17

Pocos minutos antes de las 18.30 estaba sentado en una silla de la cocina cuando el bebé se echó a llorar. Estaba pensando en cuál de los problemas que tenía debía abordar primero. Tenía la dirección más reciente de Navidad y dos soldados a los que podía investigar. Sabía que Pericles Tarr tenía una novia por ahí en algún sitio. Esos dos posibles caminos tenían un peso similar en mi mente.

Si hubiese tenido una pista del paradero del Ratón, ésa hubiese sido la dirección que habría tomado.

Echaba de menos a Ray, no porque pudiese ayudarme en aquel periodo violento, sino por su sentido del humor. Le gustaba reír y contar buenos chistes. Además, el Ratón no comprendía lo que era la culpabilidad o los corazones rotos… ese tipo de ignorancia que yo anhelaba, justamente.

– Hola, papá.

Jesus estaba de pie en la cocina con Essie en los brazos. Yo tendí las manos para cogerla, sin pensarlo. La niña se echó a llorar y luego hipó. Una vez se hubo acostumbrado a mi olor, empezó a practicar los pataleos y volver al cabeza de un lado a otro.

Jesus fue a hacer café. Hacía casi veinte años que aquel muchacho me preparaba café y me traía el don de la vida. Habían abusado de él brutalmente cuando era sólo un poco mayor que su propia hijita, pero de alguna manera, aquello no había conseguido malearlo. Me habría gustado pensar que era mi firme mano y mi amoroso hogar lo que había salvado al muchacho, pero en realidad fue él quien me salvó a mí la mayoría de las veces. Fue Jesus quien vació mis botellas de licor cuando me abandonó mi primera esposa. Era Jesus quien me preparaba el café y la comida más veces de las que puedo contar. Y ahora me había regalado una nieta. No podía haber allí un solo gen en común sin remontarnos a más de veinte mil años, pero aquel chico era de mi propia sangre.

Trajo dos tazas a la mesa y me cogió a Essie. Viéndole acunar a aquella niña pensé en los pocos años que pasó con mi amigo Primo, antes de venirse a vivir conmigo. Quizás el mexicano y su esposa panameña, Flor, hubiesen salvado el alma de Jesus.

– Feather dice que te pusiste furioso con ella -dijo mi hijo.

– No es verdad.

– Dice que te dio una paliza con lo de la boda y todo eso, y que tú te enfadaste muchísimo.

Essie le cogió el labio y tiró, sólo un poquito.

– ¿Recuerdas cuando eras pequeño? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Te acuerdas cuando no hablabas, aquellos primeros años que no decías ni una sola palabra?

Jesus me miró tan mudo como si hubiese vuelto a aquellos días.

– ¿Por qué? -le pregunté-. ¿Por qué no hablaste todo aquel tiempo?

– Sí que lo hice -dijo, con una voz que recordaba sus primeros años de conversaciones entre susurros-. Lo hacía en mi mente. Pensaba respuestas y me imaginaba que tú podías oírme. Y realmente era así, papá. Tú sabías todo lo que yo quería decir.

– Entonces, ¿por qué hablar luego? -pregunté.

– Un día, cuando Feather era pequeña, tú estabas en el trabajo. Ella iba a tirar sin querer una olla caliente y yo no estaba lo bastante cerca, así que le dije «no».

El rostro de mi hijo expresaba fascinación. Recordaba aquella palabra.

– Nos sorprendió mucho a los dos -continuó-. Feather se quedó con la boca abierta, con los ojos como platos. Yo noté como si, al abrir la boca, hubiese salido volando un pájaro. Me pregunté si habría más dentro de mí, y entonces Feather echó a correr y me abrazó y me dijo que le leyera un cuento.

Nunca pregunté cuál había sido la primera palabra de Juice. Temía que preguntar acerca de su habla le hiciera volver al silencio.

– ¿Te enfadaste con Feather? -me preguntó entonces.

– No. Es que no entiendo cuándo ha dejado de ser una niña y ha empezado a ser una mujer. Eso ha sido lo que me ha dado rabia.

– No creo que Bonnie quiera casarse con él -dijo Jesus, como si fuese la continuación lógica de nuestra charla.

– ¿No? ¿Crees que no le ama?

– Sí -replicó el muchacho sabio-. Sí le quiere. El a ella también, y la necesita, y por eso ella acepta que puedan ser pareja. Pero si tú la hubieses llamado, habría vuelto contigo y con nosotros, aquí.

– Entonces déjame que te pregunte una cosa a ti, Juice -le dije-. ¿Estás enfadado conmigo?

Essie emitió un sonido parecido a una risa. Jesus me miró como el hombre que siempre había sido.

– No -dijo, meneando la cabeza-. Yo estoy con Benita y en mi barco, ahí fuera, la mitad del tiempo. Feather habla con Bonnie casi todos los días. Bonnie tiene a Joguye y aunque te quiere a ti, ya es algo.

Parecía que cada frase que pronunciaba era un clavo que remachaba mi ataúd. Quise decirle que dejara de hablar, pero yo le había preguntado.

– ¿Señor Rawlins?

Amanecer de Pascua fue mi salvadora. Llevaba una faldita a cuadros que ya no le valía a Feather desde hacía años y una camiseta de seda blanca. El pelo negro lo llevaba atado atrás con una cinta amarilla, también de seda. Los zapatos eran negros, los calcetines blancos, y también llevaba un anillo de plástico rosa de Crackerjacks en el índice de la mano derecha. De su hombro colgaba un bolsito de fantasía que parecía un maletín.

– Qué elegante vienes -dije, cogiendo a la diminuta niñita de ocho años y sentándola en mi regazo.

– Feather me ha dicho que podía ponerme su ropa vieja -confesó Pascua, con un asomo de culpabilidad en la voz.

– Y estás guapísima con su ropa.

La niña sonrió y juntó las manos.

– Quiero ir al colegio -dijo.

– ¿Sí? ¿No te gusta estar de vacaciones?

– No. Yo prefiero ir al colegio. Mi papá dice que el colegio es malo, que hace a la gente mala, pero Feather y Juice son buenos y han ido al colegio. Además, Feather tiene que quedarse en casa todos los días para cuidarme, y se está perdiendo los exámenes.

– Bueno… es verdad. Supongo que tienes razón. De acuerdo. Ve a buscar a tu hermana y te llevaré al colegio a las ocho.

Mientras Amanecer de Pascua corría a la parte de atrás de la casa me di cuenta de que había llamado hermana suya a Feather. Supongo que me estaba preparando para lo peor. Llevaba preparándome para el desastre tanto tiempo que ni lo recuerdo.


Llevé a las niñas en coche al colegio. Feather fue a la biblioteca a estudiar y yo llevé a Amanecer de Pascua a las oficinas para inscribirla. Allí encontré a la señora Canfield.

Ella tenía diez años más que yo, y además muy trabajados y viajados por un camino lleno de surcos y bastante duro. Era una mujer blanca, pero su tono de piel tenía algo propio de enferma del hígado. Su boca no conocía la sonrisa y seguramente no la había conocido nunca, y sus ojos te daban la impresión de que eras la persona más insignificante del mundo.

Una vez le dije mi nombre y ella me dijo el suyo, le expliqué:

– Soy el padre de Feather.

– Ah -dijo, altiva-. Feather llamó hace unos días. Dijo que tenía una emergencia familiar y que usted llamaría, pero no tengo registrada ninguna llamada suya.

– Estaba intentando solucionar la emergencia -dije.

– La educación es la parte más importante de la vida de un niño, señor Rawlins. Si usted no se la toma en serio, ¿cómo pretende que sus hijos tengan una oportunidad en este mundo?

No era la mañana adecuada para que ella y yo nos conociéramos. Yo soy un negro americano, y aunque no soy ningún estereotipo de Rochester ni un payaso servil de los blancos, fui muy consciente de cómo debía tratar a la gente como la señora Canfield. No se equivoquen: ella no me menospreciaba por causa de la raza; ella estaba en una posición de poder y le habría dado lecciones al mismísimo Lyndon Banes Johnson si hubiese aparecido ante su vista. Y Lyndon podría haber aprendido algo de mi larga experiencia. Yo le habría dicho que la única forma de tratar con la Canfield era decir: «Sí, señora. Lo siento, señora. Tiene usted razón, señora».

Eso fue lo que debí decir, pero no era el día adecuado.

– ¿Ah, sí? -repliqué-. A mí me parece que la comida sana en la mesa, amor y cobijo deberían venir antes de que un niño sea capaz de pensar siquiera en leer un libro. Quiero decir que no se puede esperar que un niño enfermo y hambriento venga aquí y haga unos exámenes, ¿verdad? ¿Sirve usted comida gratis aquí, señora Canfield?

El filo de su mirada podría haber cortado un diamante.

– ¿Qué quiere usted exactamente, señor Rawlins?

– Quiero inscribir a esta niña para que venga al colegio.

– No parece que sea hija suya.

Después de hablar, la administradora se arrellanó un poco en su asiento. Sus ojos agudos habían captado un asomo de violencia en mi postura. Antes de que yo pudiera tramar una mentira conveniente, la señora Canfield añadió:

– Para poder inscribir a una niña en este colegio tendría que traer su certificado de nacimiento, su cartilla de vacunación y pruebas de custodia.

– Puedo tener todos esos documentos para el martes que viene.

– Tráigala entonces.

Amanecer de Pascua me tiró de la manga de mi chaqueta color antracita.

– Pensaba que quería usted que los niños estuviesen en el colegio todo el tiempo -dije.

– Esta niña no es hija suya. Pascua me tiró de nuevo de la manga.

– Estamos hablando, cariño -dije.

– Mire, señor Rawlins… -La niña me tendía su bolso de fantasía.

Cogí el bolsito de seda bordada y lo abrí. En su interior se encontraba un expediente con unos documentos, entre otras cosas. El expediente marrón contenía la información que me había pedido la Canfield. Navidad me había convertido en el custodio legal de Pascua y había obtenido los certificados de aptitud del Consejo Educativo de Riverside de los exámenes de evaluación de primer, segundo y tercer curso. La niña había sido vacunada de la viruela, polio, tuberculosis y tétanos.

Tendí los documentos a la señora Canfield y ella los examinó como un jugador de póquer en la mayor apuesta de su vida. Pasaron tres minutos durante los que Pascua y yo permanecimos en silencio.

– Todo parece en orden -dijo la ogresa al fin-. Llevaré a la señorita Black a su clase.

– Por favor, que Feather la traiga luego a casa -dije, feliz de poder mostrarme educado y victorioso con una sola frase.

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