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Después de asesinar a dos hombres fui al mercado de Farmer en la Tercera con Fairfax y compré un cestito de fresas de la mejor calidad y tres botellas de champán y medio litro de coñac en Licores Stallion, en Pico. No sentía nada, no estaba ni preocupado, ni ansioso, ni abrumado por la culpa. Sabía lo que había hecho, pero la realidad era para mí como un sueño.

Fui a mi casa de Genesee después de comprar e hice una llamada telefónica.

– Hola -respondió Tourmaline Goss.

– ¿Puedo llevarte a cenar esta noche?


Cenamos en un pequeño restaurante francés en Pico, junto a Robertson, donde llamaban poulet al pollo y pain al pan. Tourmaline tenía toda mi atención.

– ¿Es verdad que estabas allanando la casa de una mujer mientras hablabas por teléfono conmigo? -me preguntó.

Eso me recordó a Belinda, y cómo algunas mujeres se sienten atraídas por el peligro.

– Pues sí -dije-. Pero no creo que a ella le importase.

– ¿Por qué no?

Le conté lo de Jean-Paul Villard y cómo había dado con Pericles Tarr buscando al Ratón, y que la policía buscaba al Ratón cuando atacaron aquella casa en South Central.

– ¿Ése era el hombre a quien buscaban en ese tiroteo de hoy? -me preguntó.

– Sí.

– ¿Quieres decir que la policía acribilló aquel sitio buscando a alguien que ni siquiera estaba allí? ¿Que mataron a dos hombres inocentes, veteranos del ejército, cuando les dijeron que él estaba en una casa en South Central?

– Sí -dije, y la sorpresa de mi voz era casi real.

– Sí -dijo Tourmaline, enfurecida-. La policía dispara contra una casa, mata a dos hombres inocentes y no importa porque es un barrio negro, y uno de los hombres era negro, y el otro no tenía por qué estar allí, de todos modos.


¿Puedo entrar un rato? -le pregunté a ella mientras tiraba del freno de mano en el aparcamiento.

Su sonrisa era recatada, no hacían falta palabras.

Cogí el champán helado y la cajita de fruta que tenía guardados debajo de una manta en el asiento de atrás y la seguí escaleras arriba. Mientras subíamos ella dejó una mano atrás y yo se la cogí.

Hice saltar el tapón y serví el champán en unos vasitos tipo bote de mermelada.

– Pensaba que no bebías… -me dijo ella después de nuestro cuarto o quinto brindis y beso. -Es que antes no bebía.

– ¿Cómo que antes? Si fue hace sólo un par de días.

– Quizá sea por ti.

Parecía que mis manos estaban hechas para sus pechos, mis labios y mi lengua para su sexo.

– Quiero que me hagas de todo -me pidió, mientras se encontraba desnuda en mi regazo y yo todavía iba completamente vestido.

Le hice todo lo que sabía, y cuando no estuve seguro, ella me enseñó y me guio, e invocó a unos dioses que fueron asesinados en los barcos esclavistas mucho antes de que nacieran los padres de nuestros padres.

Yo no podía parar. El sexo surgía de mí como la sangre de una herida. El champán iba alimentando el fuego mientras Tourmaline me acariciaba el corazón. Estaba encima de ella en el sofá, escuchando a Otis Reding y haciendo el amor como una estrella de cine. Notaba un halo en torno a mi cabeza, mirándola profundamente a los ojos.

– No pares, cariño -me susurraba-. No pares nunca.

Aquel fue el momento que lo decidió todo para el resto de mi vida.

Me había entregado completamente a Tourmaline. Estaba sólo con ella, sólo la deseaba a ella, estaba dispuesto a casarme con ella y crear una nueva familia. No había nada fuera de aquella habitación.

Pero cuando ella me miró y me pidió que no parase, supe en mi corazón que no podía hacerlo. Era como si hubiese mantenido en mi interior una ampolla de vidrio que guardaba mi alma aparte, separada de mí. Sus palabras me apretaron y el cristal se hizo añicos como la ventana de la casa de Jewelle. Yo dejé escapar el mismo sonido que con Feather y me levanté, erecto y flácido al mismo tiempo.

– ¿Easy? -dijo Tourmaline.

Quise responderle, pero no pude.

Había salido aquella noche vestido de punta en blanco. Llevaba mi traje color antracita, unos zapatos de piel negra muy pulida, camisa amarilla y una corbata color borgoña, azul y verde, hecha de un quimono antiguo.

Salí por la puerta principal vestido sólo con los pantalones y una camiseta. Ni siquiera llevaba calcetines ni zapatos.

Tourmaline me llamó, pero yo iba dando tumbos como el monstruo de Frankenstein.

– ¡Easy, Easy Rawlins! -gritaba ella, escaleras abajo.

Pero yo ni siquiera reconocía mi nombre.


En Royal Crest con Olympic me detuve en una cabina telefónica y llamé. El teléfono sonó una docena de veces y al final ella respondió.

– ¿Diga?

– ¿Puedo ir a tu casa un minuto?

El «no» flotó en el aire mientras ella pensaba.

– ¿Dónde estás?

– En la esquina.


Su casa estaba sólo a media manzana de la cabina telefónica pero fui en coche y paré ante la puerta. Ella apareció allí, tan bella como siempre.

– ¿Dónde están tus zapatos, Easy?

– Los he perdido de camino hacia aquí.

– Has estado bebiendo -me dijo después de darme un ligero beso en los labios.

– ¿Está Joguye?

– No. Está en París. Ha habido un golpe de lisiado, Sus padres han muerto. Está en el exilio, trabajando para derrocar a la junta.

– Oh.

– Vamos, entra, Easy. Ven adentro.


El salón estaba lleno de arte africano en todas sus manifestaciones: pinturas, esculturas, textiles e incluso mueblen. Los colores eran oscuros o muy intensos, nada de los colores pasteles sintéticos americanos, en absoluto. Nos sentamos en un sofá de madera que tenía dos almohadas muy largas rellenas de plumas en lugar de asientos.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo Bonnie.

– Toda una vida, parece.

– ¿Por qué has venido, Easy? -me pregunto.

Yo me puse a hablar.

Empecé con Chevette Johnson y su chulo porcino, al que casi mato. Se lo conté todo sobre el Ratón y Jackson y Jean-Paul. Le dije que había hecho el amor con Faith y luego la había encontrado muerta; le hablé de los crímenes que había cometido usando a la policía como arma. Le hablé de Tourmaline.

No me dejé nada por contar. A lo largo de la historia ella entrelazó mis manos con las suyas. Estaba allí conmigo, sintiéndome.

– Sé que estaba equivocado -dije-. Sé que lo hecho, hecho está, y que tú no querías herirme como yo te hice a ti. He sido un niño y un idiota y te pido que me perdones.

Las lágrimas se agolparon en los ojos de Bonnie mientras ella asentía, concediéndome su clemencia.

– Te amo, Bonnie.

– Yo también te amo, Easy.

– Cuando te he contado todo esto que ha ocurrido ha sido como quitarse una cáscara, como la piel que muda la serpiente. Pero interiormente has estado siempre en mi mente, cada minuto. Cuando iba a la casa de Bel-Air pensaba en ti. Cuando encontré al hombre muerto metido en aquel agujero, pensaba en ti. Ya no estoy celoso, y no estoy orgulloso de haberlo estado. Pero por favor, cariño, por favor… vuelve conmigo.

Bonnie me miró viendo más de lo que nadie había visto, después de mi madre. Sonrió, bajó la vista y luego la levantó de nuevo, resuelta.

– Es demasiado tarde -susurró.

No me sorprendía. Sabía que lo diría antes de acudir allí. Conocía a Bonnie. Aunque yo fuera el amor de su vida, ella había hecho una promesa a un hombre que jamás vaciló en sus sentimientos hacia ella. Ella le había jurado amor y una familia, un futuro.

Cuando me soltó las manos me levanté como un globo lleno de helio.

– Sólo necesitaba oírlo -dije.

– Siéntate, Easy.

– No, cariño. Aquí acaba todo. Tú lo sabes, y ahora yo también lo sé.

– No deberías conducir en ese estado.

– Combatí en una guerra en este estado.

Ella se levantó también.

– Quédate.

– Para algunos hombres parecería una proposición -dije.

– Tú no eres como algunos hombres -replicó ella-. Tú eres Easy Rawlins.

Yo sonreí y le cogí la barbilla con la mano izquierda.

– Fuiste la mujer de mi vida y te eché a la calle, como un idiota.

Después de eso, resultó fácil salir a la calle a andar descalzo y a medio vestir. El aire nocturno resultaba tonificante, y yo me había enfrentado al peor de mis demonios y había perdido con dignidad.

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