39

Alquilé una habitación en un motel llamado Ariba, en Centinella. No sabía si a los militares les quedaban los suficientes matones para mantener vigilada mi casa, pero decididamente, prevenir era mejor que lamentar. Aunque la pena no me había dejado indemne; todo lo lamentaba, incluso aquellas cosas que no había hecho y no podía haber hecho.

Me eché en la cama con la funda de almohada rellena con 30.000 dólares a mi lado. Ni una sola vez pensé en quedarme con el dinero. No era mío y habría pagado muy caro aquel robo. Un día me encontraría con Leafa, cuando ella llevase diez años viviendo en la calle. Vería el dolor en sus ojos y todo el dinero que yo podía haber robado habría desaparecido.

Después de treinta minutos de intentar dormir, busqué en la bolsa y saqué la carta de Pericles. El sobre era de papel gris barato. Estaba cerrado y luego sellado con cinta adhesiva. La abrí con mi navaja de bolsillo. La carta a la «querida Meredith» estaba escrita en papel blanco de una calidad superior al sobre.


Querida Meredith:

Siento muchísimo decirte esto así cariño pero es que ahora mismo no puedo enfrentarme a ti. Me voy. No puedo soportarlo más. Me siento en casa cada noche oyendo a los niños que hacen ruidos como animales salvajes y tú en la cama a mi lado como si Sonny Liston te hubiese noqueado.

El colmo fue cuando Hanley me vomitó en el periódico y luego Lola lloraba porque no podía leer las tiras cómicas. Diez minutos después los dos se estaban riendo y yo quería matarlos. Luego vas tú y dices que necesito un nuevo trabajo para pagarlo todo. Entonces me apareció algo en la cabeza, como Dios cuando hablaba con Moisés. Yo necesitaba algo nuevo, enseguida. Y eso estoy haciendo.

No me entiendas mal, cariño. Esto duele. Fui a casa hace dos días.

Vi a los niños desde el otro lado de la calle. Vi a Leafa allí fuera con un impermeable verde nuevo muy bonito. Ella ayudaba a Lana a hacer los deberes y tú estabas sentada a su lado. Casi me acerco a ti, pero entonces salieron todos de la casa como la peste y eché a correr.

Te doy todo este dinero. Los 30.000. Puedes pagar el alquiler y alimentar a los niños unos cuantos años, incluso más. Enviaré más dinero cuando pueda conseguirlo.

Lo siento, cariño.


Pericles Tarr


Leí la carta tres veces preguntándome qué pensaría Meredith cuando la leyese. Era la verdad, pero ¿cómo podría saberlo ella? Que Pericles la abandonara no tenía nada que ver con Nena Mona. Sencillamente, él no podía soportarlo más. Vivía en una casa llena de ruido y de fealdad que sólo puede amar una madre. Era un milagro que ella no comprendiese qué era lo que le pasaba a su hombre. Pero entonces pensé: ¿qué habría ganado ella entendiéndolo? Él la habría dejado de todos modos. Ella seguiría estando perdida y a la deriva, con una docena de niños en un barquito de papel.

Pero nada de aquello era asunto mío. Le llevaría su dinero a Meredith y ella lo usaría como salvavidas.

Todos nos vamos inventando la vida a medida que pasa. En un momento determinado Pericles debió de amar a Meredith. Quería una familia numerosa, o al menos quería lo que ella quisiera, y creyó que ella comprendía las consecuencias. Y cuando la vida que se había hecho resultó no ser la vida que quería hacer, Perry se inventó a Nena, robó una nómina en el estado de Washington y compró dos billetes para Nueva York.

Todo eran falsas apariencias, sus vidas y la mía.


Aparqué frente a la casa de Tarr un poco después de las 16.30. La puerta delantera estaba abierta y por ella entraban y salían niños a la carrera. Había más de veinte niños gritando como locos. Los niños Tarr tenían amigos cuyos padres nunca les dejaban correr alocadamente de aquella manera.

Pasé por encima de dos niños de unos ocho años que se peleaban y atravesé el umbral. En la cocina encontré a Leafa haciendo bocadillos de mantequilla de cacahuete y gelatina para unos niños más pequeños que necesitaban combustible para sus desastres.

Cuando la niña perfecta me vio, sonrió. Tenía la misma nariz que su padre.

– Está en la habitación de atrás, señor Rawlins -me gritó Leafa, señalando con el cuchillo de la gelatina.

Pasé junto a la fila de bebés y llegué hasta una puerta cerrada que se abrió sin que hiciese falta llamar.

Meredith estaba allí sentada en una silla de respaldo recto, con una postura claramente poco femenina y mirando a la pared. Ella representaba el iceberg, y su familia era el Titanic. Lo único que podía esperar era haber llegado a tiempo.

– Señora Tarr. No hubo respuesta.

– Señora Tarr -dije de nuevo, acercándome más a su rincón.

Ella volvió su mirada congelada hacia mí y frunció ligeramente el ceño.

– ¿Han encontrado su cuerpo? -me preguntó. Le tendí la funda de almohada y la carta. Ella dejó la bolsa en su regazo y desdobló la nota.

O bien leía muy despacio o Meredith Tarr leyó las últimas palabra de Perry muchas veces. Me quedé allí de pie porque no había ninguna silla más en aquella habitación. Después de largo rato Meredith cogió la funda de almohada y miró dentro. Y después volvió su atención hacia mí.

– ¿Qué significa todo esto?

– Encontré a Perry en una casa en Compton -dije-. Él me dijo que se iba a Nueva York y que iba a enviarle a usted este dinero. Yo le conté que iban a desahuciarla y me ofrecí a entregárselo.

– ¿Ha leído la carta? -preguntó ella, ignorando mis sutiles mentiras.

– No.

– Dice que ya no me ama. No tenía respuesta a aquello.

– ¿Estaba con una mujer, señor Rawlins?

– No que yo sepa. Había una mujer en la casa, pero estaba claro que acompañaba a otro hombre.

– ¿Y ahora qué se supone que debo hacer?

Ya había pensado en aquella posible pregunta cuando iba de camino hacia allí.

– Primero tengo que saber algo -dije.

– ¿Qué?

– ¿Cree que ha sido Perry quien ha escrito la nota?

– Sí.

– ¿Y por qué no puedo haberlo escrito yo y darle ese dinero para que se calle?

– Porque a Leafa le dieron ese impermeable los Anders, de la casa de enfrente, hace cuatro días. Pero no es todo.

– ¿Qué más?

– No fue Hanley quien vomitó en el periódico, sino Henry -ella sonrió-. Perry siempre confunde a Hanley con Henry. Tiene que estar vivo para haber escrito esa nota. Y parece que es él por la forma de escribir, y es su letra también. ¿Por qué no ha robado usted este dinero, señor Rawlins?

– Por Leafa -dije yo.

– ¿Leafa?

– Es una niña especial, señora Tarr. Se merece algo mejor que lo que tiene.

– Sí, eso es verdad. -Las lágrimas corrían por la cara de Meredith Tarr, pero no sollozaba ni gemía.

– Señora Tarr.

– ¿Sí, señor Rawlins?

– Voy a darle un consejo. Por favor, escúcheme.

Los ojos arrasados de Meredith Tarr se volvieron claros y concentrados.

– ¿Tiene usted una buena amiga o una hermana en alguna parte?

– Melinda. Es mi media hermana, en Arkansas.

– Llámela. Haga que venga y que viva con usted para que la ayude a criar a estos niños. Y si no es ella, alguna otra persona. Coja el dinero y métalo en una caja de seguridad. No permita que nadie sepa que usted tiene ese dinero, ni siquiera su media hermana. Haré que la llame una amiga mía, una mujer llamada Jewelle. Ella la ayudará a comprarse una casa por 10.000 dólares o menos. Compre la casa y use el dinero que le queda para alimentar a su hermana y a estos niños. Descanse un poco y luego consiga un trabajo. Perry me dijo que seguiría en contacto con usted y le enviaría dinero cuando lo necesitara. ¿Me está escuchando?

Ella asintió, muy afectada.

– ¿Dónde consiguió él este dinero, señor Rawlins?

– No lo sé y no se lo pregunté.

Meredith asintió de nuevo, esta vez muy seria.

Insistí en mis consejos cuatro o cinco veces. Intenté inculcárselo bien, y creo que ella me escuchó. Cuando estuve seguro de que hubo comprendido todo lo de hacerse cargo del dinero me dirigí hacia la puerta. Ya estaba casi saliendo de la habitación de atrás cuando Meredith gritó:

– ¡Hijo de puta!

Me volví a ver si estaba hablándome a mí, pero Meredith miraba de nuevo a la pared. Su curación había empezado al fin.

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