26

Cuando llegué a mi coche de nuevo sentí un momento de exultación. Mis hijos estaban a salvo, mi familia protegida de los asesinos del mundo de Navidad Black.

También me había sacudido la melancolía que antes me invadía. Recordaba lo que era vivir al margen; ser esclavo, negro, oscurito, moreno, macaco, carbonilla, bozal, salvaje, hotentote. Caminando por las calles de los elegantes blancos uno siempre era un objetivo. Y un objetivo no puede permitirse tener raíces, ni tener el corazón roto. Un objetivo no puede devolver el fuego a los hombres que lo usan como diana.

Lo único que podía hacer un hombre como yo era esperar a que se pusiera el sol, moverse en la oscuridad y no perder los ánimos.

La validez de esa letanía del pasado se estaba difuminando ya, pero todavía no había desaparecido. Es cierto: yo era también ciudadano americano, un ciudadano que tenía que vigilar dónde pisaba, un ciudadano que debía desconfiar de la policía y del gobierno, de la opinión pública e incluso de la historia que se enseñaba en los colegios.

Era muy extraño que esos pensamientos negativos me tonificaran. Pero saber la verdad, por muy mala que sea, le da a uno una cierta oportunidad, una cierta ventaja. Y si esa verdad es una antigua amiga y la base común para todo tu pueblo, y se remonta hasta tus orígenes, entonces al menos te encuentras en terreno familiar; al menos no te pueden coger por sorpresa, no te pueden tender una emboscada o engañarte. Puede que intenten matarme, pero yo les veré acercarse a mí. Puede que ellos me vean también, pero yo les veré a ellos primero.



Yo ni siquiera pensaba en Faith Laneer, poro estaba aparcado frente al patio de su complejo de apartamentos. Era lógico que fuera a verla. Ella era el vínculo más cercano con Navidad y los hombres a quienes él había engañado haciéndoles pensar que le acechaban.

El sol era sólo un resplandor rojizo en el horizonte y me quedé sentado en mi coche sin pensar en nada en particular. Bonnie pasaba por allí de vez en cuando, pero yo la había dejado a la luz del día, donde la gente tiene vidas como estatuas de mármol que no se pueden mover.

Yo era una sombra, y el sol estaba bajando ya. En esa transición recordé un libro del que Gara, Jackson Blue y yo habíamos leído algunos fragmentos tiempo atrás: Fenomenología del espíritu, de Georg Hegel, un filósofo alemán que no sentía respeto por África. Gara y yo habíamos encontrado aquella prosa densa difícil de leer, pero Jackson se abalanzó sobre ella como un buitre desgarrando las vísceras de un elefante muerto. Nos explicó que Hegel veía una cosa y su contraria como si estuvieran conectadas, y que era esa conexión precisamente la que causaba el progreso.

– Es como cuando derrapas, Easy -decía Jackson Blue-. Te deslizas hacia la derecha y te vuelves en la misma dirección. La lógica te dice que vas a seguir yendo más hacia la derecha, pero la verdad es que te enderezas.

La oscuridad era mi libertad negativa. Mientras todos los demás temían y evitaban la noche, yo la veía como mi liberación. Vivía una vida opuesta a la luz y la verdad brillantes de Hegel, y por tanto me daba cuenta de que él, mi enemigo, y yo estábamos de acuerdo en el camino que nos conducía a cada uno a la garganta del otro.


Ella respondió a la llamada de la puerta sin preguntar quién era. El vestido color antracita era recto, pero su atractiva figura no se podía ocultar.

– Señor Rawlins -dijo, y el temblor de su voz me confesó que llevaba sola demasiados días y que necesitaba la compañía de un hombre que le comprara un pastel de fresa para endulzar su amarga suerte-. Entre.

El salón era pequeño, pero la ventana daba a la inmensidad del Pacífico.

– Lo único que tengo es agua -me dijo.

– ¿Quiere que le compre algo? -me ofrecí.

– Siéntese un rato -me dijo ella.

El pequeño sofá era color coral, para dos personas y media. Ella se sentó en un extremo y yo en el otro, pero aun así estábamos cerca.

– ¿Ha encontrado a Navidad? -me preguntó.

– No. Estaba preocupado por mi familia y los he trasladado, sacándolos de casa.

– ¿Está usted casado?

– No. Adopté a unos niños. Uno de ellos tiene novia y ahora los dos tienen un bebé. Y luego está Amanecer de Pascua.

– Usted es como yo, señor Rawlins -dijo Faith.

– ¿Y eso?

– Tiene un pequeño orfanato que cuida y ama.

Yo tendí una mano con la palma hacia arriba y ella la cogió entre las dos suyas.

– Tuve una novia -dije-. Pero ella no lo tenía claro. Había un hombre, un príncipe africano, al que veía de vez en cuando. Así que la dejé.

– ¿Y ella le amaba a él?

– Sí. Pero no como me amaba a mí, o a nuestra pequeña familia.

– ¿Y entonces por qué la dejó?

Su pregunta me agarró como un par de alicates que sujetan una tuerca oxidada. Al principio me resistí, pero luego cedí.

– ¿Nunca ha tenido la sensación de que había algo que quería? -le pregunté a la rubia Faith-. ¿Que le hicieran el amor de una forma determinada? ¿Que le acariciasen de una forma especial?

Faith respiraba agitadamente. Yo notaba el apretón en mis manos, tenso, aunque suave.

– Sí -susurró.

– Pues así éramos Bonnie y yo. La forma que teníamos de estar juntos era todo lo que yo había deseado, aun sin saberlo. De alguna manera, ella creó mi deseo y luego lo satisfizo.

Una de las manos de Faith se desplazó a mi brazo. Me hacía cosquillas, pero yo no quería reír.

– Luego averigüé lo de ese hombre, y todo quedó manchado. Aunque la amaba más de lo que nunca quise a ninguna otra persona, el hecho de que no fuera totalmente mía significaba que yo siempre iba a ser infeliz cuando la mirase y pensase en él… Y luego la conocí a usted.

– ¿A mí? -Faith se acercó más a mí, un efecto de la gravedad, más que nada.

– Sí -dije, pensando en las sombras que invalidaban la oscuridad de mi vida- Usted entregó su amor a un hombre, a pesar de sus defectos. Le dio una oportunidad y luego él la traicionó, pero usted no dijo nada malo de él. Escuchó a aquel hombre que quería un crédito, aguantó que la insultara y le gritara y aun así siguió sonriendo, incluso lo sintió por él.

»Eso es lo que me enseñó Bonnie. Ella me enseñó que se puede querer a alguien y eso no es el fin del mundo. Por eso la quería.

– ¿Cómo sabe que el señor Schwartz quería un crédito? -me preguntó Faith.

– Porque hablaba usted todo el rato -dije-. El otro tipo, el de las gafas…

– El señor Ronin.

– Sí. El buscaba entre unos formularios y cosas, y le daba al otro tío una libreta de ahorros y un talonario de cheques. Usted estaba diciendo que no.

Supongo que la perspicacia fue un motivo suficiente para que Faith me besara. Su boca tenía la textura de una fruta madura que rogaba que la comieran. Intenté pasar los brazos en torno a su cuerpo, pero ella me apartó.

– Craig era siempre tan brutal… -dijo, mientras me empujaba hacia abajo en el sofá, besándome y desabrochándome la camisa.

– ¿Quieres que me quede aquí echado? -pregunté.

– Sí -dijo.

Noté que tiraba de mi cremallera y buscaba dentro.

Me di cuenta de que me estaba haciendo viejo, no porque no respondiese a sus caricias, sino porque por primera vez en mucho tiempo tenía una erección como la de un adolescente.

Aspirando el dulce olor a melocotón del champú perfumado de su cabello le dije:

– Tengo que darme una ducha.

Agarrándose a mi virilidad, ella me guio a la ducha, en el baño. Yo fui a quitarle la ropa, pero suavemente rechazó mi mano. Comprendí entonces. Se quitó el vestido gris, revelando uno de esos cuerpos que sólo se ven en las revistas y en las películas. Sus pezones eran del tamaño de albaricoques; ella estaba fuera del alcance de la gravedad.

No hablamos durante mucho rato. Me quedé de pie en la pequeña ducha mientras ella se agachaba y me lavaba con una esponja suave. Mi erección cada vez era más intensa, pero no sentía ninguna necesidad urgente.

– ¿Quieres que te ponga polvos? -me preguntó, cuando estábamos secos.

– ¿Puedo tocarte la cara?

Dejé que mis dedos viajasen por sus sienes, hasta los pechos. Ella tembló y se agitó.

– Vámonos a la cama -sugerí.


Estaba echado junto a ella mientras Faith se movía arriba y abajo lentamente, sujetándome la cara para que la mirase todo el tiempo. Cada vez que me excitaba, ella decía:

– No, todavía no, Easy. Todavía no, cariño.

Ni siquiera recuerdo el orgasmo, sólo que me miró a los ojos pidiéndome que la esperase.

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