28

Alguien había gritado un ruego desesperado, pero yo no entendía la pregunta.

Las palabras sonaban claras, pero no conseguía entenderlas. Quería comprender lo que se estaba diciendo y quién hablaba, pero no lo suficiente como para abrir los ojos. El cobijo del sueño era demasiado delicioso.

El colchón que tenía debajo era pesado y duro como el barro grueso bajo una delgada capa de paja.

Alguien chilló y luego rio.

Abrí los ojos en la habitación oscura. Entreví un escritorio lleno de papeles apilados y una estantería que contenía de todo, desde una Biblia a un juego de llaves inglesas.

Me llegaron más gritos y risas, el golpeteo de pies que corrían y olor a frito. Al otro lado de aquella puerta cerrada había una casa llena de niños ocupados en sus quehaceres matinales. Unos estores verde amarillento bajados cubrían las ventanas, pero había pequeños agujeros en la tela y al otro lado el sol brillaba con fuerza. Diminutos hilos de luz quedaban suspendidos por encima de mi cabeza, poblados por motas de polvo bailarinas.

Era la habitación de un hombre, podía decirlo por el olor algo fuerte. Y la pregunta que planteaba la voz infantil había sido formulada en español, una lengua que me encantaba escuchar pero que yo no entendía.

Pensé en incorporarme. Los diversos cuerpos que gobernaban mi mente estuvieron de acuerdo en que sería algo bueno, pero había una cierta discusión sobre el momento concreto.

Dos chicos empezaron a gritar y me acordé del Ratón y de Pericles Tarr. Pericles iba a un bar cada noche con el Ratón para alejarse de su ruidoso hogar, pero Primo, el dueño de aquella casa, sólo salía a beber una vez por semana. A Primo le encantaba estar con sus niños, aunque parecía ignorarlos la mayor parte del tiempo y, en aquella época tardía, la mayoría de los niños que acogía ya no eran hijos e hijas, sino nietos, sobrinos, sobrinas y niños abandonados recogidos de la calle como las tortugas marinas que corren locamente hacia las olas.

Aquella habitación y la casa entera me pertenecían. Era la primera propiedad que había tenido en mi vida. No había vivido allí desde hacía veinte años, pero no podía soportar venderla. Primo, su esposa Flor y la inacabable caterva de niños a los que criaban vivían allí sin pagar alquiler porque aquel terreno era más un sueño que una finca, en realidad.

Pericles Tarr. Me pregunté por qué pensaba en él, y eso me trajo a la mente a Faith Laneer. Hacer el amor con ella había eliminado, al menos momentáneamente, mi depresión por Bonnie. Ésta seguía estando en mi mente. Ella y yo habíamos visitado a Primo y a la panameña Flor una docena de veces. Ella era todavía el amor de mi vida, pero el velo de su ausencia, o de su próximo matrimonio, se había levantado ya.

Recordé que estaba furioso con Sammy Sansoam por haber entrado en mi casa. Eso también ayudaba a eliminar la tristeza.

Encontrar al Ratón significaba Pericles Tarr.

Me senté con todos los cuerpos que dominaban mi mente en armonía. Llevaba unos pantalones de algodón y una camiseta que había visto días mejores.

En el vestíbulo encontré a dos niños pequeños, una chica y un chico. Parecían tener unos cinco años y ser parientes, aunque lejanos. Estaban tirando cada uno del pijama heredado del otro cuando se abrió la puerta del despacho de Primo. Los ojos del chico se abrieron mucho al verme. La chica cogió al chico por la chaquetilla y lo arrastró hacia la cocina, gritando algo con mucho susto en aquella hermosa lengua.

Yo les seguí hasta la gran cocina que en tiempos había sido mi territorio.

Con mi permiso, Primo había ampliado la cocina para que cupiera una mesa de roble que albergaba a dieciséis personas. El bajito y moreno emperador de aquella mesa estaba allí sentado, entre los caballeros y las damas de entre dos y dieciséis años, comiendo judías y tortillas con huevos, chorizo y queso blanco del que se deshace.

– Easy -dijo Primo, y el estruendo y el desayuno cesaron al momento. Cuando el jefe tenía un invitado, los niños debían callar.

– Hola, Primo. Gracias por dejarme dormir aquí anoche, hombre.

– Parecía que ibas a matar a alguien, amigo mío.

Yo no respondí ante aquella intuición. Por el contrario, volví la vista hacia el fregadero donde los asustados niños, que me habían visto llegar desde el refugio nunca violado de su guardián, habían corrido a esconderse detrás de las faldas de un azul intenso de Flor.

Yo me dirigí hacia la panameña, de oscura piel, y la besé en ambas mejillas. Algunos de los niños medianos dijeron «uuuuh». Primo saltó desde su silla, haciéndola caer al suelo, y dijo:

– ¿Cómo? ¿Te atreves a besar a mi mujer delante de mí?

Corrió hacia mí y por un momento compartí el miedo de su enorme familia. Pero entonces Primo me echó los brazos alrededor y me abrazó estrechamente.

Me di cuenta de lo confusos que eran mis sentimientos porque el abrazo dio aire a una vaciedad y un ahogo que notaba en mi interior.

Los niños lanzaron vítores y todos desayunamos juntos. Flor no se sentó en ningún momento. Hizo tortillas de trigo y de maíz que había preparado ella misma y siguió friendo judías y salchichas mientras los niños iban vaciando bandeja tras bandeja. Yo comí de buena gana y compartí bromas con mis viejos amigos. No tenía prisa alguna. Era temprano, y mis nuevos planes necesitaban tiempo para madurar al sol del desierto.


Después de que Flor se llevase rápidamente a todos los niños en edad escolar, Primo y yo salimos al porche delantero y nos sentamos. Fue entonces cuando se tomó la primera cerveza del día. Me ofreció una, aunque sabía que yo no bebía. Habría aceptado su oferta, pero temía perder el filo de mi rabia.

– ¿Qué tal le va a Peter Rhone en tu garaje? -pregunté a mi amigo.

– Me gusta que esté ahí porque el Ratón viene de vez en cuando con ese maravilloso tequila que le da un hombre con el que hace negocios. Es el mejor que he probado en toda mi vida.

Raymond tocaba muchas teclas allá por 1967. Una de las cosas que hacía era contrabando de artículos y de gente a través de la frontera, de vez en cuando. Le caía bien Primo porque le encantaba reír.

– Al principio le dije a Pete -continuó- que debía apartarse de esa casa. Le dije que Raymond era un mal hombre, y que a veces mataba a algunas personas sin motivo alguno. Pero ya sabes que los disturbios lo cambiaron todo para bien y para mal.

– ¿Qué quieres decir?

– Pete trabaja muy duro y saca un buen dinero con su trabajo, pero se lo da todo a EttaMae y vive en el porche. Le pregunté por qué se hace eso a sí mismo.

– ¿Y qué te dijo?

– Que está intentando remediar todas las cosas malas que ha hecho su gente. Le dije que está loco, que él no nos debía nada ni a mí, ni al Ratón ni a Etta.

– ¿Sí? ¿Y qué dijo él a eso?

– Que sí nos debía algo, porque nadie le ha obligado a hacer lo que hace. Dijo que si ha elegido servir a su familia eso prueba que era culpable.

Raramente había hablado con Rhone desde que demostré que no había matado a su amante negra, Nola Payne. Pero al oír aquella explicación comprendí que no era simplemente un blanco loco como cualquier otro. Estaba loco, sí, de eso no había duda, pero la locura la había provocado su sensibilidad al pecado. Yo podía pasar algunas horas discutiendo aquella rareza con Primo, o Gara, o incluso con Jackson Blue, pero tenía que resolver otros problemas.

Le conté a Primo la historia del Ratón y de Pericles, incluyendo lo de la casa de los Tarr, que era como un reflejo de la suya propia.

– Es curioso, Easy -dijo Primo-. Para un hombre como yo, los niños son un tesoro. Los críos como si fueran cosechas y te compensan o mueren. Los amas como Cristo los ama a todos, y ellos te aman como si fueras Dios. Siento esto porque vengo de otro país donde mi gente tiene un lugar. Quizá seamos pobres, pero formamos parte de la tierra.

»Pero ese hombre tuyo, Pericles, no es como yo. Cada hijo nuevo le hace temer lo que pueda ocurrir. Yo lo veo en mis propios hijos. En Estados Unidos no son de la tierra, sino de la calle. Pericles lo sabe, pero su mujer es fértil, y él no es más que un hombre.

– ¿Conoces a Perry? -le pregunté.

– Ah, sí. El Ratón y él me compraron un Pontiac azul oscuro hace tres semanas.

– ¿Juntos?

– Vinieron juntos.

– ¿Ah, sí?

Ante mí se abrió una nueva vía de pensamientos. Me habría ido en aquel preciso momento si Primo no me hubiese puesto la mano en el brazo.

– Me voy de tu casa, amigo mío.

– ¿Vuelves a México un tiempo?

– No, al este de Los Angeles, donde viven los mexicanos.

– ¿Echas de menos a tus amigos? -le pregunté.

– Los niños se pelean sin parar con los niños negros ahora. Especialmente nuestros nietos, que parecen mexicanos. Son los disturbios; todos se odian entre sí.

Pericles se borró de mi mente como si nunca hubiese oído su nombre. Mi casa iba a escaparse de mis manos. Sentí agudamente aquella pérdida.

– ¿Conoces a mi abogada, Tina Monroe? -le pregunté.

– Sí.

– Ve a verla la semana que viene. Firmaré un documento vendiéndote esta casa por cien dólares. Véndela y cómprate otra allá donde vayas.

Nos miramos un rato el uno al otro. Estaba claro que mi regalo significaba muchísimo para él.

– Es que necesito un lugar donde ir de vez en cuando -añadí-. Lo consideraré como una inversión para el futuro.

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