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Dejé al veterano y volví a mi coche, en la calle frente a la casa de la novia de Perry Tarr. Los primeros cinco minutos me quedé allí sentado pensando en una forma de leer y vigilar la entrada de la casa al mismo tiempo. Era un problema en el que siempre pensaba cuando hacía alguna operación de vigilancia. Pero la respuesta siempre es la misma: no se puede leer y vigilar a la vez. Cuando llegaba a comprender aquello, me sentía algo amargado.

Me quedé allí resentido, observando y esperando que alguien saliera o entrara apresuradamente de la casa de la bonita joven. Incapaz de distraerme con la lectura y sin querer oír más música, empecé a pensar en la mujer que acababa de conocer.

Nena Mona no era Bonnie ni Faith ni EttaMae Harris. No era el tipo de mujer que me puede obligar a arriesgar la vida. Pero, pensé, ¿no sería mejor la vida con una mujer como Nena? ¿No sería ideal estar con una mujer que te hace correr la sangre como un adolescente, pero que cuando se va no tienes la sensación de querer morir?

Este tipo de ideas resultaba una distracción muy atrayente. La idea de la belleza sin consecuencias y de un amor que fuese puramente físico permitía a mi corazón un breve lapso de euforia. No me imaginaba haciendo el amor con ella. Bastaría con tener una conversación breve y verla sonreír.

Mientras tenía esos pensamientos, un Volkswagen azul marino salió de la casa de Nena. Por lo visto conducía muy bien. Retrocedió por la calle en un arco perfecto y pasó junto a mi coche con alguna misión que mi visita exigía sin duda. Volví la cabeza cuando ella pasó, pero probablemente no fuera necesario. Nadie mira a la cara de nadie en Los Angeles. En Los Angeles, la gente está demasiado ocupada aprovechando las ocasiones que siempre aparecen y siempre están calvas.



Pude haber intentado seguir al automóvil azul oscuro, pero según mi experiencia la persecución de vehículos raramente da frutos. Los semáforos van en tu contra, los conductores malos, lentos o borrachos te cortan el paso, y aunque la gente no mira las caras en Los Angeles, ciertamente mantienen el ojo clavado en el espejo retrovisor. Se necesitan al menos dos coches para realizar una persecución como es debido. Con un solo hombre es mucho mejor intentar un allanamiento de morada mientras el sujeto está fuera, con el coche.

Así que volví a llamar a la puerta. No se oía música fuerte, no hubo respuesta.

Di la vuelta hacia la parte de atrás. Las ventanas estaban todas cerradas. La pintura blanca de la puerta de atrás se estaba desconchando y tenía ya una delgada capa de líquenes color verde oliva. La hierba allí era alta y brillante. Un frondoso pino escondía el patio trasero de la vista. Todo esto, junto con el silencio, era un buen augurio para mi trabajito. Pero la mejor señal era que la puerta trasera de Nena Mona no estaba cerrada, sino abierta de par en par. Si se hubiese tratado de Navidad Black yo habría sospechado que era una trampa, pero sabía que la señorita Mona prestaba mucha atención a su propia belleza y no se dejaba distraer por cerraduras y posibles asaltantes. Después de todo, su riqueza era su belleza, y esa la llevaba consigo adonde iba.

El porche de la parte de atrás estaba equipado con una lavadora y una secadora, pero la cocina a la que daba paso no tenía ni siquiera un cazo para calentarse los restos de comidas preparadas que tomaba. El diminuto salón estaba amueblado con un sofá blanco muy grande que tenía unos gruesos cojines y el respaldo muy alto. Había una docena o más de cojines de diversos tonos pastel encima del sofá. Ante aquel diván del tamaño de una cama se encontraba una mesita baja grande de nogal con un televisor portátil rosa encima y un equipo de alta fidelidad completamente nuevo. La alfombra era blanca y de pelo largo. Tres enormes cuadros abstractos colgaban de otras tantas paredes. Parecía que habían comprimido a un gigante para que cupiera en el espacio de un pigmeo.

El dormitorio de Nena era sorprendentemente espartano: una sola cama con un archivador metálico en lugar de tocador o cajonera. En el armario había estantes donde guardaba medias y sujetadores, ligas y braguitas de seda. De una barra colgaban cinco vestidos, tres de ellos con la etiqueta del precio todavía.

El archivador tenía tres cajones y una cámara Polaroid encima. La puerta de atrás no estaba cerrada, pero aquel archivador sí. Encontré un destornillador debajo del lavabo, en el baño, y hurgué en la cerradura hasta que saltó.

En el cajón superior había siete carpetas colgantes con documentos, la primera de las cuales estaba etiquetada con la palabra Hombres. En su interior se hallaba un álbum de fotos de 18x24, quizá de unas cuarenta páginas. En cada página, ocho fotos Polaroid de penes masculinos. Hombres negros, blancos; hombres que no eran ni negros ni blancos. Algunos jóvenes, otros viejos, algunos tan gordos que tenían que sujetarse el vientre levantado para que se vieran sus pollas tiesas. Más de una estaba brillante y húmeda, y una incluso se encontraba en plena eyaculación.

No era ninguna sorpresa que Nena hubiese cerrado aquel archivador. Me preguntaba cómo conseguiría que los hombres posaran para ella. Probablemente les decía que quería recordar su virilidad, su noche de amor.

«Si no estás aquí, podré recordarte dentro de mí», puede que les dijera.

Los otros expedientes contenían sus finanzas, su curriculum como modelo, como secretaria, su expediente académico del instituto, su calendario de citas y, finalmente, su agenda telefónica.

La dirección y el número de teléfono de Perry Tarr estaban tachados y los reemplazaba una nueva dirección en Ogden, entre la calle 18 y Airdrome.

Escribí la dirección en un trozo de papel blanco que llevaba en mi cartera para ese fin. Después, abrí las otras dos cerraduras y revolví sus joyas, el escondite del dinero en efectivo, los talones y los bonos. Luego cogí el álbum de los penes y lo puse encima de la cama, abierto.

Hice todo aquello para que pareciera que era algún ladronzuelo adolescente, en lugar de un hombre que iba en busca de Perry Tarr. Ella quizás adivinara la identidad del ladrón, pero era lo único que podía hacer, ya que había roto la cerradura del primer cajón.

Estaba a punto de irme cuando observé la única nota femenina de su dormitorio, por otra parte austero. Era un teléfono rosa de princesita en el suelo, junto a la cabecera de la cama.

No tendría que haberlo tocado, pero cogí el receptor y marqué un número.

– Coches usados Marvel -dijo ella.

– ¿Cenamos juntos?

– ¿Easy?

– Ajá.

– Esta noche no puedo, Easy -dijo Tourmaline-. Tengo una cita. ¿Quizás otro día de esta semana?

– Sí, estaría bien -dije, pensando que mi tono sonaba ligero y displicente.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó ella.

– Nada, ¿por qué? ¿Acaso parece que me pasa algo?

– Lo que uno siente cuando una chica te vuelve la cara.

– ¿Una chica?

– ¿Dónde estás ahora mismo, Easy Rawlins? -me preguntó Tourmaline Goss.

Era una grieta en la presa, una fisura que notaba siempre desde la niñez. Tourmaline era la eterna Mujer Negra, y yo era el niño eterno. Su tono me paralizó en aquel lecho femenino de aspecto militar. Veía el pino frondoso desde la pequeña ventana de Nena. Era posible que Nena hubiese ido a la farmacia para comprar una aspirina para el dolor de cabeza que yo le había provocado. Podía estar ya de camino a casa de nuevo, en aquel preciso momento.

– Pues me he metido en una casa -dije-. Alguien dice que un amigo mío ha matado a una persona, pero yo sabía que esta mujer podía probar que el hombre supuestamente muerto, en realidad todavía vive…

Durante la siguiente hora y media le conté a Tourmaline gran parte de los momentos importantes de mi vida. Le hablé del Ratón, de quien ella había oído hablar; de Jackson, de Etta y de Bonnie. Le conté todo lo que había pasado hasta el momento en que eché a Bonnie de mi casa. No mencioné asesinatos ni muertes, aparte de aquél por el que culpaban al Ratón. Eso habría sido muy injusto para una inocente estudiante universitaria.

Tourmaline me escuchó con paciencia, aunque estaba en el trabajo. La gente le interrumpía de vez en cuando, pero siempre volvía al teléfono y me decía: «continúa».

Yo esperé que la confesión me aliviase, pero por el contrario, me aportó una sensación de vacío. Exponer mi vida de aquella manera me hizo ver que había desperdiciado mi potencial con un orgullo extraviado y gran furia ante los desconocidos.

– Debo irme -le dije al final-, antes de que la chica vuelva a casa.

– ¿A qué hora pasas a recogerme? -preguntó Tourmaline.

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