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Media hora después, mi corazón todavía latía con rapidez. Detuve el coche en el aparcamiento del motel Ariba, pero no salí. Me quedé allí sentado, pensando en los moteles en los que me había alojado cuando no tenía casa, iba huyendo o vigilando a alguien. Recordé los dulzones olores químicos, las manchas de las sábanas grisáceas, los agujeros en el yeso, los quejidos que sonaban a través de las paredes y el ruido continuo de coches que pasaban. Los televisores suenan distintos en un motel barato. Las voces son metálicas, sin resonancia.

Al cabo de veinte minutos puse en marcha el coche y salí.

Durante un rato acaricié la idea de volver al garaje del apartamento de Tourmaline. Ella quizá me estuviera esperando. Los dos nos habíamos puesto calientes después de aquella sesión en su puerta.

Lo único que tenía que hacer era subir las escaleras y cogerla entre mis brazos. Lo único que tenía que hacer era hacerle el amor hasta que todos los soldados hubiesen muerto y el Ratón hubiese vuelto a casa de Etta, y hasta que Bonnie se hubiese casado y se hubiese convertido en reina.

En aquellos días o semanas de nuevo amor con Tourmaline, Pericles perdería a Nena y Meredith se compraría una casa nueva. Leafa prepararía docenas de comidas para sus hermanos y hermanas y acariciaría el pelo de su madre. Mi nietecita se haría mayor y Jesus, Feather y Amanecer de Pascua soñarían con una nueva vida donde yo ya no contaría.

Fui conduciendo por la calle de Tourmaline y aparqué junto a la acera. Apagué los faros y me diluí en la oscuridad. Quería salir de mi asiento, pero la inercia me mantuvo pegado en mi sitio una vez más. Ya no podía incorporarme. Era un parapléjico en un toque de queda después de un bombardeo.

Me habría quedado sentado tras el volante de mi coche la noche entera si no hubiese visto a una pareja que andaba por allí cerca.

Eran amantes ya maduritos, de treinta y muchos, o más incluso. El tenía una barriga prominente, y ella un trasero bastante grande. Iban del brazo, en armonía perfecta. Ellos no me veían en la oscuridad de mi coche. Era casi como si yo los estuviera soñando.

Se detuvieron a menos de tres metros de mí y empezaron a acariciarse. Ambos tenían experiencia en el amor. No eran ni delicados ni vacilantes. La mujer emitía unos sonidos de éxtasis profundos, desde la garganta. Sus manos se movían, y también sus cabezas y sus torsos. Si yo no hubiese sabido qué era lo que miraba habría pensado que contemplaba la silueta de un predador sometiendo y devorando a su presa.

Al cabo de unos minutos siguieron andando. Esperé a que llegasen al final de la manzana antes de dar el contacto.

Tourmaline y yo vivíamos en mundos completamente diferentes. Ella disfrutaba del baile que suponía introducir a un hombre nuevo en su vida, mientras yo era un morador del antiguo cementerio, encargado de llevar a los muertos producidos por la peste a su descanso final. Ella quería bailar. Yo iba andando por un caminito mal marcado, hacia un tanque de cal viva.

Nada de todo esto explica por qué dirigí mi coche hacia el apartamento de Faith Laneer. No era porque me sintiese frustrado con el lugar que me había asignado Tourmaline; podía haber vuelto a mi habitación del motel y caer dormido sin problema alguno. Quizá fuese porque Faith formaba parte de mi mundo melancólico y agrietado. Ella comprendería mis problemas. Quizás iba a verla porque había prometido que lo haría.

Era demasiado tarde para ir a casa del Ratón. Hiciera lo que hiciese en lo más profundo de la noche, prefería hacerlo solo. Cualquier interrupción habría sido contraproducente para mis planes. Y yo debía creer que él era capaz de escapar a la policía un poco más.

Me pregunté, a medida que me acercaba al edificio de Faith, si me quedaría de nuevo pegado al asiento. Respiré hondamente y levanté la vista justo a tiempo de ver un coche que se alejaba en la dirección opuesta, desde el lugar donde vivía Faith.

El coche podía haber sido de cualquier otro color que no fuera gris, pero estábamos entre dos farolas de la calle. Cuando mis faros iluminaron al conductor éste miraba hacia su derecha, disponiéndose a girar. No me miró. La gente no mira a nadie en Los Angeles. Miran los coches.

Sammy Sansoam nunca sabría dónde le habían pillado.

Sammy giró con suavidad y se dirigió hacia el este. Yo me pregunté un momento si debía seguirle o no; si debía perseguirle y dispararle en la cabeza. Podría haberlo hecho: quería matarle. Pero tenía que jugar a largo plazo.


La luz estaba apagada y ella no respondió a mis llamadas, pero la puerta no estaba cerrada. Entré en el piso diminuto en la oscuridad y quise que todo permaneciera así. Pero el abejorro de la casa de Navidad zumbaba por alguna parte. Agité la mano, encontré la cadena y tiré.

Él la dejó desnuda y sangrando. Faith no estaba muerta, al principio no. Quizá fingiera estar muerta. Quizás hubiese perdido la conciencia cuando la apuñaló una y otra vez.

Se arrastró por la habitación dejándose la vida en el suelo de roble. Estaba demasiado débil para gritar, de modo que intentó ir a buscar el teléfono; sus dedos pálidos seguían agarrados todavía el cordón. La vida la abandonó antes de que pudiera tirar del cordón del teléfono que estaba en la mesita.

Desnuda y muerta, Faith Laneer me miraba desde otro mundo final adonde yo me encaminaba pero que todavía no había alcanzado. Sólo conseguía respirar con breves jadeos y la habitación temblaba ante mis ojos, aunque levemente. Me arrodillé junto a la antigua Hermana de la Salvación y le toqué la mano. Todavía estaba caliente y suave.

Aquél fue el momento en el que murió Sammy Sansoam.

Me odié a mí mismo por no haberle matado antes, en el cruce. Sabía que ella estaba muerta; sabía que no había tenido ninguna oportunidad. El objetivo de la vida del traficante de drogas era asegurarse de que nadie se chivara. «Chivarse.» Éramos como niños. No habíamos cambiado desde que éramos niños y esperábamos que los buenos no se chivaran a los malos.

Fui al dormitorio intentando no pensar en el breve amor que habíamos vivido allí. En el escritorio había una hoja de papel dentro de una carpeta verde. Ella había escrito mi nombre treinta veces o más en aquella hoja solitaria. Easy Rawlins, Easy Rawlins, Easy Rawlins, Easy Rawlins…

Experimentó con distintas letras y tintas y lápices. Cogí la carpeta y el papel, apagué las luces de la casa y salí de allí.

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