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Sólo me costó diez minutos salir del coche.

Caminando por el césped oí los ladridos del perrito amarillo. Frenchie me odiaba; quería a Feather. Al menos teníamos algo en común. Me sentí feliz al oír sus carreras caninas detrás de la puerta de entrada. Era la única bienvenida que me merecía.

Cuando entré en casa, aquel perrillo que pesaba tres kilos empezó a ladrar y a morderme los zapatos. Me agaché para saludarle. Ese gesto de conciliación siempre hacía que Frenchie se alejase corriendo.

Cuando levanté la vista para ver cómo se iba correteando a la habitación de Feather vi a la pequeña vietnamita Amanecer de Pascua.

– Hola, señor Rawlins -dijo la pequeña, de ocho años.

– Pascua, ¿de dónde sales, muchacha? -Miré a mi alrededor buscando a su padre, el que había asesinado a un pueblo entero.

– Pues originalmente, de Vietnam -replicó la niña, contundente.

– Hola, papi -dijo Feather, saliendo de detrás de la puerta.

Sólo tenía once años, pero parecía mucho mayor. Había crecido casi dos palmos en poco más de un año, y tenía un rostro esbelto e inteligente. Feather y Jesus hablaban entre sí en inglés, francés y español fluido, cosa que hacía que su conversación pareciese mucho más sofisticada.

– ¿Dónde está Juice? -pregunté, usando el apodo de Jesus.

– Benny y él han ido a recoger a Essie a casa de la mamá de Benny. -Dudó un momento y añadió luego-: Yo hoy me he quedado en casa con Pascua porque no sabía qué hacer.

Intenté comprender todo aquello allí, de pie.

Mi hijo había accedido a quedarse con Feather mientras yo estaba fuera buscando a Chevette. Él y su novia Benita no tenían mucho dinero y sólo podían permitirse un apartamento con una sola habitación en Venice. Cuando hacían de niñera para mí podían dormir en mi ancha cama, ver la tele y cocinar en una cocina de verdad.

Pero Jesus tenía su propia vida, y se suponía que Feather debía ir al colegio. Amanecer de Pascua Black no tenía por qué estar en mi casa, en absoluto. La niña llevaba unos pantalones negros de algodón y una chaqueta de seda roja sin adornos, al estilo asiático. Tenía el largo pelo negro atado con una cinta naranja y cayendo hacia adelante, encima del hombro derecho.

– Me ha traído mi papá -dijo Pascua, respondiendo a la pregunta que leyó en mis ojos.

– ¿Por qué?

– Me ha dicho que te dijera que debía quedarme aquí un tiempo, visitando a Feather…

Mi hija se arrodilló y abrazó a la niña desde atrás.

– … y ha dicho que tú sabrías cuánto tiempo tenía que quedarme. ¿Lo sabes?

– ¿Quieres un poco de café, papá? -me preguntó Feather.

Mi hija adoptiva tenía una piel de un marrón claro y cremoso que reflejaba su compleja herencia racial. Al mirar su rostro generoso me di cuenta, por enésima vez, de que ya no podía predecir los caprichos o profundidades de su corazón. Con la tristeza de esa separación creciente, le respondí:

– Claro que sí, cariño. Sí que quiero.

Cogí a Pascua y seguí a Feather a la cocina. Allí me senté en una silla con la niña pequeña en mi regazo, como una muñeca.

– ¿Te lo has pasado bien con Feather? -le pregunté.

Pascua asintió con vehemencia.

– ¿Te ha preparado la comida?

– Atún y pastel de boniato.

Mirándome a los ojos, Pascua se relajó y se apoyó en mi pecho. No la conocía ni a ella ni a su padre, Navidad Black, desde hacía demasiado tiempo, pero la confianza que él tenía en mí había influido en la de la niña.

– ¿Así que has venido con tu papá en el coche? -le pregunté.

– Ajá.

– ¿Y quién iba en el coche, sólo él y tú?

– No -respondió-. También iba una señora con el pelo rubio.

– ¿Y cómo se llamaba?

– Señorita… no sé qué. No me acuerdo.

– ¿Y esa señora estaba en tu casa de Riverside?

– Nos fuimos de allí -dijo Pascua, con algo de nostalgia.

– ¿Adónde os fuisteis?

– Detrás de una casa grande y azul, al otro lado de la calle donde está el edificio que tiene un neumático enorme en el tejado.

– ¿Un neumático tan grande como una casa?

– Ajá.

Por entonces la cafetera eléctrica ya empezaba a filtrar el agua.

– El señor Black ha venido esta mañana -dijo Feather-. Me ha preguntado si Pascua podía quedarse un tiempo y yo le he dicho que sí, que vale. ¿He hecho bien, papi?

Feather siempre me llamaba papi cuando no quería que me enfadase.

– ¿Está bien mi papá, señor Rawlins? -preguntó Amanecer de Pascua.

– Tu papá es el hombre más fuerte del mundo -le dije, exagerando sólo un poquito-. Allá donde esté, le irá bien. Seguro que llamará y me dirá lo que pasa antes de que se haga de noche.


Feather hizo chocolate caliente para ella y para Pascua Nos sentamos a la mesa de la cocina como adultos que se visitan por la tarde. Feather habló de lo que había aprendido de historia americana y la pequeña Amanecer de Pascua escuchó como si fuera una alumna en clase. Cuando hubimos jugado a las visitas lo suficiente para que Pascua se sintiera como en casa, sugerí que se fueran a jugar al patio de atrás.


Llamé a Saul Lynx, el hombre que me había presentado al padre de Pascua, pero su servicio de mensajes me dijo que mi colega detective estaba fuera de la ciudad por unos días. Podría haberle llamado a casa, pero si andaba ocupado con un caso no sabría nada de Navidad.


– Residencia Alexander -respondió una voz masculina al primer timbrazo de mi siguiente llamada.

– ¿Peter?

– Señor Rawlins, ¿cómo está?

La transformación de Peter Rhone de vendedor a criado personal de EttaMae Harris siempre me resultaba sorprendente. Había perdido al amor de su vida en los disturbios de Watts, una bella joven negra llamada Nola Payne, y había renegado casi por completo de la raza blanca. Se había trasladado al porche de la casa de EttaMae y hacía recados para ella y para su marido Raymond Alexander el Ratón.

Rhone trabajaba a tiempo parcial como mecánico para mi viejo amigo Primo en un garaje del este de Los Angeles. Estaba aprendiendo un oficio y contribuyendo a los gastos generales para el mantenimiento de la casa de EttaMae. Yo pensaba que en realidad estaba haciendo penitencia por la muerte de Nola Payne, porque de alguna manera se creía que era la causa de su fallecimiento.

– Vale -dije-. De acuerdo. ¿Cómo va el garaje?

– Ahora estoy limpiando bujías. Jorge me va a enseñar pronto a trabajar con una transmisión automática.

– Hummm -gruñí-. ¿Está Raymond por ahí?

– Mejor llamo a Etta -dijo, y supe que había algún problema.

– ¿Easy? -Etta se puso al teléfono un momento después.

– Sí, cariño.

– Necesito tu ayuda.

– Sí, señora -respondí, porque quería a Etta como amiga y en tiempos la amé como amaba a Bonnie. Si no hubiese estado loca por mi mejor amigo, por aquel entonces ya tendríamos una casa llena de niños.

– La policía busca a Raymond -dijo.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Asesinato.

– ¿Asesinato?

– Un idiota que se llama Pericles Tarr ha desaparecido, y la policía viene aquí todos los días preguntándome qué sé yo de todo eso. Si no fuera por Pete, creo que me llevarían a rastras a la cárcel sólo por estar casada con Ray.

Nada de todo aquello me sorprendía. Raymond llevaba una vida criminal. El diminuto asesino estaba relacionado con toda una red de atracadores que operaban de costa a costa y más allá incluso, por lo que yo sabía. Pero la verdad es que no me lo imaginaba implicado en delitos de poca monta. Y no es que el Ratón no hubiese ido más allá del crimen, más bien al contrario, pero en los últimos años se le había enfriado algo la sangre y raramente perdía los nervios. Si hubiese tenido que matar a alguien en la actualidad, habría sido en lo más profundo de la noche, sin dejar testigos ni pistas que le incriminasen.

– ¿Dónde está el Ratón? -le pregunté.

– Eso es lo que tengo que averiguar -dijo Etta-. Desapareció el día antes que ese hombre, Tarr. Y ahora él no está, y los tipos estos de la ley me van detrás.

– ¿Así que quieres que yo lo encuentre? -le pregunté, lamentando haber llamado.

– Sí.

– ¿Y luego qué hago?

– Estoy preocupada, Easy -dijo Etta-. Estos polis hablan en serio. Quieren meter a mi chico en la cárcel.

Hacía muchos años que no oía a Etta llamar «chico» a Ray.

– Vale -dije-. Lo encontraré, y haré lo que tenga que hacer para asegurarme de que está bien.

– Sé que no es gratis, Easy -me dijo entonces Etta-. Te pagaré.

– Bien. ¿Sabes algo de ese Tarr?

– No demasiado. Está casado y tiene la casa llena de críos.

– ¿Y dónde vive?

– En la calle Sesenta y tres -me recitó la dirección y yo la apunté, pensando que había encontrado más problemas en un solo día que la mayoría de los hombres en una década.

Había llamado al Ratón porque él y Navidad Black eran amigos. Esperaba encontrar ayuda, no prestarla. Pero cuando se vive entre hombres y mujeres desesperados, cualquier puerta que se abre puede tener el nombre de «Pandora» escrito en el otro lado.

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