18

Me llevé yo el bolsito de Pascua porque me pareció mejor idea que dejárselo a ella o sacar los dos paquetes bien atados de billetes de mil dólares.

Billetes de mil. Doscientos.

Navidad era soldado y planeaba las cosas hasta sus últimas consecuencias. Sabía que yo tendría que llevar a Pascua al colegio. Sabía mejor que yo mismo lo que exigiría el colegio para admitirla. Había un sobre cerrado en el bolsito con una lista de nombres y direcciones: su abogada, una tal Thelda Kim; su médico, Martin Lewis; un directivo de un banco de Riverside con el curioso nombre de Bertrand Bill, y sus padres. Cada nombre tenía al lado un número de teléfono y la dirección. Los padres debían de estar separados. Navidad me había dicho que casi todos los matrimonios en su familia se disolvían; era algo que tenía que ver con el rigor militar entre los soldados profesionales.

Mentalmente Navidad estaba preparado para todo, hasta para lo que faltaba en aquel catálogo suyo mecanografiado.

No había carta alguna para mí, ni una nota siquiera. Ni un solo detalle de por qué traspasaba a mis manos su más preciada posesión. Aquel espacio negativo, aquel silencio, era un claro mensaje de que debía trabajar con lo que se me daba, estrictamente.

Navidad Black, a pesar de su estatus de civil, pensaba en sí mismo como en mi superior. Era el comandante táctico, mientras que yo era sólo un recluta con un galón o dos.

Así es como pensaba Navidad, pero él no me conocía demasiado bien. Yo era un perro solitario, alejado de la manada a temprana edad. Yo no era ningún soldado, ni el peón de líder alguno. El presidente de Estados Unidos no se arrodillaba ante nadie, y yo tampoco.



Así que fui con mi coche hasta Venice Beach a buscar a Glen Thorn, en Orchard Lane, el primer nombre de la lista que escogí a partir de la de Gara.

Era una casita pequeña, detrás de tres manzanos silvestres. Había un porche y una puerta delantera verde que parecía sólida y cerrada. Llamé con la culata de la pistola y grité con voz áspera, esperando ocultar mi identidad. Nadie me atacó ni me contestó.

La ventana estaba cerrada también, pero la madera estaba algo deteriorada. Me limité a tirar con fuerza, desgarrando el alféizar con la cerradura y todo, y me introduje por allí.

Me cercioré de que Glen Thorn no era mi hombre por el estado de aquella choza de una sola habitación. El fregadero estaba desbordado de platos y el suelo lleno de ropa, bolsas y cajas de comida preparada, revistas de chicas y periodicuchos sensacionalistas. El primo secreto de Kennedy tiene un hijo de dos cabezas; los extraterrestres controlan la mente de Lady Bird; un amante despechado se corta el pene en un lavabo de Tijuana.

No había armas, ni fotos a la vista o escondidas en algún cajón o en el armario. El héroe de guerra que yo vi no tenía nada que ver con aquel revoltijo. Mentalmente le taché de mi lista, salí por la puerta delantera y me dirigí hacia mi coche.


Quería que mi presa fuese Glen Thorn porque Tomas Hight vivía muy lejos, en el camino hacia Bellflower; había un largo trayecto a través de territorio enemigo.

Todo era muy, muy blanco en Bellflower, por aquel entonces. Mucha de la gente que vivía por allí tenía acento sureño y aunque sé muy bien que los racistas pueden tener todo tipo de acentos, el peor fanatismo que había experimentado en mi vida iba siempre acompañado por las vocales arrastradas del sur.

Pero yo era ciudadano americano, y tenía derecho a meterme en el peligro, si lo decidía así.



Tomas Hight vivía en un edificio de apartamentos de seis pisos pintado de color lavanda en el Northern Boulevard, una especie de arteria principal por aquel entonces. Vivía mucha gente en aquel edificio, y casi todos ellos se interesaron mucho por mí: mujeres blancas que llevaban cochecitos de bebé y hombres blancos que discutían acaloradamente en las esquinas; adolescentes blancos que cuando me veían, veían atisbos de algo que sus padres nunca podrían comprender, y por supuesto, la policía… la policía blanca.

Un coche patrulla aminoró un poco para estudiar mi perfil, pero luego siguió adelante.

Ir solo y bajo el sol de última hora de la mañana era lo único que me salvaba de un acoso inmediato. Más de un negro en un barrio blanco en 1967 era una invitación a la pelea o al abuso policial.

Llegué a la puerta principal del edificio de pisos preguntándome si la serie de mentiras que había tramado conseguirían que sorteara el obstáculo al que llevo enfrentándome desde los ocho años.

Le diría a Hight que había visto sus medallas y las había buscado y había encontrado su dirección de ese modo. Le diría que había encontrado a Navidad, pero que éste casi me mata. Que tenía miedo de volver a mi despacho, y no sabía cómo ponerme en contacto con su capitán. Daría confianza al antiguo PM y luego, cuando éste bajara la guardia, sacaría la pistola y conseguiría que me pusiera al tanto de lo que estaba haciendo.

No era un plan perfecto, pero cuadraba bien con mi estado mental, y mi necesidad de dar salida a toda la ira que me llenaba.

Un hombre blanco grande, de aspecto poderoso, con un pelo muy largo, rubio y sucio que flotaba desde su cabeza y su mandíbula, se colocó ante las escaleras para impedirme el acceso al edificio. Llevaba migas y pelos enredados en la barba. Olía a sudor y a incienso. Los leves vapores del alcohol se elevaban a su alrededor, igual que una enorme y perezosa mosca.

– ¿Qué se le ofrece? -me preguntó con un acento de Texas que me llegó hasta la suela de los zapatos. Luego me empezó a doler el testículo derecho y supe que mi mente se estaba preparando para la guerra.

– Busco a Tomas -dije, como si no estuviera preparándome para matar a aquella enorme aberración del movimiento hippie.

– ¿Y quién cojones eres tú?

– ¿Por qué no se lo preguntamos a Tomas? -le contesté yo con displicencia.

– ¿Me estás tomando el pelo, negro?

– Si quisiera tomarte el pelo, hermano -le dije con la misma ligereza-, ni siquiera te darías cuenta.

– ¿Cómo?

Me llevé la mano derecha al bolsillo intentando imaginar que era el Ratón y dije:

– Apártate de mi camino de una puta vez o te mato aquí mismo.

En algún lugar en el interior del mecanismo de mi mente encontré la voluntad y la temeridad para matar al hombre que se había apropiado del lenguaje transformado por mi propia gente para amenazarme con él.

Sus ojos de un azul porcelana vacilaron. Estaba acostumbrado a ser el más chulo, pero también sabía lo que yo tenía en mi bolsillo. Lo sabía, y yo sabía que él lo sabía, y por tanto, se apartó a un lado y me dejó pasar escaleras abajo.

Después de aquella representación yo supe que no tenía demasiado tiempo. Fui a los buzones de correos, fijé mi atención en T HIGHT y subí a la carrera los tres pisos de escaleras hasta el apartamento 4C.

La puerta era una combinación imposible de rosa y lima con un pomo lacado de aspecto oxidado. Imaginé que el centinela de la melena estaba reuniendo a su tribu para darle una lección a todo mi pueblo a través de mi ejemplo.

Llamé y antes de que tuvieran tiempo de responder, volví a llamar de nuevo. Llegó un sonido de abajo. Volví a llamar una vez más. Voces de hombres, voces airadas, subían por las escaleras.

Intenté forzar el pomo, pero no se movía. Probé a llamar de nuevo, mientras buscaba a mi alrededor alguna posición adecuada para la defensa.

Estaba desesperado, pero aun en aquel momento era consciente de la ironía de la situación. Ahí estaba yo en busca de Hight, queriendo echarme encima de él para ayudar a mi amigo, pero al mismo tiempo llamaba a su puerta con la esperanza de que me salvase de unos extraños a los que ya oía pronunciar la palabra «negrata» mientras subían las escaleras.

Frente a la puerta de Hight había otra puerta algo insertada en la pared, sin número de apartamento en ella. Debía de ser una habitación de almacenaje, o quizás el conducto de servicio del portero. Estaba sólo a unos centímetros de la protección, pero crucé ese camino.

Mis perseguidores estaban sólo a medio tramo de escaleras de distancia cuando yo saqué la pistola y me apreté contra aquella entrada sin nombre.

Estaba dispuesto a salir de allí protegiéndome cuando de pronto se me ocurrió una idea.

Se me ocurrió que yo no sólo era la víctima de aquellos hombres, sino también del condicionamiento que me hacía esperar a que ellos vinieran antes de actuar yo mismo. Estaba seguro de que un grupo de cuatro o cinco hombres subía aquellas escaleras para causarme un grave daño corporal.

Yo era inocente de cualquier delito que pudiese provocar aquel ataque. ¿Por qué esconderme en un rincón dándoles ventaja, en lugar de bajar corriendo entre ellos, disparando mi pistola?

Yo actuaba como un hombre culpable, aunque en realidad no lo era. Me estaba mostrando defensivo cuando en realidad debía sentirme ofendido. Tenía seis balas y estaba entrenado para hacer lo necesario.

La decisión de matar a aquellos hombres llegó sin temor a la ley, o a la prisión, o a la muerte.

Estaba a punto de bajar corriendo y disparando. El grito de guerra ya se formaba en mi garganta.

Cuando la puerta del 4C se abrió, cambié tan rápido de marcha que me quedé un momento confuso. Me metí la pistola en el bolsillo y al momento el hombre de pelo oscuro apareció en la puerta. Medio segundo después, el hombre del pelo largo a quien había amenazado aparecía también en la parte superior de las escaleras.

– Aquí está. -Pelo Largo me señaló con un dedo nudoso y manchado por los cigarrillos.

Se oyeron otros sonidos de rabia e indignación, procedentes de las gargantas de otros hombres a los que no conocía.

– ¡Tomas Hight! -grité yo.

El hombre blanco que salía del apartamento era alto y fuerte. Llevaba el pelo de un color castaño oscuro muy corto, pero no al estilo militar. Sus ojos negros me estudiaron brevemente y luego se volvió a los cinco hombres que venían a por mí.

– ¿Qué pasa, Roger? -preguntó el hombre a mi rubio y hasta entonces innominado archienemigo.

– Ese negro me ha insultado y me ha amenazado -replicó Roger.

Unos cuantos amigos suyos accedieron, aunque no habían presenciado nuestro encuentro.

– ¿Y has traído a toda esta gente sólo por un negro? -le preguntó el otro, poniendo un extraño énfasis en la última palabra.

– Decía que te buscaba -dijo Roger, intentando atraer a su bando a un nuevo jugador.

– ¿Me está buscando? -me preguntó Tomas Hight.

– Quiero hablar con usted acerca de otro PM -le dije-. Un tal Glen Thorn.

Tomas guiñó los ojos como si le doliese, y luego se volvió hacia Roger y el grupito, repentinamente dócil. -Este hombre y yo tenemos que tratar unos asuntos -dijo Tomas-. Así que largaos de aquí y dejadnos solos.

– Pero tiene un arma -dijo Roger, con un último y desesperado intento de dar la vuelta a la marea de su posible venganza.

– Entonces probablemente acabo de salvarte la vida -exclamó Tomas.

Y era cierto. Hasta Roger pareció comprender que perseguir a un hombre armado y acorralarlo en un rincón era una forma de actuar muy estúpida.

– Vamos, entre -me dijo Tomas.

Me alegré de que no fuese el hombre que andaba buscando. Y me sentí feliz de que fuera el hombre a quien había encontrado.

Загрузка...