25

Yo comprendía perfectamente la verdad. Era como nadar en un lago pacífico y de repente ver los ojos diminutos de un cocodrilo que me observaban.

No fui corriendo a toda velocidad de vuelta a casa porque no quería que me detuviera la policía, y por tanto perder tiempo. Ver a Mama Jo siempre era una revelación. Por eso la gente se apartaba de ella. ¿Quién quiere saber la verdad? No el hombre condenado, ni la mujer moribunda, ni el niño que quedará huérfano.

Decidí, en algún rincón de mi mente, dejar a Bonnie en paz y seguir adelante. No iría a la boda. No lamentaría más mi pérdida. El mundo no giraba a mi alrededor, ni alrededor de mi sufrimiento.

Repasé mentalmente una lista de decisiones que había pospuesto el año anterior, sobre todo para no pensar en lo que podía haber ocurrido mientras yo me regodeaba como un cerdo en su pocilga.

Sammy Sansoam, conocido también como el capitán Clarence Miles, conocía mi nombre y la dirección de mi despacho.

Y aunque yo no aparecía en la guía, no le habría costado demasiado tiempo encontrar mi casa. Si sospechaba por algún motivo que era amigo de Navidad Black, vendría a verme. Jesus moriría protegiendo a Pascua, y también podían morir Feather y Benita.

Luchar contra los hombres que habían matado al marido de Faith era como luchar contra el crimen organizado o contra el FBI. Tenían unos recursos ilimitados y eran implacables.

Aparqué junto a la acera y salté del coche con la pistola en la mano. Corrí hacia la puerta principal, metí la llave en la cerradura y entré corriendo.

El cuerpo de Jesus parecía el de un muerto reciente, echado en el sofá con los dedos de una mano rozando el suelo y la otra por encima de la frente. Tenía los ojos cerrados y en la sombra.

– ¡Juice!

El cuerpo muerto abrió los ojos y se incorporó con una mirada inquisitiva.

– ¿Qué pasa, papá? -preguntó.

Feather llegó corriendo con Pascua justo detrás de ella. Me retumbaba el corazón contra el pecho y la habitación me daba vueltas. Fui hasta el sofá y me dejé caer sentado mientras Jesus apartaba las piernas. Si no, me habría caído.

Sentado allí, intenté controlar la respiración, pero no pude. El corazón me latía tan rápido que creí que iba a morir allí mismo. Si hubiese habido whisky en la casa me lo habría bebido. Si hubiese habido opio en casa me lo habría tragado.

– ¿Qué ocurre, papá? -preguntó Feather.

Ella se sentó a mi lado y me pasó las manos en torno al cuello, mientras Pascua se sentaba en el regazo de Jesus y me ponía las manos en el muslo.

Mi corazón seguía latiendo con fuerza, mientras tanto. Tenía las orejas calientes y quería matar a Clarence Miles.

«Todos los hombres son idiotas.» Aquellas palabras llegaron a mi mente pero no pude recordar dónde las había oído. El origen no importaba, porque lo que decían era cierto. Todos los hombres son idiotas, y yo el que más. Mis hijos podrían haber muerto mientras yo estaba por ahí comportándome como un niño.

Me levanté. Jesus se levantó también, cogiendo mi brazo derecho. Me metí el arma en el bolsillo y le dije:

– Coged todo lo que necesitéis y haced las maletas, nos vamos de viaje.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Feather.

– Nos vamos un tiempo. Hay unos hombres malos por ahí y quizá vengan aquí.

– Pero ¿por qué? -preguntó Benita.

Jesus se llevó a su compañera de la mano y la condujo hacia la habitación de atrás. Feather no necesitaba instrucciones. Pascua empezó a recoger sus cosas con precisión militar.

Yo respiré con fuerza. Era un idiota, sí, pero también afortunado. Esa idea me hizo llorar. Encendí un cigarrillo mientras Benita y Jesus discutían y las niñas hacían el equipaje. Quince minutos después estábamos todos apiñados en el coche y yo me dirigía hacia el mar.


Llegamos ante una puerta a media manzana del océano Pacífico, en una calle que se llamaba Ozone. Llamé a la puerta, toqué el timbre y volví a llamar con los nudillos. Jewelle abrió la puerta con un vestido amarillo que realzaba a la perfección su piel de un color marrón oscuro. A medida que pasaban los años, la niña feúcha se había convertido en una joven de una belleza sutil. Fue la amante del gerente de mis propiedades, Mofass, hasta que éste murió heroicamente, y ahora estaba con Jackson Blue, que era el hombre más listo y más cobarde que yo conocía.

– Easy -dijo Jewelle, mirando a toda mi progenie, que me rodeaba-. ¿Qué ocurre?

– Necesito ayuda, cariño. La necesito muchísimo.

Jewelle sonrió y yo recordé que ella experimentaba por mí unos sentimientos que no tenía por ningún otro hombre. No se sentía atraída sexualmente por mí, sino que teníamos una conexión como la que una hija tiene con un padre.

– Vamos, pasad.

La entrada conducía a un largo tramo de escaleras que bajaban a la distancia de dos pisos al apartamento de abajo. Los techos eran de seis metros de alto por lo menos, y aquellas paredes estaban llenas de estanterías con libros desde el suelo hasta el techo.

Jackson Blue había leído todos y cada uno de los libros de aquellos estantes al menos un par de veces. Sólo guardaba los libros que pensaba leer de nuevo, una y otra vez. Jewelle también se había introducido en la biblioteca de Jackson y tenía largas discusiones con él sobre los sentidos y ramificaciones de los textos. Jackson Blue era el primer hombre a quien conocía que había demostrado ser más listo que ella, y le amaba por ese hecho.


– Eh, Easy, ¿qué ocurre? -preguntó Jackson cuando llegamos al salón principal, al fondo de la larga escalera. Llevaba un batín de casa de seda rojo oscuro, atado descuidadamente en torno a su esbelta cintura. Bostezaba, aunque ya estábamos a última hora de la tarde.

– ¿Te he despertado? -le pregunté.

– Llevo los últimos tres días trabajando día y noche en Proxy Nine -explicó-. Estaban montando esa línea especial para pasar información por el teléfono, pero los técnicos no conseguían dejarla bien. He tenido que arremangarme yo mismo, ya sabes…

– ¿Tú has instalado una línea de ordenador desde Francia? -le pregunté.

– Pues sí -suspiró Jackson. Era perezoso en todo, excepto mentalmente. El trabajo físico era una abominación para él, pero Emanuel Kant era pan comido.

– Pero si no estás preparado para hacer eso… -dije, no porque creyera que fuera verdad, sino para sacarlo de su estupor y poder pedirle ayuda.

– No seas tan duro, Easy -dijo-. Lo que me dio más problemas fue aprender francés para poder hablar con los técnicos extranjeros.

– ¿Pero tú hablas francés? -le preguntó mi hija.

Oui, mademoiselle. Et tu?

Un peu -replicó ella, modesta.

– Jewelle, ¿puedes llevarte un rato a los chicos al patio? -le pedí-. Tengo que hablar con Jackson.

Feather, Jesus, Benita, Pascua y Essie siguieron a la dama de los inmuebles afuera, al jardín, al fondo de un patio muy bien cuidado.

Cuando se fueron le conté a Jackson lo que estaba pasando.

– Maldita sea, Easy -dijo cuando hube acabado-. ¿Por qué no haces nunca cosas sensatas? Mierda. ¿Crees que realmente podrían haber matado a los niños?

– Estoy seguro de que sí, tío. ¿Querrás cuidármelos?

– Claro. No hay problema. Quiero decir que será más bien Jewelle quien cuide de ellos. Yo tengo que ir al despacho, pero ella hace casi todo su trabajo por teléfono.

– ¿Cómo te va con ella?

– Es socia en la sombra de ese nuevo hotel Icon International del centro -dijo, orgulloso-. Si la cosa funciona, será tan rica que podremos irnos a vivir al centro de Roma, y no me refiero a Roma, Nueva York.

– Quizá tenga que recurrir a ti de nuevo, Jackson -dije.

Esa petición hizo que apareciese el miedo en la cara del hombre. Él no quería tener nada que ver conmigo. Tenía un buen trabajo y ganaba más dinero que nadie que yo conociese, excepto Jewelle. Quería echarme de su casa, pero hasta un cobarde como Jackson sabía cuándo había que pagar una deuda.

– Espero que no, Easy -dijo-. Pero aquí estaré.


Salí fuera y expliqué a mi extensa familia que iban a tener que quedarse apartados de sus amigos y vecinos, de su hogar y sus colegios. No debían llamar por teléfono a nadie, ni responder llamadas, ni decirle a nadie dónde estaban.

– ¿Y si mi mamá quiere hablar conmigo? -preguntó Benita.

– Dile que Juice te lleva a Frisco unos días en barco. Dile eso y esperará a que vuelvas.

– ¿Son tan malos realmente esos hombres? -preguntó Benita.

– Hacen que el Ratón parezca Juice -dije, y no me hicieron más preguntas.

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