37

– ¿Qué hiciste durante la guerra, JP? -le pregunté de camino a lo de Ogden.

– Mi familia es muy rica -dijo él-. Se fueron a Suiza y a Sudamérica. Unos cuantos fueron también a nuestra plantación en Mali y el Congo.

– ¿Y tú?

– Yo quería luchar contra los nazis. Era joven y quería matar a las personas que estaban violando mi tierra materna.

– ¿Y eso fue lo que hiciste?

Jean-Paul iba sentado a mi lado y Jackson en el asiento de atrás. Los ojos del francés relampaguearon y dudó, desconfiado. Yo también desconfié. Allí estaba, hablando con un hombre cuya familia era antigua y rica. Poseían plantaciones en África, de modo que probablemente tuvieron esclavos en algún momento; incluso podían tenerlos todavía por aquel entonces…

– Trabajé en un apartamento creando códigos de radio para la Resistencia -dijo-. Nuestra pequeña emisora estaba justo enfrente de la Gestapo. Nunca abandoné mi puesto. Durante tres años sólo salí al exterior dos veces: una vez porque se declaró fuego en nuestro edificio y temíamos que encontraran el transmisor, y otra vez… otra vez me encontré en un callejón adonde acudía un oficial alemán para mantener relaciones sexuales con niñas pequeñas, de doce y trece años.

– Pero ¿qué hiciste allí? -le pregunté, porque no quería que el hijo de los esclavistas pensase que no podía soportar su experiencia.

– Le corté la garganta, y luego le corté la polla y se la metí en la boca.

Levanté la vista hacia Jackson, en el espejo retrovisor. No sabía qué pensaría él, pero recordé una conversación que ambos habíamos tenido unos cuantos años antes. Yo le había preguntado si él pensaba que un negro y un blanco podían ser amigos.

– Pues claro, demonios -me respondió él-. Claro que sí. Pero un blanco tiene que pasar por algunas cosas antes de poder llamar amigo a un negro. El blanco tiene que ver la mierda y olería, antes de poder conocer de verdad a un amigo negro.

Jean-Paul había olido la mierda.


La casa de Ogden era una estructura pequeña, como una cabañita, de estuco y de color naranja como con manchitas de sangre. Estaba encaramada en lo alto de un talud con césped y en el centro de la manzana.

Al cabo de unos minutos de deliberación yo decidí pasar por el camino lateral mientras Jackson y Jean-Paul se acercaban por el frente. Tenían que llamar al timbre mientras yo me dirigía hacia la puerta trasera con pies ligeros y rápidos.

Quizás hubiese barreras que me impidieran el paso, una cancela cerrada o un perro guardián, por ejemplo, pero pensaba arriesgarme.

El patio de atrás era pequeño y yermo. Se trataba de un patio pavimentado, bajo la sombra dudosa de un granado moribundo. Dos postes oxidados se erguían a cierta distancia uno del otro, sujetando una cuerda de tender donde se secaban dos camisas y media docena de calcetines.

Yo me quedé de pie a la derecha de la puerta con mi 38 en la mano. A un lego podía parecerle que llevar la pistola en la mano y preparada resultaba excesivo para una situación como aquélla, pero cuando se entra en el terreno de la emboscada hay que ir hasta el final o si no tarde o temprano lo lamenta uno.

No tuve que esperar demasiado. Al cabo de sesenta segundos la puerta de atrás se abrió y dejó pasar a un hombre bajito y sigiloso, que puso un pie fuera.

Era del color de un penique de Lincoln de dos años de antigüedad y muy usado, regordete y con las manos pequeñas y fuertes y un gorro verde. Sus pantalones eran negros, y llevaba una camisa marrón de manga corta.

– Quieto, Perry -dije-, o te pego un tiro.

Esperaba asustarle y que se quedara inmóvil, pero me sorprendió al caer de rodillas y llevarse las manos a la cabeza. Di la vuelta en torno a mi prisionero con el arma bien a la vista. Él tenía la cabeza gacha.

– Mírame, tío -le ordené.

Su rostro y su cuerpo eran un compendio de la auténtica experiencia afroamericana. En sus mejillas y su bulbosa nariz se apreciaban rasgos del norte de Europa, influencia eslava en sus ojos asiáticos, una economía de siervo en su compacta estructura ósea y sus anchas manos. Tenía el pelo lanudo y los labios gruesos. Era la jambalaya criolla del Nuevo Mundo. Una docena o más de razas europeas y africanas competían por un espacio de su geografía corporal.

– ¿Quién eres? -susurró el hombre, espantado.

– Easy Rawlins.

– ¿Qué problema tienes conmigo, tío?

– Dicen que Raymond Alexander te mató.

– No, hermano. No estoy muerto.

– Pero la policía piensa que lo estás -insistí-. Y van a por Ray.

– El Ratón sabe dónde estoy, hombre. Me ha traído él a este sitio.

– Eres un hijo de puta mentiroso -dije, ahondando más en el lenguaje de la calle.

– Puedo probarlo.

Esperé quizá treinta segundos antes de hablar. Quería que Pericles Tarr se asustara lo más posible para poder llegar a la verdad rápidamente y volver a la pista de Navidad Black.

– Levántate.


Dentro, Jackson Blue, Nena Mona y Jean-Paul Villard estaban sentados en el salón, a un nivel más bajo, charlando como viejos amigos. Nena se inclinaba hacia adelante en su silla para hacerle una pregunta a JP.

Esta vez ella llevaba un vestido cruzado azul con unas sandalias con cintas amarillas para atarlas. Cuando me vio se levantó y exclamó: «¡tú!» con un énfasis que significaba que yo iba a tener problemas. Pero luego vio la pistola en mi mano y decidió que era el momento de volverse a sentar.

– Eh, Easy -dijo Jackson-, vamos, ven aquí. Nena nos estaba contando que vive en esa casita tan bonita, ella sola.

Me preguntaba cómo habrían conseguido mis cómplices aquellas buenas relaciones con la joven mercenaria, pero no tenía tiempo para considerarlo.

– Sí -dije-. En mi breve experiencia con ella he sabido que deforma un poquito la verdad. También dice que no conoce al Ratón.

– He dicho que no conocía su apodo -dijo Nena.

– Oh, oh. Escucha. Vosotros quedaos aquí y continuad con vuestra charla. Perry y yo vamos al dormitorio y tendremos unas palabritas.

Perry echó una mirada a Nena buscando algo de apoyo o ayuda, pero ella volvió la cara.

– Vamos -dije al hombre muerto.


En el vestíbulo, a mano derecha, había un dormitorio con dos camas individuales. La de la derecha estaba deshecha. Me senté en la cama hecha e hice un gesto con la pistola indicando la que habían usado Nena y Perry para el sexo.

Perry se sentó y juntó las manos. Dio una palmada y luego se las frotó como si fuera una mosca ansiosa.

– ¿Y bien? -dije yo.

– ¿Qué es lo que te preocupa, hombre? -gimió-. Yo no estoy muerto, así que no colgarán a Ray.

– Puede que sí, si no te encuentran -dije.

– No les dejaría que se cargaran a Ray.

– No es eso lo que me parece a mí. -Yo hablaba con el dialecto de la calle, lleno de amenazas no pronunciadas. Era una lengua que la gente negra de todo el país conocía muy bien.

– Te doy mi palabra -suplicó Pericles.

– ¿Y a Leafa qué le vas a dar?

– ¿Leafa?

– Soy detective, Pericles. Tu mujer pidió prestados trescientos dólares para que te buscara. Ella me contó lo de la emboscada durante la guerra, que te manchaste con sangre de tus amigos muertos en la cara para que no te mataran. Dijo que ella sabía que no estabas muerto.

Mis afirmaciones eran tan sorprendentes que eliminaron el miedo de golpe del rostro de Perry. Él intentó comprender cómo había podido fallar su complot.

– ¿Quién le iba a prestar trescientos dólares a Meredith?

– EttaMae Harris, precisamente. Meredith fue a ver a EttaMae y le dijo que ella no creía que Ray te hubiese matado. Dijo que me contrataría si Etta le prestaba el dinero.

– ¿Cómo? ¿Pidió prestados trescientos dólares sólo por si yo estaba vivo…? ¿Está loca o qué?

– Está desesperada, tío -dije yo, como si fuera un enemigo que finge ser un amigo-. No tiene nada. Te has ido. La quieren echar a patadas de esa casa alquilada.

– He conseguido dinero para ella -dijo Pericles, irguiendo los hombros ante aquel insulto a su virilidad.

– ¿Ah, sí?

– Treinta mil dólares.

Mi mente se quedó en blanco un momento. No había ni un solo negro entre mil de los que hubiese conocido jamás en mi vida que pudiera decir que había tenido treinta mil dólares en la mano. Y de los que podían hacer tal afirmación, todos eran jugadores o criminales. El Ratón.

– ¿Furgón blindado o nómina? -le pregunté a Pericles.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído, negro -dije, levantando el 38.

– Nómina.

– ¿En qué estado?

– Washington.

– ¿Estás loco, señor Tarr?

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué estás intentando hacer, tío?

– Te lo voy a decir -afirmé-. Fuiste circulando por ahí en un Chrysler azul que Ray y tú le comprasteis a Primo. Llevabais las matrículas normales de Washington, pero les pusisteis unas robadas cuando se acercó el momento del trabajito. Temprano por la mañana tú fuiste a la tienda adonde trasladaban el dinero los guardias, 250.000 dólares o más. Los guardias te dejaron que les golpearas en la cabeza y Ray y tú trasladasteis todo ese dinero al maletero, os fuisteis a un motel, lo metisteis en cajas y lo enviasteis aquí, a esta casa.

– Pero ¿quién cojones eres tú, tío?

– ¿Le has contado a Nena de dónde sacaste el dinero?

Él meneó la cabeza negativamente.

– Porque si lo haces -continué-, Ray os matará a los dos.

– No he dicho ni media palabra.

– Me lo has contado a mí.

– Tú llevas un arma y ya lo sabías casi todo.

– Si se lo cuentas a alguien estás muerto.

– Le he dicho a Nena que he ganado 12.000 dólares en las carreras de caballos. Es lo único que le he dicho. Le he comprado algunos vestidos y le he prometido que la voy a llevar a Nueva York a lo grande.

– Dame el dinero para Meredith y los niños -le dije.

Perry ni quisiera titubeó. Fue al armario, levantó una placa de hierro en el suelo y sacó una funda de almohada llena de fajos de billetes de veinte dólares.

– Treinta mil -dijo-. Hay una carta cerrada y dirigida a ella. Iba a dejársela allí cuando estuvieran durmiendo, por la noche.

– ¿Cuándo te vas a Nueva York? -le pregunté.

– El lunes que viene. Volamos en primera clase. Vamos a vivir en Brooklyn. Después de que yo me divorcie, nos casaremos.

Dudé de que aquella boda tuviese lugar jamás, pero así las cosas irían bien, porque Perry estaría mejor sin Nena Mona.

– Una pregunta más -dije.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está Raymond?

Parpadeó cuatro veces.

– No, hombre, no -dijo-. No puedo decirte eso. Ray me mataría, estuviera donde estuviese, si te contara eso.

Yo me guardé la pistola en el bolsillo y suspiré.

– Bueno -dije-. De acuerdo. Ya veo que realmente lo crees así.

– Te lo aseguro -dijo Perry de nuevo.

– Ya lo sé. Así que no te importará que mis amigos y yo te atemos de pies y manos y te arrastremos con Meredith y todos esos niños.

Pericles Tarr era un hombre decidido, a pesar de su debilidad. Le asustaba más el amor de su familia que el hombre más mortífero de Los Angeles. Me dio una dirección en Compton sin una sola duda más.

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