿Qué estoy haciendo?»

Empezó a temblar mientras el fuego compacto se destejía antes de que tuviera tiempo de lanzarlo. Retrocedió a trompicones, espantado.

«¿QUÉ ESTOY HACIENDO?», se gritó de nuevo para sus adentros.

«Nada que no hayamos hecho antes», susurró Lews Therin.

Tam lo miraba todavía, ahora con el rostro envuelto en las sombras de la noche.

«Oh, Luz —gimió Rand con terror, consternación y rabia—. Estoy haciéndolo otra vez. Soy un monstruo».

Sin soltar del todo el saidin, Rand tejió un acceso a Ebou Dar y lo cruzó para huir del horror reflejado en los ojos de Tam.

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