43

Cuando me desperté, el sol brillaba muy fuerte sobre la caja de cartón donde yo dormía. Recordaba haber tenido frío, pero ahora sudaba bajo la gasa del sol. Me incorporé y el recuerdo se convirtió en un auténtico dolor de cabeza.

Jones había desaparecido. No quedaba nada de él en el escondrijo, ni siquiera las botellas de vino vacías. Por un momento pensé que mi único problema era haberme emborrachado por primera vez en una década. Pero luego me volvió a la mente Faith y su muerte se me agarró al corazón. Me puse de pie con una oleada de náuseas y empecé a andar.


No había coches de policía arremolinados en torno a la casa de Faith Laneer; todavía no. No la encontrarían hasta al cabo de varios días. Por aquel entonces todo habría terminado.

Dirigí mi coche hacia Compton y apreté el acelerador.

A diez manzanas de distancia me detuve ante una gasolinera a orinar, vomitar y lavarme la cara en el lavabo de hombres. Me quedé en aquella diminuta habitación azul largo rato, dejando que el agua fría corriese encima de mis manos y pensando. Quería salir de aquella habitación, salir de mis pensamientos. Pero no había salida para mí.


La dirección que me había dado Pericles Tarr para el Ratón estaba en una calle ancha llamada Vachon. Aparqué justo enfrente y salí de mi coche como si éste fuera una prisión y yo me evadiera. Me dirigí hacia la puerta principal, sin preocuparme ya lo que pudiera pensar el Ratón. Le necesitaba de inmediato. Le necesitaba para que me ayudase a matar a Sammy Sansoam.

Llamé a la puerta con fuerza, murmurando para mí palabras de crimen y venganza. Como los golpes no recibieron respuesta, golpeé con más fuerza aún.

Estaba a punto de llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió de par en par.

Y allí estaba el hombre a quien yo buscaba. Metro noventa de alto, con los hombros de un gigante. Tenía la piel de un color marrón medio, unos ojos inquietantes de un marrón claro y una cicatriz blanca en la parte superior de la mejilla izquierda.

– ¿Easy? -me dijo.

– ¿Navidad? -Me quedé completamente desconcertado por la aparición de mi otra presa-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vamos, entra -dijo él, mientras miraba a todos lados para asegurarse de que no había más sorpresas.

Hice lo que me pedía y entré en una habitación que parecía un cubo perfecto, casi desnudo. Contenía dos sillas plegables de metal y una caja de cartón que servía de mesa en la esquina más alejada de la puerta, sobre un suelo de madera de pino sin tratar. No había cuadros en las paredes, ni estantes, ni siquiera un televisor. Pero sí una radio. Aretha Franklin gemía a un volumen bajo.

– ¿Cómo me has encontrado, Easy? -preguntó Navidad.

– No lo he hecho.

– ¿No? ¿Entonces qué estás haciendo aquí?

– El Ratón -dije.

Y como por arte de magia, mi amigo salió por una puerta que había a la derecha. En la mano izquierda llevaba su famosa pistola del calibre 41.

– Easy -me dijo.

– Raymond.

– Me ha parecido oír que decías que me buscabas -dijo, respondiendo a la sorpresa en mi tono.

– Yo… yo os buscaba a los dos -expliqué, y mi lengua volvió todo el camino hasta la niñez-, pero no en el mismo sitio.

La sonrisa del Ratón se amplió, mientras los ojos de Navidad se pusieron tensos. Al menos reaccionaron de acuerdo con su respectiva naturaleza.

– ¿Has estado bebiendo, Easy? -me preguntó el Ratón.

– ¿Cómo está Amanecer de Pascua? -quiso saber Navidad.

– Está bien -dije-. En casa de Jackson Blue, con Feather, Jesus y los demás.

– Yo la dejé contigo -dijo el ex boina verde. En cualquier otro estado mental yo me habría preocupado por la amenaza presente en su voz.

– Sí. Es verdad. La dejaste sin una nota siquiera. Ni siquiera una palabra para decirle por qué la llevabas allí. Y ahí estoy yo, con una niña preocupada por su padre y él no tiene la decencia siquiera de decirle lo que está pasando o cuándo volverá.

Los músculos en los hombros y la espalda de Black eran tan densos que parecía que llevaba un paquete a cuestas. Esa masa aumentaba aún más con la ira, pero a mí no me importaba.

– Te dije que iba a hacer algo, Navidad -dijo el Ratón-. Easy no es ningún soldado miedica que se queda ahí quieto esperando órdenes.

¿Estás aquí por el Ratón o por mí? -me preguntó Navidad.

– Faith Laneer está muerta -dije, respondiendo a todas las preguntas que él hubiera podido hacerme.

– ¿Cómo que muerta?

– Asesinada como un perro en su propio salón por un hombre llamado Sammy Sansoam.

No hacía mucho tiempo que conocía a Navidad, pero nuestra relación se había forjado con sangre, mi sangre, de modo que le conocía a un nivel muy íntimo. Nunca me había mostrado un solo momento de debilidad ni de incertidumbre en el tiempo que hacía que le conocía, y yo estaba muy seguro de que raramente irradiaba otra cosa que fortaleza.

Pero cuando oyó decir cómo había muerto Faith se dirigió a una de las sillas y se sentó. Era una señal muy elocuente y militar de rendición.

– Pero estás aquí por mí, no por él -dijo el Ratón.

– Te buscaba a causa de Pericles Tarr -le expliqué-. Etta quería que te encontrase porque la policía pensaba que tú habías matado a Tarr.

– ¿Matarlo? Pero si yo le liberé y le hice rico… Yo soy su maldito Abraham Lincoln. Cuarenta acres y un rebaño entero de muías.

– Sí. Lo averigüé y se lo conté a Etta, pero luego ha ocurrido lo de Sansoam y quiero que me ayudes a ocuparme de eso.

El brillo de los ojos de Raymond casi me hizo sonreír. El veía la muerte en mi alma como un hermano perdido hacía largo tiempo.

– Quieres matar a ese hijo de puta -afirmó.

– Sí.

– Bien.

Y eso fue todo. Por lo que hacía referencia al Ratón, ya podíamos irnos. Para que muriera un hombre en algún sitio lo único que tenía que hacer yo era pedirlo.

– ¿Cómo te has involucrado con Sansoam? -me preguntó Navidad. Su voz sonaba baja y vacía.

Le conté mi encuentro con los soldados en su casa y después el asalto a la mía. Luego le conté cómo vi por última vez a Sammy alejándose en coche de casa de Faith.

– ¿Qué hombre podría hacerle eso a aquella joven tan bella? -preguntó Raymond.

Yo no me había preguntado cómo se habían unido Raymond y Navidad para ocuparse de los soldados que le seguían la pista. Eran amigos, y también eran asesinos sin remordimiento alguno: la combinación hablaba por sí sola. Lo que más me incomodaba, sin embargo, era que aquel asesinato había dado un giro extraño en la mente de Raymond. ¿Entendería la muerte de una mujer fea, o vieja? Y entonces me pregunté…

– ¿Cómo sabía Sammy dónde estaba Faith?

Navidad levantó la vista.

– Lo que quiero decir -continué- es que el Ratón no soltaría un secreto así aunque le cortara uno un brazo. Él no se lo diría a nadie, ni tampoco tú, Navidad. Y yo sé que tú la llevaste a un sitio donde nadie pudiera seguirle el rastro. Así que Sammy ha tenido que encontrar algo.

– Dejé un folleto debajo de mi cama, en aquella casa…

– No, ése lo encontré yo -le dije-. Y así fue como conocí a Faith. Nadie más lo vio, y tú mataste a esos hombres que te atacaron.

Apareció una arruga en la frente de Black. Sus ojos de un marrón claro brillaron como los de algún animal sorprendido en un momento de ocio.

– Ella tenía un hijo -dijo-. Un niño.

Me molestó que Faith no me hubiese hablado del niño, no sé por qué.

– ¿Dónde? -le pregunté.

– El niño no le dijo a ese hombre, Sammy, dónde estaba ella -dijo Raymond, muy razonable. Quería salir de inmediato a matar.

– Hope -dijo entonces Navidad-. Hope Neverman. Vive en Pasadena.

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