24

Fui conduciendo largo rato sin otra cosa en mi mente que la rubia Faith. Ella se había dejado engañar por el poder de su propio compromiso con la vida. No sólo sabía lo que estaba bien, sino que hacía algo al respecto. Y ahora su caridad la había traicionado, su propio marido la había entregado a unos asesinos.

Al fin comprendía por qué Navidad había traído a Pascua a mi casa. Él también creía que los militares podían llegar hasta Faith, a pesar de la protección policial. Él iba detrás de aquellos hombres por su cuenta y, a juzgar por el recuento de cuerpos, estaba haciendo un buen trabajo.

Ya había resuelto el misterio. Conocía a los jugadores, sus motivos y los peligros que planteaban. Ahora la elección correcta consistía en ir a casa y quedarme con mi familia. Pero la idea de mi casa era como un ataúd para mí. Jesus y Benita cuidarían de los niños, y yo debía continuar mis investigaciones sin ningún motivo, simplemente para seguir con el impulso que ya llevaba.

Pero aun en aquel momento febril de mi vida no era tan estúpido como para creer que podía continuar mi camino sin apoyo. Así que me dirigí hacia Watts y luego lo atravesé camino de Compton, un barrio negro cada vez más poblado. Seguí circulando hasta que me encontré en una calle llamada Tucker, y la enfilé hasta que un callejón sin salida con unos aguacates me detuvo. Aparqué mitad en asfalto y mitad en tierra, salí del coche, me abrí camino entre las densas hojas y los arbustos espinosos hasta llegar a una puerta que parecía más bien un portal a otro mundo que la entrada a una casa. Ni siquiera se veía el edificio que había detrás, sólo árboles y hojas, la tierra bajo los pies y un trocito de cielo por encima.

«Pregúntale a Mama Jo», había dicho Lynne Hua.

Era una casa muy parecida a aquélla donde había vivido Mama Jo en las marismas junto a Pariah, Texas. No sé cómo pudo encontrar un lugar semejante en el sur de California. Parecía que lo hubiese conjurado y extraído de sus propios deseos espinosos.

Estaba a punto de llamar a la puerta cuando ésta se abrió. Alta, con la piel muy negra, sin edad, bella y resplandeciente de poder, Mama Jo me sonrió. Sospeché que había instalado algún tipo de alarma como la que empleaba Navidad Black, pero igual lo que ocurría es que era una auténtica bruja y era capaz de percibir cuándo se aproximaban aquellos que la amaban u odiaban.

– Te estaba esperando, Easy -me dijo.

Me pregunté qué quería decir con aquello. ¿Esperarme para qué?

Habíamos hecho el amor una vez, hacía décadas, cuando yo tenía diecinueve años y ella cuarenta. Ahora era quizás un par de centímetros más baja, y eso y unas cuantas canas habían marcado el paso de los años.

– Jo.

Ella me pasó un brazo por los hombros y me llevó hasta su cubil de bruja. El suelo era de tierra bien barrida, las paredes estaban forradas de estantes llenos de botes de cristal y porcelana que contenían hierbas y trozos de animales muertos. La chimenea en realidad era un hogar bajo donde se asaba un cerdo pequeño en un espetón. Por encima de aquel hogar se encontraba un estante que albergaba los cráneos de doce armadillos, seis a cada lado de una calavera humana: la prenda que conservaba Jo del padre de su hijo, ambos llamados Domaque.

– ¿Qué tal está Dom? -le pregunté mientras me sentaba en el banco de madera ante su enorme mesa de ébano.

– En una comuna en el norte.

– ¿Una comuna?

– Ajá. La llama la Ciudad del Sol -dijo Jo, mientras servía un poco del té que siempre tenía a punto en un lado del fuego-. Conoció a una chiquita en un picnic en el parque Griffith y ésta le pidió que se fuera a vivir con ella allí, junto a Big Sur. Un sitio muy bonito. Los niños que viven allí están intentando sacarse toda la locura ésta de los huesos. -Jo meneó la cabeza y sonrió al pensar en una tarea tan imposible como aquélla.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a esa chica? -probé el oscuro brebaje. Los tés de Mama Jo eran medicinales y fuertes. Casi inmediatamente empecé a notar que mis músculos se relajaban.

– No más de un día, pero creo que ella le pidió que se fuera a vivir con él incluso antes de llevárselo a la cama.

– Qué rapidez, ¿no, Jo? -dije, disfrutando del flujo de las hierbas que entraban en mi organismo.

– El amor no responde al reloj, cariño -dijo, mirándome a los ojos.

Yo aparté la cara y di un buen trago.

Jo se sentó a mi lado en el banco. Su aliento calentó mis antebrazos y yo lamenté haber ido allí. Jo podía ser una bruja, eso no lo sabía, pero desde luego era botánica y física, y poseía una comprensión muy profunda de la naturaleza humana, de mi naturaleza.

Desde que le había pedido a Bonnie que se fuera, evitaba a Jo. Sabía que ella vería perfectamente el dolor que había provocado con mi estupidez.

– ¿La has visto? -me preguntó Jo.

– No. Pero me ha llamado. Se va a casar con ese príncipe suyo.

– El hombre al que la empujaste.

– Sí, eso es.

Jo me miraba mientras yo contemplaba la tierra amarilla y dura sobre la que caminaba. Llevaba los pies descalzos, y las llamas de la chimenea proyectaban ondulaciones de luz de extraños colores en la habitación.

– Sabes que tenías que haber ido a buscarla, cariño -dijo Jo, después de largos minutos de silencio.

– Sí -asentí de nuevo-. Lo sé.

– El hombre no es hombre sin mujer y sin hijos que lo amen -dijo ella-. Tienes que recuperarla o dejarla ir.

Un chillido áspero retumbó en la habitación. Yo me puse de pie de un salto y Blackie, el cuervo doméstico de Jo, extendió las alas, alarmado. El pájaro de ébano estaba tan quieto en su rincón que ni siquiera lo había visto.

Me latía apresuradamente el corazón, y me encontré cansado, muy cansado.

– ¿Has fabricado alguna vez pociones amorosas, Jo? -le pregunté a la bruja.

– Tú no necesitas ninguna pócima amorosa, Easy. Tú siempre has tenido mucho amor dentro, y ahora sabes cómo usarlo.

Me agaché en el banco, colocando los codos en las rodillas. Jo me puso la mano en la nuca como cuando hacíamos el amor, hacía mucho, mucho tiempo.

– Es como despertarse en una tumba poco honda, cariño -susurró-. Notas la tierra en la boca, y tienes tanto frío que ya ni siquiera te das cuenta. Quieres volver a dormirte, pero sabes que eso sólo atraerá la muerte.

– ¿Y qué puedo hacer? -le pregunté.

– Lo que estás haciendo, hijo.

Me eché a reír.

– Lo que estoy haciendo es correr por ahí como un loco sin sentido -le conté.

– Tú siempre sabes lo que está bien, Easy -dijo ella, dulcemente-. Siempre. Si vas corriendo por ahí es que existe un motivo para ello, aunque no sepas ahora mismo cuál es.

Una conmoción suave pero espeluznante penetró en mi mente como un cable eléctrico cortado y suelto de su raíz. De repente conseguí orientarme. Sabía dónde estaba, y no me sentía nada feliz de encontrarme allí.

– Estoy buscando a Ray, Jo -le expliqué sin sentirme ya triste, ni con el corazón roto, ni inquieto.

– Vosotros dos siempre os andáis buscando el uno al otro -comentó ella, sabiamente-. No sé dónde está ahora mismo. Vino hace un par de semanas diciendo que se iba un tiempo… por negocios.

Ambos sabíamos lo que significaba aquello: en algún lugar, un banco o un coche blindado o una nómina iban a robar, o quizás hubiese un alma destinada a la muerte.

– Si se pone en contacto contigo, llámame -dije, levantándome y sintiéndome más fuerte.

Jo se levantó también y me besó con suavidad en los labios. Aquello me hizo sonreír, incluso reír.

– Tú sueles ver siempre la verdad -dijo-. Pero a veces eres como un hombre perdido en una isla, mirando por encima del mar hacia una costa lejana.

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